Shinju, el amor prohibido Sobrecubierta None LAURA JOH ROWLAND LAURA JOH ROWLAND SHINJU EL AMOR PROHIBIDO Nº 1 Serie Sano Ichiro A mis padres Lena y Raymond Joh AGRADECIMIENTOS Quisiera dar las gracias a todas las personas que me han ayudado a hacer realidad este libro: George Alec Effinger, amigo, mentor y escritor especializado en ciencia ficción. Mi agente, Pamela Gray Ahearn; mi editor David Rosenthal; mi marido Marty Rowland. Y también a los miembros de mi taller de escritura: Larry Barbe, Cary Bruton, Kim Campbell, O'Neil DeNoux, Debbie Hodgkinson, Jack Jeringan, Michael Keane, Mark McCandless, Marian Moore, John Webre y Fritz Ziegler. Índice ARGUMENTO ............................................................................. 6 Prólogo ...................................................................................... 8 Capítulo 1 ................................................................................ 12 Capítulo 2 ................................................................................ 26 Capítulo 3 ................................................................................ 37 Capítulo 4 ................................................................................ 53 Capítulo 5 ................................................................................ 58 Capítulo 6 ................................................................................ 73 Capítulo 7 ................................................................................ 81 Capítulo 8 ................................................................................ 94 Capítulo 9 .............................................................................. 100 Capítulo 10 ............................................................................ 110 Capítulo 11 ............................................................................ 121 Capítulo 12 ............................................................................ 127 Capítulo 13 ............................................................................ 134 Capítulo 14 ............................................................................ 142 Capítulo 15 ............................................................................ 150 Capítulo 16 ............................................................................ 155 Capítulo 17 ............................................................................ 167 Capítulo 18 ............................................................................ 178 Capítulo 19 ............................................................................ 185 Capítulo 20 ............................................................................ 199 Capítulo 21 ............................................................................ 211 Capítulo 22 ............................................................................ 223 Capítulo 23 ............................................................................ 233 Capítulo 24 ............................................................................ 239 Capítulo 25 ............................................................................ 251 Capítulo 26 ............................................................................ 260 Capítulo 27 ............................................................................ 268 Capítulo 28 ............................................................................ 281 Capítulo 29 ............................................................................ 287 Capítulo 30 ............................................................................ 301 ARGUMENTO Cuando la bella y rica dama Yukiko y el artista de humilde cuna Noriyoshi son encontrados ahogados juntos en un shinju, o suicidio ritual por amor, todos creen que el culpable es un amor prohibido. Todos salvo el recientemente nombrado yoriki Sano Ichiro. Como samurái, Sano debe obedecer o, por el contrario, deshonrar a su padre. Pero la búsqueda de la justicia le impulsa a arriesgarlo todo por descubrir la verdad. Finalmente, se abre una vía de corrupción e intriga que le conduce hasta un miembro de la familia real. Su descubrimiento llevará a desvelar la naturaleza de la corrupción que gobierna el país. Una intrincada trama que nos transporta al suntuoso y maravilloso mundo del Japón del siglo XVII. Con detalladas descripciones nos presenta una historia mortal de conspiración, intriga y asesinato. En completa soledad y sabiéndose perseguido, sólo la integridad de Sano Ichiro le guiará hacia la verdad, aunque el misterio incumba hasta las más altas esferas del gobierno. ¿Podrá descubrir la verdades naturaleza de asesinato y corrupción o bien la verdad morirá con el shinju en las aguas del río Sumida? EDO Periodo Genroku, año 1, mes 12 (Tokio, enero de 1689) Prólogo El jinete detuvo su caballo en un estrecho sendero que conducía al río Sumida para escuchar los ruidos