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Tiempos de carnaval: El ascenso de lo popular a la cultura nacional (Lima, 1822-1922) PDF

116 Pages·2015·3.876 MB·Spanish
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Tiempos de carnaval El ascenso de lo popular a la cultura nacional (Lima, 1822-1922) Rolando Rojas Rojas DOI: 10.4000/books.ifea.5083 Editor: Institut français d’études andines, Instituto de Estudios Peruanos Año de edición: 2005 Publicación en OpenEdition Books: 3 junio 2015 Colección: Travaux de l'IFEA ISBN electrónico: 9782821844506 http://books.openedition.org Edición impresa ISBN: 9789972511288 Número de páginas: 235 Referencia electrónica ROJAS ROJAS, Rolando. Tiempos de carnaval: El ascenso de lo popular a la cultura nacional (Lima, 1822-1922). Nueva edición [en línea]. Lima: Institut français d’études andines, 2005 (generado el 30 mars 2020). Disponible en Internet: <http://books.openedition.org/ifea/5083>. ISBN: 9782821844506. DOI: https://doi.org/10.4000/books.ifea.5083. Este documento fue generado automáticamente el 30 marzo 2020. Está derivado de una digitalización por un reconocimiento óptico de caracteres. © Institut français d’études andines, 2005 Condiciones de uso: http://www.openedition.org/6540 1 ROLANDO ROJAS ROJAS ROLANDO ROJAS ROJAS es licenciado en historia por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Además, ha realizado estudios de literatura y un diplomado en planificación y gestión del desarrollo local. En el 2001 obtuvo un importante premio con un ensayo sobre derechos culturales organizado por APRODEH y CEDAL. Actualmente cursa estudios de maestría. 2 ÍNDICE Prólogo Carlos Contreras Introducción Interpretaciones del carnaval Sobre el tema y la organización del libro Agradecimientos Primera parte. El carnaval proscrito: 1822-1879 Los antecedentes del carnaval republicano limeño La “carnavalización” de la vida pública durante la colonia Las reformas borbónicas y las diversiones públicas El Estado republicano y la cultura popular Lima, ¿ciudad de los reyes o ciudad republicana? La puesta en escena del carnaval El carnaval visto por la élite La separación de cuerpos Después de todo, la economía La reivindicación de la costumbre Segunda Parte. Hacia el carnaval oficial: 1880-1922 Los desencantos del poder El carnaval bajo el oprobio de la ocupación Los carnavales de 1884 y 1885 La modernización urbana y la nueva composición social La nueva mirada a lo popular Hacia la modernización y oficialización del carnaval El corso de 1922:la conquista de los espacios públicos El carnaval durante el oncenio Epílogo:1959, la estocada a No Carnaval A modo de conclusión Anexos Friedrich Gerstaecker: “Tres días de carnaval en Lima” (1860) Manuel A. Fuentes: “Carnavales" (1867) Compadres de carnaval Ricardo Dávalos y Lissón: “El carnaval” (1874) José Carlos Mariátegui: “Motivos de carnaval” (1928) I II III IV Ilustraciones Bibliografía 3 Prólogo Carlos Contreras 1 LOS ESTUDIOS sobre la cultura popular peruana urbana han comenzado a multiplicarse en los últimos años. La actual tendencia fue iniciada en los años ochenta por autores como Steve Stein, José Deustua y José Antonio Lloréns, entre otros, con trabajos dedicados al fútbol, la radio y el valse criollo. Existía la intención de rescatar la “cultura obrera” y aplicar al Perú planteamientos como los de los historiadores ingleses Eric Hobsbawm y Edward Thompson, que predicaban que aquello que el marxismo llamó las “clases sociales”, eran más bien prácticas sociales y formas de ver el mundo, y no (sólo) posiciones específicas en el proceso de producción. Más recientemente, trabajos como los de Aldo Panfichi, David Wood, Víctor Vich y Fanni Muñoz, han continuado en esa corriente, a la que hoy se suma este esfuerzo de Rolando Rojas dedicado al estudio del carnaval limeño, en su larga transición de “culto prohibido”, o al menos reprimido, a “fiesta oficial”. A diferencia de los autores nacionales antes mencionados, Rojas no se limita al período del siglo XX, sino que como historiador que es, retrocede a la época de la transición de la colonia a la república. 