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tito livio ii PDF

342 Pages·2012·3.29 MB·Spanish
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HISTORIA DE ROMA desde su fundación. TITO LIVIO Libros XXI a XXX Ab vrbe condita Titvs Livivs TITO LIVIO: La historia de Roma (ab vrbe condita) Titus Livius o Tito Livio (59 adC – 17 dC): Nacido y muerto en lo que hoy es Padua, capital de la Veneta, se traslada a Roma con 24 años. Se le encargó la educación del futuro emperador Claudio. Tito Livio escribió una Historia de Roma, desde la fundación de la ciudad hasta la muerte de Nerón Claudio Druso en 9 a. C., Ab urbe condita libri (normalmente conocida como las Décadas). La obra constaba de 142 libros, divididos en décadas o grupos de 10 libros. De ellos, sólo 35 han llegado hasta nuestros días (del 1 al 10 y del 21 al 45). Los libros que han llegado hasta nosotros contenen la historia de los primeros siglos de Roma, desde la fundación en el año 753 a. C. hasta 292 a. C., relatan la Segunda Guerra Púnica y la conquista por los romanos de la Galia cisalpina, de Grecia, de Macedonia y de parte de Asia Menor Se basó en Quinto Claudio Cuadrigario, Valerio Antas, Antpatro, Polibio, Catón el Viejo y Posidonio. Por lo general se adhiere a una de las fuentes, que luego completa con las otras, lo que a veces hace que se encuentren duplicados, discrepancias cronológicas e incluso inexacttudes. En esta Historia de Roma también encontramos la primera ucronía conocida: Tito Livio imaginando el mundo si Alejandro Magno hubiera iniciado sus conquistas hacia el oeste y no hacia el este de Grecia. Es célebre la relación que entabló Tito Livio con el emperador Augusto. Diversos autores han dicho que la historiografa de Livio legitmaba y daba sustento al poder imperial, lo que se demostraba en las lecturas públicas de su obra; sin embargo, pueden apreciarse en la obra de Tito Livio crítcas hacia el imperio de Augusto que refutan tal condición de legitmidad. Al parecer el historiador y el gobernante, quien era su mecenas, eran muy amigos y eso permitó que la obra del primero se plasmara tal como éste lo decidiera. Texto de las Historias Ir al Inicio El presente volumen comprende los Libros XXI a XXX, ambos inclusive. Índice pág. 3 Nota del Traductor pág. 4 Libros 11 a 20: No hay copias del texto de la fuente original. Libro 21: De Sagunto al Trebia pág. 6 Libro 22: El desastre de Cannas pág. 38 Libro 23: Aníbal en Capua pág. 72 Libro 24: La Revolución en Siracusa pág. 101 Libro 25: La caída de Siracusa pág. 129 Libro 26: El destno de Capua pág. 158 Libro 27: Escipión en Hispania pág. 192 Libro 28: Conquista Final de Hispania pág. 226 Libro 29: Escipión en África pág. 258 Libro 30: Fin de la Guerra contra Aníbal pág. 282 cónsules romanos pág. 308 Copyright (c) 1996 by Bruce J. Butterfield. Copyright (c) 2011-2012. De la traducción del inglés al castellano, por Antonio D. Duarte Sánchez. No se aplican restricciones de copia para uso no comercial. NOTA DEL TRADUCTOR AL CASTELLANO. Ir al Índice Ficha original de la página web en http://mcadams.posc.mu.edu/txt/ah/Livy/index.html Historia de Roma de Tito Livio Fuente del texto inglés: * Colección de la biblioteca: “Everyman's Library” * Obras publicadas: "La Historia de Roma" * Autor: Tito Livio * Traductor al inglés: Rev. Canon Roberts * Editor: Ernest Rhys * Editor: JM Dent & Sons, Ltd., Londres, 1905 Para la presente traducción desde el inglés se han utlizado las siguientes fuentes: Texto inglés original: http://mcadams.posc.mu.edu/txt/ah/Livy/index.html Texto latino de apoyo: http://www.thelatnlibrary.com/liv.html Textos castellanos de apoyo: Edición escaneada por Google Books de la edición de la Imprenta Real de Madrid (España) de 1793, 1794 y 1795 de "DÉCADAS DE TITO LIVIO, Príncipe de la Historia Romana", en cinco Tomos y que se pueden consultar en los enlaces: Tomo I.- http://books.google.es/books?id=2IpR9cBM2dwC Tomo II.- http://books.google.es/books?id=D7idSInCqRYC Tomo III.- http://books.google.es/books?id=GNmaIB6dWMsC Tomo IV.- http://books.google.es/books?id=51FivgpIO8EC Tomo V.