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Seis estudios de psicología PDF

66 Pages·2008·0.63 MB·Spanish
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Seis estudios de psicología Jean Piaget - 1 - 1 El desarrollo mental del niño El desarrollo psíquico, que se inicia al nacer y concluye en la edad adulta, es comparable al crecimiento orgánico: al igual que este ultimo, consiste esencialmente en una marcha hacia el equilibrio. Así como el cuerpo evoluciona hasta alcanzar un nivel relativamente estable, caracterizado por el final del crecimiento y la madurez de los órganos, así también la vida mental puede concebirse como la evolución hacia una forma de equilibrio final representada por el espíritu adulto. El desarrollo es, por lo tanto, en cierto modo una progresiva equilibración, un perpetuo pasar de un estado de menor equilibrio a un estadio de equilibrio superior. Desde el punto de vista de la inteligencia, es fácil, por ejemplo, oponer la inestabilidad e incoherencia relativas de las ideas infantiles a la sistematización de la razón adulta. También en el terreno de la vida afectiva, se ha observado muchas veces cómo el equilibrio de los sentimientos aumenta con la edad. Las relaciones sociales, finalmente, obedecen a esta misma ley de estabilización gradual. Sin embargo, hay que destacar desde el principio la diferencia esencial entre la vida del cuerpo y la del espíritu, si se quiere respetar el dinamismo inherente a la realidad espiritual. La forma final de equilibrio que alcanza el crecimiento orgánico es más estática que aquella hacia la cual tiende el desarrollo mental, y, sobre todo, más inestable, de tal manera que, en cuanto ha concluido la evolución ascendente, comienza automáticamente una evolución regresiva que conduce a la vejez. Ahora bien, ciertas funciones psíquicas, que dependen estrechamente del estadio de los órganos, siguen una curva análoga: la agudeza visual, por ejemplo, pasa por un maximum hacia el final de la infancia y disminuye luego, al igual que otras muchas comparaciones perceptivas que se rigen por esta misma ley. En cambio, las funciones superiores de la inteligencia y de la afectividad tienden hacia un "equilibrio móvil", y más estable cuanto más móvil es, de forma que, para las almas sanas, el final del crecimiento no marca en modo alguno el comienzo de la decadencia, sino que autoriza un progreso espiritual que no contradice en nada el equilibrio interior. Así, pues, vamos a intentar describir la evolución del niño y del adolescente sobre la base del concepto de equilibrio. Desde este punto de vista, el desarrollo mental es una construcción continua, comparable al levantamiento de un gran edificio que, a cada elemento que se le añade, se hace más sólido, o mejor aun, al montaje de un - 2 - mecanismo delicado cuyas sucesivas fases de ajustamiento contribuyen a una flexibilidad y una movilidad de las piezas tanto mayores cuanto más estable va siendo el equilibrio. Pero entonces conviene introducir una distinción importante entre dos aspectos complementarios de este proceso de equilibración: es preciso oponer desde el principio las estructuras variables, las que definen las formas o estados sucesivos de equilibrio, y un determinado funcionamiento constante que es el que asegura el paso de cualquier estadio al nivel siguiente. Así, por ejemplo, cuando comparamos el niño al adulto, tan pronto nos sentimos sorprendidos por la identidad de las reacciones y hablamos en tal caso de una "pequeña personalidad" para decir que el niño sabe muy bien lo que desea y actúa como nosotros en función de intereses concretos como descubrimos todo un mundo de diferencias, en el juego, por ejemplo, o en la forma de razonar, y decimos entonces que "el niño no es un pequeño adulto". Sin embargo, las dos impresiones son ciertas, cada una en su momento. Desde el punto de vista funcional, es decir, considerando los móviles generales de la conducta y del pensamiento, existen mecanismos constantes, comunes a todas las edades, a todos los niveles, la acción supone siempre un interés que la desencadena, ya se trate de una necesidad fisiológica, afectiva o intelectual (la necesidad se presenta en este último caso en forma de una pregunta o de un problema); a todos los niveles, la inteligencia trata de comprender o de explicar, etc., etc. Ahora, si bien es cierto que las funciones del interés, de la explicación, etc., son, como acabamos de ver, comunes a todos los estadios, es decir, "invariantes" a título de funciones, no es menos cierto que "los intereses" (por oposición a "el interés") varían considerablemente de un nivel mental a otro, y que las explicaciones particulares (por oposición a la función de explicar) revisten formas muy diferentes según el grado de desarrollo intelectual. Al lado de las funciones constantes, hay