2 Es interesante que esta corriente en la historia y la sociología haya ocurrido precisamente cuando Lima ha visto un radical cambio en la composición desus sectores populares urbanos: de “criollos” a “andinos”, como lo etiquetaron Lloréns y Matos Mar hace un par de décadas, o del ámbito de los callejones al de los “conos”. La crisis de identidad acerca de “lo popular” que ello pudo implicar, el propio cambio territorial, y el importante estímulo realizado en este campo por la historiografía europea, empujó a una cierta “invención de la tradición” popular, parafraseando a Hobsbawm. Había que crear raíces o tradiciones que orientasen una nueva definición de lo popular urbano en el Perú. Y en buena parte es para ello que servimos los historiadores. 3 Aunque como practicante de la historia económica, me toca ver más bien desde la tribuna y, no sin cierta envidia, el éxito que concitan últimamente estos trabajos sobre las fiestas, las risas, los humores, las “transgresiones” y las diatribas populares, aprecio con entusiasmo el valor de estas investigaciones cuando, como en este caso, avanzan más allá de la semblanza propia de una revista de domingo. El enfoque sobre lo popular urbano resulta, además, totalmente pertinente en un país como el Perú, que en apenas medio siglo ha pasado de ser mayoritariamente rural a predominantemente urbano. 4 4 La historia que describe Rojas acerca del “secuestro” del carnaval —inicialmente una fiesta perseguida con ánimo represor por los proyectos modernizado res de la ciudad y del país, en tiempo de los Borbones— por el grupo de poder que, al comenzar el siglo XX, terminó adoptándolo como un elemento propio de las diversiones aristocráticas, es un proceso repetido en muchos otros terrenos. Elementos surgidos entre “los de abajo” y que constituían parte de su identidad y su visión del mundo, cuando no logran ser reprimidos por la cultura oficial, terminan adoptados por ésta, consiguiendo, así, limarlos de sus aristas que más cuestionan el orden social. Es la historia del fútbol, de la corrida de toros, de la música negra y de la procesión del Señor de los Milagros, por mentar sólo unos ejemplos. El proceso no termina, empero, en este punto, a manera de un final, si no feliz, al menos conciliador y propicio para alimentar el optimismo en la integración nacional; sino que la diferencia entre “dos carnavales”: el popular y el aristocrático, y eventualmente su interacción y conflicto, continuará y seguirá recordando los orígenes sociales de los diferentes ritos y fiestas públicos. 5 También ocurre, desde luego, la corriente inversa, en el sentido de que fiestas y tradiciones de las clases altas son adoptadas por los sectores populares, quienes las recrean y transforman a partir de su propia experiencia y valores culturales. Es el caso, por ejemplo del vals en nuestro país. 6 Rolando Rojas estudió historia en la Universidad de San Marcos, aunque una parte importante de su formación intelectual, y que es notoria en este libro, maduró en la facultad de literatura de esa misma universidad. Lo conocí a raíz de que fui invitado a integrar el jurado de su tesis de licenciatura en historia, que es la base de este libro. Muy importante para él fue también su experiencia en la Universidad Libre de Villa El Salvador, donde, adolescente, a finales de los años ochenta, pudo escuchar el curso de “Historia de las revoluciones” dictado por Antonio Zapata, y a conferencistas de la talla de Alberto Flores-Galindo y Mirko Lauer, disertar sobre los sesenta años de los Siete ensayos de José Cados Mariátegui. Cuando a veces se piensa que de aquellos sueños de la “generación del 68” (como llamó Flores-Galindo a su propia generación) no quedó nada, salvo buenas consciencias y algunos libros conmovedores, resulta gratificante comprobar que entre el público hubo quienes, como Rolando Rojas, al calor de aquellos puentes tendidos entre Miraflores y Villa El Salvador, decidieron ser historiadores y estudiar la cultura popular para, como lo proclama él mismo en el inicio de su libro, no dejar que sólo los cazadores, sino también los leones, cuenten la historia de las cacerías. 7 julio del 2005 5 Introducción 1 TOMANDO como tema de estudio el carnaval limeño entre 1822 y 1922, esta investigación emprende el estudio de la cultura y la vida social de las clases populares en aquella época; de aquellos individuos que habitualmente permanecen en los bastidores de la historia, pero sin los cuales no sería posible entender, por ejemplo, fenómenos históricos tan importantes como el caudillismo. 