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Raíces Alex Haley PDF

285 Pages·2008·1.75 MB·Spanish
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Raíces Alex Haley Raíces Alex Haley 2 Raíces Alex Haley Traducción ROLANDO COSTA PICAZO EMECE EDITORES Título original inglés ROOTS Copyright (c) 1976 by Alex Haley by arrangement with Paul R. Reynolds, Inc. New York Diseño de tapa JORGE ANÍBAL ACUÑA IMPRESO EN ARGENTINA – PRINTED IN ARGENTINA Queda hecho el depósito que previene la ley número 11.723 (c) EMECÉ EDITORES, S. A. – Buenos Aires, 1978 BUENOS AIRES, ABRIL DE 1978 2a IMPRESIÓN EN OFFSET: 20.OOO, EJEMPLARES Editor: EMECÉ EDITORES, S. A. – ALSINA 2062, Bs. As. Impresor: COMPAÑÍA IMPRESORA ARGENTINA, S. A. – ALSINA 2049, Bs, As. Distribuidor: EMECÉ DISTRIBUIDORA S.A.C.I.F, y M. ALSINA 2062, Bs, As. 46.028 3 Raíces Alex Haley DDEEDDIICCAATTOORRIIAA No fue parte de un plan dedicar doce años a investigar documentos para escribir Raíces. Es una casualidad que se publique en el año del Bicentenario de los Estados Unidos. Por eso dedico este libro como regalo de cumpleaños, a mi país, en el cual se desarrolló la mayor parte de Raices. RREECCOONNOOCCIIMMIIEENNTTOOSS Tengo una deuda tan profunda de gratitud con tantas personas que me ayudaron a escribir Raíces, que para enumerarlas a todas se necesitarían muchas páginas. Las siguientes personas son preeminentes: George Sims, mi amigo de toda la vida, desde nuestra infancia en Henning, estado de Tennessee. es un gran investigador que viajó conmigo muchas veces, compartiendo aventuras físicas y emocionales. Su metódico rastrillaje de cientos de volúmenes y otras clases de documentos, especialmente en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos y en los Archivos Nacionales, me proporcionó gran parte de los materiales históricos y culturales que he utilizado para la vida de mis personajes. Murray Fisher, mi editor durante años en "Playboy", me brindo su experiencia clínica, ayudándome a estructurar este libro entre un laberinto aparentemente intransitable de material de documentación. Primero establecimos la división en capítulos y luego desarrollamos la línea argumental, que luego él revisó. Por último, en la etapa apremiante, cuando había que dar una forma definitiva al libro, él llegó a bosquejar algunas escenas, y fue su brillante pluma la que corrigió y comprimió la gran extensión del libro. La sección africana de este libro, existe en su forma detallada sólo porque en un momento crucial la señora de Dewitt Wallace y los editores del "Reader's Digest" supieron compartir y apoyar mi anhelo ferviente de explorar la posibilidad de documentar en su origen africano la atesorada historia de mi familia. Este libro tampoco existiría en su forma definitiva, sin la ayuda de docenas de abnegados bibliotecarios y archivistas de cincuenta y siete depósitos de informaciones en tres continentes. Descubrí que un bibliotecario o archivista se contagia del fervor de investigación de uno, y llega a transformarse en un detective que ayuda en la búsqueda. Tengo una gran deuda con Paul R. Reynolds, decano de agentes literarios –y el honor de ser uno de sus clientes– y con Lisa Drew y Ken McCormick, editores principales de Doubleday. Todos ellos han compartido y socorrido pacientemente mis frustraciones en todos estos años que me llevó Raíces. Finalmente, reconozco mí inmensa deuda a los griots de África. Hoy se dice, con exactitud, que cuando muere un gríot es como si se quemara una biblioteca. Los griots simbolizan el hecho de que la herencia humana se remonta a un lugar, y a un tiempo, en que no existía la escritura. Por eso, los recuerdos de los ancianos constituyeron el único vehículo para la trasmisión de las primeras historias de la humanidad... para que todos nosotros sepamos quiénes somos. 