de la noche. ¿Había oído pasos en alguna parte del oscuro bosque que le rodeaba? ¿Había alguien por allí observándolo? El miedo aceleró su corazón. Sin embargo, y a causa del invierno, lo único que escuchó fue el rumor del viento helado que agitaba ruidosamente las ramas desnudas, y el ligero resoplar de su yegua que se removía inquieta bajo él. En lo alto del firmamento, en el horizonte, la última luna llena del año viejo brillaba intensamente, bañando con su plateada luz el sendero y el bosque con un frío resplandor. Intentó atisbar algo entre las sombras, pero no vio a nadie. Luego, sonrió tristemente. La culpabilidad y la imaginación le habían traicionado. Aquel sendero, en las remotas afueras del norte de Edo, apenas era transitado de día y, ahora, poco después de medianoche, estaba desierto. Tal como había previsto. Espoleó a la yegua para que continuase a través de un matorral en cuyas ramas se enredaron y quedaron atrapados su capa encapuchada y el largo y voluminoso bulto que llevaba echado sobre la grupa del caballo. La yegua se tambaleó, relinchando suavemente, poco acostumbrada al peso extra que llevaba aquella noche. El jinete intentó calmarla, pero el animal no quiso avanzar. Al cocear el suelo, el bulto se tambaleó peligrosamente. El hombre se apresuró a alargar una mano para sujetarlo. En aquel momento, una fría oleada de miedo le invadió. ¿Y si caía el bulto? Aunque era fuerte, si éste caía no podría subirlo nuevamente a la yegua, al menos no allí. Y no podría llevarlo él solo todo el camino hasta el río. Por lo menos le llevaría una hora a pie; imposible con una carga casi tan larga y más pesada que él mismo. Además, al arrastrarla se desgarraría la delgada paja de arroz de las esteras de tatami con las que lo había envuelto y se dañaría el contenido. El caballo, después de dar otra coz, de pronto siguió bajando por el sendero. El bulto recuperó la estabilidad y el miedo quedó atrás. Se le humedecían los ojos y tenía el rostro cada vez más entumecido por el frío, sus manos enguantadas parecían congeladas a las riendas. Lo que le hacía seguir adelante era el convencimiento de que cada paso cargado de amargura y sufrimiento le era el convencimiento de que cada paso cargado de amargura y sufrimiento le acercaba un poco más al término de su misión. Finalmente, los árboles empezaron a clarear y el sendero descendió abruptamente por una pronunciada ladera hacia el río. Podía oler el agua y escuchar cómo sus olas chocaban contra la ribera. Desmontó, ató el caballo a un árbol y empezó a andar por el camino. El bote estaba allí delante, donde lo había dejado el día anterior, escondido entre las ramas más bajas de un gran pino. Con las manos entumecidas por el frío, agarró la proa. Cuidadosamente, de manera que el suelo rocoso no dañase su fondo de madera plano, lo arrastró por el camino para llevarlo junto al caballo. A continuación, desató las cuerdas que sujetaban el bulto a la grupa del caballo. Cuando se soltó el último nudo, el bulto cayó dentro del bote con un fuerte golpe. Empujó la embarcación pendiente abajo, hasta el agua. Aunque la pendiente no medía más de unos cuarenta pasos no facilitaba la botadura. Enseguida empezó a jadear por el esfuerzo que alternativamente hacía de empujar, levantar y arrastrar el bote hacia el río. Al fin alcanzó la ribera y el bote se deslizó dentro del agua con el ruido de un chapoteo apagado. Vadeó por el agua helada, empujando el bote hasta que éste no tocó fondo y flotó libre de juncos. Luego, subió a la embarcación. Al hacerlo, el bote se balanceó peligrosamente y el agua se introdujo por los lados. Durante un terrible instante temió que éste se hundiese, pero la embarcación se estabilizó abruptamente con sus bordas apenas a ras del agua. Dejando escapar un suspiro de alivio, el hombre levantó el remo, se puso en pie a popa y empezó a remar en dirección sur, hacia la ciudad. El río se abría ante él como una inmensa extensión de untuosa seda negra salpicada con los destellos de la luz de la luna. El chapoteo de su remo marcaba un rítmico contrapunto al aullido del viento. En la ribera cercana, a su derecha, los puntitos de unas luces titilaban en la oscura franja de tierra que se alzaba gradualmente hacia las colinas: faroles que iluminaban el barrio del placer de Yoshiwara; antorchas flameando en los jardines del templo Asakusa. En la alejada orilla oriental solamente pudo vislumbrar el pantanoso Honjo. A diferencia del verano, ninguna embarcación de recreo decoraba la escena. Aquella noche tenía el río para él solo. Podría decirse que casi disfrutaba de la Aquella noche tenía el río para él solo. Podría decirse que casi disfrutaba de la soledad y la fantasmagórica belleza de la noche. Sin embargo, pronto sus brazos se cansaron; su respiración se convirtió en dolorosos jadeos; el sudor empapó sus vestimentas, dejando que el aire helado penetrase por sus tejidos. Simplemente, anhelaba dejarse llevar por la