- http://books.google.es/books?id=MJq3MnzKbMMC Igualmente, se ha tenido a la vista la traducción de José Antonio Villar Vidal, publicada por Editorial Gredos en 1990 dentro de la "Biblioteca Clásica Gredos" para los libros VIII-X, XXXI-XXXV, XXXVI-XL y XLI- XV; la traducción de Antonio Ramírez Verger y Juan Fernández Valverde, publicada por Alianza Editorial en 1992 para los libros XXI-XXV y la traducción de Fernando Gascó y José Solís publicada por Alianza Editorial en 1992 para los libros XXVI-XXX. Los nombres de ciudades, personas y pueblos han sido castellanizados siguiendo las normas de la Real Academia de la Lengua. Para aquellos casos en que no exista versión castellana del nombre en cuestón o no exista nombre italiano actual, se ha dejado el original latno. Cuando Tito Livio habla de “la Ciudad”, con mayúsculas, se refere, evidentemente, a Roma. Dentro de la acotación de corchetes, el traductor al castellano ha insertado aquellas notas aclaratorias que le han parecido pertnentes y procurando la mayor concisión. En todo caso, van siempre fnalizadas por la abreviatura “N. del T.” Por últmo, deseamos precisar la traducción escogida para cuatro palabras, dos de ellas extraordinariamente específcas del latn: gens y familia. Para "gens", dada la inadecuación de cualquier término castellano, se ha dejado la voz latna original. Valga para ella lo que escribió Cicerón: "Gentiles son los que llevan el mismo nombre. No es bastante. Los que proceden de personas ingenuas. Tampoco basta con eso. Cuyos antepasados ninguno fue esclavo. Aún falta algo. Y no han sufrido "deminución de cabeza". Quizás así ya queda completa la noción.[Guillén, José, VRBS ROMA. Vida y costumbre de los romanos. I: La vida privada, Sígueme, Salamanca, 2004 (5ªed.), págs. 115-118. ISBN 978-84-301-0461- 1]". Para "familia" entendida como aquella rama de una gens caracterizada por un cognomen o apodo común (v.g. "César", "Escauro", "Cicerón", etc.), hemos elegido el vocablo castellano "familia", pues tanto en un sentdo extenso como laxo se ajusta bien a la defnición latna. El tercer vocablo es “legatus”, legado, que tene dos acepciones: una civil y otra militar. Cuando Tito Livio la emplea para describir a un enviado diplomátco, se ha optado por traducirla como “embajador” o “legado”; cuando la emplea para referirse al empleo militar se ha optado por la palabra “general” que en el castellano actual describe perfectamente a un ofcial superior que manda fuerzas de entdad semejante a las de una legión y carece de mando polítco, el cual correspondía al cónsul. Por extensión, la expresión “imperator” se ha traducido como “jefe” o “comandante” pues, para el periodo que historia Tito Livio, carecía del sentdo que nosotros ahora usamos para “emperador”. El imperator era elegido por el pueblo para desempeñar una magistratura mayor (consulado, pretura...), a la que correspondía cierto poder militar ejecutvo (imperivm) y los derechos de auspicios apropiados, a esta elección sigue el nombramiento por el Senado. El imperator auna, de esta manera y fuera del pomerio de la Ciudad, los imprescindibles derechos polítcos, militares y religiosos que, según la mentalidad romana, se precisaban para la conducción de la guerra y la administración de los asuntos de su provincia; circunstancialmente, también era otorgado por los soldados que aclamaban así a sus jefes militares carismátcos y extraordinariamente hábiles. En cuanto a las medidas, para el pie romano se ha adoptado la medida de 0,296 metros como cifra media a partr de diversas fuentes. Cinco pies daban un paso, passvs, y mil de estos una milla que, en metros, resultan ser 1.480. Por últmo, se desea indicar expresamente que la presente traducción está libre de derechos, rogándose la cita de la procedencia original, tanto del texto en castellano como del inglés. Murcia (España), 2012. Antonio Diego Duarte Sánchez. Libro 21: De Sagunto al Trebia Ir al Índice [21.1] Me considero en libertad de iniciar lo que es sólo una parte de mi historia con una observación preliminar, tal y como la mayoría de los escritores colocan al principio de sus obras, a saber, que la guerra que voy a describir es la más memorable de cualquiera de las que hayan sido libradas; me refero a la guerra que los cartagineses, bajo la dirección de Aníbal, libraron contra Roma. Ningún estado y ninguna nación, tan