4 Raíces Alex Haley CCAAPPIITTUULLOO 11 A comienzos de la primavera de 1750, en la aldea de Juffure, a cuatro días, río arriba, de la costa de Gambia, África Occidental, nació un varón, hijo de Omoro y Binta Kinte. Hizo fuerza para salir del cuerpo joven y vigoroso de Binta. Era negro como ella, y por su cuerpo resbaladizo le chorreaba la sangre de su madre. Lloraba con todas sus ganas. Las dos arrugadas parteras, la vieja Nyo Boto y Yaisa, abuela de la criatura, se echaron a reír de alegría al ver que era un varón. Según sus antepasados, el primogénito varón presagiaba la bendición especial de Alá, no sólo para sus padres sino también para la familia de los padres. Además, se sabía con orgullo que el nombre Kinte sería perpetuado y distinguido. Era la hora anterior al primer canto de los gallos, y junto con la charla de Nyo Boto y de Yaisa, el primer sonido que escuchó el niño fue el débil y rítmico bomp bomp bomp que hacían los morteros de madera en los que Ias otras mujeres de la aldea machacaban el cereal para preparar el desayuno tradicional de kouskous, con carne y verduras, que cocinaban en calderos de barro sobre un fuego hecho entre tres piedras. El tenue humo azul, acre y agradable, ondeaba sobre la pequeña aldea polvorienta de chozas redondas de barro mientras Kajali Demba, el alimano de la aldea, empezaba a llamar a los hombres para la primera de las cinco plegarias diarias que se ofrecían a Alá desde tiempo inmemorial. Los hombres saltaron de sus camas de caña de bambú y cueros curtidos, se pusieron sus túnicas de algodón basto, y se alinearon rápidamente en el lugar dedicado a las plegarias, donde el alimano dirigía la oración: –Allahú Akbar! Ashadu an lailahai–lala!–, (Dios es grande. Atestiguo que hay un solo Dios). Fue después de la plegaria, cuando los hombres regresaban a sus chozas para desayunar, que Omoro corrió, excitado y sonriente, para darles la noticia del nacimiento de su primogénito. Todos los hombres, al felicitarlo, repitieron las profecías de buena fortuna. De regreso en la choza, los hombres recibieron una calabaza llena de cereal cocinado de manos de sus esposas. Luego las mujeres regresaron a la cocina, en la parte posterior de la choza, para alimentar a sus hijos, y por último desayunaron ellas. Al terminar de comer, los hombres recogieron las pequeñas azadas, de mango curvo, cuyas hojas de madera habían sido envainadas de metal por el herrero de la aldea, y partieron a su trabajo, que consistía en preparar la tierra para sembrar maní, kouskous y algodón, cultivos primarios de los hombres (el arroz era el de las mujeres) en ese cálido y exuberante terreno de sabanas en Gambia. Según la costumbre ancestral, durante los siete días siguientes, Omoro debía dedicarse seriamente a una sola tarea: la selección de un nombre para su hijo. Tendría que ser un nombre rico en historia y en promesas, pues la gente de su tribu –los mandingas– creía que un niño llegaría a tener siete de las características de la persona o cosa cuyo nombre tomaba. Durante esta semana de meditación, en nombre suyo y de Binta, Omoro visitó todos los hogares de Juffure para invitar a las familias a la ceremonia en que se le pondría el nombre a su hijo y que tradicionalmente debía tener lugar en su octavo día de vida. Ese día, igual que su padre y su abuelo, el nuevo hijo se convertiría en miembro de la tribu. Cuando llegó el octavo día, los habitantes de la aldea se reunieron a la mañana temprano frente a la choza de Omoro y Binta. Las mujeres de ambas familias, llevaban sobre la cabeza, recipientes hechos de calabazas ahuecadas llenos de leche agria y tortas dulces de arroz machacado y miel. Karamo Silla, el jaliba de la aldea, estaba presente con sus tambores tan–tang. También estaban presentes el alimano, y Brima Cesay, el arafang, que algún día sería el maestro del niño, y los dos hermanos de Omoro, Janneh y Saloum, que habían venido desde lejos para presenciar la ceremonia, al enterarse del nacimiento de su sobrino por los mensajes trasmitidos por tambor. Binta sostenía orgullosamente en sus brazos al infante mientras le afeitaban un poco del pelo nuevo. Todas las mujeres exclamaron al ver qué bien formado era el bebé, pero pronto se callaron al oír que el jaliba empezaba a tocar los tambores. El alimano rezó una oración bendiciendo las calabazas llenas de leche agria y tortas munko, y mientras rezaba, los invitados tocaban el borde de la calabaza con la mano derecha en señal de respeto por la comida. Luego el alimano se volvió