corriente que fluía hacia la bahía de Edo y hacia el mar. Sólo su desesperada necesidad de apresurarse le empujaba a seguir adelante. No quedaban más que unas pocas horas para el amanecer y él necesitaba la protección que le prestaba el manto de la noche. ¡Ojalá hubiese podido hacer el viaje por tierra a caballo! Pero las numerosas puertas guardadas de Edo se cerraban antes de medianoche, sellando cada sector para prohibir la entrada o salida. El río era la única vía. Sintió un inmenso alivio cuando las familiares vistas de la ciudad empezaron a aparecer. Primero, las grandes mansiones de los daimio, poderosos señores feudales provinciales, propietarios de la mayor parte del territorio que se extendía por los tramos más elevados del río, así como de la mayor parte de Japón. Más adelante, los muros pintados de blanco de los almacenes de arroz de la ciudad. Los embarcaderos y muelles abarrotados de embarcaciones sobresalían por el río, ahora convertido en una zona infecta y hedionda, que apestaba a causa de los desperdicios que cada día se vertían en él. Al fin, el puente Ryogoky se arqueó sobre él, con sus pilares entrelazados y los puntales de su estructura de madera que formaban un intrincado diseño que destacaba en el firmamento. Exhausto, se detuvo al final de un embarcadero un poco más allá del puente, río abajo, pero desde el que éste aún quedaba a la vista. Colocó a un lado el remo y ató el bote a uno de los pilares. De nuevo, el miedo se apoderó de él, y esta vez con más intensidad. Toda la gran ciudad de Edo se extendía a lo lejos tras las blancas fachadas de los almacenes. Podía sentir el millón de almas que vivían en aquel lugar: no dormidas, sino observándolo. Intentando alejar el pánico, se arrodilló delante del bulto. Con precaución para no volcar el bote, desató las rígidas ataduras de paja. Un vistazo al firmamento le advirtió que la luna se había puesto hacía bastante; las primeras luces rosadas del amanecer teñían el horizonte por el este. Ya podía distinguir los muelles de los almacenes de maderas de Fukagawa en la orilla opuesta. Controló el impulso de tirar de la última estera, en lugar de doblarla cuidadosamente para descubrir su contenido. Los dos cuerpos unidos por la muerte y por las cuerdas atadas a tobillos y muñecas, estaban tumbados uno frente al otro, con las mejillas tocándose. El muñecas, estaban tumbados uno frente al otro, con las mejillas tocándose. El hombre vestía el quimono corto y los pantalones de algodón de un plebeyo. Su cabello corto enmarcaba un rostro franco y ordinario. Los ojos hinchados y una boca sensual denotaban una vida de disipación, carnalidad y avaricia. Merecía morir. ¡Qué fácil había sido atraerlo hacia su muerte con la promesa de riquezas! Pero la mujer... Su cara joven e inocente, cubierta con maquillaje de polvo de arroz, brillaba con un blanco translúcido. En lo alto de su frente, las finas líneas oscuras dibujadas sobre sus cejas rasuradas alzaban el vuelo sobre las medias lunas que formaban las largas pestañas de sus ojos cerrados. Los labios ligeramente separados dejaban ver dos dientes perfectos que, oscurecidos con tinta, según la moda de las damas de alta cuna, brillaban como perlas negras. Su largo cabello negro se derramaba casi hasta sus pies, sobre un quimono de seda que se enroscaba alrededor de su esbelto cuerpo. Suspirando, se recordó a sí mismo que su muerte era tan necesaria como la del hombre. Sin embargo, no podía contemplar su belleza sin dejar de sentir un espasmo de profunda pena. Un fuerte ruido parecido a unos pasos le sobresaltó. ¿Acaso había alguien andando por el embarcadero? Luego, el sonido se repitió: dos golpes largos seguidos por tres cortos. Enseguida se relajó. Se trataba solamente de un vigilante nocturno, en alguna parte tierra adentro, golpeando sus badajos de madera para señalar la hora. El agua había transportado el sonido. De su capa, sacó un pequeño estuche plano lacado que introdujo en el fajín de la mujer. Después pasó sus brazos bajo los cuerpos y los alzó para echarlos por la borda del bote. Se escuchó un chapoteo apagado cuando golpearon las oscuras aguas. Antes de que pudieran hundirse, atrapó el extremo de la cuerda que ataba sus muñecas y la sujetó alrededor del pilar, calzándola firmemente en una grieta de la resbaladiza madera. Lanzó una última mirada a los cadáveres que ahora flotaban justo debajo de la superficie del agua rodeados por la ondulada maraña que formaba el pelo de la mujer. Luego miró de nuevo hacia el puente. Asintió con la cabeza satisfecho. Cuando los encontrasen, algo que sucedería muy pronto, todo el mundo daría por sentado que habían saltado del puente juntos y la corriente los había arrastrado río abajo hasta que el pilar les detuvo. La carta sellada que contenía el estuche hermético confirmaría esta impresión. Volvió a mirar, para asegurarse que la cuerda era segura. Luego desató su bote y empezó el largo y frío viaje río arriba.