Traficantes de armas Jonathan Black 1 Alison Craig se arrodilló en el piso de piedra, con el rosario de azabache. El alto sacerdote, con sus vestiduras purpúreas de Pascua, estaba de pie frente a ella, que estiró la mano derecha para tocar... El sueño se hizo añicos en cuanto el reloj despertador obedeció las órdenes prefijadas para las seis de la mañana. Sonó un campanilleo apagado; el sistema digital de audio tocó Las cuatro estaciones de Vivaldi; unas lamparitas de intensidad variable, montadas en los apliques de Gouthiére, lanzaron una luz suave. Alison Craig despertó súbitamente. La energía interior, generada a fuerza de tensión nerviosa, eliminó lo inadecuado del descanso. No había rastros de fatiga en su cara, finamente modelada, que no representaba sus treinta y cuatro años. El pelo ambarino conservaba su brillo y necesitaba sólo un toque para recobrar la forma del corte, escalonado hasta los hombros. Los claros y alertas ojos de color cobalto contemplaron, arriba, aquella extensión de rico satén. Los labios generosos formaron una sonrisa traviesa, como solía ocurrir cuando recordaba, al despertar en ese enorme lecho adoselado, el episodio de 1980. La señorita Alison Craig, asesora comercial independiente, tenía por entonces veintiocho o veintinueve años, pero su meteórico ascenso había causado un problema de imagen: se la consideraba, ampliamente, como la quintaesencia de la mujer de carrera, gélida y asexuada. Había que resolver ese problema, cuanto antes. Alison pagó setenta mil dólares a Radziwill, que estaba en aprietos, por una cama rococó digna de un museo. Después sobornó a ciertos expertos para que le certificaran como el lit d'amour, por mucho tiempo extraviado, que el rey Luis XV había obsequiado a Madame Du Barry. Su valor ascendió rápidamente a quinientos mil dólares. Después de instalar el estupendo mueble en el dormitorio principal de su duplex, debidamente redecorado, Alison dio una fiesta. Los periodistas incluidos entre los invitados quedaron extáticos ante ese descubrimiento: la demoledora "Al" Craig era, en realidad, una hembra encantadora y completamente femenina, quien confesaba que, si trabajaba como una desaforada, era, en realidad, por el deseo de nadar en lijos. Tal como el de dormir en una cama que costaba medio millón de dolares ("¡Pero la compré a precio regalado!"), entre sábanas de seda hechas a mano que costaban tres mil dólares por juego ("¡Claro que las hago cambiar todos los días! De lo contrario, ¿dónde estaría la gracia?") ¡Chispa, "ángel" y una franqueza descarada! ¿Qué más podían pedir Women's Wear, Barbara Walters o la revista People? Al público le encantó. También a los hombres de negocios. Su carrera reanudó el curso ascendente. Hacia 1982, Forbes la ponía a la par de Linda Beltramini y Vivian Ventura en cuanto a ingresos: eran las tres factótum del comercio internacional. Pocos años más tarde, Fortune la proclamaba Número Uno. Después de saborear bocados del pasado, Alison cambió de tiempos mentales. Una conferencia maratónica, que se prolongó hasta las tres de la mañana, había producido una decisión: el futuro inmediato debía comenzar oggi, heute, aujourd'hui, today... hoy, en cualquier idioma. La planificación y los preliminares estaban concluidos. Había llegado el momento de cerrar, finalizar, poner en movimiento una compleja y pasmosa maquinaria. Las sumas involucradas eran tales que ella misma, acostumbrada a manejar decenas de millones por cuenta de sus clientes, apenas llegaba a aprehenderlas. Pronto poseería infinitamente más de lo que nunca se había atrevido a esperar. Siempre que, en tanto y cuanto, dado que, a menos que. Eliminó las dudas y ansiedades de costumbre. Los riesgos y los peligros eran cosa sabida, calculada, factoreada en la fórmula. Y ya estaba comprometida. Retroceder, en esos momentos, sería nada menos que una forma de autoextinción, un abandono de todo aquello por lo que había trabajado y luchado en su vida. Llena de impaciencia, Alison se incorporó. Junto a la cama, un par de mesas Molitor servían como mesitas de noche. Sobre lo que estaba de su lado tenía una consola de mandos. Sus dedos finos, con las uñas pintadas con un brillo natural, se movieron con agilidad, silenciando el sistema de audio. Los cortinados y las persianas que enmascaraban las ventanas, a cuarenta pisos por encima de Park Avenue, se abrieron silenciosamente. Unas señales, transmitidas a la planta inferior del duplex, que constaba de nueve habitaciones, informaron a los sirvientes y al agente de seguridad nocturno que la empleadora había iniciado su jornada. Tras haber terminado sus ejercicios en el