para orar por el infante, rogándole a Alá" que le concediera larga vida, éxito para su familia, su tribu y su aldea, a quienes les debía traer buen nombre, orgullo y muchos hijos, y finalmeme fortaleza y espíritu para merecer honor y honrar el nombre que estaba a punto de recibir. Omoro caminó luego frente a la gente reunida de la aldea. Colocándose junto a su mujer levantó el niño y, mientras todos observaban, susurró tres veces el nombre que había elegido para su hijo en el oído 5 Raíces Alex Haley de éste. Era la primera vez que se pronunciaba el nombre del niño, porque la gente de Omoro creía que el primero en enterarse de su nombre debía ser el destinatario del mismo. El tambor tan–tang volvió a oírse, y esta vez Omoro susurró el nombre en el oído de Binta, que sonrió con orgullo y con placer. Luego Omoro le susurró el nombre al arafang, que estaba parado frente a los habitantes de la aldea. – ¡El primer hijo de Omoro y Binta Kinte se llama Kunta! –gritó Brima Cesay. Como todos sabían, era el nombre del medio del difunto abuelo del niño, Kairaba Kunta Kinte, que había llegado a Gambia desde su Mauritania natal. Había salvado a la gente de Juffure de morirse de hambre, se había casado con la abuela Yaisa, y posteriormente servido honorablemente a Juffure, hasta su muerte, como hombre sagrado de la aldea. Uno por uno, el arafang recitó los nombres de los antepasados mauritanos del viejo Kairaba Kinte. Los nombres, que eran muchos, y grandes, se remontaban a más de doscientas lluvias. Luego el jaliba hizo sonar su tan–tang y toda la gente manifestó su admiracion y respeto por linaje tan distinguido. Esa octava noche, bajo la luna y las estrellas, solo con su lujo, Omoro completó el ritual del nombramiento. Llevando al pequeño Kunta entre sus fuertes brazos, caminó hasta el borde de la aldea, levantó al bebé con la cara vuelta hacia el cielo y dijo en voz baja: –Fend kiling dorong leh warrata ka iteh tee. (Observa lo único que es más grande que tú). CCAAPPIITTUULLOO 22 Era la estación de la siembra, y pronto llegarían las lluvias. En todo el terreno arable los hombres de Juffure habían apilado montones de hierba seca a los que luego les prendieron fuego para que la brisa, al desparramar las cenizas, enriqueciera el suelo. En los arrozales las mujeres ya habían empezado a plantar los verdes tallos en el barro. Mientras Binta se recuperaba del parto, la abuela Yaisa se había encargado de cuidarle la porción del arrozal que le correspondía, pero ahora Binta ya estaba lista para recomenzar las tareas. Llevando a Kunta en un arnés de algodón sobre la espalda, Binta fue caminando con las otras mujeres hasta las piraguas que estaban en las márgenes del bolong, el riacho de la aldea, uno de los muchos canales tributarios del río Gambia, conocido como Kamby Bolongo. Algunas de las mujeres, entre ellas su amiga Jankay Touray, llevaban también a sus recién nacidos y balanceaban bultos sobre la cabeza. Cada piragua llevaba a cinco o seis mujeres que empuñaban con fuerza los remos cortos y anchos. Empezaron ahora a deslizarse por el bolong. Cada vez que Binta se inclinaba para hundir el remo, sentía la mullida tibieza de Kunta en la espalda. El aire olía a la fragancia fuerte y almizclera de los mangles que se confundía con los perfumes de las otras plantas y árboles que crecían en profusión a ambos lados del bolong. Numerosas familias de mandriles se despertaron de su sueño, alarmadas por las canoas, y empezaron a bramar, saltando de aquí para allá mientras sacudían las frondas de palmeras. Los cerdos salvajes gruñían y resoplaban, corriendo a esconderse entre las hierbas y los arbustos. Miles de pelícanos, cigüeñas, airones, garzas, espátulas y otras aves zancudas que cubrían las márgenes fangosas, interrumpieron el desayuno para observar nerviosamente el paso de las piraguas. Algunas de las aves más pequeñas –palomas torcazas, rascones, alciones– levantaron vuelo, trazando círculos mientras proferían gritos agudos hasta que terminaron de pasar los intrusos. A medida que las piraguas avanzaban como flechas por el agua, cardúmenes de peces pequeños saltaban, todos a la vez, ejecutaban una danza de