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Un universo de la nada - ¿por qué hay algo en vez de nada? PDF

186 Pages·2012·4.22 MB·Spanish
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Revolucionario y entretenidísimo ensayo en el que se explica por qué existe un Universo en lugar de Nada y qué papel juega esa Nada en el Universo que conocemos. Según Richard Dawkins este libro es a la física lo que El origen de las especies a la biología. En él se explica de forma sencilla y apasionada los complejos mecanismos por los que surgió un Universo a partir de la Nada (con todo lo que eso conlleva) y la importancia de esa Nada (la llamada materia oscura) en el Universo que hoy habitamos. Por su claridad de exposición y su pericia narrativa a Krauss lo han comparado a menudo con Carl Sagan y al igual que él ha colaborado en diversos programas televisivos y online de divulgación científica. Lawrence M. Kraus Un universo de la nada ¿Por que hay algo en vez de nada? ePub r1.0 Titivillus 22.1.2015 Título original: A universe from nothing Lawrence M. Kraus, 2012 Traducción: Cecilia Belza & Gonzalo García Editor digital: Titivillus ePub base r1.2 A Thomas, Patty, Nancy y Robin que han contribuido a inspirarme para crear algo de la nada… En 1897, nada ocurrió en este lugar Placa colgada en la pared de la Taberna de Woody Creek, en Woody Creek, Colorado PREFACIO Sueño o pesadilla, tenemos que vivir nuestra experiencia según es, y tenemos que vivirla despiertos. Vivimos en un mundo atravesado de parte a parte por la ciencia y que es al mismo tiempo completo y real. No podemos convertirlo en un juego por la simple vía de tomar partido. JACOB BRONOWSKI Para que todo quede claro desde buen principio, debo admitir que no me siento nada próximo a la convicción —en la que se basan todas las religiones del mundo— de que la creación requiere un creador. Cada día aparecen de pronto objetos hermosos y milagrosos, desde copos de nieve en una fría mañana de invierno a vibrantes arcos iris después de una tormenta veraniega vespertina. Sin embargo, nadie —que no sea un fundamentalista fervoroso— sugerirá que todos y cada uno de estos objetos han sido creados amorosa, esforzada y, ante todo, deliberadamente por una inteligencia divina. De hecho, muchos legos, como muchos científicos, se deleitan en nuestra capacidad de explicar de qué forma — a partir de las simples y elegantes leyes de la física— pueden surgir espontáneamente arcos iris y copos de nieve. Por descontado, cabe preguntar, como hace en efecto mucha gente: «¿De dónde vienen las leyes de la física?»; o bien, de un modo más sugestivo: «¿Quién creó esas leyes?». Incluso si uno puede responder a la primera duda, es fácil que quien ha formulado la pregunta quiera saber igualmente: «Pero eso, ¿de dónde vino?», o bien: «¿Quién lo creó?», etcétera. Al final, son muchas las personas reflexivas que acaban llegando a la aparente necesidad de una Causa Primera —como podrían llamarla Platón, Tomás de Aquino o la moderna Iglesia Católica Romana— y, con ello, a suponer la existencia de algún ser divino: un creador de todo lo que hay y todo lo que alguna vez habrá; alguien o algo eterno y omnipresente. Sin embargo, afirmar que hubo una Causa Primera aún no resuelve la pregunta: «¿Quién creó al creador?». Al final, ¿cuál es la diferencia entre argumentar a favor de un creador que existe eternamente o defender un universo que, sin tener creador, existe eternamente? Estos argumentos siempre me recuerdan aquella famosa historia de un experto que ofrece una charla sobre los orígenes del universo (a veces se dice que fue Bertrand Russell, y a veces, William James), y sus palabras son puestas en tela de juicio por una señora que cree que el mundo lo sostiene una tortuga gigante, que a su vez sostiene otra tortuga gigante, y otra más, y siempre otra tortuga más, ¡«hasta el mismo fondo»! Una regresión infinita de alguna fuerza creativa que se engendra a sí misma —aunque sea de una fuerza imaginaria mayor que las tortugas— no nos sitúa para nada más cerca de lo que sea que dio origen al universo. Sin embargo, esta metáfora de una regresión infinita quizá esté, en realidad, más cerca del verdadero proceso por el que surgió el universo que lo que cabe explicar con un único creador. Podría parecer que, si aparcamos la cuestión aduciendo que Dios empezó a «pasar la pelota», obviamos la cuestión de la regresión infinita; pero aquí invocaré mi mantra: el universo es tal y como es, nos guste o no. La existencia o inexistencia de un creador es independiente de nuestros deseos. Un mundo sin Dios o sin propósito puede parecer cruel o absurdo, pero esto, por sí solo, no basta para que Dios exista de verdad. Igualmente, quizá nuestra mente no alcance a comprender fácilmente el infinito (aunque las matemáticas, que son producto de nuestra mente, se ocupan de ello con notable acierto), pero esto no significa que los infinitos no existan. Nuestro universo podría ser infinito en su extensión espacial o temporal. O, según dijo en cierta ocasión Richard Feynman, las leyes de la física podrían ser una cebolla de infinitas capas, con nuevas leyes que entrarían en funcionamiento a medida que examináramos nuevas escalas. Sencillamente, ¡no lo sabemos! Durante más de dos mil años, la pregunta «¿Por qué hay algo, en vez de nada?», se ha presentado como un desafío a la afirmación de que nuestro universo —que contiene un vasto complejo de estrellas, galaxias, humanos y quién sabe qué más— podría