que distinguir, pues, las estructuras variables, y es precisamente el análisis de estas estructuras progresivas, o formas sucesivas de equilibrio, el que marca las diferencias u oposiciones de un nivel a otro de la conducta, desde los comportamientos elementales del recién nacido hasta la adolescencia. Las estructuras variables serán, pues, las formas de organización de la actividad mental, bajo su doble aspecto motor ó intelectual, por una parte, y afectivo, por otra, así como según sus dos dimensiones individual y social (interindividual). Para mayor claridad, vamos a distinguir seis estadios o períodos de desarrollo, que marcan la aparición de estas estructuras sucesivamente construidas: 1. El estadio de - 3 - los reflejos, o montajes hereditarios, así como de las primeras tendencias instintivas (nutrición) y de las primeras emociones. 2. El estadio de los primeros hábitos motores y de las primeras percepciones organizadas, así como de los primeros sentimientos diferenciados. 3. El estadio de la inteligencia sensorio-motriz o práctica (anterior al lenguaje), de las regulaciones afectivas elementales y de las primeras fijaciones exteriores de la afectividad. Estos primeros estadios constituyen el período del lactante (hasta aproximadamente un año y medio a dos años, es decir, antes de los desarrollos del lenguaje y del pensamiento propiamente dicho). 4. El estadio de la inteligencia intuitiva, de los sentimientos interindividuales espontáneos y de las relaciones sociales de sumisión al adulto (de los dos años a los siete, o sea, durante la segunda parte de la "primera infancia"). 5. El estadio de las operaciones intelectuales concretas (aparición de la lógica), y de los sentimientos morales y sociales de cooperación (de los siete años a los once o doce). 6. El estadio de las operaciones intelectuales abstractas, de la formación de la personalidad y de la inserción afectiva e intelectual en la sociedad de los adultos (adolescencia). Cada uno de dichos estadios se caracteriza, pues, por la aparición de estructuras originales, cuya construcción le distingue de los estadios anteriores. Lo esencial de esas construcciones sucesivas subsiste en el curso de los estadios anteriores en forma de subestructuras sobre las cuales habrán de edificarse los nuevos caracteres. De ello se deduce que, en el adulto, cada uno de los estadios pasados corresponde a un nivel más o menos elemental o elevado de la jerarquía de las conductas. Sin embargo, cada estado comporta también una serie de caracteres momentáneos o secundarios, que van siendo modificados por el anterior desarrollo, en función de las necesidades de una mejor organización. Cada estado constituye, pues, por las estructuras que lo definen, una forma particular de equilibrio, y la evolución mental se efectúa en el sentido de una equilibración cada vez más avanzada. Y ahora podemos comprender lo que son los mecanismos funcionales comunes a todos los estadios. Puede decirse, de manera absolutamente general (no sólo por comparación de cada estadio con el siguiente, sino también por comparación de cada conducta, dentro de cualquier estado, con la conducta que le sigue) que toda acción - es decir, todo movimiento, todo pensamiento o todo sentimiento - responde a una necesidad. El niño, en no menor grado que el adulto, ejecuta todos los actos, ya sean exteriores o totalmente interiores, movido por una necesidad (una necesidad elemental o un interés, una pregunta, etc.). Ahora bien, tal como ha indicado Claparede, una - 4 - necesidad es siempre la manifestación de un desequilibrio: existe necesidad cuando algo, fuera de nosotros o en nosotros (en nuestro organismo físico o mental) ha cambiado, de tal manera que se impone un reajuste de la conducta en función de esa transformación. Por ejemplo, el hambre o la fatiga provocarán la búsqueda del: alimento o del descanso; el encuentro con un objeto exterior desencadenará la necesidad de jugar, su utilización con fines prácticos, o suscitará una pregunta, un problema teórico; una palabra ajena excitará la necesidad de imitar, de simpatizar, o dará origen a la reserva y la oposición porque habrá entrado en conflicto con tal o cual tendencia nuestra. Por el contrario, la acción termina en cuanto las necesidades están satisfechas, es decir, desde el momento en que el equilibrio ha sido restablecido entre el hecho nuevo que ha desencadenado la necesidad y nuestra organización mental tal y como se presentaba antes de que aquél interviniera. Comer o dormir, jugar o alcanzar un objetivo, responder a la pregunta o resolver el problema, lograr la imitación, establecer un lazo afectivo, sostener un punto de vista, son una serie de satisfacciones que, en los ejemplos anteriores, pondrán fin a la conducta particular suscitada por la necesidad. Podría decirse que en cada momento