Cuando vi bajar a Marcos por las escaleras de casa de sus padres aquel 7 de septiembre de 2018, supe que acabaríamos en su cama esa noche. Lo supe porque fue incapaz de mirarme a los ojos, aunque no pudo dejar de observar mis labios, a punto de besarme la comisura derecha; mis pechos, rozando mi camisa con su barbilla al acercarse al bebé de mi hermano que yo acunaba, o mi gesto, cuando mordí con sensualidad el último bollito que quedaba. Y ocurrió, aunque él no quisiera, como tampoco quiso las anteriores veces; por eso no se atrevía a mirarme a los ojos, pero, por eso mismo, ocurrió». — Lola.
«Normalmente soy un tío autodisciplinado. Cuando escuché el timbre, veintitrés días, una hora y dos minutos después de haberla visto por última vez, no iba a inmiscuirme en su vida de nuevo. Esa vez no iba a acostarme con ella. Pero la veterinaria me volvió a reñir, como cuando era la más pequeña de todos y la más mandona. Su camisa vaquera mostraba seis botones, abrochados solo cuatro. Tendría que contarlos diecisiete millones de veces para poder controlarme». — Marcos Carbajal.
Después llegó la riada y todo se complicó mucho más.