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Don Juan de Austria. Un héroe para un imperio PDF

235 Pages·2020·2.487 MB·Spanish
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Ahí está, sonriente y feliz mientras le aclaman sus tropas. Don Juan de Austria, un jovencísimo general de apenas 24 años acaba de convertirse en el héroe del mundo occidental al aplas- tar a la armada turca en la batalla de Lepanto. Es una victoria por la que suspira toda Europa, cercada en el Mediterráneo por los hábiles piratas del Islam y que ve cómo los ejércitos del im- perio otomano llegan a las puertas mismas de Viena. Bartolomé Bennassar, uno de los mejores conocedores de la historia moderna de España, dibuja una biografía apasionante de este hijo natural de Carlos V al que la fortuna, por un igual, sonrió y castigó con duros reveses. El príncipe fue criado en se- creto en Castilla, y sólo tras la muerte del emperador, el rey Feli- pe II, su hermanastro, le dio un reconocimiento oficial. Don Juan soñaba con lograr una corona, tal vez la de Inglaterra, que borrara este estigma de bastardo. Pero su ambición, su fama y su talento eran una combinación muy peligrosa en la corte de fines del siglo XVI, marcada por las intrigas del secretario de Felipe II, Antonio Pérez, y de su amante, la princesa de Éboli. Bennassar no sólo narra con maestría la vida acelerada del héroe de Lepanto, —hazañas, amores, fracasos— sino que anali- za y aporta nuevos datos que permiten comprender ese período turbulento y fascinante de la historia de España y de Europa y las razones que convirtieron a don Juan de Austria en uno de nuestros mitos más duraderos. 2 Bartolomé Bennassar Don Juan de Austria. Un héroe para un imperio ePub r1.0 Titivillus 13.01.2020 EDICIÓN DIGITAL 3 Título original: Don Juan de Austria. Un héroe para un imperio Bartolomé Bennassar, 2000 Ilustración de cubierta: Juan de Austria, Sánchez Coello, Monasterio de El Escorial, Madrid Editor digital: Titivillus ePub base r2.1 Edición digital: ePubLibre, 2020 Conversión PDF: FS, 2020 4 ÍNDICE Introducción Capítulo I. Funeral barroco: muerte y gloria Capítulo II. Jerónimo, el encubierto Capítulo III. Un joven de buen tono Capítulo IV. Diversiones cortesanas y sueños de cruzada Capítulo V. El mar y la guerra Capítulo VI. La hora del destino Capítulo VII. Lepanto Capítulo VIII. Triunfo y frustración Capítulo IX. El descanso del héroe Capítulo X. La trampa Capítulo XI. Don Juan, mitificado Capítulo XII. Balance. La vida acelerada de un caudillo in- quieto Datos cronológicos Bibliografía Índice onomástico Notas 5 Introducción ¡Ni siquiera los años de Cristo! El día de su muerte, el prime- ro de octubre de 1578, el ilustrísimo príncipe don Juan de Aus- tria no había cumplido los treinta y dos años. ¡Qué vida tan breve y, sin embargo, tan llena de contrastes, tan colmada de ha- zañas y desventuras, como sida fortuna se hubiese complacido en multiplicar en el mismo hombre las felicidades más inespera- das y las desgracias más crueles! Había llegado a Castilla como un niño anónimo, acompaña- do por un músico tañedor de viola. Durante años había crecido bajo la vigilancia lejana de una mujer rústica, de un cura holga- zán y de un maestro de escuela demasiado atareado. Después se había trasladado, sin saber por qué, a la otra meseta, de la aldea de Leganés al castillo señorial de Villagarcía de Campos, de la custodia de una mujer cariñosa pero analfabeta a la de una gran señora, esposa de uno de los próceres más destacados de su tiem- po. Se acabaron las escapadas con los rapaces de Leganés, la li- bertad embriagadora de los trigales ya segados o de las viñas por vendimiar. Llegaba otro tiempo, de estudios meditados y com- pletos, bajo el cuidado de preceptores elegidos con esmero: gra- mática, latín, francés, historia, matemáticas, astronomía… Tenía, eso