la acción se encuentra desequilibrada por las transformaciones que surgen en el mundo, exterior o interior, y cada conducta nueva no sólo consiste en restablecer el equilibrio, sino que tiende también hacia un equilibrio más estable que el que existía antes de la perturbación. En este mecanismo continuo y perpetuo de reajuste o equilibración consiste la acción humana, y por esta razón pueden considerarse las estructuras mentales sucesivas, en sus fases de construcción inicial, a que da origen el desarrollo, como otras tantas formas de equilibrio, cada una de las cuales representa un progreso con respecto a la anterior. Pero hay que entender también que este mecanismo funcional, por general que sea, no explica el contenido o la estructura de las diversas necesidades, ya que cada uno de ellos está relacionado con la organización del nivel en cuestión. Por ejemplo, a la vista de un mismo objeto, podrán registrarse preguntas muy distintas en un niño pequeño, todavía incapaz de clasificaciones, y en uno mayor cuyas ideas son más amplias y más sistemáticas. Los intereses de un niño dependerán, pues, en cada momento del conjunto de las nociones que haya adquirido, así como de sus disposiciones afectivas, puesto que dichos intereses tienden a completarlas en el sentido de un mejor equilibrio. Antes de examinar en detalle el desarrollo, debemos, pues, limitarnos a establecer la forma general de las necesidades e intereses comunes a todas las edades. - 5 - Puede decirse, a este respecto, que toda necesidad tiende: 1.0 a incorporar las cosas y las personas a la actividad propia del sujeto y, por consiguiente, a "asimilar" el mundo exterior a las estructuras ya construidas, y; 2.0 a reajustar éstas en función de las transformaciones sufridas, y, por consiguiente, a "acomodarlas" a los objetos externos. Desde este punto de vista, toda la vida mental, como, por otra parte, la propia vida orgánica, tiende a asimilar progresivamente el medio ambiente, y realiza esta incorporación gracias a unas estructuras, u órganos psíquicos, cuyo radio de acción es cada vez más amplio: la percepción y los movimientos elementales (aprensión, etc.) dan primero acceso a los objetos próximos en su estadio momentáneo, luego la memoria y la inteligencia prácticas permiten a la vez reconstituir su estadio inmediatamente anterior y anticipar sus próximas transformaciones. El pensamiento intuitivo viene luego a reforzar ambos poderes. La inteligencia lógica, en su forma de operaciones concretas y finalmente de deducción abstracta, termina esta evolución haciendo al sujeto dueño de los acontecimientos más lejanos, tanto en el espacio como en el tiempo. A cada uno de esos niveles, el espíritu cumple, pues, la misma función, que consiste en incorporar el universo, pero la estructura de la asimilación, es decir, las formas de incorporación sucesivas desde la percepción y el movimiento hasta las operaciones superiores, varía. Ahora bien, al asimilar de esta forma los objetos, la acción y el pensamiento se ven obligados a acomodarse a ellos, es decir, a proceder a un reajuste cada vez que hay variación exterior. Puede llamarse "adaptación" al equilibrio de tales asimilaciones y acomodaciones: tal es la forma general del equilibrio psíquico, y el desarrollo mental aparece finalmente, en su organización progresiva, como una adaptación cada vez más precisa a la realidad. Vamos ahora a estudiar concretamente las etapas de esta adaptación. - 6 - 1. El recién nacido y el lactante El período que va del nacimiento a la adquisición del lenguaje está marcado por un desarrollo mental extraordinario. Se ignora a veces su importancia, ya que no va acompañado de palabras que permitan seguir paso a paso el progreso de la inteligencia y de los sentimientos, como ocurrirá más tarde. No por ello es menos decisivo para toda la evolución psíquica ulterior: consiste nada menos que en una conquista, a través de las percepciones y los movimientos, de todo el universo práctico que rodea al niño pequeño. Ahora bien, esta "asimilación sensorio-motriz" del mundo exterior inmediato, sufre, en dieciocho meses o dos años, toda una revolución copernicana en pequeña escala: mientras que al comienzo de este desarrollo el recién nacido lo refiere todo a sí mismo, o, más concretamente, a su propio cuerpo, al final, es decir, cuando se inician el lenguaje y el pensamiento, se sitúa ya prácticamente como un elemento o un cuerpo entre los demás, en un universo que ha construido poco a poco y que ahora siente ya como algo exterior a él. Vamos a describir paso a paso las etapas de esta revolución copernicana, en su doble aspecto de inteligencia y de vida afectiva nacientes desde el primero de estos puntos de vista, pueden distinguirse, como ya hemos visto más arriba, tres estadios entre el nacimiento y el final de este período: