Razones prácticas Sobre la teoría de la acción Pierre Bourdieu Traducido por Thomas Kauf Editorial Anagrama, Barcelona, 1997 Título original: Raisons pratiques. Sur la théorie de l’action Éditions du Seuil, París, 1994 La paginación se corresponde con la edición impresa. Se han eliminado las páginas en blanco PREFACIO Tal vez la situación en la que me metí tratando de demos- trar, ante públicos extranjeros, la validez universal de modelos elaborados a propósito del caso particular de Francia, me haya permitido ir, en estas conferencias, a lo que creo que consti- tuye lo esencial de mi labor —y que, sin duda por mi culpa, suele pasárseles por alto a los lectores y a los comentaristas, incluso a los mejor intencionados—, es decir a lo más elemen- tal y fundamental. Para empezar, una filosofía de la ciencia que cabe llamar relacional, en tanto que otorga la primacía a las relaciones: aunque, en opinión de autores tan diferentes como Cassirer o Bachelard, esta filosofía sea la de toda la ciencia moderna, sólo se aplica en contadas ocasiones a las ciencias sociales, sin duda porque se opone, muy directamente, a las rutinas del pensamiento habitual (o semicientífico) del mundo social, que se ocupa más de «realidades» sustanciales, individuos, grupos, etc., que de relaciones objetivas que no se pueden mostrar ni tocar con la mano y que hay que conquistar, elaborar y validar a través de la labor científica. A continuación, una filosofía de la acción, designada a veces como disposicional, que toma en consideración las po- tencialidades inscritas en el cuerpo de los agentes y en la es- tructura de las situaciones en las que éstos actúan o, con mayor exactitud, en su relación. Esta filosofía, que se con- densa en un reducido número de conceptos fundamentales, 7 habitus, campo, capital, y cuya piedra angular es la relación de doble sentido entre las estructuras objetivas (las de los campos sociales) y las estructuras incorporadas (las de los ha- bitus), se opone radicalmente a los presupuestos antropológi- . cos inscritos en el lenguaje en el que los agentes sociales, y muy especialmente los intelectuales, por lo general suelen confiar para rendir cuenta de la práctica (particularmente cuando, en nombre de un racionalismo estrecho, consideran como irracional toda acción o representación que no esté engendrada por las razones explícitamente planteadas de un individuo autónomo, plenamente consciente de sus motiva- ciones). Y en la misma medida se opone a las tesis más ex- tremas de un estructuralismo concreto, negándose a reducir los agentes, a los que considera eminentemente como activos y actuantes (sin por ello convertirlos en sujetos), a meros epifenómenos de la estructura (cosa que la expone a parecer igualmente deficiente a los partidarios de ambas posturas). Esta filosofía de la acción se afirma desde el principio rom- piendo con un buen número de nociones patentadas que fueron introducidas sin examen previo en el discurso cien- tífico («sujeto», «motivación», «protagonista», «rol», etc.) y con toda una serie de oposiciones socialmente muy podero- sas, individuo/sociedad, individual/colectivo, consciente/in- consciente, interesado/desinteresado, objetivo/subjetivo, etc., que parecen constitutivas de toda mente normalmente cons- tituida. Soy consciente de mis escasas posibilidades de lograr transmitir realmente, sólo mediante el discurso, los princi- pios de esta filosofía y las disposiciones prácticas, el «oficio», en el que se encarnan. Peor aún, sé que designándolas con el nombre de filosofía, haciendo con ello una concesión al uso corriente, me expongo a verlas transformadas en proposicio- nes teóricas, sometidas a discusiones teóricas, muy adecuadas para erigir nuevos obstáculos para la transmisión de las for- mas constantes y controladas de actuar y de pensar que son constitutivas de un método. Pero tengo la esperanza de que por lo menos podré contribuir a clarificar los persistentes 8 malentendidos respecto a mi labor, en particular aquellos que se mantienen, a veces deliberadamente, gracias a la repe- tición incesante de las mismas objeciones carentes de objeto, a las mismas reducciones involuntarias o voluntarias al ab- surdo:1 pienso por ejemplo en las acusaciones de «holismo» o de «utilitarismo» y en tantas otras categorizaciones categóri- cas engendradas por el pensamiento clasificatorio de los lec- tores o por la impaciencia reductora de los auctores aspi- rantes. Me parece que la resistencia que tantos intelectuales opo- nen al análisis sociológico, siempre sospechoso de reduccio- nista tosquedad, y especialmente aborrecible cuando se aplica directamente a su propio universo, se basa en una especie de prurito (espiritualista) mal entendido que les impide aceptar la representación realista de la acción humana que es la con- dición