ricas en recursos o en fuerza, se han enfrentado jamás con las armas; ninguna de ellas había alcanzado nunca tal estado de efcacia o estaba mejor preparada para soportar la tensión de una guerra larga; nada había en sus táctcas que les resultase extraño después de la Primera Guerra Púnica; y tan variables fueron las fortunas y tan dudoso Marte que aquellos que fnalmente vencieron estuvieron al principio más que próximos a la ruina. Y aún con todo, grande como era su fuerza, el odio que sentan el uno por el otro fue todavía mayor. Los romanos estaban furiosamente indignados porque los vencidos se habían atrevido a tomar la ofensiva en contra de sus conquistadores; los cartagineses estaban amargados y resentdos por lo que consideraban un comportamiento tránico y rapaz por parte de Roma. Se contaba que, después de dar término Amílcar a su guerra en África, estando ofreciendo sacrifcios antes de trasladar su ejército a Hispania, el pequeño Aníbal, de nueve años de edad, trataba de ablandar a su padre para que lo llevase con él; este lo llevó ante el altar y se hizo jurar con su mano sobre la víctma que tan pronto como le fuera posible se declararía enemigo de Roma [aquí se nos presenta el ya viejo dilema entre emplear España, como derivado castellano moderno de la palabra latina, o Hispania. Para Amílcar, Aníbal y Roma, aquella península occidental era ispanya o Hispania, este nombre es lo bastante conocido y hasta usado en la actualidad como para que no resulte extraño a nadie, y será el empleado por nosotros en esta traducción.- N. del T.]. La pérdida de Sicilia y Cerdeña angustaban el orgulloso espíritu de aquel hombre, porque creía que la cesión de Sicilia se había hecho a toda prisa, teniendo la desesperación en el ánimo, y que Cerdeña había sido hurtada por los romanos aprovechando los disturbios en África y, no contentos con su captura, le habían impuesto también una indemnización. [21.2] Espoleado por estos errores, dejó bien claro con su dirección de la guerra africana, que siguió inmediatamente a la conclusión de la paz con Roma, y con el modo en que fortaleció y amplió el gobierno de Cartago durante los nueve años de guerra en Hispania, que él estaba pensando en una guerra aún mayor de la que ahora enfrentaba, y que si hubiese vivido más se habría producido bajo su mando la invasión cartaginesa de Italia que en realidad se produjo bajo Aníbal. La muerte de Amílcar, que se produjo muy oportunamente, y la terna edad de Aníbal retrasaron la guerra. Asdrúbal, en el lapso que hubo entre padre e hijo, detentó el poder supremo durante ocho años. Se dice que se convirtó en el favorito de Amílcar por su belleza juvenil; posteriormente demostró otros talentos muy diferentes y se convirtó en su yerno. Al emparentar así, se colocó en una situación de poder mediante la infuencia del partdo bárquida, que tenía sin duda la preponderancia entre los soldados y el pueblo llano, aunque su ascenso se produjo totalmente en contra de los deseos de los nobles. Confando más en la polítca que en las armas, hizo más para extender el imperio de Cartago mediante alianzas con los reyezuelos y ganándose nuevas tribus por la amistad con sus jefes, que empleando la fuerza de las armas o la guerra. Pero la paz no le dio la seguridad. Un bárbaro, a cuyo amo había condenado a muerte, le asesinó a plena luz del día, y cuando fue capturado por los testgos se le veía tan feliz como si hubiera escapado. Incluso cuando le torturaron, su satsfacción por el éxito de su intento sobrepasaba su dolor y su rostro tenía una expresión sonriente. Debido al tacto maravilloso que había mostrado en ganarse a las tribus e incorporarlas en sus dominios, los romanos habían renovado el tratado con Asdrúbal. Bajo sus términos, el río Ebro sería la frontera entre los dos imperios, y Sagunto, que ocupaba una posición intermedia entre ellos, sería una ciudad libre. [21.3] No hubo duda alguna en cuanto a quién ocuparía su lugar. Las prerrogatva militar llevó al joven Aníbal al palacio y los soldados le proclamaron jefe supremo en medio del aplauso universal. El pueblo secundó su acción. Siendo poco más que un púber, Asdrúbal escribió una carta invitando a Aníbal a unírsele en Hispania, y el asunto fue, de