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Mis múltiples personalidades PDF

187 Pages·2012·2 MB·Spanish
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MIS MÚLTIPLES PERSONALIDADES "¿Qué diablos me está pasando? Me siento poseído. Hablo incoherencias delante del espejo y la voz, que sale de mi boca es la de otra persona." Cuando pronunció estas palabras cameron West tenía más de treinta años y era un próspero hombre de negocios, felizmente casado y padre de un niño. La voz correspondía a Davy, la primera de las más de veinte personalidades diferentes que irían apareciendo a lo largo de varios meses, sacando a la luz los recuerdos de horribles sevicias sufridas por el mismo West sin que él tuviese conciencia de ellas. Así aparecieron Clay, de ocho años, tenso y tartamudo; Dusty, de doce años, simpática y amable pero algo contrariada por encontrarse en el cuerpo de un hombre de mediana edad; Bart, dicharachero y dispuesto a ayudar; Leif, con su increíble capacidad de concentración y su energía, que a veces abrumaba a West con sus exigencias… y otras muchas personalidades máa, todas con sus características, sus idiosincrasias y sus recuerdos propios. El autor aporta un testimonio conmovedor de sus esfuerzos por entender el functionamiento de su mente fragmentada y por sanar su espíritu dañado mientras se aferraba con desesperación al delgado hilo que le mantenía unido a su esposa Rikki, a su hijo Kyle y a una apariencia de vida normal. El trastorno de disociación de la personalidad as desmitificado aquí gracias a la asombrosa sinceridad del autor, quien nos conduce a través del proceso de gradual descubrimiento de las partes de sí mismo lesionadas y encerradas fuera del alcance de la memoria. Traductor: J. A. Bravo Autor: Cameron West ISBN: 9788401377228 MIS MÚLTIPLES PERSONALIDADES CAMERON WEST Yo fui Bart, Hyle, Davy, Anna, Dusty y… dieciocho personas más Traducción de J. A. Bravo PLAZA & JANÉS EDITORES, S.A. Título original: First Person Plural Primera edición: enero, 2001 © 1999, Cameron West Editado originalmente por Hyperion, Nueva York © de la traducción: J. A. Bravo © 2000, Plaza & Janés Editores, S. A. Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona Publicado por Linda Michaels Limited, International Lite- rary Agency ISBN: 84-01-37722-6 Depósito legal: B. 48.681 - 2000 Fotocomposición: Comptex & Ass., S. L. Impreso en Domingraf, S. L. Pol. Ind. Can Magarola, Pasaje Autopista, nave 12 Mollet del Valles (Barcelona) A mi maravilloso hijo, para que lo sepas todo Agradecimientos Quiero dar las gracias a todo el personal de Hyperion que ha intervenido en la elaboración de este relato de mi vida, en especial a Brian DiFiore, a Samantha Miller, a mi directora Laurie Abkemeier y a Mary Ellen O'Neill, que empuñó con gran entusiasmo el timón editorial después de la marcha de Laurie. Mi agradecimiento muy especial a mi agente Laurie Fox, de la agencia literaria Linda Chester, por su visión, apoyo constante, profesio- nalidad y amistad. Y muchas gracias a Linda Chester por su sabiduría y guía, así como a su excelente personal, en particular Joanna Pulci- ni y Gary Jaffe. Gracias también a Linda Michaels, Teresa Cavanaugh y Anne Tente, de Linda Michaels Ltd. Me considero afortunado por contar con todos y todas ellas. También quiero expresar mi profunda gratitud a los doctores Linda Riebel y Frank Utchen por su amistad y apoyo, así como por leer las pruebas. No habría podido escribir este libro sin el apoyo de dos mujeres que me ayudaron a reconstruir los hechos ocurridos en mi ausencia física o emocional. Doy gracias a Janna Chase por su fe, habilidad y paciencia, y a Clay por el pañuelo y a Switch por la insignia de sheriff. Y naturalmente, a mi preciosa mujer que