2 De hecho, sin el respaldo de los contingentes populares, los caudillos no habrían jugado el papel determinante que cumplieron en la vida política del Perú republicano. En general, las masas populares les confirieron el soporte humano requerido en los campos de batalla, cuando era inevitable la confrontación bélica, y en las ciudades, cuando las disputas se podían resolver por la vía electoral.1 3 Pues bien, el estudio del carnaval nos permite percibir el papel que cumplieron los agentes activos de las clases populares. Y lo hace en un terreno poco explorado: en la lucha simbólica de los subalternos, en su disputa por el discurso y la producción de sentidos. En efecto, el carnaval ponía de manifiesto los impulsos populares por eliminar los símbolos y normas del orden social: aquellas divisiones y jerarquías “naturalizadas” por la acción del Estado, para usar una expresión de Pierre Bourdieu. El juego irreverente, el ataque a baldazo con agua de acequia y la harina sobre la cabeza de hombres y mujeres de la alta sociedad eran formas de evidenciar que el orden social podía alterarse, que era arbitrario e impuesto, no natural. De hecho, el carnaval mismo suponía la instauración de otro orden, el “orden carnavalesco”. En la puesta en escena de esta diversión, entonces, se puede observar la capacidad de los subalternos de producir sentidos de vida diferentes y relaciones sociales alternativas, o lo que es lo mismo, su capacidad de resistencia frente a la violencia simbólica del Estado.2 4 Así, además de ser una invitación a contemplar el lado festivo de las clases populares, el carnaval es una manera diferente de-aproximarnos a la sociedad limeña del siglo XIX e inicios del XX. Interpretaciones del carnaval 5 El interés por el carnaval y la cultura popular puede remontarse por lo menos a mediados del siglo XIX, cuando se formaron los estados nacionales europeos y se apeló a 6 lo popular como expresión del espíritu de una nación. Pero sin duda, fue a partir de la publicación en 1965 del libro de Mijaíl Bajtín, La cultura popular en la Edad Media y Renacimiento,3 que el tema ha dado lugar a un intenso y moderno debate, y a toda una saga de seguidores y detractores de las tesis bajtinianas. 6 En su libro, Bajtín argumenta que el carnaval era un espacio y tiempo de transgresión de la cultura oficial, de las normas y valores de la clase dominante, así como de reivindicación de la libertad y del trato igualitario a través de las imágenes de un mundo al revés. En efecto, el carnaval funcionaba de coartada para que el pueblo pudiera rechazar simbólicamente el poder, a través de las parodias e imágenes burlescas de las autoridades del Estado y la Iglesia: gobernadores, jueces, recaudadores de impuestos, sacerdotes u obispos. 7 Pero las transgresiones iban más allá de las representaciones picarescas de los personajes de la clase dominante; tocaban la cultura y valores de las clases altas, sus normas y convenciones sociales, su moral y códigos de conducta. En ese sentido, el carnaval daba pie a que los impulsos sexuales reprimidos se liberaran. Durante esos días eran comunes los disfraces que aludían, por ejemplo, a los genitales, y el lenguaje soez. 8 Por último, según Bajtín, el carnaval creaba una especie de nuevo orden, un ambiente de fiesta que daba lugar al contacto libre y hasta familiar entre hombres separados en la vida cotidiana por las barreras sociales, raciales, de género y de edad. En suma, era un tiempo de liberación transitoria, fuera de la órbita dominante, que permitía la abolición provisional de las relaciones jerárquicas, los privilegios, reglas y tabúes.4 9 Otros autores, como Umberto Eco, señalan que las transgresiones del carnaval eran más bien rituales que servían para reforzar las normas sociales que la gente respetaba el resto del año. Para disfrutar el carnaval, dice Eco, se requería hacer una parodia de las convenciones y reglas sociales, pero ella sólo funcionaba cuando se respetaban las reglas fuera del carnaval. Durante la Edad Media, por ejemplo, los contrarritua-les como la “misa del asno” o la “coronación del tont” se disfrutaban precisamente porque, durante el resto del año, la sagrada misa y la coronación de un verdadero rey se acataban. Por eso, concluye Eco, “[...] el carnaval puede existir sólo como una transgresión autorizada” por la propia cultura oficial.5 10 Una postura similar es la del español Julio Caro Baroja, quien señala que el carnaval no sería otra cosa que una válvula de escape de sociedades altamente jerarquizadas, una forma de relajo social