Índice Portada Dedicatoria Introducción Capítulo 1. Por qué nos preocupamos más de la cuenta Capítulo 2. La crisis no es planetaria Capítulo 3. Hacía setecientos millones de años que no ocurría nada parecido Capítulo 4. Cuál es tu elemento y cómo controlarlo Capítulo 5. Lo que sabemos ahora de la intuición Capítulo 6. Si lo que importa es el inconsciente, ¿para qué sirve la conciencia? Capítulo 7. Los errores a corregir para salir adelante Capítulo 8. La gestión emocional de la soledad Capítulo 9. Salud física, actitudes y salud mental Capítulo 10. Lo peor es pararse y lo mejor formar parte de la manada Capítulo 11. Globalización, Internet y gobierno mundial Capítulo 12. Nada nos impide llegar Capítulo 13. Un anticipo del futuro Capítulo 14. Los próximos 100.000 años Notas Agradecimientos Créditos A la gente frágil que no para de hacerse preguntas Introducción Cualquier tiempo pasado fue peor No comprendo por qué, sobre todo instituciones, han hecho tan poco caso a la magnífica idea del diseñador de ordenadores Daniel Hillis, que propuso, hace ya bastante, construir un reloj que hiciera tictac una sola vez al año, que sonara sólo cada siglo y en el que sólo cada milenio apareciera el cuco. Habría sido una forma de hacer entender a la gente de la calle, funcionarios y ejecutivos de corporaciones, que lo único que está socavando nuestro espacio vital es la concepción equivocada del tiempo. ¿Por qué es tan esencial para nuestro futuro la concepción que tengamos de éste? El gran geólogo británico Ted Nield invitaba a sus alumnos a mirar en la dirección del quásar 3C 48, situado a 4,5 miles de millones de años luz de nuestra galaxia, porque consideraba muy probable sorprender a un habitante de aquel quásar contemplando extasiado, allá a lo lejos, muy lejos, el nacimiento de nuestro sistema solar. Lo estaría viendo ahora, porque esos miles de millones de años son el tiempo que ha tardado en llegarle el reflejo de nuestra aparición en el cosmos. Cuando no se tiene una concepción pausada y responsable del tiempo, se vive dominado por el pesimismo o el optimismo a partes iguales. Y considero que es importante insistir en ello. Es probable que la realidad de cada día en cierto modo induzca a pensar así, porque da la impresión de que ésta cambia cada segundo. Sólo cuando se contempla el pasado y el futuro en perspectiva, se comprende que cualquier tiempo pasado fue peor y que cualquier periodo del futuro será mejor. La continuidad del optimismo que ha permitido a la especie sobrevivir depende precisamente de esta revelación, tan o más importante que la del Nuevo Testamento. El biólogo, inventor y oficial del ejército Stewart Brand sugería construir una especie de reloj de la mente que nos ayudara a desechar de una vez por todas nuestra actual concepción del tiempo, tan patológicamente cortoplacista y tan alejada del concepto de responsabilidad. La gente tendría así una oportunidad de aprender la única concepción del tiempo que existe, la geológica, en lugar del furtivo, instantáneo y chisporroteante fugaz fogonazo que nos oprime. Nuestra concepción trasnochada del tiempo nos impide no sólo afrontar los únicos desafíos que son ciertos —los resultantes de evoluciones que hoy clasificamos como de largo plazo—, sino que nos convierten en irresponsables, en el sentido literal de no asumir la autoría del daño causado a generaciones futuras, en virtud de nuestra concepción anticuada del tiempo. Porque nuestra manera apresurada de tomar decisiones se compagina muy mal con la comprensión a largo plazo de nuestros actos y de la responsabilidad asumida. Como dice un climatólogo reconocido, «somos la primera generación que ha afectado al clima, y la última que puede escabullirse sin notar sus efectos». ¿Cómo entender, si no, la urgencia de soslayar el impacto de la acumulación de CO2 en la atmósfera para los próximos 100.000 años, pasando esa enorme hipoteca a otras generaciones, a nuestros propios hijos? Los cambios experimentados en nuestro ADN durante los últimos 50.000 años, modestos en el medio plazo, pudieron ser similares a los sufridos por nuestros primos los neandertales; pero ¿qué fue lo que permitió que avanzásemos como especie, mientras