hecho, discutdo en el Senado. Los bárquidas querían que Aníbal se familiarizase con el servicio militar; Hanón, el líder del partdo opositor, se oponía a esto. "La solicitud de Asdrúbal," dijo, "parece bastante razonable y, sin embargo, creo que no debemos concedérsela". Esta paradójica frase despertó la atención de todo el Senado. Contnuó: "La misma belleza juvenil con que Asdrúbal rindió al padre de Aníbal, considera ahora con justcia que puede reclamar al hijo. Esto nos hará, sin embargo, entregar nuestros jóvenes a la lujuria de nuestros comandantes so pretexto del entrenamiento militar. ¿Tenemos miedo de que pase mucho tempo antes de que el hijo de Amílcar se haga con el excesivo poder y muestras de realeza que asumió su padre, y que apenas tardemos en convertrnos en esclavos del déspota a cuyo yerno legó nuestros ejércitos como si fueran de su propiedad? Yo, por mi parte, considero que este joven debe quedarse en casa y aprender a vivir en obediencia de las leyes y los magistrados, en igualdad con sus conciudadanos; de lo contrario, este pequeño fuego podría un día u otro encender un enorme incendio". [21.4] La propuesta de Hanón recibió el apoyo, aunque minoritario, de casi todos los mejores hombres del consejo; pero como suele pasar, la mayoría venció a los mejores. Tan pronto Aníbal desembarcó en Hispania, se convirtó en el favorito de todo el ejército. Los veteranos creyeron ver nuevamente a Amílcar tal y como era en su juventud; veían su misma expresión determinada, la misma mirada penetrante, todas sus mismas cualidades. Pronto se demostró, sin embargo, que no fue la memoria de su padre lo que más le ayudó a ganarse la adhesión del ejército. Nunca hubo carácter más capaz de tareas tan opuestas como mandar y obedecer; no era fácil distnguir quién le apreciaba más, si el general o el ejército: Siempre que se precisaba valor y resolución, Asdrúbal nunca encomendaba el mando a ningún otro; y no había jefe en quien más confasen los soldados o bajo cuyo mando se mostrasen más osados. No temía exponerse al peligro y en su presencia se mostraba totalmente dueño de sí. Ningún esfuerzo le fatgaba, ni fsica ni mentalmente; era indiferente por igual al frío y al calor; comiendo y bebiendo se someta a las necesidades de la naturaleza y no al apetto; sus horas de sueño no venían determinadas por el día o la noche, siempre que no estaba ocupado en sus deberes dormía y descansaba, pero ese descanso no lo tomaba en mullido colchón o en silencio; a menudo le veían los hombres reposando en el suelo entre los centnelas y vigías, envuelto en su capa militar. Sus ropas no eran en modo alguno mejores que las de sus camaradas; lo que le hacía resaltar eran sus armas y caballos. Fue, de lejos, el mejor tanto de la caballería como de la infantería, el primero en entrar en combate y el últmo en abandonar el campo de batalla. Pero a estos grandes méritos se oponían grandes vicios: una crueldad inhumana, una perfdia más que púnica, una absoluta falta de respeto por la verdad, ni reverencia, ni temor a los dioses, ni respeto a los juramentos ni sentdo de la religión. Tal era su carácter, compuesto de virtudes y vicios. Durante tres años sirvió bajo las órdenes de Asdrúbal, y durante todo ese tempo jamás perdió oportunidad de adquirir, mediante la práctca o la observación, la experiencia necesaria que requería quien iba a ser un gran conductor de hombres. [21.5] Desde el día en que fue proclamado jefe supremo, pareció considerar Italia la provincia que se le había asignado y a la guerra con Roma como su obligación. Sintendo que no debía retrasar las operaciones, no fuera que algún accidente le sorprendiera como pasó a su padre y después a Asdrúbal, decidió atacar a los saguntnos. Como un ataque contra ellos pondría en marcha inevitable las armas romanas, empezó por invadir a los olcades, una tribu que estaba dentro de las fronteras, pero no bajo el dominio, de Cartago. Quiso hacer creer que Sagunto no era su objetvo inmediato, sino que se vio obligado a una guerra con ella por la fuerza de las circunstancias: es decir, por la conquista de todos sus vecinos y la anexión de sus territorios. Cartala, una ciudad rica y capital de la tribu, fue tomada por asalto y saqueada-221 a.C.