que, aunque basada en la inversión simbólica del orden social, terminaría reforzando la noción de clases altas y bajas y el lugar que cada una ocupa en la estructura social. En ese sentido, Caro Baroja indica que las transgresiones tenían límites, pues había principios sociales intocables, como lo demuestra el hecho de que los pobres se vistieran de ricos, pero que rara vez sucediera lo contrario. Por lo tanto, la subversión transitoria del orden podía resultar en una autoridad “mejor asegurada” .6 11 M. Gluckman también afirma que la supresión temporal de los tabúes y de las habituales limitaciones sirve ante todo para fortalecerlos. Tomando como ejemplo un ritual en Zululandia, en el cual los swazis insultan y critican a su rey, Gluckman señala que esas acciones son en realidad “[...] unintento de preservar, e incluso de reforzar, el orden establecido”, en la medidaque las protestas sociales se congelan en lo ritual. Más aún, según Gluckman, en aquellos lugares donde el orden social se cuestiona seriamente no se organizan ritos de protesta.7 7 12 En lo que respecta al carnaval en Latinoamérica, el caso de México ha sido estudiado, aunque no exclusivamente, por Juan Pedro Viqueira, quien se ocupa de esta fiesta durante la colonia en su libro ¿Relajados o reprimidos? Diversiones públicas y vida social en la ciudad de México durante el Siglo de las Luces. Viqueira, como Caro Baroja, opina que si bien el carnaval daba la sensación de liberación al invertir simbólicamente el orden social y permitir las transgresiones, la burla y la libertad, no todos los actos eran tolerados, había ciertos límites. El carnaval reforzaría, así, ciertos principios sociales considerados indiscutibles; la propia inversión simbólica del orden señalaría la existencia de principios y límites en la sociedad.8 13 Néstor García Canclini, y William Rowe y Vivian Schelling, sin que el carnaval sea el tema central de sus libros, han vertido interpretaciones similares a la de Viqueira. En uno de sus primeros libros,9 García Canclini tiene una concepción algo “economicista” de las fiestas y del carnaval. Los percibe como una suerte de “[...] obligada reinversión interna del excedente económico”. Más aún, dice que las fiestas no son la liberación desaforada de los instintos, como algunos antropólogos imaginan, sino un tiempo delimitado “[...] en el que los ricos deben financiar el placer de todos” y en el que a su vez el placer de todos es moderado por el interés social. En todo caso, aunque las parodias del poder y el cuestionamiento irreverente del orden fueran tolerados por las clases dominantes, sucedían en espacios y momentos en los que no se veía amenazado el retorno a “la normalidad” del orden social.10 14 Una percepción más compleja se encuentra en el ya clásico Culturas híbridas, donde García Canclini sostiene que “[...] muchas prácticas rituales subalternas aparentemente consagradas a reproducir el orden tradicional, lo transgreden humorísticamente”. Es decir, el carnaval tendría una doble lectura. Basándose en DaMatta,11 García Canclini señala que en el carnaval se da un juego entre la reafirmación de las tradiciones hegemónicas y la parodia que las subvierte, toda vez que la explosión de lo ilícito se limita a un periodo corto y definido, luego del cual se regresa a la organización social establecida. Es decir, la fiesta no liquidaría las jerarquías ni las desigualdades, pero su irreverencia abriría una relación más libre y menos fatalista con las convenciones heredadas. Luego, citando los estudios de Reifler Bricker, este autor señala que el carnaval daba pie a parodiar el poder y caricaturizar a los poderosos, pero que este humor tenía como función el control social. Así, la ridiculización del funcionario corrupto, por ejemplo, servía para que los indígenas supieran de antemano qué sanción sufriría aquél que cayese en este tipo de comportamiento12 15 William Rowe y Vivian Schelling se ubican más bien entre los críticos de Bajtín. Para empezar, reprueban lo que denominan “mesianismo social”, en alusión a las nociones del mundo al revés y el culto al carnaval, en tanto subversión, asumidas por algunos intelectuales. Ellos opinan que, en la medida que tales categorías funcionan como coartadas del intelectual, éste obviamente se pone del lado de los oprimidos. Y sin embargo, señalan, estos intelectuales no cuestionan y persisten en el uso del lenguaje clasificatorio