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Senderos : Los intelectuales en el drama de España ; La tumba de Antígona PDF

269 Pages·1986·4.063 MB·Spanish
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MEMORIA Exilios y ROTA Heterodoxias María ZAMBRANO PREMIO «MIGUEL IX CERVANTES* 1988 Senderos Los intelectuales en el drama de España La tumba de Antígona I bu ORIAL DEL HOMBRE María Zambrano SENDEROS LOS INTELECTUALES EN EL DRAMA DE ESPAÑA LA TUMBA DE ANTÍGONA _ , EDITORIAL DE1 CUMBRE Primera edición: marzo 1986 Reimpresión: mayo 1989 © María Zambrano, 1986 (£) Editorial Anthropos, 1986 Edita: Editorial Anthropos. Promat, S. Coop. Ltda. Vía Augusta, 64, 08006 Barcelona ISBN: 84-7658-005-3 Depósito legal: B. 19.444-1989 Impresión: Policrom. Tánger, 27. Barcelona Impreso en España - Printed in Spain Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquími- co, electrónico, magnético, electroóptico, por Fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial. PRÓLOGO Indudablemente que el cambio de título, Los intelec­ tuales en el drama de España, este que ahora aparece, y en colección «Memoria Rota, Exilios Hete­ Senderos, la y rodoxias» de Anthropos Editorial del Hombre, exige una cierta explicación. Los motivos de este cambio no se pueden deber ni al capricho y, menos aún, a un superficial deseo de aparecer como un libro nuevo, siendo en realidad un libro ya pu­ blicado. Y es que no se trata en verdad del mismo libro. El nuevo título señala la diferencia de un modo, todo lo pre­ ciso que se puede, a cosas del pensamiento. Los intelectua­ les en el drama de España fue escrito coetáneamente con los acontecimientos de la guerra.« San Juan de la Cruz (De la "Noche oscura" a la más clara mística)» fue publicado en Sur (Buenos Aires), en el último mes del año 1939, y terminado el 16 de julio en Morelia (México), es decir, en el exilio. Se añade «La tumba de Antígona», obra publi­ cada en 1967, porque responde a la inspiración del exilio diariamente en París y más tarde en una aldea del Jura francés. Antígona me hablaba y con naturalidad tanta, que tardé algún tiempo en reconocer que era ella, Antígona, la que me estaba hablando. Recuerdo, indeleblemente, las primeras palabras que en el oído me sonaron de ella: «na­ cida para el amor he sido devorada por la piedad». No la forcé a que me diera su nombre, caí a solas en la cuenta de que era ella, Antígona, de quien yo me tenía por her­ mana y hermana de mi hermana que entonces vivía y ella era la que me hablaba; no diría yo la voz de la sangre, porque no se trata de sangre sino de espíritu que decide, que se hace a través de la sangre derramada histórica­ mente en destino insoslayable que las dos apuramos. Y aún después de tantos años de partida de ella, mi hermana única, de esta tierra, creo que sigo apurando yo sola, aun­ que sola no se podría porque no es un destino de soledad, y de ser un delirio sería un delirio de hermandad, de fra­ ternidad. Sería, pues, la revelación de todo lo que ante­ cede a este libro desde su primera página. Los hechos de la historia que, lejos de ocultar, dejan transparentarse a la vida, acaban arrojando su sentido muy tarde, es decir, cuando ya no hay remedio, cuando no se podría dar un paso atrás, ni tan siquiera en sueños; es lo que diferencia a la verdadera historia, es decir, la ine­ xorable, la que lo ha movido todo desde el principio de la vida, de aquellos a quienes visita o a quienes elige. Todo parece estar ordenado por ella desde un comienzo, me atrevería a decir que en ciertos casos, desde antes de haber nacido individualmente. La verdadera historia, de aque­ llos que la tengan, es en verdad prenatal, y para no incul­ par a los padres inmediatos, diríamos mejor y más justa­ mente, ancestral. Y el ancestro no tiene a veces piedad de aquel sujeto, de aquel individuo que él ha engendrado, especialmente si este ancestro tiene que ver con la piedad; entonces el ancestro devora al amor, a la más terrible de las pasiones según se cree. Devora, inclusive, a toda pasión incluida la soberbia; es capaz de sacarnos de todo paraíso. Qué hubiera sucedido al autor de este libro, que cier­ tamente no es el único y lo digo con cierto rubor, pues que el escribir ha sido para mí también una invencible exigen­ cia, un mandato, nada hice para ser escritor y mucho me­ nos escritora (por cierto, me ha tocado conocer algunos que creyeron, no españoles, que la guerra de España se había dado para que ellos escribieran, les dio el argu­ mento que no hubieran tenido de otra manera). De ahí el título de que me deja una cierta Senderos paz, esa paz indispensable para el escritor y para la pobre escritora que soy y que nunca quise ser. Esa paz que pro­ viene de haber hecho simplemente y de la mejor manera posible lo que tenía que hacer. Y así lo ofrezco, por mucha paz que tenga, como todo lo que ofrezco a través de la palabra, con temblor. Cuándo dejaré de escribir, me pre­ gunto, cuándo, Señor, dejaré de temblar. María Zambrano Madrid, 6 de septiembre de 1985. LA EXPERIENCIA DE LA HISTORIA (Después de entonces) No habría historia, se nos figura, si el hombre no fuera esa criatura necesitada de tanto para su simple ir vi­ viendo, necesitada hasta de una revelación: de verse y de ser visto. Ya que sin saberse o soñarse visto no empieza tan siquiera a ver. Y de revelar él, él mismo, en la noche de sus tiempos. De darse a la luz, pues: ¿de irse naciendo? Ya que si el tiempo que condiciona la vida humana fluyera sin arrojar sobre su paso la sombra de sí mismo, si no fuese curvilíneo, como parece que lo sea todo en esta tierra, la historia sería un espejo claro como esos reman­ sos de algunos ríos que pasan espejando cielos y tierras, y algunas ciudades que de tal privilegio gozan. Y las imá­ genes del pasado fielmente aparecerían y se andaría entre ellas casi como entre la naturaleza, en el supuesto de que la naturaleza se vea así de nítida en todo momento. Pero en el tiempo todo se aparece cóncavo o convexo, especial­ mente el pasado que, para ser salvado de la deformación que llega tan fácilmente hasta lo grotesco, ha de ser en­ derezado, restituido a lo que era y más aún a lo que iba a ser. El tiempo envuelve a lo inédito, al prometido igno­ rante de lo que le espera; ese adolescente angustiado, ese joven que rompe su angustia con la acción, sintiéndose en el centro de los tiempos. Y en esto razón tiene, pues que cualquier momento verdaderamente vivido está en el cen­ tro de los humanos tiempos. Y así, vivir de cierto el mo­ mento que le es dado es la cuestión que planea sobre esa criatura que se cree aparecer a modo de sol reinante sobre el horizonte que ni siquiera ve. Pues que todo en este pla­ neta tiende a ocultarse y hasta a hundirse: el tiempo y la historia, el ser viviente adensando así esos «ínferos» que desde los comienzos amenazan devorar ser y vida. Y así, más que sobre una tierra que acoge y sustenta, el hombre parece estar depositado sobre las aguas de las que como un sol naciente apenas emerge, mientras él se cree poseer ya un rostro por entero, un rostro suyo. El atolondramiento que se achaca a todo joven y tam­ bién al ensimismado tienen su razón. Pues qüe la Razón está desde un principio, desde antes del comienzo. Y hacia ella el joven se mueve llamándola desesperadamente a ve­ ces, buscándola en las concavidades del tiempo apenas pasado, cuando se ve acometido desde su posición solar por los amorfos materiales que arroja sobre él la historia infernal. Y también cuando se siente muy vivamente opri­ mido por la historia que todavía le envuelve, que le se­ guirá envolviendo si no se libra de ella. Cuando el orden del que padece hambre y sed —él, el revuelto o revolucio­ nario— encuentra cuanto más fragmentos, lo que es decir ya mucho. Pues que el fragmento revela la existencia de la totalidad de la que es fragmento y no un simple, amorfo, pedazo. Y luego, la huella, la traza de los pasos de aquellos que fueron tan jóvenes como ellos son en ese su ahora y que vivieron el asombro de aquel su ahora que ya es en­ tonces. Y así, me ha movido tanto este requerimiento de unos jóvenes que acepto el que vuelvan a la luz las trazas de algunos pasos del «entonces» de aquella mi juventud. Unas trazas olvidadas por mí en cuanto tales, de algunos pasos decisivos que aquella