el de los reflejos, el de la organización de las percepciones y hábitos y el de la inteligencia sensorio-motriz propiamente dicha. En el momento del nacimiento, la vida mental se reduce al ejercicio de aparatos reflejos, es decir, de coordinaciones sensoriales y motrices montadas de forma absolutamente hereditaria que corresponden a tendencias instintivas tales como la nutrición. Contentémonos con hacer notar, a ese respecto, que estos reflejos, en la medida en que interesan a conductas que habrán de desempeñar un papel en el desarrollo psíquico ulterior, no tienen nada de esa pasividad mecánica que cabría atribuirles, sino que manifiestan desde el principio una auténtica actividad, que prueba precisamente la existencia de una asimilación sensorio-motriz precoz. En primer lugar, los reflejos de succión se afinan con el ejercicio: un recién nacido mama mejor al cabo de una o dos semanas que al principio. Luego, conducen a discriminaciones o reconocimientos prácticos fáciles de descubrir. Finalmente y sobre todo, dan lugar a una especie de generalización de su actividad: el lactante no se contenta con chupar cuando mama, sino que chupa también en el vacío, se chupa los dedos cuando los encuentra, después, cualquier objeto que fortuitamente se le presente, y, finalmente, coordina el movimiento de los brazos con la succión hasta llevarse sistemáticamente, a - 7 - veces desde el segundo mes, el pulgar a la boca. En una palabra, asimila una parte de su universo a la succión, hasta el punto de que su comportamiento inicial podría expresarse diciendo que, para él, el mundo es esencialmente una realidad susceptible de ser chupado. Es cierto que, rápidamente, ese mismo universo habrá de convertirse en una realidad susceptible de ser mirada, escuchada y, cuando los propios movimientos lo permitan, sacudida. Pero estos diversos ejercicios reflejos, que son como el anuncio de la asimilación mental, habrán de complicarse muy pronto al integrarse en hábitos y percepciones organizadas, es decir, que constituyen el punto de partida de nuevas conductas, adquiridas con ayuda de la experiencia. La succión sistemática del pulgar pertenece ya a ese segundo estadio, al igual que los gestos de volver la cabeza en dirección a un ruido, o de seguir un objeto en movimiento, etc. Desde el punto de vista perceptivo, se observa, desde que el niño empieza a sonreír (quinta semana y más), que reconoce a ciertas personas por oposición a otras, etc. (pero no por esto debemos atribuirle la noción de persona o siquiera de objeto: lo que reconoce son apariciones sensibles y animadas, y ello no prueba todavía nada con respecto a su sustancialidad, ni con respecto a la disociación del yo y el universo exterior). Entre los tres y los seis meses (generalmente hacia los cuatro meses y medio), el lactante comienza a coger lo que ve, y esta capacidad de prensión, que más tarde será de manipulación, multiplica su poder de formar nuevos hábitos. Ahora bien, ¿cómo se construyen esos conjuntos motores (hábitos) nuevos, y esos conjuntos perceptivos (al principio las dos clases de sistemas están unidos: puede hacerse referencia a ellos hablando de ''esquemas sensorio-motores")? El punto de partida es siempre un ciclo reflejo, pero un ciclo cuyo ejercicio, en lugar de repetirse sin más, incorpora nuevos elementos y constituye con ellos totalidades organizadas más amplias, merced a diferenciaciones progresivas. Ya luego, basta que ciertos movimientos cualesquiera del lactante alcancen fortuitamente un resultado interesante - interesante por ser asimilable a un esquema anterior - para que el sujeto reproduzca inmediatamente esos nuevos movimientos: esta "reacción circular", como se la ha llamado, tiene un papel esencial en el desarrollo sensorio-motor y representa una forma más evolucionada de asimilación. Pero lleguemos al tercer estadio, que es mucho más importante aún para el ulterior desarrollo: el de la inteligencia práctica o sensorio-motriz propiamente dicha. La inteligencia, en efecto, aparece mucho antes que el lenguaje, es decir, mucho antes - 8 - que el pensamiento interior que supone el empleo de signos verbales (del lenguaje interiorizado). Pero se trata de una inteligencia exclusivamente práctica, que se aplica a la manipulación de los objetos y que no utiliza, en el lugar de las palabras y los conceptos, más que percepciones y movimientos organizados en "esquemas de acción". Coger un palo para atraer un objeto que está un poco alejado, por ejemplo, es un acto de inteligencia (incluso bastante tardío: hacia los dieciocho meses); puesto que un medio, que aquí es un verdadero instrumento, está coordinado con un objetivo propuesto de antemano, y ha sido preciso comprender previamente la relación del bastón con el objetivo para descubrir el medio. Un acto de inteligencia más precoz