jerárquico (culto, bajo, elevado, popular, etc.), con el cual las clases gobernantes refuerzan su control hegemónico al presentar estas divisiones como naturales. Por último, Rowe y Schelling juzgan que las idealizaciones del carnaval, ferias y otras formas de “baja cultura” que sirven para identificarse con los marginados no contribuyen a comprender mejor el poder en la sociedad.13 16 Finalmente, el carnaval brasileño, el más importante de América Latina, ha sido estudiado por Roberto DaMatta en un ya clásico libro, Carnavais, malandros e heróis. En 8 esta obra, DaMatta parte reconociendo la complejidad de esta fiesta, en el sentido de que en ella pueden verse dos opuestos: el cambio y la permanencia. Sin embargo, en tanto el carnaval debe entenderse como una de las manifestaciones del hombre por romper las reglas que lo dominan, DaMatta le da un mayor peso a los impulsos transgresores. Más aún, señala que puede verse en él la alternativa de cambio y de sociedad que los hombres imaginan. En palabras de DaMatta, hay en el carnaval la sugestión de que ese momento extraordinario puede continuar, no ya como un rito — un acto pasajero— sino como algo de mayor duración: una revuelta (en contra de alguien) o una revolución (mediante la cual el mundo se transforme por largo tiempo). DaMatta reconoce que el carnaval tiene una lectura ambigua: por un lado, de retorno al orden; por otro, de creación de uno nuevo.14 17 En el Perú, aunque no contamos con un estudio dedicado exclusivamente al carnaval, algunos historiadores se han ocupado de él en sus trabajos sobre fiestas o divetsiones públicas durante el periodo colonial. Entre ellos destaca Ángel López Cantos con sus trabajos sobre los juegos, fiestas y diversiones en la América española. Para este autor, las fiestas creaban una suerte de seudocamaradería al descender los señores al nivel del pueblo para divertirse y jugar con él. No obstante, López Cantos opina que esto no sucedía en un sentido de igualdad “[...] sino como un regalo que graciosamente ofrecían [los señores] y que era recibido con infinito agradecimiento por la plebe” .15 A su vez, la plebe era consciente de esta falsa familiaridad, por lo que nunca se extralimitaba, y por el contrario, mantenía la distancia, el respeto y la obediencia. Según López Cantos, “[...] las fiestas colectivas constituyen una forma eficaz y acertada de mantener, sujeta a un código inflexible, a cierta sociedad estratificada de manera precisa” .16 18 De similar idea son los historiadores Carlos Lazo y Javier Tord, quienes creen que el carnaval era una de aquellas fiestas que se hacían con el propósito de asimilar culturalmente a los dominados “[...] para concientizarlos en el conformismo social”. En cualquier caso, servían para que los esclavos y siervos tuvieran descansos reparadores, intercalados oportunamente entre sus agobiantes jornadas de trabajo. De este modo, las diversiones públicas no serían otra cosa que momentos de esparcimiento cuya finalidad era hacer olvidar a los subordinados su vida miserable y su angustia por un futuro incierto.17 19 Esta interpretación del carnaval y las diversiones públicas coloniales como una forma de control social que permite unir simbólicamente a los dominados y dominadores, ha sido asumida también por Rafael Ramos Sosa y Rosa María Acosta. Para ambos, en la colonia el carnaval representaba una especie de distracción que se otorgaba como gracia a los dominados, para que el resto del año cumpliesen con sus labores y no cuestionasen el orden colonial.18 20 Después de recorrer las diversas interpretaciones del carnaval, conviene ir precisando qué era esta fiesta: ¿una válvula de escape temporal o una transgresión de las normas? Si nos atenemos a cómo lo veían los hombres de la época, veremos que ambas. Para no ir muy lejos, en la Lima del siglo XIX había quienes consideraban al carnaval como un espacio de rebeldía popular, como una exaltación de las transgresiones y un rechazo hacia la cultura “civilizada”; este grupo, por lo tanto, proponía reformarlo. No obstante, también había quienes pensaban que el carnaval servía para dar un descanso al pueblo, para hacer más llevadera su vida cargada de trabajo. 21 Sin embargo, se trata quizás de un falso dilema: no es necesario elegir entre una u otra interpretación del carnaval. ¿Acaso la transgresión de las normas excluye

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