los neandertales se extinguieron en la noche de los tiempos?; ¿cómo se puede defender que no miremos siquiera ese ADN, porque no nos da tiempo a percibir sus cambios desde la óptica temporal que ahora prevalece? A menudo no hace falta prever cómo serán las cosas dentro de 100.000 años, porque —al surgir los primeros antecesores multicelulares de los animales hace unos setecientos millones de años— el gran salto adelante de la evolución no dependió de genes y proteínas recién inventadas, sino de saber combinar y buscar nuevas finalidades a elementos con los que ya se contaba. Agobiados por el impacto de la crisis energética que se avecina, no analizamos ni dedicamos todos los recursos que merecería investigar cómo las cianobacterias evitaron la extinción de la vida en el planeta hace 2.300 millones de años, descubriendo para ello la fuente energética de la fotosíntesis. El matemático y físico Freeman Dyson ha resumido mejor que nadie esa supeditación de los humanos a distintas fijaciones o responsabilidades. «El destino de nuestra especie está configurado por seis escalas del tiempo diferentes. Sobrevivir implica competir con éxito en las seis, aunque la unidad de supervivencia es distinta en cada escala. Si se consideran los años individualmente, la unidad es la persona. En una escala del tiempo de décadas, la unidad es la familia. En una escala de siglos, la unidad contable es la tribu o la nación. En la escala de milenios de años, la unidad es la cultura. En una escala de décadas de milenios, la unidad es la especie. En una escala de eones, la unidad es toda la red de vida en el planeta. Todos los humanos son el resultado de la adaptación a las seis escalas del tiempo y sus unidades. Por ello arrastramos contradicciones profundas en nuestra naturaleza.» Para sobrevivir hemos tenido que ser fieles a nosotros mismos, a nuestras familias, a nuestras tribus, a nuestra cultura, a nuestra especie y a nuestro planeta. Si nuestra psicología es complicada, se debe a que es el subproducto de demandas complicadas y contradictorias. Los primeros futurólogos fueron los agricultores que nos precedieron hace 10.000 años. Abandonaron el nomadismo y tuvieron que aprender que había que dejar transcurrir seis meses entre la siembra y la cosecha y que valía la pena estudiar algo de astronomía para saber cuándo convenía plantar. Los agricultores sucedieron a los nómadas y se afincaron porque aprendieron más que ellos. Realmente, uno se da cuenta de que el secreto consiste en considerar los últimos 10.000 años como si hubieran pasado la pasada semana, y los siguientes 10.000 años como si fueran la semana que viene. Son secretos que confieren una ventaja evolutiva; ojalá nos aplicáramos en revelar algunos. En este Viaje al optimismo le recuerdo al lector otro de los secretos que convendría no olvidar en épocas de cambio. No estamos atravesando —al contrario de lo que se nos ha repetido sin cesar— una crisis planetaria, sino una crisis de países específicos que cometieron errores notables, como vivir durante años por encima de sus posibilidades. Tampoco es cierto, insisto, que todo tiempo pasado fuera mejor, sino todo lo contrario. El optimismo que debiera presidir el análisis de lo que viene arranca del hecho comprobado de que los niveles de violencia están disminuyendo y los de altruismo aumentando. La crisis económica ha oscurecido la comprensión del éxodo masivo de la realidad que se está produciendo; la gente mira la tele, manda e-mails, habla con personas de otros hemisferios a las que nunca ha visto, ni probablemente verá jamás, vive inmersa en mundos y tareas digitales. Sólo ahora estamos descubriendo el sentido de ese excedente cognitivo y exorbitante, que tiene poco que ver con la satisfacción de las necesidades evolutivas básicas y mucho con la innovación y el futuro. Idénticas ventajas evolutivas nos conferirá la comprensión de las emociones y el aprendizaje de su gestión: como exclamaba, agradecida, una compañera de trabajo, ¡ahora me puedo fiar de que la intuición es una fuente de conocimiento tan válida como la razón! La gestión individual de los mecanismos mentales será
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