consistirá en atraer el objeto tirando de la manta o del soporte sobre el que descansa (hacia el final del primer año); y podrían citarse otros muchos ejemplos. Intentemos más bien averiguar cómo se construyen esos actos de inteligencia. Pueden invocarse dos clases de factores. Primeramente, las conductas anteriores que se multiplican y se diferencian cada vez más, hasta adquirir una flexibilidad suficiente para registrar los resultados de la experiencia. Así es como, en sus "reacciones circulares", el bebe no se contenta ya con reproducir simplemente los movimientos y los gestos que han producido un efecto interesante: los varía intencionalmente para estudiar los resultados de esas variaciones, y se dedica así a verdaderas exploraciones o "experiencias para ver". Todo el mundo ha podido observar, por ejemplo, el comportamiento de los niños de doce meses aproximadamente que consiste en tirar al suelo los objetos, en una dirección, ahora en otra, para analizar las caídas y las trayectorias. Por otra parte, los "esquemas" de acción, construidos ya al nivel del estadio precedente y multiplicados gracias a nuevas conductas experimentales, se hacen susceptibles de coordinarse entre sí, por asimilación recíproca, a la manera de lo que habrán de ser más tarde las nociones o conceptos del pensamiento propiamente dicho. En efecto, una acción apta para ser repetida y generalizada a nuevas situaciones es comparable a una especie de concepto sensorio-motor: y así es cómo, en presencia de un objeto nuevo para él, veremos al bebé incorporarlo sucesivamente a cada uno de sus "esquemas" de acción (sacudirlo, frotarlo, mecerlo, etc.) como si se tratase de comprenderlo por el uso (es sabido que hacia los cinco y los seis años los niños definen todavía los conceptos empezando por las palabras "es para": una mesa "es para escribir encima", etc.). Existe, pues, una asimilación sensoriomotriz comparable a lo que será más tarde la asimilación de lo real a través de las nociones y el pensamiento. Es, por tanto, natural que esos diversos esquemas de acción se asimilen - 9 - entre sí, es decir, se coordinen de tal forma que unos asignen un objetivo a la acción total, mientras que otros le sirven de medios, y con esta coordinación, comparable a las del estadio anterior, pero más móvil y flexible, se inicia la etapa de la inteligencia práctica propiamente dicha. Ahora bien, el resultado de ese desarrollo intelectual es efectivamente, como anunciábamos más arriba, transformar la representación de las cosas, hasta el punto de hacer dar un giro completo o de invertir la posición inicial del sujeto con respecto a ellas. En el punto de partida de la evolución mental no existe seguramente ninguna diferenciación entre el yo y el mundo exterior, o sea, que las impresiones vividas y percibidas no están ligadas ni a una conciencia personal sentida como un "yo", ni a unos objetos concebidos como exteriores: se dan sencillamente en un bloque indisociado, o como desplegadas en un mismo plano, que no es ni interno, ni externo, sino que está a mitad de camino entre estos dos polos, que sólo poco a poco irán oponiéndose entre sí. Pero, a causa precisamente de esa indisociación primitiva, todo lo que es percibido está centrado en la propia actividad: el yo se halla al principio en el centro de la realidad, precisamente porque no tiene conciencia de sí mismo, y el mundo exterior se objetivará en la medida en que el yo se construya en tanto que actividad subjetiva o interior. Dicho de otra forma, la conciencia empieza con un egocentrismo inconsciente e integral, mientras que los progresos de la inteligencia sensorio-motriz desembocan en la construcción de un universo objetivo, dentro del cual el propio cuerpo aparece como un elemento entre otros, y a este universo se opone la vida interior, localizada en ese cuerpo propio. Cuatro procesos fundamentales caracterizan esta revolución intelectual que se realiza durante los dos primeros años de la existencia: se trata de las construcciones de las categorías del objeto y del espacio, de la causalidad y del tiempo, todas ellas, naturalmente, como categorías prácticas o de acción pura, y no todavía como nociones del pensamiento. El esquema práctico del objeto es la permanencia sustancial atribuida a los cuadros sensoriales y, por consiguiente, de hecho, la creencia según la cual una figura percibida corresponde a "algo" que seguirá existiendo aun cuando uno deje de percibirlo. Ahora bien, es fácil demostrar que durante los primeros meses, el lactante no percibe objetos propiamente dichos. Reconoce ciertos cuadros sensoriales familiares, eso si, pero el hecho de reconocerlo cuando están presentes no equivale en absoluto a situarlos en algún lugar cuando se hallan fuera del campo perceptivo. - 10 -

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