UN AMOR PARA REBECA Mayte F. Uceda UN AMOR PARA REBECA Mayte Uceda Imagen de portada: © sunnyfrog Diseño de portada: Mayte Uceda http://mayteuceda.blogspot.com.es/ Edición Kindle Copyright © Mayte Uceda, 2014 Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas por las leyes, ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida en manera alguna ni por ningún medio sin autorización de los titulares del copyright. . A mi madre, por ser como es . «Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiera elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio». Julio Cortázar, Rayuela Tabla de Contenido Prefacio Rompiendo barreras El viaje La proposición Un viaje y una boda El comienzo Un encuentro apasionado Nuevas amistades Demasiado escote El festival celta El chico del tambor Discusiones La oveja Lola El color de sus ojos Por la izquierda Tambores de guerra ¿Quién cree en el amor verdadero? Inverness Agua de vida Tortilla y advertencias Todo por un beso Loch Ness El castillo de Urquhart Jamás te dejaré Ven conmigo Luciérnagas en la noche El regreso Confesiones Complot El final de un sueño El reencuentro Campanas de boda La carta El final del recorrido Inventario Matt Noticias inesperadas Encuentro con el pasado La redención del hombre Epílogo Agradecimientos La autora Prefacio Las Ramblas Barcelona, 3 de mayo de 2006 —Niña, por un euro te leo el futuro en la mano. Rebeca se detuvo frente a la gitana que le había cortado el paso y sonrió furtivamente. Buscó en el interior de su bolso y extrajo una moneda. —No le hagas caso —le dijo su hermano Enric, tirando de su brazo. —Espera, quiero ver lo que me dice. Le entregó el euro a la mujer y esta apresó su mano antes de que pudiera retirarla. —¿Qué quieres saber? —le preguntó, curvando los labios en una mueca extraña—. ¿Tal vez si encontrarás el amor verdadero? A Rebeca se le escapó una risita y su hermano bufó de impaciencia. —Ya lo he encontrado. La mujer frunció el ceño y concentró la mirada en los surcos de la mano. —No, niña, no lo has encontrado, pero lo harás. —Hizo un gesto exagerado, como si de esa forma pudiera concentrarse mejor en el futuro —. Aunque... —¡Vamos, Rebeca! —Enric tiró de su brazo y ella se encogió de hombros mientras se despedía de la mujer con una sonrisa. La gitana la observó marcharse, chascó la lengua y meneó la cabeza. Luego se fijó en otra muchacha que pasaba a su lado. —Niña, por dos euros te leo el futuro en la mano. Rompiendo barreras Barcelona 25 de junio de 2006 El sol se nubló un instante sobre el cielo azul de Barcelona. Rebeca abrió los ojos algo molesta; aquella nube errante había interrumpido de golpe la agradable calidez que recibía su rostro vuelto al sol. Le molestó particularmente porque, tan solo un minuto antes, había cerrado los ojos para disfrutar de esa grata sensación que le acariciaba la piel. Apenas había comenzado a soñar con el verano que se aproximaba; el primero después de terminar la universidad, lleno de planes y proyectos de futuro. Giró la cabeza y miró a sus amigas. Lola escribía alguna nota en su cuaderno, y Berta hojeaba el periódico de atrás hacia delante como era su costumbre. Las tres se conocían desde sus primeros años de instituto. Sin embargo, no fue una amistad que naciera por la afinidad de caracteres. Cada una de ellas era tan distinta de las otras que nunca habrían llegado a prever que la suya sería una amistad duradera. Si sus personalidades formaran parte de la lista de ingredientes de una ensalada vegetal, Berta sería el aceite; el oro líquido de propiedades altamente beneficiosas para la salud: tranquila, segura de sí misma y que siempre sabía qué decir y qué hacer en cada situación. Sus consejos eran los más sensatos, y tanto Lola como Rebeca se los tomaban muy en serio. Rebeca era como los tomatitos Cherry; muy decorativos y fáciles de cultivar. Era bonita, ingenua e influenciable. Procedente de una familia católica a la antigua usanza, se dejaba llevar sin plantearse demasiadas cuestiones. Respetaba las decisiones de sus padres y no poseía un carácter propenso a la rebeldía. Por último, Lola era el ingrediente capaz de alegrar cualquier plato con solo una pizca, la sal que potencia los sabores y salva de la insipidez. Educada en un ambiente liberal, era la que animaba las fiestas, la que mejor contaba los chistes y la que más éxito tenía con los chicos. No era, sin embargo, la más bonita; la naturaleza había reservado ese don para Rebeca, pero sin duda sabía sacarle partido a unos rasgos expresivos que, combinados con una espontaneidad desbordante y una lengua mordaz, constituían un cóctel explosivo de resultados sorprendentes. Con todo ello, Lola era la única que no tenía pareja. Berta mantenía una relación estable con Albert, un opositor a Secretario Judicial, y Rebeca salía desde hacía dos años con Mario, el hijo único del socio de su padre. La mañana se había esfumado rápidamente. Las tres se habían reunido en los alrededores del edificio Alfa del Campus de Barcelona para disfrutar del merecido sosiego que sobreviene a los últimos exámenes. Tumbadas sobre la hierba, gozaban del agradable clima veraniego, hablaban de sus cosas o simplemente descansaban bajo el sol. Cuando este comenzó a sentirse como una tortura sobre sus cabezas, decidieron marcharse. Cogieron sus scooters y recorrieron la corta distancia hasta sus casas. Rebeca vivía en el exclusivo barrio de Pedralbes, cerca del Monasterio. Con el mando a distancia abrió el gran portón de la entrada y aparcó la moto en la pequeña explanada delantera, dejó el casco colgado del manillar y entró en casa. Su hermana pequeña la recibió con la alegría típica de los niños; se tiró al suelo y aferró su pierna, abrazándola con fuerza hasta impedir que diera un paso más. Mientras trataba de avanzar, Rebeca no dejaba de preguntarse cómo una mocosa de tan solo siete años podía tener tanta fuerza. —¡Basta, Inés! —protestó—. Suéltame la pierna o tendremos que quedarnos a comer en el recibidor. —¿¡Sí!? —exclamó la pequeña, echando el cuello hacia atrás y elevando la mirada para ver a su hermana—. ¿En serio podemos comer aquí? —Abrió mucho los ojos—. ¿En el suelo? Baudelia, la señora que ayudaba en las tareas del hogar, apareció frente a ellas con el ceño fruncido. —Vamos, chiquita, deja a tu hermana —dijo, sujetándola con fuerza. Inés desapareció por el pasillo, pataleando bajo el brazo de Baudelia, soltando todo tipo de nuevos adjetivos que había aprendido durante el último curso en el colegio. Rebeca se dijo que si tuviera edad para ello su madre la mandaría directa al confesionario del padre Arnau. Entró en el salón donde la recibió la imagen sacra pintada al óleo de La Moreneta, obra del pintor Ernest Descals, enmarcada en un grueso marco dorado y colgada en un lugar bien visible en la pared, frente a la
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