plata, y volvían a hundirse con un salpicón. Persiguiendo a las mojarritas con tanta voracidad que a veces saltaban adentro de las canoas, iban peces grandes y feroces que las mujeres mataban con los remos y guardaban para una suculenta cena. Pero esa mañana las mojarritas nadaban alrededor de las piraguas sin que nada las perturbara. El serpenteante bolong llevó a las mujeres, después de un codo, a un afluente más ancho, y al ser avistadas, el aletear de miles de pájaros marinos llenó el cielo con todos los colores del arcoiris. Mientras las mujeres seguían remando, la superficie del agua, oscurecida por las aves que trazaban surcos sobre ellas con las batientes alas. se llenó de plumas. Mientras se aproximaban a los golfos pantanosos en los que generaciones de mujeres de Juffure habían cultivado cosechas de arroz, las canoas atravesaron nubes de mosquitos y luego una tras otra entraron con cuidado en zonas señaladas por plantas enmarañadas. Las plantas limitaban e identificaban la parcela que correspondía a cada mujer. En ellas ya se veían los brotes verde esmeralda de arroz que se levantaban hasta un palmo de altura por encima de la superficie del agua. 6 Raíces Alex Haley Como el tamaño de cada parcela era decidido anualmente por el Consejo de Ancianos de Juffure, de acuerdo con la cantidad de bocas que cada mujer tenía que alimentar, la parcela de Binta era aún pequeña. Bajó con mucho cuidado de la canoa con su bebé, balanceándose, y después de dar unos pasos se detuvo, mirando con sorpresa y deleite una diminuta choza de bambú, con techo de paja tejida, que se levantaba del agua sobre soportes. Mientras ella tenía los dolores del parto, Omoro había ido a su parcela y la había construido como refugio para su hijo. Como era típico de los hombres, no le había dicho nada a ella. Binta dio de mamar al niño, lo acomodó en el refugio, se cambió de ropa, poniéndose la de trabajo, que había llevado en el atado sobre la cabeza y se metió en el agua para empezar a trabajar. Inclinándose sobre el agua, casi doblada en dos, empezo a arrancar las malezas que de lo contrario secarian el arroz. Cada vez que Kunta lloraba, Binta se dirigía a él, chorreando agua. y volvia a amamantarlo a la sombra de la choza. El pequeño Kunta gozaba día a día de la ternura de su madre. De regreso en la choza, todas las noches, después de cocinar y darle de comer a Omoro, Binta suavizaba la piel del bebé untándola de la cabeza a los pies con manteca de shea, y luego, con mucha frecuencia, solía llevarlo orgullosamente a través de la aldea hasta la choza de la abuela Yaisa, que mimaba y besaba al niño. Ambas hacían gritar de irritación al pequeño Kunta con las repetidas presiones que ejercían sobre su cabecita, la nariz, orejas y labios, para que tomaran la forma correcta. Algunas veces Omoro le quitaba el bebé a las mujeres y llevaba al fardito de ropa a su propia choza (los maridos residían aparte de sus esposas) donde permitía que el niño explorara con la vista y con los dedos los atractivos objetos colocados en la cabecera de la cama de Omoro, y que tenían por fin alejar a los malos espíritus. Todas las cosas coloridas intrigaban al pequeño Kunta, especialmente la bolsa de cazador de su padre, hecha de plumas, ahora casi enteramente cubierta por caparazones de moluscos, que representaban los animales que Omoro había llevado personalmente para que se alimentaran los habitantes de la aldea. A Kunta también le encantaba el arco largo y combado, y el carcaj con flechas que colgaba cerca. Omoro sonreía cada vez que la diminuta manita se extendía para acariciar la lanza oscura y delgada cuyo mango estaba lustroso de tanto uso. Dejaba que Kunta tocara todo excepto la estera de plegarias, que era sagrada para su dueño. Cuando estaban solos en la choza, Omoro le hablaba a Kunta de las acciones valerosas que llevaría a cabo cuando creciera. Por último devolvía a su hijo a la choza de Binta para que le diera de comer. Kunta se sentía feliz casi todo el tiempo, estuviera donde estuviese, y siempre se quedaba dormido cuando Binta lo mecía sobre la falda o lo acostaba sobre la cama de ella y le cantaba una canción de cuna, como: Hijo mío, sonriente, Que llevas el nombre de un noble antepasado. Gran cazador o guerrero Serás algún día, Lo que llenará de orgullo a tu papá. Pero yo siempre te recordaré así. Aunque Binta amaba mucho a su bebé y a su esposo, sentía una gran ansiedad porque, según una costumbre muy antigua, los maridos musulmanes, a menudo elegían otra mujer y se casaban con ella mientras la primera mujer amamantaba a su hijo. Hasta ese momento Omoro no se había vuelto a casar, y como Binta no quería que sintiera la tentación de hacerlo, no veía las horas de que Kunta empezara a caminar, porque en ese momento dejaría de amamantarlo. Así que Binta se apresuró a ayudarlo cuando Kunta, a las trece lunas, empezó a dar los primeros pasos vacilantes. Al poco tiempo empezó a hacer pininos sin que lo ayudara nadie. Binta se sintió aliviada, y Omoro orgulloso, cuando Kunta, al llorar por la comida, recibió, en lugar del pecho, un buen chirlo y una calabaza llena de leche de vaca. CCAAPPIITTUULLOO 33 Habían pasado tres lluvias, y estaban en la estación de carestía, cuando la provisión de cereales provenientes de la última cosecha estaba a punto de acabarse. Los hombres habían salido a cazar, pero habían regresado con unos pocos antílopes pequeños, gacelas y aves, porque en esa estación de sol abrasador, el agua de los pozos de la sabana se había secado y los animales más grandes se habían desplazado al bosque espeso, justo en el momento en que los habitantes de Juffure necesitaban todas sus fuerzas para sembrar para la próxima cosecha. Ya las mujeres estaban haciendo estirar las comidas 7 Raíces Alex Haley principales, a base de kouskous y arroz, reemplazándolos con las desabridas semillas de caña de bambú y las desagradables hojas secas de baobab. Los días de hambre habían empezado tan pronto, que cinco chivos y dos novillos –más que la última vez– fueron sacrificados para reforzar las plegarias a Alá para que librara a la aldea del hambre. Por fin los cielos calurosos se nublaron, las suaves brisas se convirtieron en fuertes vientos y, tan abruptamente como siempre, empezaron las finas lluvias. Caían, calidas y apacibles, mientras los agricultores azadonaban la tierra blanda formando surcos largos y rectos, abiertos para las semillas. Sabían que había que apurarse a plantar antes de que llegaran las fuertes lluvias. Todas esas mañanas, después del desayuno, en lugar de dirigirse en las piraguas a los arrozales, las esposas de los agricultores se ponían los trajes tradicionales de fertilidad, hechos de grandes hojas frescas que simbolizaban el verdor del crecimiento, y acompañaban a los hombres a la siembra. Se escuchaban sus voces que subían y bajaban aun antes de que aparecieran, pues entonaban oraciones ancestrales, para que las semillas de kouskous y de maní que llevaban en las calabazas que balanceaban sobre la cabeza, prendieran y crecieran. Moviendo los pies descalzos al compás, las mujeres caminaban en fila y cantaban tres veces en cada campo. Después se separaban, y cada mujer se colocaba detrás de un agricultor. Cuando él hacía un agujero en la tierra con el dedo gordo del pie, ella echaba una semilla en el agujero, lo cubría con la ayuda de su dedo gordo, y seguía adelante. Las mujeres trabajaban más duro que los hombres, porque no sólo tenían que ayudar a sus maridos sino también ocuparse de sus arrozales y las huertas de verduras que cultivaban cerca de la cocina. Mientras Binta plantaba cebollas, batatas, calabazas, mandiocas y tomates amargos, el pequeño Kunta pasaba el día retozando bajo la mirada vigilante de varias viejas abuelas que cuidaban a todos los niños de Juffure pertenecientes al primer kafo, es decir, todos los menores de cinco años. Niños y niñas jugaban y corrían desnudos como animalitos; algunos empezaban a decir sus primeras palabras. Todos, como Kunta, crecían con rapidez, reían y chillaban persiguiéndose alrededor del tronco gigantesco del baobab de la aldea, jugando a las escondidas y espantando a perros y pollos, que se convertían en bultos de pelos y plumas. Pero todos los niños –inclusive los más pequeños, como Kunta– corrían rápidamente y se quedaban quietos cuando alguna de