juventud de entonces se vio en el caso de dar. Olvidadas, sí, porque el entonces sigue siendo todavía por haber sido vivido tan verdaderamente sin regateo alguno. Y no es cosa de volver atrás. ¿Sería posible para quien esto escribe, y más que por ella misma por los que desde entonces fueron devorados por la histo­ ria o amordazados por el sepulcral silencio de innumera­ bles años, no ofrecer ahora aquellos artículos escritos en un instante, apasionadamente, por hambre de justicia y de verdad, de orden? En un instante, sí, como se hacía todo lo que de veras se hacía entonces. Un entonces al modo de una aurora desvalida alzándose sin pestañear sobre la ne­ grura que ya masticaba su presa. Una aurora nueva como el resurgir de una España niña. «La Niña» fue llamada la República decimonónica­ mente. Y por ello no era una denominación al uso. No nos sentíamos herederos de nada. Hijos sí, esto sí, con la fun­ ción propia del hijo desde siempre, la de tener que desper­ tar un tanto a los padres. Enseguida la República, en su breve e indeleble existencia resultó ser la Niña. Esa que aparece inconfundible en la pintura española y en especial en el más diáfano cuadro de historia que se haya escrito, íbamos a decir y no lo corregimos, Las Meninas de Veláz- quez. Esa niña que no puede acabar de coger la rosa que le ofrece su enigmática aya. Rodeada de monstruos del inconsciente mientras en la claridad del fondo al maestro, que mira cuando se está yendo, deja entregada su mirada. Y en eL espejo del fondo, las figuras casi ahogadas de los reyes como si desde un pasado remoto estuviesen mirando así todo sin ver apenas nada. ¿Y quién mira a la Niña? Todo parece estar y moverse en función de ella, centro pálido, indefenso. Alba incipiente detenida en un tiempo i iiajado, ofrece tan sólo su presencia que sólo el fluir del tiempo vivificaría. Como en un sueño, el mínimo espacio que separa la mimo de la rosa tendida mide el tiempo que la separa de la plenitud. Tal como la mano y la llave que en las dos puertas consecutivas del palacio de la Alhambra se osten­ tan medirían el tiempo del cumplimiento total de lo hu­ mano, según sus constructores. Y llegó al fin el tiempo de que la Niña despertara con vida. La rosa no abierta todavía se alzaba. Era ya la au­ rora. Una aurora que había de ser sostenida como todas lo han de ser. Así el día cuando se cumple no hace sino con­ tinuarla a través de las horas diversas. Pero esta nuestra aurora fue ahogada en sangre, en su propia sangre desti­ nada a la vida. Y sepultada más viva todavía, como un germen. Una razón germinativa, germinante en lo escon­ dido de la historia, en su centro vivo. Y mientras tanto, infatigablemente, la muerte funcionaba. Mas sin que lle­ gara el olvido. Y así, en la pantalla de un tiempo detenido, una forzada atemporalidad recogía las imágenes, que siempre las mismas pasaban y repasaban. No se abría el claro de un espejo que aun acuoso reflejara alguna imagen verídica. Sólo el sacrificio extremo daba testimonio. Mas ¿de qué? Sacrificio mudo, sangre sin palabra. La palabra yacía cuajada, la palabra que aun cuando transparenta mínimamente la verdad es vida en sí misma. La palabra viva con el aliento de la verdad. Pues que la mentira cae pesadamente, es una sentencia de muerte. Muerta ella misma ya. Sólo por esa su falta de aliento se la reconoce­ ría. Y así, el que la profiere ahueca la voz, hace un vacío donde resuena sin eco y ha de reiterarla una y otra vez. O con voz neutra sin la menor vibración, la sirve inapelable y fantasmalmente. Mas la mentira no se siembra, prolifera, ocupa la ex­ tensión que ella misma ha de ir haciendo, lo que fácil le resulta cuando todos los medios están para ello dispues­ tos. Y, mientras tanto, la verdad sepultada germina. Y ahora, para que el momento de ese ahora sea en ver­ dad histórico, se hace necesaria la experiencia, que es fruto de la conciencia. Mas para que la experiencia histó­ rica se dé como indispensable en este Occidente, habría de entenderse —de sentirse ante todo— la conciencia en forma diferente de la dada por sabida. Es decir, que la

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