-; las ciudades más pequeñas, temiendo una suerte similar, capitularon y aceptaron pagar un tributo. Su victorioso ejército, enriquecido por el saqueo, marchó a sus cuarteles de invierno en Cartagena [puede que sobre la antigua ciudad de Mastia de los Tartesios tuviese lugar, el 227 o 226 a.C., la fundación púnica de la Qart Hadasht, o "ciudad nueva", que luego sería la Carthago Nova romana o la "nueva ciudad nueva".- N. del T.]. Aquí, mediante una pródiga distribución de los despojos y la paga puntual de sus salarios atrasados, se aseguró la lealtad de su propio pueblo y la de las fuerzas aliadas. Al comienzo de la primavera, extendió sus operaciones a los vacceos, y dos de sus ciudades, Arbocala y Helmántca [¿Toro? y Salamanca actuales.- N. del T.], fueron tomadas al asalto -¿220 a.C.?-. Arbocala resistó bastante tempo, debido al valor y cantdad de sus defensores; los fugitvos de Salamanca unieron sus fuerzas con aquellos de los olcades que habían abandonado su país (su tribu había sido subyugada el año anterior) y juntos levantaron en armas a los carpetanos. No muy lejos del Tajo, atacaron a Aníbal cuando regresaba de su expedición contra los vacceos, y su ejército, cargado como iba con el botn, fue puesto en cierta confusión. Aníbal declinó dar batalla y fjó su campamento a la orilla del río; tan pronto se hizo la quietud y el silencio entre el enemigo, vadeó la corriente. Sus trincheras habían dejado espacio sufciente para que el enemigo las cruzase, y decidió atacarle cuando cruzasen el río. Dio órdenes a su caballería para que esperase hasta que estuviesen todos en el agua y atacarles entonces; dispuso sus cuarenta elefantes en la orilla. Los carpetanos, junto con los contngentes de los olcades y vacceos sumaban cien mil hombres, una fuerza irresistble si hubiesen combatdo en terreno llano. Su innata valenta, la confanza que les inspiraba su número, su creencia de que la retrada enemiga se debía al miedo, todo les hacía creer segura la victoria y al río como el único obstáculo a salvar. Sin que se diera voz alguna de mando, lanzaron un grito general y se introdujeron, cada hombre avanzando, en el río. Una gran fuerza de caballería descendió de la orilla opuesta y ambas fuerzas se encontraron en medio de la corriente. La lucha era cualquier cosa menos igualada. La infantería, sintendo inseguros sus pies, aun cuando el río era vadeable, podría haber sido atropellada incluso por jinetes desarmados; mientras, la caballería, con sus cuerpos y armas libres y sus caballos estables incluso en medio de la corriente, podían combatr cuerpo a cuerpo o no, a su discreción. Gran parte fue arrastrada río abajo, algunos fueron llevados por las corrientes hasta el otro lado donde estaba el enemigo, y allí fueron pisoteados, hasta morir, por los elefantes. Los que estaban a retaguardia consideraron más seguro regresar a su propia orilla y empezaron a juntarse conforme sus miedos se lo permitan; pero antes de que tuviesen tempo para recuperarse, Aníbal entró en el río con su infantería en orden de combate y los expulsó de la orilla. Dio contnuación a su victoria asolando sus campos, y a los pocos días estuvo en condiciones de recibir la sumisión de los carpetanos. No quedó parte del país más allá del Ebro [claro está que desde el punto de vista romano para el cual, y tomando como dirección aquella que seguía la costa desde Roma hacia la península Ibérica, situaba el norte del Ebro "más acá del Ebro" y lo que hubiere al otro lado "más allá del Ebro".- N. del T.] que no perteneciera a los cartagineses, con excepción de Sagunto. [21.6] La guerra no había sido formalmente declarada en contra de esta ciudad, pero ya había motvos para ella. Las semillas de la disputa estaban siendo sembradas entre sus vecinos, sobre todo entre los turdetanos. Dado que el objetvo de quien había sembrado la discordia no era, simplemente, arbitrar en el conficto, sino instgar y provocar los disturbios, los saguntnos enviaron una delegación a Roma para pedir ayuda ante una guerra que se aproximaba inevitablemente. Los cónsules, en aquel momento, eran Publio Cornelio Escipión y Tiberio Sempronio Longo [hay aquí un error cronológico por parte de Tito Livio; estos cónsules lo fueron el 218 a.C., mientras que los hechos que narra sucedieron entre otoño del 220 a.C. y primeros de 218 a.C.