En una noche borrascosa en el País de Gales, Michael Starkwedder se pierde en la carretera y su coche se embarranca. Acude a la casa más cercana en busca de ayuda, pero lo que encuentra es una escena escalofriante: un hombre muerto de un balazo, aún sentado en una silla de ruedas, y a su lado una mujer empuñando un revólver. Agatha Christie Una visita inesperada Novelizada por Charles Osborne ePub r1.0 Salay 22.11.14 Título original: The Unexpected Guest Agatha Christie, 1958 Co-autor: Charles Osborne, 1999 Traducción: Melissa Arcos Editor digital: Salay ePub base r1.2 1 Era poco antes de las doce de una fría noche de noviembre. Volutas de neblina ensombrecían tramos de la oscura y estrecha carretera rural del sur de Gales, flanqueada de árboles, no muy lejos del canal de Bristol, donde una sirena de niebla lanzaba un intermitente aullido melancólico. De vez en cuando se oía el distante ladrido de un perro o el triste ulular de un ave nocturna. Las escasas casas que jalonaban el camino, poco más que un sendero, se encontraban distantes entre sí. En uno de los tramos más oscuros, donde el camino viraba al pasar por delante de una hermosa casa de tres plantas con un amplio jardín, había un coche con las ruedas delanteras atascadas en la cuneta. Después de pisar el acelerador repetidas veces para sacar el automóvil de la zanja, el conductor debió de decidir que no valía la pena seguir intentándolo y el motor enmudeció. Pasaron unos minutos antes de que el conductor bajara del vehículo. Era un hombre fornido, de cabello rubio rojizo, de unos treinta y cinco años de edad. Tenía la piel curtida y llevaba un traje de tweed grueso, un abrigo oscuro y sombrero. Valiéndose de una linterna, empezó a cruzar el jardín hacia la casa y se detuvo a medio camino para estudiar la elegante fachada del edificio del siglo XVIII. Al llegar a las contraventanas, vio que el edificio estaba sumido en la oscuridad. Echó un vistazo al interior. Al no percibir ningún movimiento, dio unos golpes en el cristal. No hubo respuesta. Al cabo de unos instantes probó con el tirador y la contraventana se abrió. El hombre entró en una estancia sumida en la oscuridad. Una vez dentro, permaneció inmóvil, a la escucha de sonidos o movimientos. —¿Hola? —llamó—. ¿Hay alguien? Alumbró la habitación con la linterna y comprobó que se trataba de un estudio bien amueblado con las paredes cubiertas de libros. En el centro de la estancia vislumbró a un hombre atractivo, de mediana edad, sentado en una silla de ruedas frente a los ventanales, con una manta sobre el regazo. Daba la impresión de haberse quedado dormido. —¡Ah, hola! —dijo el intruso—. No pretendía asustarle, lo siento. Es esta endiablada niebla. He acabado con el coche en la cuneta y no tengo la menor idea de dónde me encuentro. ¡Ah! Perdone, he dejado la puerta abierta. — Se volvió hacia la cristalera, la cerró y corrió las cortinas—. Supongo que me desvié de la carretera general en algún momento —explicó—, hace más de una hora que circulo por estos caminos llenos de curvas. No hubo respuesta. —¿Está dormido? —preguntó el intruso, e iluminó la cara del hombre con la linterna. El hombre no abrió los ojos ni se movió. Cuando el intruso le tocó el hombro para despertarle, el cuerpo se derrumbó. —¡Santo Dios! —exclamó el hombre de la linterna. Permaneció un momento inmóvil, indeciso, sin saber qué hacer. Iluminó la habitación de nuevo y descubrió un interruptor de la luz junto a la puerta. Cruzó la estancia para encenderlo. Se iluminó la lámpara de un escritorio. Dejó la linterna sobre la mesa y, sin apartar la vista de la silla de ruedas, la rodeó. Vio una segunda puerta con otro interruptor, lo encendió y se iluminaron dos lámparas en dos mesas situadas de forma estratégica. Luego, se acercó hacia el hombre de la silla de ruedas, pero se sobresaltó al ver a una atractiva joven de unos treinta años, con un vestido de cóctel y chaqueta a juego, de pie junto a una estantería en un vano del estudio. Los brazos le colgaban inertes a ambos lados del cuerpo. No se movió ni habló. Parecía incluso como si intentara no respirar. Hubo un instante de silencio en el que se estudiaron mutuamente.
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