rió cuando escribí algo divertido, lloró cuando escribí algo triste y me apoyó cuando no podía escribir ni una sola palabra más. Me gustas más que un helado de vainilla en una noche de agosto. Pequeño Gran Hombre, tú has heredado un padre estropeado, abollado, con los parachoques chafados y las cuatro ruedas desinfladas. Lo lamento. Pero tu luz me ayuda a brillar, tu corazón me da impulso, tu ingenio y tu risa me mantienen dentro del carril. Por último, a todos los huéspedes del hotel Triste, donde siempre hallarán refugio en el salón de la Tranquilidad. Mi gente Soul es un alter ego sin edad que apareció muy pronto y cuya función consistía en infundirme esperanza y así permitirme sobrevivir. Todavía se siente su presencia pero pocas veces aparece, ni siquiera durante las sesiones de terapia. Sharky es un alter ego tan primitivo que al principio no era capaz de articular palabras. Gruñía y meneaba la cabeza de un lado a otro, y lanzaba mordiscos a las mesas, la ropa y las plantas. Hay un dibujo hecho por otro alter ego que lo representa como un tronco sin miembros y con una bocaza llena de dientes. Ha aprendido a hablar y a comer con las manos o con tenedor. No sale muy a menudo pero le gusta compartir las golosinas con los demás. Davy tiene cuatro años. Es cariñoso y triste. Fue el primero en emerger pero ahora ya no sale mucho. Anna y Trudi son gemelas de cuatro años. Anna tiene ojos de tórtola y es alegre, con una sonrisa tan ancha que me duele la cara. Recuerda los abusos de que fue víctima pero no alberga rencor ni tristeza. Le gustan las galletas. Trudi es sombría y melancólica, de las que se apartan en un rincón. Ella también recuerda, pero sólo el dolor, la tristeza y el horror. Anna comparte sus galletas con ella. Anna forma parte del grupo esencial de los alter ego que aparecen con más frecuencia. Mozart tiene seis años. Es muy callado y frágil, y respira con dificultad. No sale muy a menudo. Clay, de ocho años, sale con frecuencia. Durante mucho tiempo solía tartamudear horrorosamente, tenía los músculos tensos y no se atrevía a mirar de frente. Ahora está mucho más relajado. La tartamudez casi ha desaparecido y está aprendiendo a mirar a la cara. Tiene un pañuelo que llevamos todos los días. También es miembro del círculo principal. Switch tiene ocho años de edad. Se siente terriblemente furioso por los malos tratos, pero al mismo tiempo es incondicional de uno de nuestros verdugos, por lo que ha dirigido su rabia contra mí y algunos de los demás. Me ha hecho daño corporalmente más de una vez. En los últimos tiempos se le ve menos furioso, y consiguió hacerse admitir por todos los que forman el sistema. Tiene su propia placa de sheriff y le gusta lucirla. Es miembro del grupo esencial. Wyatt es un chico de diez años. Brillante, sale a menudo y le gusta hablar con la gente mientras pasea por la periferia de las cosas. Se mueve continuamente, se balancea, camina, echa cuentas o estudia las formas y las pautas. Le gustan las palabras y sabe describir las cosas de manera original. También forma parte del grupo esencial. Tracy, Kit, Nicky, Lake, Toy y Casey son «los Chicos». Todos aparecieron durante los primeros meses, y por algún motivo se hallan estancados en la época de la presidencia de Kennedy, cuando sólo se emitían en color los partidos de béisbol y Bonanza. Con el tiempo los Chicos se han ido confundiendo los unos con los otros y han acabado por desvanecerse y desaparecer. Ya no son accesibles. Dusty es una chica de doce años, servicial y amable. A menudo sale para ir a comprar y cocinar. Atiende a los más pequeños y de vez en cuando les lee libros de cuentos. La contraría existir en el cuerpo de un hombre de mediana edad. Es miembro del grupo esencial. Gail es la novata