primera de un conocimiento científico del mundo so- cial o, con mayor exactitud, en una idea absolutamente im- procedente de su dignidad de «sujetos», que les hace conside- rar el análisis científico de las prácticas como un atentado contra su «libertad» o su «desinterés». Es indudable que el análisis sociológico apenas deja mar- gen para las concesiones al narcicismo y que lleva a caber una ruptura radical con la imagen profundamente complaciente de la existencia humana que preconizan aquellos que a toda costa quieren creerse los «seres más irremplazables». Y resulta igual de indudable que constituye uno de los instrumentos más poderosos de conocimiento de uno mismo como ser so- cial, es decir como ser singular. Aunque ponga en tela de jui- cio las libertades ilusorias que se otorgan a sí mismos aquellos que consideran esta forma de conocimiento del propio ser como «un descenso a los infiernos» y que periódicamente aplauden la última vicisitud del momento de la «sociología de la libertad» —que algún autor ya defendía con este mismo 1. La referencia a estas críticas constituye, junto con la necesidad de recor- dar los mismos principios en ocasiones y ante públicos diferentes, una de las cau- sas de las repeticiones que el lector encontrará en este libro y que he preferido conservar en aras de la claridad. 9 nombre hace casi treinta años—, ofrece algunos de los medios más eficaces de acceder a la libertad que el conocimiento de los determinismos sociales permite conquistar contra los de- terminismos. 10 1. ESPACIO SOCIAL Y ESPACIO SIMBÓLICO1 Creo que si yo fuera japonés no me gustaría nada lo que los que no son japoneses escriben sobre Japón. Y cuando em- pezaba a interesarme por la sociedad francesa, hace más de veinte años, reconocí la irritación que me provocaban los tra- bajos norteamericanos de etnología de Francia en la crítica que dos sociólogos japoneses, Hiroshi Minami y Tetsuro Watsuji habían formulado respecto al famoso libro de Ruth Benedict El crisantemo y la espada. No hablaré pues de «sensibilidad ja- ponesa», ni de «misterio» o de «milagro» japonés. Hablaré de un país que conozco bien no por haber nacido en él, ni por hablar su idioma, sino porque lo he estudiado mucho, Francia. ¿Significa eso que voy a encerrarme en la particularidad de una sociedad singular y que no voy a hablar para nada de Ja- pón? No lo creo. Pienso por el contrario que presentando el modelo del espacio social y del espacio simbólico que he ela- borado a propósito del caso particular de Francia, no dejaré de hablar de Japón (como, si hablara en otra parte, hablaría de Estados Unidos o de Alemania). Y para que entiendan com- pletamente este discurso que les concierne y que, si hablo del homo academicus francés, incluso podrá parecerles desbor- dante de alusiones personales, quisiera incitarles y ayudarles a ir más allá de la lectura particularizante que, además de poder constituir un excelente sistema de defensa contra el análisis, 1. Conferencia pronunciada en la universidad de Todai en octubre de 1989. 11 es el equivalente exacto, visto desde la perspectiva de la re- cepción, de la curiosidad por los particularismos exóticos que tantos trabajos sobre Japón ha inspirado. Mi obra, y en especial La distinción, está particularmente expuesta a una lectura de este tipo. El modelo teórico presen- tado en ella no viene adornado con todos los signos con los que se suele reconocer la «gran teoría», empezando por la falta de cualquier referencia a una realidad empírica determinada. En ningún momento se examina en sí mismas y para sí mis- mas las nociones de espacio social, de espacio simbólico o de clase social; se utilizan y se ponen a prueba en una labor de investigación inseparablemente teórica y empírica que, a pro- pósito de un objeto bien situado en el espacio y en el tiempo, la sociedad francesa de la década de los setenta, moviliza una pluralidad de métodos de observación y de medida, cuantitati- vos y cualitativos, estadísticos y etnográficos, macrosociológi- cos y microsociológicos (otras tantas oposiciones carentes de sentido); la relación de esta investigación no se presenta en el lenguaje al que muchos sociólogos, sobre todo norteamerica- nos, nos tienen acostumbrados y cuya apariencia de universa- lidad sólo se debe a la indeterminación de un léxico impreciso y mal deslindado del uso corriente —tomaré un único ejemplo, la noción de profesión—. Gracias a un montaje discursivo que permite yuxtaponer cuadros estadísticos, fotografías, fragmen- tos de entrevistas, facsímiles de documentos y la lengua abs- tracta del análisis, este tipo de relación hace que coexistan lo más abstracto y lo más concreto, una fotografía del presidente de la República de la época jugando al tenis o la entrevista de una panadera con el análisis más formal del poder generador y