las abuelas les prometía contarles un cuento. Aunque Kunta aún no entendía muchas palabras, observaba con los ojos bien abiertos mientras las viejas ayudaban los cuentos con gestos y ruidos, haciéndolos parecer más reales. Aunque pequeño, Kunta ya estaba familiarizado con algunos de los cuentos que le había contado su abuela Yaisa cuando él la iba a visitar a su choza. Pero, igual que sus compañeros de juego del primer kafo, creía que la que mejor contaba los cuentos era la querida, misteriosa y extraña Nyo Boto. Esta vieja era calva, llena de arrugas, y tan negra como el fondo de una olla. Le quedaban pocos dientes, teñidos de anaranjado por la inmensa cantidad de hojas de cola que había masticado. Entre ellos siempre le asomaba algún tallo, que parecía la antena de un insecto. La vieja Nyo Boto se acomodaba quejosamente sobre su banco bajo. Aunque era áspera, los niños sabían que los quería como si fueran hijos suyos, cosa que ella aseguraba. Rodeada por todos, la vieja decía, refunfuñando: –Les voy a contar un cuento... – ¡Sí, por favor! –decían en coro los niños, retorciéndose de gusto por anticipado. Comenzaba de la manera en que comenzaban todos los narradores mandingas: –En cierto tiempo, en cierta aldea, vivía una cierta persona. Era un niñito –decía ella– de unas tres lluvias, que iba caminando por la margen del río y encontró un cocodrilo preso en una trampera. – ¡Ayúdame! –le gritó el cocodrilo. –¡Me matarás! –gritó el niño. – ¡No! ¡Acércate! –dijo el cocodrilo. Así que el niño fue adonde estaba el cocodrilo, y en ese mismo momento fue apresado por los dientes de su enorme boca. –¿Es así como pagas mi bondad, con tu maldad? –exclamó el niño. –Por supuesto –dijo el cocodrilo por un costado de la boca–. Así sucede siempre en el mundo. El niño no quiso creerlo, así que el cocodrilo decidió no tragárselo hasta que no oyera la opinión de las tres primeras personas que acertaran a pasar. El primero fue un viejo burro. Cuando el niño le pidió su opinión, el burro dijo: –Ahora que estoy viejo y que ya no puedo trabajar, mi amo me ha echado, para que me coman los leopardos. –¿Ves? –le dijo el cocodrilo al niño. El próximo en pasar fue un caballo viejo, que expresó la misma opinión. 8 Raíces Alex Haley –¿Ves? –dijo el cocodrilo. Luego vino un conejo regordete que dijo: –Bueno, no puedo dar una buena opinión sin ver cómo sucedió esto desde el comienzo. Gruñendo, el cocodrilo abrió la boca para contárselo, y el niño saltó y se puso a salvo. –¿Te gusta la carne de cocodrilo? –le preguntó el conejo. El niño dijo que sí–. ¿Y a tus padres? – volvió a decir que sí–. Tienes aqui entonces a un cocodrilo, listo para la olla. El niño huyó y regresó con los hombres de la aldea, que lo ayudaron á matar al cocodrilo. Pero trajeron con ellos a un perro, que persiguió al conejo y también lo mató. –Así que el cocodrilo tenía razón –dijo Nyo Boto–, Así sucede siempre en el mundo: la bondad a menudo se paga con maldad. Eso es lo que les he contado en este cuento. – ¡Bendita seas, y que tengas fuerza y prosperidad! –dijeron los niños, agradecidos. Después las otras abuelas distribuían entre los niños, langostas y otros insectos recién tostados. En otra ocasión hubieran sido un sabroso bocadito pero ahora, en vísperas de las grandes lluvias y en medio del hambre reinante, los insectos tostados debían hacer las veces de comida del mediodía, pues en los depósitos de la mayoria de las casas sólo quedaban unos pocos puñados de kouskous y arroz. CCAAPPIITTUULLOO 44 Ahora casi todas las mañanas caían chaparrones, y entre un chaparrón y otro Kunta y sus compañeros de juego, corrían excitadamente afuera de las chozas. –¡Mío! ¡Mío! –gritaban al ver el bonito arco iris arqueándose sobre la tierra, que nunca parecía estar demasiado lejos. Pero las lluvias traían también nubes de insectos voladores cuyas picaduras pronto hacían que los niños volvieran a entrar en las chozas. Luego, de repente, una noche, tarde, empezaron las grandes lluvias, y los habitantes de las aldeas se acurrucaron en las frías chozas escuchando cómo golpeaba la lluvia sobre los techos de paja, observando los relámpagos y consolando a sus hijos