del sistema, no habiendo emergido por completo hasta la terminación de este libro. Al principio callaba pero ahora se ha hecho amiga de Dusty y lo hacen casi todo juntas. Dusty le enseñó a hacer pan. Probablemente acabarán por confundirse en algún momento. Gail también está en el círculo principal. Keith tiene quince años, es callado, modesto y se manifiesta pocas veces. Bart tiene veintiocho años. Es contemporizador y divertido. Su función en el sistema ha cambiado; antes intimidaba a todos para sonsacarles sus secretos, pero ahora es el protector de los pequeños y les levanta la moral. En colaboración con Per, interviene para hacerse cargo de todo cuando hay una crisis o cuando lo veo todo demasiado negro. Muchas veces su jovialidad nos ha ayudado a permanecer a flote. A él le gustaría ser más reflexivo y con frecuencia se refiere a mí, medio en broma, llamándome «el doctor» y en ocasiones «el estirado». Kyle apareció poco después de Bart. Tenía la misma edad que éste y era su íntimo amigo y compañero de correrías. Con el tiempo Kyle fue pareciéndose cada vez más a Bart hasta que se confundieron y se hicieron uno. Leif es un hombre de más de treinta años, dotado de una concentración y una energía increíbles. Se ha volcado por entero en la acción, la productividad y los resultados, sin concederse ni un minuto de placer, ni echarlo en falta. Solía colocarse detrás de mí e, incluso sin dominarme por completo, me empujaba constantemente a hacer más y más. Ahora colabora con Bart y Per para que yo me mantenga en actividad, aunque a un ritmo más humano y concediendo algún rato de recreo y tranquilidad. Pertenece al grupo principal. Sky tiene más de treinta años, y apareció muy pronto para ayudarme a regular el caudal de emociones y recuerdos evitando que yo y mis «otros» quedáramos desbordados. A medida que los del sistema aprendíamos a comunicamos y colaborar, fuimos necesitando menos a Sky y ahora no aparece nunca. Stroll tiene unos treinta. Es serpentino y una máquina sexual, que sólo vive para complacer a las mujeres y aparece siempre que una mujer, cualquiera sea su edad, se muestra amable conmigo. Aunque todavía le excita la atención de las mujeres, ha asumido un rol diferente, el de protector de los alter ego más jóvenes, y ahora sólo aparece durante las sesiones de terapia y, aun así, con escasa frecuencia. Per es un alma gentil, un espiritual. Es poeta, artista, y se vincula a las fuerzas del equilibrio y la naturaleza. Es la paz y el descanso. Nos ciñe tiernamente con sus brazos y nos protege. Como miembro del grupo esencial, es la figura paterna para todos los demás. Prólogo Desde el piso de arriba, miro por la ventana de mi habitación a través de una cortina de niebla. En la calle veo una vaga imagen debajo de una farola. Entrecerrando los párpados la figura cobra nitidez y puedo distinguir una silueta humana. Me acerco un paso como para asomarme, las manos sobre el alféizar, la frente apoyada en el frío cristal. ¿Quién es ése? Es un hombre delgado, moreno, en camiseta y vaqueros azules. Está haciendo algo pero no lo veo bien. Me froto los ojos y apoyo de nuevo la cara contra el vidrio, tratando de ver. El hombre moreno se inclina sobre un lavabo blanco dejado en la acera y provisto de un espejo. Parece que lleva algo en la izquierda, un objeto afilado. ¿Qué está haciendo? Entonces me doy cuenta de que lleva el antebrazo derecho ensangrentado. De los dedos le gotea sangre que va a parar al lavabo. Él mira al espejo y después se examina el brazo. Sigo la dirección de su mirada y descubro que la sangre brota de una incisión de unos doce centímetros en el antebrazo. También desprende goterones de sangre el cuchillo, ancho y corto. Ahora lo pasa otra vez sobre el antebrazo y