Pueblo en vilo Luis González Primera edición (El Colegio de México), 1968 Segunda edición (FCE, Lectura Mexicanas), 1984 Tercera edición (Colección Tezontle), 1995 Cuarta edición (Colección Historia), 1999 Cuarta reimpresión, 2010 Primera edición electrónica, 2012 D. R. © 1984, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008 Comentarios: [email protected] Tel. (55) 5227-4672 Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor. ISBN 978-607-16-0892-5 Hecho en México - Made in Mexico A la memoria del general Lázaro Cárdenas y de don Federico González Cárdenas PRÓLOGO La comunidad de San José de Gracia, tema de estos apuntes, figura en muy pocos mapas del estado de Michoacán. En los que figura, se le crucifica entre el paralelo 20 y el meridiano 103. Es un punto de la historia, la geografía y la población de la República mexicana que apenas ha comenzado a ser noticia en los últimos tres lustros, quizá por las siete ediciones de un libro que lo desnuda, por ciertos reportajes periodísticos o radiofónicos y por un par de videocartuchos pasados por las pantallas de la televisión. El libro donde se cuenta sin tapujos la historia universal de San José de Gracia, editado en español tres veces, dos en inglés y otras tantas en francés, no ha sido reescrito para su octava comparecencia pública, pero sí muy aligerado. Como esta edición busca congraciarse con quienes sólo leen por gusto y sin ánimos de encontrar pelos en la sopa, prescinde de un prólogo extenso, de tres introducciones, igual número de despedidas y una prehistoria; en suma, suprime cosa de cien páginas. Con la supresión de preámbulos, adioses y el primer capítulo, se consigue un libro casi sin lonjas, con la esbeltez de los volúmenes de la serie de “Lecturas Mexicanas”. Pude enflaquecerlo más, pude quitarle números, sensiblerías, nombres propios y otras incomodidades, pero no lo hice por temor a dejarlo fantasmal, con la piel untada a los huesos. Ojalá sean atinados los pareceres de aquellos observadores que aseguran la representatividad y la singularidad de San José de Gracia. Si, como dicen, esta columna vale como botón de muestra de lo que son y han sido muchas comunidades minúsculas, mestizas y huérfanas de la región montañosa del México central, Pueblo en vilo, imagen veraz de San José, puede servir a los preocupados por encontrarle el hilo a México. Si es verdad que más de algún josefino ha resuelto bien este o aquel problema del agro que permanece irresoluto en otras partes de la República, Pueblo en vilo, que no escatima las experiencias propias de los joseanos, puede ser útil para quienes aspiran a enderezar este país. Pueblo en vilo está elaborado con amor, pero no del ciego; se amasó con muchas simpatías, pero sin faltas a la verdad. El autor no sólo se dio el lujo de haber nacido y crecido en el pueblo en cuestión. Antes de ponerse a escribir, practicó caminatas a pie y a caballo por la tierra donde crece la historia josefina; conversó con todo mundo en aquel mundillo; exploró los archivos de sus padres, de la parroquia, del municipio y el Archivo General de la Nación; vio, oyó y se documentó mucho, y como si eso fuera poco, fue ayudado no únicamente por el recuerdo de las personas del terruño de San José, también por la eficacia para comunicar recuerdos de Armida. Con la certeza de que no necesitan ninguna otra aclaración preliminar las páginas siguientes, libero de mi presencia a los posibles lectores de la versión achicada de la microhistoria de San José. PRIMERA PARTE Medio siglo en busca de comunión I. LOS RANCHOS (1861-1882) Cojumatlán en venta El general Antonio López de Santa Anna, el presidente cojo que se hacía llamar Su Alteza Serenísima, disfrutaba del espectáculo de un gran baile, cuando supo que el coronel Florencio Villarreal, al frente de una tropa de campesinos, había lanzado en el villorrio de Ayutla un plan que exigía la caída del gobierno y la formación de un Congreso Constituyente que le diera al Estado mexicano la forma republicana, representativa y popular. Las adhesiones al Plan de Ayutla vinieron de todas partes. La Revolución cundió. Santa Anna se fue. Los liberales puros o del “ir de prisa” tomaron el poder; expidieron leyes anticlericales y unificaron a todo el clero en su contra. Alguien en el Congreso Constituyente trató de ir más allá. Ponciano Arriaga, “para que del actual sistema de la propiedad ilusoria, porque acuerda el derecho solamente a una minoría, la humanidad pase al sistema de propiedad real, que acordará el fruto de sus obras a la mayoría hasta hoy explotada”, pide que se distribuyan “nuestras tierras feraces y hoy incultas entre hombres laboriosos de nuestro país’’.[1] El Congreso no toma en cuenta esa sugerencia, ni tampoco las similares de Olvera y Castillo Velasco. Los constituyentes redactan una Constitución parecida a la de 1824, pero con mayor dosis de libertades para el individuo y menos para las corporaciones, entre las cuales figuraba en lugar eminente la Iglesia. Lo acordado por los constituyentes acrecentó la discordia civil. Liberales y conservadores se pusieron a pelear sin tregua ni cansancio en una guerra que habría de durar tres años. El primero fue de victorias contrarrevolucionarias; el segundo de equilibrio de fuerzas, bandolerismo, robo, hambre, epidemias, oratoria política y literatura de combate, y el tercero, de grandes triunfos para el partido liberal y de la expedición de las segundas Leyes de Reforma. Justo Sierra cree que esa lucha removió “conciencias, hogares, campos y ciudades”. Quizá ningún estado se abstuvo de tomar parte en ella. En 1860, el partido conservador se quedó sin ejércitos, pero no sin generales, caudillos políticos y madrinas. Los generales derrotados emprendieron una “guerra sintética”, consistente en abatir a mansalva a los prohombres de la facción victoriosa. Los políticos depuestos acudieron a implorar el auxilio de sus madrinas, que eran algunas de las testas coronadas de Europa. La pareja imperial de Francia vino en su apoyo, porque quería oponer un muro monárquico y latino a la expansiva república de la América del Norte y el momento era propicio para levantar la barda, pues una mitad de los Estados Unidos peleaba contra la otra mitad. Los soldados de Francia, reforzados por los monárquicos de México, reiniciaron la lucha contra los liberales en el poder en 1862. Perdieron la batalla del 5 de mayo y ganaron otras muchas; las suficientes para tomar el timón y mandar traer al emperador y sentarlo en su silla imperial; pero no las necesarias para abatir a los contendientes. Como todo mundo sabe, la guerra fue ardua en casi todo el país en el sexenio 1862-1867, sin llegar a ser la preocupación central de la gente campesina. En la Hacienda de Cojumatlán, los rancheros se preocupaban y ocupaban en otras cosas, aun cuando no permanecieron completamente al margen de la trifulca. En la zona alta de Cojumatlán, el sexenio de 1861-1866 fue memorable por media docena de acontecimientos de escasa o ninguna significación nacional. Dejaron recuerdos la aurora boreal, la desaparición de la hacienda, el paso de los franceses, el maestro Jesús Gómez y el arribo de Tiburcio Torres. Otros sucesos, como la llegada y el fusilamiento de Maximiliano, las agresiones anticlericales de don Epitacio Huerta, la vida y las hazañas de Juárez, los litigios y los destierros del obispo Munguía, y en general todo lo acontecido más allá de cien kilómetros a la redonda, se ignoró aquí. La prensa periódica nunca llegaba a manos de los rancheros; las partidas de beligerantes que visitaban la zona jamás se ocuparon en comunicar sus andanzas a los campesinos; éstos iban lo menos posible a los pueblos y ciudades cercanos, por temor a la leva y a los ladrones, y los pocos que fueron “enlevados” y salieron con vida de la trifulca, no se enteraron de la causa que los llevó al teatro de la guerra. Mientras los franceses desembarcaban en Veracruz, los rancheros de la hacienda sólo hablaban de fraccionamiento y de la aurora boreal. Para este millar y medio de mexicanos que vivía al margen de la vida del país y muy adentro de la naturaleza, una aurora boreal importaba más que cien intervenciones forasteras. En el otoño de 1789 había habido otra, y lo sabían los vecinos, aunque ninguno la hubiera visto. Ésta de 1861, comparada con lo que se decía de aquélla, no fue menos maravillosa y tremebunda. Se vio en las madrugadas, al final del año, hacia el norte. Distaba mucho de ser la luz sonrosada que precede inmediatamente a la salida del sol. Las danzantes luminiscencias vistas en el cielo se asemejaban a la lumbre emanada de los lugares con tesoros ocultos, pero su enormidad infundía zozobra. Era como si se hubieran juntado a bailar todos los fuegos. Aquello parecía un combate en el que San Miguel y sus ángeles arrojaban rayos, centellas y bolas de lumbre contra el ejército de los demonios. Se dice que la aurora polar sacudió de terror a la gente citadina, pero nunca tanto como a los campesinos. Y sin embargo, para los campesinos de Cojumatlán coincidió con el inicio de una vida mejor. Ellos querían tierra y libertad. Ésta la tenían. Aquélla la consiguieron algunos el mismo año de la aurora a causa del fraccionamiento de la hacienda de Cojumatlán. Si a otros no les tocó ni un pie de tierra, fue por desconfiados. No podían intuir que una hacienda se desmoronara. Lo que veían con sus propios ojos no era probablemente real. Quizá las ventas fuesen fingidas; quizá se trataba de una treta de “licenciados” para hacerse de las modestas fortunas que, convertidas en oro y plata, guardaban los rancheros en ollas de barro, bajo tierra. No era fácil creer que los poderosos señores de Guaracha, San Antonio y Cojumatlán necesitaran deshacerse de uno de sus latifundios, y menos que quisieran hacerlo. Lo común era sumarle ranchos a las haciendas y no dividirlas en ranchos.[2] Algunos no pudieron comprar tierra por falta de dinero; no habían hecho ahorros En fin, no faltaron los que tenían con qué pagarla, pero que no supieron oportunamente de la oferta. Tampoco faltó el engañado. Lo que sí puede asegurarse es que todos los subarrendatarios de Cojumatlán, sin excepción alguna, aspiraban a ser dueños absolutos de los ranchos que tenían en arriendo. La razón es clara: querían mejorar su condición, ganar casta social, ser tenidos en más. Y para eso era indispensable ser terrateniente. El tener monedas atesoradas era sin duda un símbolo de riqueza y prestigio, pero no el básico. El principal símbolo del hombre importante era la posesión de tierras. Eso daba valimiento y, por añadidura, seguridad. Las ollas repletas de oro podían ser robadas. Al ganado, en un mal temporal, se lo llevaba la tiznada. La tierra estaba allí; nadie podía cargar con ella, ninguna calamidad era capaz de destruirla. Por todo esto, la compra de fracciones del viejo latifundio de Cojumatlán era demasiado tentadora. Era a la vez una operación arriesgada. Lo cierto es que los poderosos dueños de las haciendas de Guaracha,