- N. del T.]. Tras presentar a los embajadores, invitaron al Senado a que expusiera su opinión sobre qué polítca debía ser adoptada. Se decidió que se enviarían legados a Hispania para investgar las circunstancias y, si lo consideraban necesario, para advertr a Aníbal de que no interfriese con los saguntnos, que eran aliados de Roma; luego deberían cruzar a África y exponer ante el consejo cartaginés las quejas que aquellos tenían. Pero antes de que partese la legación, llegaron notcias de que el asedio de Sagunto había, en realidad y para sorpresa de todos, comenzado. Todas las circunstancias del asunto debían ser reexaminadas por el Senado; algunos estaban a favor de considerar campos de acción separados África e Hispania y pensaban que se debía proceder a la guerra por terra y mar; otros creían que se debía limitar la guerra solamente a Aníbal en Hispania; otros más eran de la opinión de que una tarea tan enorme no debía ser afrontada con prisas y que debían esperar el regreso de la legación de Hispania. Esta últma opinión parecía la más segura y fue la adoptada, enviándose a los delegados Publio Valerio Flaco y Quinto Bebio Tánflo sin más dilación ante Aníbal. Si se negaba a abandonar las hostlidades, debían seguir hasta Cartago para pedir la entrega del general en compensación por su violación del tratado. [21.7] Mientras pasaban estas cosas en Roma, el asedio de Sagunto se proseguía con el mayor vigor. Esa ciudad era, con mucho, la más rica de todas la de más allá del Ebro; estaba situada a una milla de la costa [1480 metros.- N. del T.]. Se dice que fue fundada por colonos de la isla de Zacinto, con algún añadido de rútulos de Ardea [Zacinto es una isla jónica y Ardea era colonia romana desde el 442 a.C., ver libro 4,11.- N. del T.]. En poco tempo, sin embargo, alcanzó gran prosperidad, en parte por su terra y por el comercio marítmo y en parte por el rápido aumento de su población, y también por mantener una gran integridad polítca que le llevaba a actuar con aquella lealtad para con sus aliados que le llevaría a su ruina. Tras efectuar sus correrías por todo el territorio, Aníbal atacó la ciudad desde tres puntos distntos. Había un ángulo de la muralla que miraba sobre un valle más abierto y nivelado que el resto del terreno que rodeaba la ciudad, y aquí decidió colocar sus manteletes para proteger la aproximación de los arietes contra los muros. Pero aunque el terreno, hasta una distancia considerable de la muralla, era lo bastante nivelado como para admitr el acarreo de los manteletes, se encontraron con que, una vez hecho esto, no obtuvieron ningún progreso. Una enorme torre dominaba el lugar, y la muralla, estando aquí más expuesta a un ataque, se había elevado aún más que el resto de fortfcaciones. Como la situación tenía un especial peligro, pues la resistencia ofrecida por un grupo selecto de defensores era de lo más resuelta. Al principio se limitaban a contener al enemigo lanzando proyectles y haciéndoles imposible seguir operando con seguridad. Conforme pasaba el tempo, sin embargo, sus armas ya no destellaron sobre los muros o sobre la torre, sino que se aventuraron a efectuar una salida y atacar los puestos de avanzada y las obras de asedio enemigas. En el tumulto de estos choques los cartagineses perdieron casi tantos hombres como los saguntnos. El mismo Aníbal, acercándose a la muralla un tanto imprudentemente, cayó gravemente herido en la parte frontal del muslo por una jabalina, y tal fue la confusión y la consternación que esto produjo que los manteletes y obras de asedio casi fueron abandonados. [21.8] Durante unos pocos días, hasta que sanó la herida del general, hubo más un bloqueo que un asedio ofensivo y durante este intervalo, aunque se dio un respiro en el combate, los trabajos de asedio y aproximación siguieron sin interrupción. Cuando la lucha se reanudó fue más feroz que nunca. A pesar de las difcultades del terreno, los manteletes se adelantaron y se colocaron los arietes contra las murallas. Los cartagineses tenían superioridad numérica (se cree con bastante certeza que pudieran haber sido ciento cincuenta mil