otro brote de sangre inunda la herida, corre brazo abajo y cae en la pila del lavabo. De pronto una fuerza conocida se apodera de mí, una succión silenciosa que saca mi viscoso yo por la ventana y lo lleva a la otra acera. Ahora estoy detrás del hombre del brazo sanguinolento, inclinado sobre el lavabo. Él me ve por el espejo y, como un globo hinchable que se llena de melaza, me inflo poco a poco y voy rellenando su cuerpo. Ahora estoy dentro. Bajo los ojos y veo la mano izquierda que sostiene el cuchillo, y luego la carne abierta que rezuma color rojo. La mirada va al espejo y desde alguna isla de mi mente algo me dice que ésta es mi cara que me está mirando, que es mi mano la que sujeta un cuchillo, y que es mi brazo el que vierte sangre en el lavabo. ¡Oh, Dios mío! La luz se intensifica y me hiere los ojos. Tengo la cara congestionada, color púrpura. La realidad es un insecto que trepa por mi nuca y se mete en la oreja derecha para susurrar una sola palabra, estirando las sílabas: —Biennnvenidoooo. Oh, no. Otra vez, no. ¿Quién me ha cortado? ¿Quién está haciéndome esto? —Soy Switch —dice una voz. En el espejo veo un par de ojos que no me pertenecen. Switch me ha lastimado el cuerpo. Ha sido él otra vez. Contemplo mi mano izquierda, que deja el cuchillo sobre el borde de la pila, y una burbuja húmeda de tristeza resbala de la trastienda de la mente hacia los ojos. Y se convierte en una lagrimita que va creciendo, hasta que se desprende y baja por la mejilla izquierda. Switch es tan joven y está lastimado… Con un sobresalto me doy cuenta de que toca arreglar el desaguisado. Abro el grifo del agua fría y me pongo a limpiar la sangre. Hago compresas de papel higiénico para restañar el tajo del antebrazo derecho. Le echo un vistazo. La herida es profunda, se ve el tejido graso y el músculo, aunque no duele. Es sólo una sensación leve, como un picor en el brazo. Sigo secando la herida hasta que sólo rezuma un poco y me pellizco la epidermis a fin de ver si será necesario acudir a urgencias para que le pongan unos puntos, o si se podrá arreglar con unas tiritas. Separo los bordes de la herida con los dedos. ¡Condenación! Habrá que suturarla. El caso es que no deseo ir a urgencias. Allí me conocen. Meneo la cabeza, contrariado. Será necesario inventar alguna mentira para explicar por qué me he cortado con un objeto afilado. Veamos… ¿Estaba cambiando el linóleo del suelo de la cocina y la cuchilla se me escapó de la mano? Floja. Procuraré ser convincente, pero ellos sabrán que es mentira. Y también sabrán que yo sé que ellos saben que es mentira. —¡Mierda! —grito, y el clamor de mi propia voz me sobresalta. Nadie se hace daño tantas veces en el mismo lugar, ¡por Dios!, y cuando digo esto me refiero a que podríais jugar al tres en raya sobre mi antebrazo. Ellos se quedarán mirándose los unos a los otros, arquearán las cejas y se preguntarán si no sería preferible Ingresarme, pero finalmente no lo harán. No me ingresarán para tenerme en observación porque me doy mucha maña en parecer normal. Son médicos y enfermeras del turno de guardia, no psiquiatras. No saben nada de personalidades múltiples y mi aspecto es demasiado civilizado para ser un navajero. Los tipos bien vestidos y de mediana edad no se presentan con el brazo rajado en los servicios de urgencias, a no ser por causa de un accidente. Así que me dejarán escapar. No obstante, me pregunto cómo le ocultaré esta herida a Kyle. En cuanto a Rikki, tendré que llamar a su despacho y contarle que me he cortado de nuevo. La última vez, cuando ella entró y me descubrió no tuve tiempo para limpiar toda la sangre. Estábamos a punto de salir para cenar en casa de unos vecinos y fue tan grande la frustración que se echó a llorar y me dijo con rabia