unificador del habitus. Todo mi propósito científico parte en efecto de la convic- ción de que sólo se puede captar la lógica más profunda del mundo social a condición de sumergirse en la particularidad de una realidad empírica, históricamente situada y fechada, pero para elaborarla como «caso particular de lo posible», en palabras de Gaston Bachelard, es decir como caso de figura en un universo finito de configuraciones posibles. Lo que concre- 12 tamente significa que un análisis del espacio social de las mis- mas características que el que propongo basándome en el caso de la Francia de la década de los setenta es como historia com- parada aplicada al presente o como antropología comparativa referida a un área cultural particular, fijándose como objetivo captar lo invariante, la estructura, en la variante examinada. Estoy convencido de que, aunque presente todos los ras- gos del etnocentrismo, el procedimiento que consiste en apli- car a otro mundo social un modelo elaborado siguiendo esta lógica resulta sin duda más respetuoso con las realidades his- tóricas (y con las personas) y sobre todo más fecundo científi- camente que el interés por las particularidades aparentes del aficionado al exotismo más volcado prioritariamente en las di- ferencias pintorescas (pienso por ejemplo en lo que se dice y se escribe, en el caso de Japón, sobre la «cultura del placer»). El investigador, a la vez más modesto y más ambicioso que el aficionado a las curiosidades, trata de aprehender unas estruc- turas y unos mecanismos que, aunque por razones diferentes, escapan por igual a la mirada indígena y a la mirada forastera, como los principios de construcción del espacio social o los mecanismos de reproducción de este espacio, y que se pro- pone representar en un modelo que aspira a una validez uni- versal. Y de este modo puede señalar las diferencias reales que separan tanto las estructuras como las disposiciones (los habi- tus) y cuyo principio no hay que indagar en las singularidades de las naturalezas —o de las «almas»—, sino en las particulari- dades de historias colectivas diferentes. LO REAL ES RELACIONAL En esta perspectiva voy a exponer el modelo que elaboré en La distinción, tratando primero de poner en guardia contra una lectura «sustancialista» de unos análisis que pretenden ser estructurales o, mejor dicho, relacionales (me refiero aquí, sin poder recordarla en sus pormenores, a la oposición que hace Ernst Cassirer entre «conceptos sustanciales» y «conceptos 13 funcionales o relacionales»). Para que se me comprenda, diré que la lectura «sustancialista» e ingenuamente realista consi- dera cada una de las prácticas (por ejemplo la práctica del golf) o de los consumos (por ejemplo la cocina china) en sí y para sí, independientemente del universo de las prácticas sus- tituibles y que concibe la correspondencia entre las posiciones sociales (o las clases pensadas como conjuntos sustanciales) y las aficiones o las prácticas como una relación mecánica y di- recta: en esta lógica, cabría considerar una refutación del mo- delo propuesto en el hecho de que, tomando un ejemplo sin duda algo manido, los intelectuales japoneses o americanos aparentan que les gusta la cocina francesa mientras que a los intelectuales franceses les suele gustar acudir a los restaurantes chinos o japoneses, o que los comercios elegantes de Tokio o de la Quinta Avenida a menudo tienen nombres franceses mientras que los comercios elegantes del Faubourg Saint–Ho- noré ostentan nombres ingleses, como hair dresser. Otro ejem- plo, todavía más llamativo, creo: todos ustedes saben que, en el caso de Japón, las mujeres menos instruidas de los muni- cipios rurales son las que tienen el índice de participación más alto en las consultas electorales, mientras que en Fran- cia, como puse de manifiesto mediante un análisis de las no respuestas en los cuestionarios de opinión, el índice de no res- puestas —y de indiferencia política— es particularmente alto entre las mujeres, entre los menos instruidos y entre los más necesitados económica y socialmente. Nos encontramos ante un caso de diferencia falsa que oculta una diferencia verda- dera: el «apoliticismo» vinculado a la desposesión de los ins- trumentos de producción de las opiniones políticas, que se ex- presa en un caso a través de un mero absentismo y se traduce en el otro por una especie de participación apolítica. Y hay que preguntarse qué condiciones históricas (habría que refe- rirse en este caso a toda la historia política de Japón) son las que hacen que sean los partidos conservadores los que, en Ja- pón, han podido, a través de unas formas muy particulares de clientelismo, sacar provecho de la propensión a la delegación incondicional, que propicia la convicción de no poseer la 14
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