hombres en armas), mientras que los defensores, obligados a vigilar y defenderse en todas partes, veían disipadas sus fuerzas y encontraban su número insufciente para la tarea. Las murallas estaban siendo machacadas por los arietes, y en muchos lugares se había derrumbado. Una parte, en la que se había derrumbado un tramo bastante contnuo de lienzo, dejó expuesta la ciudad; tres torres, en sucesión, y toda la muralla entre ellas, cayeron con tremendo estrépito. Los cartagineses, tras aquel derrumbe, consideraron la ciudad tomada, y ambos bandos se precipitaron por la brecha como si esta solo hubiese servido para protegerles a unos de otros. No se produjo ninguno de aquellos combates inconexos que acontecían cuando se asaltaba una ciudad y cada parte tenía oportunidad de atacar a la otra. Los dos cuerpos de combatentes se enfrentaron entre sí en el espacio entre la muralla en ruinas y las casas de la ciudad, en formación cerrada como si hubieran estado en campo abierto. De un lado estaba el coraje de la esperanza, del otro el valor de la desesperación. Los cartagineses creían que con un poco de esfuerzo por su parte, la ciudad sería suya; los saguntnos oponían sus cuerpos como un escudo para su patria, despojada ahora de sus murallas; ni un hombre cedió un palmo, por miedo a dejar entrar al enemigo por el hueco que él abría. Cuando más se encendía y se estrechaba el combate, mayor era el número de los heridos, pues ningún proyectl caía inocuo sobre las flas de la multtud. El proyectl empleado por los saguntnos era la falárica, una jabalina con un asta de abeto y redondeada hasta la punta donde sobresalía el hierro que, como en el pilo, tenía la punta de hierro de sección cuadrada. Esta parte estaba envuelta en estopa y untada con pez; la punta de hierro tenía tres pies de largo [88,8 centmetros.- N. del T.] y podía penetrar tanto la armadura como el cuerpo. Incluso si sólo quedaba atrapada en el escudo y no alcanzaba el cuerpo, era un arma de lo más formidable porque, cuando se lanzaba con la punta prendida en llamas, el fuego se avivaba con un calor feroz al atravesar el aire y obligaba al soldado a arrojar su escudo y quedar indefenso contra el ataque subsiguiente. [21.9] El conficto había transcurrido durante mucho tempo sin ventaja para ningún bando; el valor de los saguntnos crecía conforme se veían mantener una inesperada resistencia, mientras los cartagineses, incapaces de vencer, empezaban a verse a sí mismo como derrotados. De repente, los defensores, lanzando su grito de guerra, expulsaron al enemigo más allá de la muralla en ruinas; allí, tropezando y en desorden, se vieron rechazados aún más atrás y, puestos fnalmente en fuga, huyeron hasta su campamento. Entre tanto, se había anunciado que habían llegado embajadores desde Roma. Aníbal envió mensajeros al puerto para encontrarse con ellos e informarles de que no les resultaría seguro seguir más lejos, a través de tantas tribus salvajes en armas, y que Aníbal, en el crítco estado actual de cosas, no tenía tempo de recibir embajadas. Era seguro que si no les recibía marcharían a Cartago. Por lo tanto, se adelantó enviando mensajeros con una carta dirigida a los dirigentes del partdo bárquida, alertando a sus seguidores y en previsión de que el otro partdo hiciera concesiones a Roma. [21.10] El resultado fue que, aparte de ser recibida y escuchada por el Senado cartaginés, la embajada concluyó su misión con un fracaso. Solo Hanón, en contra de todo el Senado, se manifestó a favor de observar el tratado, y su discurso fue escuchado en silencio por respeto a su autoridad personal, no porque sus oyentes aprobasen sus sentmientos. Apeló a ellos en nombre de los dioses, que eran los testgos y árbitros de los tratados, para que no provocaran la guerra con Roma además de la que ya tenían con Sagunto. "Os insté," dijo, "y advert para que no enviaseis al hijo de Amílcar al ejército. Ni los manes ni los descendientes de aquel hombre podían descansar; mientras viviera un descendiente de la sangre y nombre de los Barca, nuestros tratados con Roma nunca se respetarían. Habéis enviado al ejército, como echando combustble al fuego, a un joven consumido por la pasión del poder soberano y que reconoce que el