haber surgido sin responder a un diseño, intención o propósito deliberado. Aunque se la suele plantear como una cuestión filosófica o religiosa, es primero y ante todo una pregunta sobre el mundo natural; por lo tanto, el medio adecuado para intentar resolverla, primero y ante todo, es la ciencia. El objetivo de este libro es simple. Quiero mostrar cómo la ciencia moderna, de varias formas, puede enfrentarse y se está enfrentando a la cuestión de por qué hay algo en vez de nada. Todas las respuestas que se han obtenido —a partir de observaciones experimentales abrumadoramente bellas, así como de las teorías que subyacen a buena parte de la física moderna— sugieren que obtener algo de la nada no supone ningún problema. De hecho, para que el universo llegara a existir se podría haber requerido algo a partir de nada. Es más: todos los indicios sugieren que es así como podría haber surgido nuestro universo. Hago hincapié aquí en la palabra podría, porque quizá nunca tengamos la suficiente información empírica para resolver esta cuestión sin ambigüedad. Pero el hecho de que un universo de la nada sea cuando menos plausible tiene una importancia clara, al menos para mí. Antes de proseguir, quiero dedicar unas pocas palabras al concepto de «nada» (un tema sobre el que volveré, con más extensión, más adelante), pues he aprendido que, cuando debato esta cuestión en foros públicos, nada altera más a los filósofos y teólogos en desacuerdo conmigo que la noción de que, como científico, no comprendo qué es en verdad la «nada». (En estos casos, siento la tentación de replicar que los teólogos son expertos… en nada). La «nada», insisten, no es ninguna de las cosas de las que yo hablo; la nada es la «inexistencia», en algún sentido vago e impreciso. Esto me recuerda mi propio empeño, en mis primeros debates con creacionistas, de que se definiera el «diseño inteligente», tras lo cual me quedó claro que no hay ninguna definición clara, más allá de decir qué no es. El «diseño inteligente» es, sencillamente, un paraguas unificador que oponer a la evolución. Igualmente, algunos filósofos y muchos teólogos definen y vuelven a definir la «nada» como la negación de cualquiera de las versiones de la nada descritas por los científicos actuales. Pero en esto, a mi modo de ver, radica la bancarrota intelectual de mucha de la teología y una parte de la filosofía moderna. Pues, sin duda, la «nada» es en todo tan material y física como lo es «algo», sobre todo si se va a definir como la «ausencia de algo». Luego nos corresponde a nosotros comprender con precisión la naturaleza física de estas dos cantidades. Y, sin ciencia, toda definición no es más que palabras. Hace un siglo, si uno hubiera descrito la «nada» como referida a un espacio puramente vacío, carente de toda entidad material real, es probable que apenas se lo hubiera discutido nadie. Pero los resultados de la investigación de este último siglo nos han enseñado que el espacio vacío, de hecho, dista de ser la nada inviolada que suponíamos antes de saber más al respecto de cómo funciona la naturaleza. Ahora, los críticos religiosos me dicen que no puedo referirme al vacío como la «nada», sino que debo hablar de un «vacío cuántico», distinto de la «nada» idealizada por los filósofos y teólogos. Bien, aceptémoslo. Pero ¿y si entonces queremos describir la «nada» como la ausencia de espacio y tiempo en sí? ¿Con esto bastará? De nuevo, sospecho que habría sido bastante… en otro tiempo. Pero, según describiré, hemos aprendido que el espacio y el tiempo pueden aparecer espontáneamente; y por eso, se nos dice que ni siquiera esta «nada» es en verdad la nada que importa. Y se nos dice que, para huir de la nada «real» se necesita la divinidad, y así se define la «nada», por decreto, como «aquello a partir de lo cual solo Dios puede crear algo». Varias personas con las que he debatido han sugerido asimismo que, si existe un «potencial» de crear algo, entonces ese no es un estado de genuina nada. Y, sin duda, tener leyes de la naturaleza que dan esta posibilidad nos aleja del genuino reino de la inexistencia. Pero entonces, si aduzco que quizá las leyes mismas también surgieron espontáneamente —como tal vez sea el caso, según describiré—, resulta que esto tampoco es bastante válido, porque todo sistema en el que puedan haber surgido las leyes no es la nada genuina. ¿Tortugas hasta el mismo fondo? No lo creo. Pero las tortugas son atractivas porque la ciencia está transformando el campo de juego de formas que hacen sentir incomodidad. Por descontado, este es uno de los objetivos de la ciencia (o de lo que, en tiempos de Sócrates, habríamos llamado «filosofía natural»). Esta falta de comodidad significa que estamos en el umbral de nuevas perspectivas. Desde luego, invocar a «Dios» para evitar responder a preguntas sobre el «cómo» es pura pereza intelectual. A fin de cuentas, si no hubiera un potencial de creación, entonces Dios no podría haber creado nada. Y sería un abracadabra semántico afirmar que la regresión potencialmente infinita se evita porque Dios existe fuera de la naturaleza y, en consecuencia, el «potencial» de existencia en sí no forma parte de la nada de la cual surgió la existencia. Mi verdadero propósito aquí es demostrar que, de hecho, la ciencia ha transformado el campo de juego de tal forma que estos debates abstractos e inútiles sobre la naturaleza de la nada han sido sustituidos por intentos

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