tablero, Alison giró el ágil torso y toda su atención hacia el hombre que roncaba suavemente a su lado. Tenía un rostro elocuente, capaz de expresar cuando ella deseara... o, en momentos como ése, lo que en verdad pensaba o sentía. Su expresión era protectora... en cuanto indicaba afecto por una pertenencia valiosa. —¡CJ! —lo llamó... en vano. Charles Jessup Canfield III, multimillonario jefe de Canfield Consolidated Industries Inc, que ocupaba el décimo octavo puesto entre las multinacionales norteamericanas, dormía como si estuviera en estado de coma. Lo sacudió por el hombro desnudo, que cedió flojamente. Con un suspiro, tomó un puñado de pelo rojizo, veteado de gris, y tiró... con fuerza. Se oyeron murmullos. Luego: —Está bien, Al. C. J. Canfield, hombre de cincuenta y dos años y facciones angulosas, estaba ojeroso y lleno de legañas, pero mantenía firme, como de costumbre, su prominente mandíbula, marca distintiva de los Canfield por tres generaciones. Desde entonces en adelante, la recuperación fue rápida. Desapareció la opacidad de aquellos ojos pardos, que él podía sintonizar para transmitir encanto, autoridad, pánico o frialdad absoluta. La vida volvió al rostro aquilino, al activarse su cerebro. Sus pensamientos corrieron paralelos a los que Alison tuvo unos momentos antes. Hoy es lunes, 15 de febrero. Coyuntura y punto decisivo. La dinastía Canfield llevaba casi un siglo buscando el Grial de la supremacía. Su abuelo había tenido como estorbos a Rockefeller, Morgan, Mellon; su padre, a hombres tales como Geneen, Ludwig y Getty. El, personalmente, había sido implacable en su construcción y expansión de Consolidated Industries. Sin embargo, había cometido errores y torpezas. Aunque CCI declaraba un patrimonio de catorce mil millones de dólares, era un gigante enfermo. Sus debilidades habían sido hábilmente disimuladas hasta el mes de junio anterior, pero desde entonces Wall Street percibía su existencia y había iniciado una corriente declinatoria. CCI estaba en problemas. "Pero CAMCO iniciará sus actividades públicas a partir de hoy", se jactó Canfield. La compañía minera africana, última subsidiaria de CCI, era todo un secreto. El proceso de ir descubriendo ese secreto, capa a capa, debía comenzar en cuestión de horas. En pocas semanas, CAMCO catapultaría a la compañía principal al tope mismo, superando hasta a Exxon, que tenía un activo de sesenta mil millones y seis mil millones de utilidades anuales. La exaltación en un nivel actuó como estimulante en otro. Canfield, que a las tres de la mañana se había derrumbado en la cama, demasiado exhausto como para pensar en el sexo, sintió que se iniciaba una erección. Giró la cabeza para mirar a Alison; ya se había levantado y se estaba poniendo una bata blanca. Su pelo, del color de la miel, reflejaba la luz y relumbraba como un halo; la bata parecía reverberar. Pero seguía haciéndole pensar en los ángeles rubios, de ojos azules, que pendían de los gigantescos árboles navideños, en su niñez y su adolescencia. Canfield vio los adornos centelleantes, percibió el olor del pino y oyó una voz que bajaba desde décadas pasadas: "¡Hazme el amor, Charles... por favor!" Su pene llegó a la erección total. En eso, la misma voz, más potente, pues la distancia a viajar en el tiempo era menor, sollozó: "Por el amor de Dios, Charles! ¡Me obligaste a hacerlo!" La erección vaciló por la fracción de segundo necesaria como para centrar sus pensamientos en Alison Craig. La relación entre ambos tenía menos de un año. Se había iniciado con la necesidad de Canfield de contar con un intermediario de primera, totalmente digno de confianza y con contactos internacionales. Ella satisfacía todas las exigencias. Un sueldo enorme y la promesa de compartir la supremacía la convencieron: Alison dejó a sus otros clientes y se convirtió en socia para el proyecto de CAMCO. Como resultado inevitable se estableció la relación sexual. Esa mañana, Canfield sentía un fuerte deseo de ella, pero había aprendido a no exigir ni suplicar. Alison reaccionaba a lo primero con rebeldía y a lo segundo con repugnancia. Por lo tanto, abrió la boca para decir algo, con una sonrisa amistosa. Alison, que se estaba atando el lazo de la bata, le leyó los pensamientos y lo detuvo en seco. —Tengo una cita a las ocho en punto —dijo. Estaba muy tensa y le habría gustado desahogarse, pero había que tener en cuenta las prioridades. "La seguridad y la autoconservación, por ejemplo", se dijo. Estarían separados por varios días cruciales, cada uno trabajando en lo suyo. El instinto, afinado por la abundante experiencia en cuanto a hombres, le indicó que lo