que me largase solo al dispensario. Así que ahora le telefonearé para que sepa lo que va a encontrar en casa. Es lo mínimo que puedo hacer. Una tristeza me oprime el pecho mientras me envuelvo el antebrazo con gasa y limpio la sangre. En mi cabeza oigo un confuso rumor de voces de los «otros». Preguntan qué ha pasado. Conduzco hasta el hospital meditando cómo he de representar mi papel en urgencias para marcharme cuanto antes sin que me descubran. Más tarde, cuando esté de regreso, podré abandonarme a la extraña pero conocida indiferencia que suele invadirme cuando me he cortado. También me sobreviene una especie de fatiga, pero no mía… sino de Switch. —Cuando regresemos a casa nos acostaremos todos —digo en voz alta, procurando hablar con autoridad. Resonancia insólita de mi voz en el coche vacío. Una vez con el brazo vendado y de nuevo en casa, ha caído sobre mí esa suave oleada de serenidad que lo despeja todo. Pero incluso mientras está ocurriendo eso, pienso —pensamos todos— que éste no ha sido un buen día. PRIMERA PARTE EL HOTEL TRISTE 1 Yo estaba tumbado de espaldas sobre la alfombra beréber blanca de nuestra sala, y admiraba los autorretratos de una lujosa edición de arte titulada Rembrandt: la forma y el espíritu humanos. Era uno de los diversos libros de arte que Rikki y yo fuimos regalando a mi padre en el decurso de los años. Cuando él murió a la edad de cincuenta y nueve años recuperamos esos libros, de lo cual me alegré, aunque habría preferido que no retornasen a nuestra propiedad tan pronto. Cada vez que contemplo un autorretrato de Rembrandt siento algo muy íntimo y privado, y también triste como un tramo solitario de río visto por la noche. Entonces sé que estoy contemplando directamente el alma del autor. Y por alguna razón, cuando miro esos cuadros me siento un poco más cerca de papá, aunque probablemente hasta Rembrandt lo conocería mejor que yo. Era una tarde de mediados de octubre. Los días eftpezaban a acortarse y el frío condensaba la respiración. Alrededor de nuestra casita de piedra las hojas de los árboles habían cambiado el color y no tardarían en desprenderse. La casa difundía aquella sensación de nido caliente y acogedor, que fue lo primero que nos atrajo de ella. Pronto las ramas desnudas de los árboles nos dejarían ver la vivienda del vecino más próximo, enfrente y calle abajo, a unos doscientos metros de nuestra pequeña posesión de hectárea y media en la cima. Rikki estaba junto a la mesa blanca de fórmica de nuestra cocina, que es pequeña pero con mucha luz y comunicada con la sala de estar. Dicha mesa ofrecía el alegre espectáculo de los ingredientes para la elaboración de una pizza casera, ya picados y preparados, que es una de mis dos comidas favoritas. La otra son los raviolis hechos en casa con salsa al pesto. La masa acababa de leudar y estaba puesta sobre la bandeja perforada de hacer pizzas; en uno de los fogones iba llegando a término la cocción de una suculenta salsa, y se veía un gran trozo de mozzarella junto a un rallador de acero inoxidable con mango amarillo. Las aceitunas negras, las setas de Crimini y una tira de pimiento que brillaba de tan rojo estaban ya a punto, y la mano experta de Rikki cortaba en rodajas una cebolla de Vidalia con un cuchillo Henckels de veinte centímetros de hoja sobre una vieja tabla de picar redonda de teca, uno de los regalos de boda que tuvimos hacía doce años. Los nuevos mocasines L.L. Bean de ante que acababa de regalarme Rikki para mi trigesimoséptimo cumpleaños —nuestro cumpleaños en realidad, ya que ambos cumplimos el mismo día— estaban en el suelo, a mi lado, y también Kyle, de cinco años entonces, tumbado boca abajo en su pijama rojo y azul de Spiderman, capucha incluida. Ha convertido mis