cuando el trueno aterrorizante retumbaba en la noche. Entre los chaparrones sólo se oía el ladrido de los chacales, el aullido de las hienas y el croar de las ranas. A la noche siguiente volvieron las lluvias, y luego a la siguiente, y a la otra, siempre de noche, inundando los bajíos cerca del río, convirtiendo los sembrados en pantanos y la aldea en un pozo de barro. Pero todas las mañanas, después del desayuno, todos los agricultores avanzaban con dificultad en medio del lodo para dirigirse a la pequeña mezquita de Juffure e implorarle a Alá que les enviara más lluvias aún, pues la vida misma dependía del agua, de que empapara la tierra profunda antes de la llegada de los soles tórridos, que secarían las plantas cuyas raíces no hallasen agua suficiente para sobrevivir. En la humeda choza destinada a los niños, apenas iluminada y pobremente calentada por los palos secos y las tortas de bosta que ardían en el hogar poco profundo sobre el piso de tierra, la vieja Nyo Boto contaba a Kunta y a los otros niños acerca de la época terrible en la que llovió poco. No importaba que una situación fuera mala, pues Nyo Boto siempre recordaba un tiempo en que las cosas habían sido peores aún. Les contó que después de dos días de fuertes lluvias habían llegado los soles abrasadores. Aunque la gente había rezado con fervor a Alá, bailado la ancestral danza de la lluvia, y sacrificado dos cabritos y un novillo por día, todo lo que empezaba a crecer se marchitó y murió. Hasta los charcos y aguaderos del bosque se secaron, dijo Nyo Boto, y primero las aves salvajes, y luego los animales de la selva, enfermos por la falta de agua, empezaron a acudir al pozo de agua de la aldea. Todas las noches, en el cielo transparente como cristal, brillaban miles de estrellas refulgentes, y soplaba un viento frío. Muchos se enfermaron. Era evidente que andaban espíritus malignos por Juffure. Los que podían seguían con sus plegarias y sus danzas rituales, hasta que por fin se sacrificó el último chivo y el último novillo. Era como si Alá le hubiera vuelto la espalda a Juffure. Algunos empezaron a morir: los viejos, los débiles y los enfermos. Otros se fueron de la aldea, en busca de alguna otra donde rogarían a quienes tuvieran comida que los aceptaran como esclavos, sólo por un poco de alimento, y los que permanecieron perdieron el espíritu y se encerraron en sus chozas. Fue entonces, siguió diciendo Nyo Boto, que Alá guió los pasos del morabito Kairaba Kunta Kinte a la hambrienta aldea de Juffure. Al ver la situación apremiante de la gente, se arrodilló y le rezó a Alá –sin dormir casi, y tomando unos sorbos de agua por alimento– durante cinco días. A la noche del quinto día cayó una gran lluvia, como un diluvio, que salvó a Juffure. Cuando hubo terminado la historia, los otros niños miraron a Kunta con nuevo respeto, pues llevaba el nombre de ese abuelo distinguido y esposo de la abuela Yaisa. Kunta ya había visto cómo se comportaban con Yaisa los padres de los otros niños, y se había dado cuenta de que era una mujer importante, como seguramente también lo era la vieja Nyo Boto. 9 Raíces Alex Haley Las grandes lluvias siguieron cayendo sobre la aldea todas las noches. Pronto Kunta y los otros niños empezaron a ver a los adultos vadeando en el fango que les llegaba hasta los tobillos e incluso hasta las rodillas en partes; algunos usaban canoas para ir de un lugar u otro. Kunta le había oído decir a su padre, hablando con Binta, que los arrozales estaban inundados, bajo las altas aguas del bolong. Los padres de los niños veían cómo sus padres, con hambre y con frío, sacrificaban a Alá preciosos chivos y novillos casi todos los dias, remendaban las goteras de los techos, apuntalaban las chozas que empezaban a hundirse, y rogaban que el escaso acopio de cereal les durara hasta la cosecha. Pero Kunta y los otros, que eran niños pequeños, prestaban menos atención al dolor que sentían, por el hambre, que a sus juegos en el barro, donde luchaban y se resbalaban sobre el traste desnudo. sin embargo, como deseaban volver a ver el sol, agitaban las manos ante el cielo color pizarra exclamando, imitando a sus padres: –¡Brilla, sol, y