sí, el alivio, el entretenimiento delicioso de las clases de equitación y la instrucción en el manejo de las armas que le daba un militar profesional. ¿Por qué tenía que realizar estas visitas misteriosas, incom- prensibles, al ermitaño de Yuste, al parecer casi indiferente, ya dispuesto a su cita con la muerte? De la noche a la mañana, este niño surgido de ninguna parte, recibe el abrazo del rey Felipe II, la ovación de los grandes señores del reino, viste como un prín- cipe, ostenta en su pecho el collar prestigioso de la orden del 6 Toisón de Oro, le ponen al frente de una casa principesca. ¡Y sólo tiene doce años! Pasa después cuatro años en la Universidad de Alcalá de He- nares, la más prestigiosa de la época. Sus condiscípulos: sus «so- brinos», don Carlos, el heredero de la monarquía, y Alejandro Farnesio, otro destino fuera de serie. Y tantas cosas: el sueño frustrado del socorro de Malta, la guerra, la guerra verdadera, la lucha despiadada en las sierras granadinas, en Las Alpujarras, entre sol y nieve, los celos de los hombres de guerra ya envejeci- dos y demasiado prudentes, las discrepancias y las contiendas con ellos, la muerte a su lado de su ayo, tan respetado y amado. El orgullo por las victorias y el triunfo final, pero al mismo tiempo, el sentimiento por las víctimas de la tragedia. El mar. La Santa Liga. Mesina enaltecida. Un generalísimo de veinticuatro años, a bordo de una galera real de ensueño, al lado y al frente de los Doria, de los Colonna, de los prestigiosos am- mirales venecianos. La amenaza temible de la Armada turca que, en lo que iba de siglo, sólo había conocido un fracaso, en el sitio de Malta. Y una victoria auténticamente prodigiosa, en las aguas del adversario, una victoria casi aplastante, cuyo eco se propaga de catedral en catedral al son alegre de los Te Deum. Millares de esclavos cristianos, libres por la magia de tan extraordinaria vic- toria. No sabemos cuántos lienzos, cuadros, tallas, bajorrelieves, grabados, estampas, monedas, a la gloria de Lepanto, «el aconte- cimiento mayor de la historia desde el nacimiento de Cristo», según Miguel de Cervantes, actor humilde de la proeza, y ade- más a la gloria de su vencedor, retratado en bronce en la misma ciudad de Mesina en el plazo breve de un año: una estatua colo- sal, a la medida del héroe. Para este hombre, que tenía fama de ser uno de los más atrac- tivos de su época, que hizo latir el corazón de tantas mujeres, apenas unos amores breves. Tal vez muchos amores, pero siem- 7 pre breves. Corre el tiempo. En las sombras de la corte, María de Mendoza: año y pico, nada más. En la gloria de Nápoles, después de Lepanto, Diana de Falangola: unos meses, nada más. Cada vez, una hija nacida de estos lances, salvo con María, con la que tiene dos hijos. Con la misma María, en 1576, últimos brotes de pasión. Sus vástagos los dejará al descuido casi absolu- to. Luego, mujeres de una noche. Otros cortos amores, esta vez descarados, con la esposa del castellano de Nápoles, Ana de To- ledo, oliendo a escándalo. En el último año de su vida, tal vez otra chispa con la marquesa de El Havre en Flandes. El héroe no tenía tiempo de casarse, o quizá le faltaban la intención o las ganas de hacerlo, salvo con María Estuardo. El promotor de este proyecto de casamiento fue nada menos que Gregorio XIII. Y es que los papas estaban entusiasmados por don Juan. No les importaba que fuera un gran pecador. Lo dijo primero, y públicamente, como si tuviera el presentimiento del milagro de Lepanto, Pío V: «Hubo un hombre enviado por Dios, y se llamaba Juan». El Papa se refería explícitamente al co- nocido comienzo del cuarto evangelio, para marcar el destino de este hombre providencial que derrotaría a los turcos y a quien los papas hubieran querido lanzar a la conquista