dejara levemente desequilibrado. —Tenemos tiempo para... —Ni hablar —le interrumpió ella—. Marie —su criada— subirá dentro de media hora para preparar mi equipaje. Tal como había anticipado, eso avivó la memoria de su compañero. — Maldición, lo olvidé. Tengo que.., —Tienes que cubrir tu habitual trayecto de dos minutos en limusina y cambiarte de ropa —completó Alison, fría. La casa que Canfield tenía en Nueva York era un mojón, la última de su especie en la Quinta Avenida, apenas a doce cuadras de distancia. Allí vivía él, rodeado de sirvientes; por lo demás, solo, desde que se separó de su esposa, en 1973. Alison iba allí a asistir a cenas, fiestas y reuniones de negocios, pero nunca a pasar la noche; ni siquiera conocía su dormitorio por dentro. Cuando se acostaban era siempre en el departamento de ella, y Canfield se marchaba, invariablemente, por la mañana temprano. Bastaba una referencia oblicua a ese asunto para que él tomara una actitud defensiva. Y eso era lo que ella había buscado. Volvió a acicatearlo, con fingida diversión. —Lo curioso es que no necesitas cambiarte, ni siquiera vestirte, por hoy. — Rió entre dientes. —No necesitas ponerte nada, mientras tengas la billetera lista. Las líneas estaban cargadas. Eso serviría para recordarle que sería ella quien iba a desempeñar el papel principal de aquella empresa conjunta. Ese día, sobre todo, pues él no tenía sino una cita en la Casa Blanca para completar la compra efectiva de ciertos hombres sobre los que ya tenía una hipoteca fatal. Ni a Charles Jessup Canfield III ni a su ego les gustó el recordatorio. ¡CAMCO y CCI eran de su propiedad, qué diablos! El deseo sexual desapare- ció y su erección quedó desmoronada. Si el ego no corrió el mismo destino fue gracias a la idea de que él no hacía sino delegar la autoridad y el poder, sin relegarlos. Alison Criag sólo podía llegar hasta cierto punto. En cuanto mostrara señales de excederse, pasaría a ser prescindible... y de inmediato se libraría de ella. —Sí, tienes una agenda llena —reconoció, mientras se levantaba del garantizado lit d'amour. Una vez de pie, bostezó, desperezándose. Alison lo observaba. Ella medía un metro setenta y dos; él, cinco centímetros más. Sin embargo, en ese momento parecía muchísimo más bajo. "Tal vez porque yo tengo el control", se dijo ella. "O tal vez" (rió para sí) "es sólo que el dinero se me está subiendo a la cabeza." Debía regresar a Nueva York el jueves por la noche. Por entonces habría gastado quinientos millones de los fondos de Charles Canfield. En efectivo. Esa cantidad subía a la cabeza de cualquiera. Y lo que daría a cambio... La cifra se formó en su mente; el corazón comenzó a palpitarle, mientras Charles J. Canfield parecía crecer, crecer hasta superar la altura de la habitación, la de cualquier ser humano existente sobre la faz de la tierra. 2 Mossad y Shinbet, las agencias de inteligencia israelí, son palabras comunes; sus hazañas legendarias. No reciben esa publicidad Sachar e Isprex, las oscuras organizaciones que sirven de vendedoras a la inmensa industria armamentista de Israel. Descontando a los Estados Unidos y la Unión Soviética, Israel figura entre los cinco productores y exportadores más grandes del mundo; su material bélico incluye desde fusiles semiautomáticos UZI hasta aviones de combate y misiles altamente sofisticados. Por cierto, la fabricación de armas es la principal industria de la nación, que emplea la tercera parte de los trabajadores. Israel no vende elementos letales a los países árabes que considera hostiles. Por lo demás, hace pocas preguntas sobre el pedigrí de los compradores. Sachar e Isprex venden sus productos a casi cualquiera que pague en monedas fuertes y de cambio fácil. Sus representantes de venta evitan sensatamente la acusación de ser hipócritas, para lo cual ponen mucho cuidado en no emplear la palabra shalom, paz, cuando saludan a sus clientes o posibles compradores. En su mayoría, tampoco adoptan nombres hebreos. Paul Mandel, cuarentón, y David Baum, más joven, pero también más regordete, representaban a Isprex. Alison Craig hizo negocios con ambos en otros tiempos y, en época más reciente, había iniciado negociaciones prelimi- nares para el pedido que estaba a punto de finalizar. Recibió a los dos hombres en la sala de su departamento, a las ocho en punto. Paul Mandel abrió su portafolio. —He traído video tapes, señorita Craig. ¿Betamax o VHS? Alison dijo que era VHS y pulsó un botón de mando. Una sección de la pared, cubierta de damasco, se deslizó a un lado para descubrir un sistema de video empotrado y una enorme pantalla visora. David Baum insertó la