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Una Infancia En El Pais De Los Libros PDF

107 Pages·1961·2.192 MB·Spanish
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Una infancia en el de los libros M ichele Petit Traducción de Diana Luz Sánchez OCEANO travesía UNA INFANCIA EN EL PAÍS DE LOS LIBROS Título original en francés: UNE ENFANCE AU PAYS DES LIVRES Tradujo Diana Luz Sánchez de la edición original en francés de Rageot Editeur, París © 2008, Michéle Petit Publicado según acuerdo con Rageot Editeur, París Diseño de la colección: Francisco Ibarra Meza D.R. ©, 2008 Editorial Océano S.L. Milanesat 21-23, Edificio Océano 08017 Barcelona, España. Tel. 93 280 20 20 www.oceano.com D.R. ©, 2008 Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Blvd. Manuel Ávila Camacho 76, 10° piso Col. Lomas de Chapultepec, Del. Miguel Hidalgo, Código Postal 11000, México, D.F. Tel. (55) 9178 5100 www.oceano.com.mx PRIMERA EDICIÓN ISBN: 978-84-494-3768-7 (Océano España) ISBN: 978-607-400-044-3 (Océano México) HECHO EN MÉXICO / MADE IN MEXICO IMPRESO EN ESPAÑA / PRINTED IN SPAIN 9002484020209 I/ndice Prólogo 9 A los lectores de lengua española 12 Chozas 15 Osos y lobos 19 Cantos 23 Letras 27 Dios 31 Amigos 35 Lo lejano 41 Pasadizos secretos 47 Felicidad de las imágenes 49 Antiguos y modernos 57 El mundo 61 Infierno 65 Liceo 71 La Comedia Francesa 77 Américas 81 Paisajes interiores 87 Divagaciones 95 Los estudios “extramuros” 99 Atravesando el abismo 105 Muy bellas horas 111 Escribir 115 Prólogo es una autobiografía disfrazada. Todo trabajo “científico” Mi interés por la lectura, por los caminos alternos que ofrece para ayudar a que uno se construya, o para que se reconstruya en la adversidad, se debió a que yo sabía mucho de eso. Sin embargo, curiosamente, ese saber se hallaba oculto dentro de mí. Yo no acostumbraba hablar del lugar que desde la infancia ocupaban los libros en mi vida, ni siquiera en los divanes de mis psicoanalistas. Uno no habla de lo que es evidente, del aire que respira, del rostro de sus amigos. No solía decir nada de esos objetos que me han acompañado siempre, de esas librerías que necesito visitar varias veces por semana, donde quiera que me encuentre. Fue sólo cuando escuché a algunas personas narrar los libros ilustrados de su niñez o las novelas de aventuras de su adolescencia, o cuando leí algunos recuerdos de lectura redactados por escritores, cuando mi propia memoria comenzó a tomar forma. Después vino la solicitud de mi amigo Daniel Goldin, quien me propuso redactar una autobiografía de lectora privilegiando mis años de formación. Titubeé. No estaba segura de querer que todo el mundo se enterara de mi vida como niña o adolescente. Y tampoco es frecuente que un investigador dé a conocer fragmentos de su experiencia íntima. A tal punto que podríamos preguntarnos si el ejercicio de este oficio no es una manera de preservarla. Pensar en Freud me dio valor. Para avanzar en sus exploraciones sobre el inconsciente él sacó a la luz mucho más que las obras leídas en su infancia: sus propios sueños y las asociaciones que éstos le evocaban. Además México estaba muy lejos y eso me daba cierta libertad. Así fue como escribí alrededor de quince páginas que fueron publicadas en una recopilación de conferencias.1 Hace algunos meses, en un café cercano al Ángel que domina el Paseo de la Reforma, me sorprendió enterarme de que, en diferentes comunidades indígenas, algunos docentes se reunían para estudiar mis recuerdos antes de esbozar sus trayectorias como lectores. Asombrada, me imaginé a esos maestros de escuela en algún pueblito de Oaxaca o de Chiapas, analizando mis encuentros con Michka o Peter Pan. Esa anécdota me hizo decidirme a retomar y desarrollar el texto que había escrito, para tratar de reconstruir, sin adornarla, la experiencia de mis primeros veinte años. No leí a Proust a los doce años (esperé a tener más de cuarenta), sino las investigaciones del Gato-Tigre. No tuve como guía a Stevenson sino a Sambo y Tintin. O a La Rochefoucauld. Y muchos libros que de niña me encantaron, ahora me desconciertan: la recepción de lo que leemos seguirá siendo un misterio, incluso tratándose de uno mismo. Más que establecer una lista de mis momentos dichosos como lectora en aquellos años, he querido revisitar algunas imágenes, algunos relatos que me impactaron, o lo que hice con ellos tiempo después. Tal vez esos recuerdos le permitan a otros, como a los maestros que mencioné, 1 “Del Pato Donald a Thomas Bemhard. Autobiografía de una lectora nacida en París en los años de posguerra”, en Michéle Petit, Lecturas: del espacio íntimo al espacio público, Fondo de Cultura Económica, Col. Espacios para la lectura, México, 2001, pp. 149-168. recordar las historias que les contaban a ellos o los libros que iban descubriendo. En particular a todos aquellos y aquellas que deberían transmitir el gusto de leer. Así como un psicoanalista debe psicoanalizarse, un facilitador de libros, sea padre de familia, maestro, bibliotecario, trabajador social, librero o crítico, podría meditar en su propia trayectoria. Pero no hagamos de este ejercicio una imposición: que cada quien, si así le viene en gana, recupere para sí mismo o para el destinatario que elija, algunos de los cuentos, de las rimas o las ilustraciones que hicieron del mundo un lugar más habitable. Primavera de 2005 A los lectores de lengua española a mi madre o mi padre leer y perderse De niña, cuando veía en alguna ensoñación, me preguntaba a dónde se habían ido. Tal vez para resolver ese misterio empecé a aventurarme