mocasines en barricada para sus soldaditos de juguete y la batalla está en curso, amenizada por Kyle con excelentes efectos de diálogo y sonido. Hasta que una explosión demasiado salivácea me salpicó la oreja. —¡Caray, Kylie! —exclamé poniendo cara de asco al tiempo que me enjugaba la oreja frotándola contra el hombro. —Lo siento, papá —se disculpó él con su voz más humilde. Nos miramos durante un segundo y luego soltamos una carcajada al unísono. Dejé a un lado el libro de Rembrandt, hice un rodillo a la derecha y me incorporé sobre el codo. —¡Bah! Esto no ese nada —continúe—. Una vez cuando eras pequeño de verdad… de unos tres meses… y yo estaba tumbado de espaldas y te levantaba en el aire jugando a que tú eras Superman… Rikki me apuntó con el cuchillo y asintió sin desviar la mirada de su tabla de picar. —¡Vaya! Todavía me acuerdo —sonrió. —Bien —proseguí—, yo estaba de espaldas y tú dando tumbos por el aire mientras yo gritaba «Su… per… maaan». Y entonces, de repente… ¿a que no adivinas lo que pasó? Pues que vomitaste toda la comida (así, ¡puaaj!) ¡en mi oreja! Kyle se echó a reír y se le escurrió un moco, el cual quedó colgando sobre el labio. —¡Corre! —grité—. Ve con mamá para que te limpie. Él se incorporó de un brinco y corrió a la cocina al tiempo que intentaba sorberse las narices. Rikki dejó el cuchillo, tomó una servilleta de papel y le tapó la naricilla para que se sonase. —En mi oreja —insistí—. ¡Toda la papilla caliente en la oreja! Rikki arrojó la servilleta al cubo de la basura que estaba debajo del fregadero y cogió el cuchillo para trinchar otra cebolla. —Si eso te ha parecido divertido, Kyle, verás ahora —dijo inclinándose sobre la mesa—. Cuéntaselo, papá. Asentí recordando a qué se refería. La paternidad y doce años de convivencia nos proporcionaba esa compenetración y confortable entendimiento que no requieren palabras y que provienen de miles de experiencias compartidas. Meneé la cabeza sonriendo. —Ya lo creo que te va a gustar, pequeño gran hombre. —¿El qué, papá? —preguntó él mientras regresaba a tumbarse cerca de mí para reanudar la batalla contra los mocasines—. ¿Qué me va a gustar? —De acuerdo. Eras todavía más pequeño que cuando eructaste en mi oreja, y… —¿Que eructé? —se extrañó él—. Qué cosas más raras dices, papá. —¡Alto ahí! —dije poniendo la cara de Groucho, con las cejas y el cigarro imaginario—. El que diga que digo cosas raras tendrá que vérselas connggo. Rikki reía oyéndonos. Hice una pausa y me detuve a contemplarla mientras ella seguía picando hortalizas. Me gustaba verla reír, y me gustaba el sonido de su risa. Era una risa fácil, de buena persona, de buena compañera. Y seductora también, cómo no. Nunca me cansaba de mirarla. Treinta y siete años, uno sesenta y cinco de estatura. Piernas largas, bien torneadas, que nunca desfallecieron en ninguna excursión, cabello lacio color miel en melena suelta hasta los hombros, grandes y profundos ojos azules que enamoraban a todas las personas. Kyle me tocó con el dedo para sacarme de mi ensoñación y suplicó: —Anda, continúa, papá. —¿Eh? ¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí…! Pues tú eras muy pequeño, de cuatro semanas quizá… — Me volví hacia Rikki arqueando las cejas con expresión interrogadora. —Ajá —dijo ella—. Cuatro semanas recién cumplidas. —Eso es —dije—. Y resulta que estábamos grabando un vídeo con esa cámara vieja y abollada, ¿te acuerdas? —Me volví de nuevo hacia Rikki, que asintió. —Vieja cámara —repetí—. Salía todo de color verde. Mamá sostenía la cámara y nosotros estábamos sentados en la sala de estar. La de nuestra casa de Nashville. Tú estabas sobre mis rodillas, desnudo… o tal vez llevabas una camisa, no me acuerdo.

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