mataré un chivo por ti! La vivificante lluvia había transformado a todo lo que crecía en algo fresco y lozano. Por todos lados los pájaros cantaban. Los árboles y las plantas parecían reventar de fragantes capullos. El barro rojizo y pegajoso se cubría todas las mañanas con los pétalos de colores brillantes y las hojas verdes que habían caído por la lluvia de la noche anterior. Pero en medio de la exuberancia de la naturaleza, la enfermedad se extendía entre los habitantes de Juffure, pues los cultivos no estaban aún listos para comer. Tanto los adultos como los niños observaban con mirada hambrienta los miles de hinchados mangos y otros frutos que colgaban pesadamente de los árboles, pero estaban verdes y duros como piedras, y los que les hincaban el diente se enfermaban y vomitaban. – ¡Nada más que piel y hueso! –exclamaba la abuela Yaisa, haciendo un ruido chasqueante con la lengua, cada vez que veía a Kunta. Pero en realidad la abuela estaba tan flaca como él, pues todas las despensas de Juffure estaban casi vacías. Los pocos animales de la aldea (vacas, chivos o gallinas) que no habían sido comidos o sacrificados debían mantenerse vivos –y ser alimentados– si se quería que al año siguiente hubiera chivitos, terneros y pollitos. Así que la gente empezó a comer roedores, raíces y hojas procurados en la aldea o en los alrededores después de búsquedas que empezaban al salir el sol y terminaban cuando éste se ponía. Si los hombres hubieran ido a los bosques a cazar animales grandes, como lo hacían con frecuencia en otras épocas del año, no habrían tenido la fuerza necesaria para arrastrar la presa hasta la aldea. Tabúes tribales prohibían que se comieran los abundantes monos y mandriles; tampoco se tocaban los huevos de gallina, que yacían desparramados por todas partes, ni los millones de grandes sapos que los mandingas consideraban ponzoñosos. Y como devotos musulmanes que eran, hubieran preferido morir de hambre antes de probar la carne de los cerdos salvajes, que a veces llegaban en manadas hasta la aldea misma. Desde hacía siglos, familias enteras de cigüeñas anidaban en las ramas superiores de los árboles bombáceos de la aldea, y cuando los polluelos salían del cascarón, los padres iban y venían trayendo peces que acababan de sacar del bolong, para alimentar a su cría. Esperando el momento propicio, las abuelas y los niños corrían bajo los árboles, dando alaridos y arrojando palitos y piedras al nido. Entonces muchas veces, por el ruido y la confusión, el pico abierto de un polluelo dejaba de recibir un pez, que no caía en el nido y se precipitaba al suelo entre el espeso follaje del árbol. Los niños luchaban por la recompensa, y alguna familia tendría una fiesta para la cena de esa noche. Si alguna de las piedras acertaba a darle a algún pichón de cigüeña, bobo y lleno de canutos, éste se venía abajo desde el alto nido junto con el pez, matándose o lastimándose al caer, y entonces esa noche varias familias tomarían sopa de cigüeña. Pero esas comidas no eran usuales. A la noche las familias volvían a reunirse en la choza, y cada uno traía lo que hubiera encontrado – incluso un topo o un puñado de lombrices, si habían tenido suerte– para echar en la olla de la sopa, llena de pimienta y otras especias para mejorarle el sabor. Pero no hacía más que llenarles el estómago, sin alimentarlos. Y así fue que los habitantes de Juffure empezaron a morirse. CCAAPPIITTUULLOO 55 Con mayor frecuencia se oía ahora el agudo aullido de una mujer, que atravesaba la aldea. Los afortunados eran los bebés, o los que empezaban a dar sus primeros pasos, porque no entendían lo que pasaba, pues hasta Kunta se daba cuenta de que el aullido se debía al hecho de que acababa de morir un ser querido. Por lo general, a la tarde se veía cómo llevaban sobre un cuero de vaca, muy tieso, a algún agricultor enfermo, que había estado cortando malezas en el sembrado. La enfermedad había empezado a hinchar las piernas de algunos adultos. Otros tenían fiebre, sudaban copiosamente y tenían escalofríos. A los niños se les hinchaban algunas partes de los brazos o las 10

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