en los libros. Y tal vez también a eso se debió que, muchos años después, me haya convertido en antropóloga de la lectura: mis preocupaciones infantiles se transformaron en temas de investigación. En la actualidad, la historia se ha invertido: lo que me resulta más sorprendente es el rostro de los niños cuando están inmersos en un libro. A veces dejan escapar alguna frase que aclara un poco lo que ocurre entre ellos y las páginas que están leyendo. Casi siempre nos quedamos en el umbral, y así está muy bien. Como dijo la personita a la que le dediqué el presente libro: “la lectura es tu pequeño secreto”. Para acercarnos a él siempre está la posibilidad de leer recuerdos de infancia. Los escritores suelen transmitir muchos, y los mediadores lo hacen cada vez con mayor frecuencia: en toda América Latina, maestros, bibliote­ carios y promotores de la lectura están rememorando las leyendas de sus primeros años o su descubrimiento del mundo de lo escrito. De México, de Argentina, de Colombia me llegan, de tiempo en tiempo, autobiografías de lectores que ellos han tenido la feliz idea de enviarme. Esos escritos me fascinan. Algunas de las obras que citan marcaron mi propia infancia, o mi adolescencia; otras poseen la extrañeza de las tierras lejanas, como esos mitos de La Llorona, El Mohán o El Lobizón, o ese Tesoro de la juventud que siempre me he preguntado qué aspecto tenía. Escribí Una infancia en el país de los libros porque deseaba comprender qué era lo que buscaba entre líneas cuando yo misma fui niña. Esos recuerdos son la cara oculta de mis investigaciones, en particular de las que hablan sobre la lectura en “espacios en crisis”.1 Al publicarlos, no hago sino pagar parte de mi deuda con aquellos y aquellas que nutrieron mis trabajos al contarme su historia. Espero que los títulos o los autores desconocidos que encontrarán en estas páginas tengan para ellos el mismo encanto exótico que tuvo para mí el Tesoro de la juventud, de nombre tan acertado. Y espero también que sigan enviándome sus propios recuerdos para que juntos exploremos ese misterio: el niño que lee. París, 16 de enero de 2008 1 Los cuales se publicarán a fines de 2008 en esta misma colección. Chozas probablemente una de las tareas Domar el espacio fue esenciales en mi oficio de ser niña. Un relato me permitió recuperar esa sensación. Se lo debo a una amiga que adoptó a una niña colombiana. Ella me contó que poco después de haber llegado a Francia, la pequeña reconstruyó en su cuarto, con unas cajas del supermercado, la vivienda improvisada en la que había dormido los primeros cinco años de su vida. Al caer la noche se robaba de la cocina un pedazo de pan y lo llevaba hasta su refugio mientras sus padres adoptivos estaban distraídos. Al cabo de varios meses optó por doblar las cajas: ya no las necesitaba. Yo no viví mis primeros años en las calles de Cali sino en Vanves, un tranquilo suburbio cercano a París, en los años de posguerra. No obstante, esa historia me ayudó a entender a la niñita que un día fui (y por lo tanto a la mujer que soy ahora), aun cuando resulte indecente comparar mi infancia con la de ella, sin embargo para nuestras asociaciones esos escrúpulos no existen. Al escucharla recordé que las paredes de mi casa no bastaban para protegerme y que dentro de los armarios, debajo de las mesas o en las páginas de algunos libros ilustrados experimentaba una tranquilidad y una felicidad físicas. Y pensé que todos los libros que había leído no eran sino cajas que no sé si algún día también doblé. Cuando intento acercarme a la geografía de mi propia infancia, me parece que lo primero es el valle que separa la cama en la que duermo de la de mis padres, y que atravieso ese valle por las mañanas utilizando como vado un buró, sin poner el pie en la tierra. Pero ya se están levantando y el espacio se despliega ahora en el plano vertical, separándome de ellos. Busco su mirada pero se alejan. Bajo la vista. Es la edad en que uno vive a ras de tierra, en que se está atento a los menores objetos que encuentra: piedritas, insectos, botones perdidos. Debo tener unos cuatro años. Ellos, allá arriba, intercambian palabras en una lengua de la que se me escapa todo, o casi todo. Y ocupan su tiempo en ir cada vez más arriba, más lejos: mi padre es astrónomo y mi madre está en la luna, perpetuamente. Entre ellos y yo hay una distancia inmensa, pero a veces coincidimos los tres en una altura media, el tiempo que dura una comida. O ella coloca dos cojines sobre una silla y pone frente a mí unos frascos con pintura de agua, papel. Pintarrajeo paisajes; me encanta. Trato de representar una casa con su jardín, unos arriates de hortalizas, flores. O monigotes de frágiles contornos. Esa noche estoy abajo. El libro que mi padre me ha com­ prado, lo ha dejado en el tapete. No tengo el menor recuerdo de la cubierta, la historia o los personajes, hasta tal punto que a veces me pregunto si realmente existió ese libro ilustrado. Pero hay algo que sí recuerdo con toda claridad: cada página es un habitáculo. Cerrado, el libro es completamente plano. Pero si lo abro, se desprende una imagen, surgen animales de colores, árboles. Doy vuelta a la página y se destaca otra imagen, en relieve. ¡Deslumbramiento! Es para mí. Un mundo para mí. Puedo zambullirme en cada imagen.Yo que nunca sabía dónde meterme y que deambulaba tan cerca del suelo, tan lejos de ellos, los de arriba. Años más tarde, un dibujo animado, tal vez de Walt Disney, me proporcionó un placer infinito y algo pareci­

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