de algún que otro reino musulmán. También le hacen ilusionarse con la gloria de una corona real. ¿Don Juan, rey de Tunicia? Sería fácil, puesto que el héroe ha conquistado Túnez y La Goleta. Pero Felipe II ordena evacuar el país. Los cristianos de Albania y de Morea ofrecen a don Juan la corona de su reino, con el beneplácito del Papa. Pero Felipe II decide que es una aventura políticamente arriesgada y poco oportuna. Luego, Gregorio XIII sueña con la conquista de In- glaterra para que el país vuelva a la Iglesia católica y romana. Don Juan sería el encargado de esta conquista, y se casaría con María Estuardo, reina de Escocia y pretendiente con derechos a la corona de Inglaterra, confiscada por una impostora, Isabel, 8 hereje y bastarda a la vez. Un sueño para don Juan, después de la Rosa de Oro concedida un día de 1574 por el mismo Papa. Pero don Juan de Austria es a la vez el resurgir del héroe anti- guo, del héroe griego, enfrentado a la fatalidad, a un destino trá- gico, y una anticipación del héroe romántico, del héroe desdi- chado, traicionado por la fortuna, víctima de la razón de Estado. Este invicto caudillo que, al final de su vida, casi sin tropas y sin dinero, sabrá aún encontrar los recursos y el talento precisos para su última victoria militar, la de Namur, ha sido condenado por el rumbo de la política de su rey, a despedir a los Tercios, a prescindir de las fuerzas con las cuales soñaba invadir Inglaterra. Retirada humillante para un ejército victorioso. Y por si fuera poco, otra humillación vergonzosa: por fin ha conocido a su madre. Pero ¿quién era esta madre? Admitiendo, como la inmensa mayoría de los historiadores, la maternidad de Bárbara Blom- berg, algunos que otros, demasiado respetuosos para con la figu- ra del padre, quisieron disfrazarla como a una joven de estirpe nobiliaria, o como la hermosa hija de un rico mercader alemán. ¡Mentiras piadosas! Cualesquiera que fueran las circunstancias del encuentro entre el imperial viudo y la joven alemana, Bárba- ra Blomberg revelaría después su verdadera naturaleza: vulgar, codiciosa, pedigüeña, corrupta. En el fondo, una mentalidad de ramera, como gritó en un acceso de ira furibunda el malaventu- rado don Carlos. ¡Lástima de don Juan! Pero lo había dicho también Carlos V en los días de su abdicación: «La fortuna es una ramera». Dos de los capitanes más ilustres de la segunda mitad del siglo XVI —no en balde ambos figuran en la galería de los gran- des capitanes que retrató Brantôme— eran directa o indirecta- 9 mente vástagos ilegítimos del emperador Carlos V. Uno de ellos era Alejandro Farnesio, cuya madre, Margarita, era hija bastarda del emperador, aunque él nació dentro del matrimonio.[1] Don Juan de Austria era por eso tío de Alejandro, que había nacido año y medio antes que él. Criados de manera muy distinta en su niñez, se reunieron por la voluntad explícita de Felipe II, cursa- ron los mismos estudios en la Universidad de Alcalá, conocieron juntos la misma vida cortesana en los principios del reinado de Felipe II. Incluso les retrataron los mismos pintores, aunque Farnesio tuvo además la suerte de ser uno de los modelos de Ti- ziano. Si Alejandro estuvo ausente de la guerra de Granada, tea- tro de la iniciación de don Juan a la guerra, los dos príncipes lu- charon juntos en primera línea en la gloriosa jornada de Lepan- to, y más tarde unieron sus esfuerzos en los Países Bajos, donde Farnesio sucedió a don Juan después de la muerte del héroe de Lepanto. Alejandro, el único varón en la historia que haya sido a la vez nieto de un papa y de un emperador, fue quien organizó y presidió el funeral de don Juan en Namur. Pocas veces se ha dado tanta compenetración entre dos seres, a la vez tan próxi- mos y tan diferentes. 10

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