cassette debida. Un momento después, pantalla y audio cobraron vida. Los títulos y la voz, ambos en inglés, anunciaron que la película siguiente demostraría las posibilidades del Kinneret M-81, un cañón automático de 63 milímetros, para propósitos múltiples. Alison estaba familiarizada con los datos técnicos de la última maravilla israelí, pero prestó atención. Los veinte minutos de filmación mostraban al Kinneret M-81 operando en todos sus pasos; quedaba demostrado por qué había tanta demanda de él en el mercado negro internacional de los armamentos. Cumplía muchos propósitos, por cierto. Las balas de su esbelto cañón, disparadas a razón de una por segundo, convirtieron a varios tanques en chatarra, demolieron refugios subterráneos de cemento reforzado y derribaron aviones manejados por control remoto. Como final, los dardos de sus proyectiles, que estallaban en el aire, redujeron a harapos los maniquíes esparcidos por un terreno de una hectárea, como si fueran soldados de infantería. —Mi cliente me autorizó a confirmar la compra —dijo Alison, cuando la pantalla quedó en blanco—. Las cifras serán las que acordamos en un principio. —Miró a Mandel. —Pero debe hacerse un ajuste al precio total. El pedido era de veinticuatro cañones Kinneret M-81, con equipo de rastreo, repuestos y noventa mil cargas de municiones varias. Como la transacción era ilícita, Isprex había cotizado un precio total correspondiente: cuarenta y cinco millones de dólares, f.o.b. Aeropuerto Ben Gurion. Tel Aviv. Mandel pareció vacilar. Alison continuó. —No hay pagos extraordinarios como incentivo ni gastos de relaciones públicas. —Expresó con una mueca el disgusto que le causaban esos eufe- mismos idiotas, endémicos en la industria armamentista y empleados hasta por las enormes compañías estadounidenses y europeas, como Lockheed, Dassault y Vickers. La corrupción era cosa de todos los días en el negocio bélico. Los fabricantes agregaban automáticamente un veinte por ciento para cubrir sobornos y comisiones. —Eso debería bajar el total a treinta y seis millones. —En efecto —asintió Mandel. Alison se levantó. Eran casi las nueve. Debía partir desde La Guardia a Chicago, su primera escala en un itinerario que cruzaría todo el país, a las diez y media. Mas o menos a la misma hora, C J estaría aterrizando en Washington, recordó, mientras estrechaba a los dos comerciantes de Isprex. Charles Canfield comprendía que el secretario de Estado y el jefe de personal de la Casa Blanca no podían abandonar a un tiempo la capital para reunirse con él en Nueva York. Por lo tanto, había viajado personalmente a fin de verlos. El jet de CCI aterrizó en Washington a las 10:17. Media hora más tarde, obsequiosos empleados de la Casa Blanca hacían pasar al multimillonario a la oficina de Merle Wolski, contigua a la del Presidente, que estaba de vacaciones con frecuencia. Wolski, jefe de personal de la Casa Blanca, había sido el cerebro de la campaña lanzada por el presidente George Logan: "Haga renacer la Norte- américa que USTED amaba". Parecía un futbolista del equipo universitario, disfrutando de una madurez acomodada y dotado de enorme poder, según la mejor tradición Faldeman-Ehrlichman. En la misma oficina estaba R. Stuart Blassingame, flaco, con sus anteojos bifocales, que se desempeñaba como secretario de Estado de la administración Logan, que llevaba trece meses. Blassingame, como tantos de sus predecesores, estaba mucho más interesado en el progreso personal y el enriquecimiento propio que en la política internacional. Canfield y Merle Wolski ocuparon sendas sillas enfrentadas, con una mesita ratona entre ambos. R. Stuart Blassingame se acomodó en un sofá de cuero y dedicó un momento a envidiar el porte aristocrático, la posición social... y la riqueza de su visitante. —¿Les molesta si voy al grano? —preguntó Charles Canfield. No estaba de humor para perder el tiempo con hombres a los que despreciaba. A Wolski y a Blassingarne no les molestaba en absoluto; ambos mantenían la vista fija en los dos gruesos sobres de tamaño carta que Canfield había dejado sobre la mesa ratona. Los adelantos estaban pagos; habían sido depositados en cuentas bencarias de Suiza en el mes de diciembre. Los sobres contenían los grandes saldos: documentos por los cuales Merle Wolski y Stuart Blassingame pasaban a ser, cada uno de ellos, únicos propietarios de una compañía en Lichtenstein, imposible de rastrear. Cada una de esas empresas tenía, como capital, sesenta y cinco mil acciones de CCI. La cotización se mantenía en 15.50, bajo nivel al que había sido llevada por la implacable presión de Wall Street; aun a ese precio,