único camino para alcanzarlo pasa por una vida rodeado de legiones en armas y removiendo constantemente nuevas guerras. Sois vosotros, por tanto, los que habéis alimentado este fuego que ahora os abrasa. Vuestros ejércitos están asediando Sagunto, al que los términos del tratado prohíben acercarse; antes que después, las legiones de Roma asediarán Cartago, conducidas por los mismos generales y bajo la misma guía divina con que vengaron vuestra ruptura de las cláusulas del tratado en la últma guerra. ¿Sois ajenos al enemigo, a vosotros mismos, a la suerte de ambas naciones? Ese digno comandante vuestro rehusó recibir a los embajadores que venían de parte y en nombre de sus aliados; convirtó en nada el derecho de gentes. Esos hombres, rechazados de un lugar al que no se negaba el acceso ni a los embajadores del enemigo, han llegado ante nosotros; piden la satsfacción que prescribe el tratado; exigen la entrega del culpable para que el Estado pueda quedar limpio de toda mancha de culpa. Cuanto más tarden en tomar una decisión, en dar comienzo a la guerra, más determinados estarán y más persistrán, me temo, una vez empiece la guerra. Recordad las islas Égates y en Érice y todo lo que habéis pasado durante veintcuatro años [se refiere aquí Livio a la derrota naval del 241 a.C. en las Égates, junto a Sicilia, y la pérdida del monte Érice en la misma isla siciliana.- N. del T.]. Este muchacho no estaba al mando entonces, sino su padre Amílcar, un segundo Marte según sus amigos nos quieren hacer creer. Pero rompimos el tratado, entonces, igual que lo hemos hecho ahora; no apartamos en aquel momento nuestras manos de Tarento o, lo que es lo mismo, de Italia más de lo que las apartamos ahora de Sagunto; y así los dioses y los hombres unidos nos derrotarán y la cuestón en disputa, es decir, qué nación ha roto el tratado, se determinará mediante el resultado de la guerra que, como juez imparcial, pondrá la victoria del lado que tenga la razón. Es contra Cartago hacia donde conduce ahora Aníbal sus manteletes y torres, son las murallas de Cartago las que machaca con sus arietes. Las ruinas de Sagunto, ¡ojalá sea yo un falso profeta!, caerán sobre nuestras cabezas, y la guerra que se inició contra Sagunto habrá de proseguirse contra Roma". "'¿Debemos entonces entregar a Aníbal?', dirá alguno. Soy consciente de que, por lo que a él se refere, mi consejo tendrá poco peso debido a mis diferencias con su padre; pero en aquel momento me alegré al saber de la muerte de Amílcar, que si estuviera ahora vivo ya estaríamos en guerra con Roma, y ahora no siento nada más que odio y aborrecimiento por este joven, el loco incendiario que prenderá esta guerra. No sólo mantengo que se le debe entregar en expiación por la ruptura del tratado sino que, incluso aunque no se hubiera presentado demanda alguna para entregarle, considero que se le debe deportar al rincón más alejado de la Tierra, exiliado a algún lugar donde no nos alcance notcia alguna de él, ninguna mención de su nombre, y donde le resulte imposible perturbar el bienestar y la tranquilidad de nuestro Estado. Esto es, pues, lo que propongo: Que se envíe de inmediato una embajada a Roma para informar al Senado de nuestro cumplimiento de cuanto exigen, y una segunda a Aníbal ordenándole que retre su ejército de Sagunto y que se entregue luego a los romanos, de acuerdo con los términos del tratado; y propongo también que una tercera delegación sea enviada para compensar a los saguntnos". [21.11] Cuando Hanón se sentó nadie consideró necesario dar ninguna respuesta, tan absolutamente estaba el Senado, a una, del lado de Aníbal. Acusaron a Hanón de hablar en un tono más hostlmente intransigente del que había empleado Valerio Flaco, el embajador romano. La respuesta que se decidió dar a las demandas romanas fue que la guerra había sido iniciada por los saguntnos, no por Aníbal, y que el pueblo romano cometería un acto de injustcia si tomaban parte por los saguntnos contra sus

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lafina, o Hispania. Para Amílcar, Aníbal y Roma, aquella península occidental era ispanya o Hispania, este nombre es lo bastante conocido y hasta
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