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Probados por el Fuego. Daniel 1-6. Una fe sólida en medio del mundo actual PDF

122 Pages·1967·0.59 MB·German
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PROBADOS POR EL FUEGO Christopher Wright Daniel 1-6: Una fe sólida en medio del mundo actual (2011) CONTENIDO Introducción l. ¿Compromiso o confrontación? 2. ¿Cabeza de oro o pies de barro? 3. Someterse o arder 4. Las normas del cielo... en la tierra 5. La blasfemia: antigua y moderna 6. Frente a los leones Notas INTRODUCCIÓN Después de abandonar mis intentos infantiles de aprender a tocar el piano según el sistema habitual, descubrí, siendo ya adolescente, que era capaz de tocarlo de oído, e hice grandes progresos durante los años sesenta, cuando me dedicaba a tocar todos los himnos y coritos del grupo de jóvenes en mi iglesia de Belfast; la mayoría de las melodías las hacía trizas, porque las tocaba usando sólo las tres o cuatro teclas que dominaba bien. Había un espiritual negro que a un pianista aficionado como yo le resultaba muy sencillo interpretar, y que además era sencillo. Este mundo no es mi hogar, pues de paso sólo estoy. Mi tesoro es celestial, más allá del azul voy. Los ángeles ya me llaman desde el abierto portal, y ya no me siento a gusto en este mundo mortal. Me gustaba tocar aquella música tan pegadiza, pero en parte era porque me evitaba tener que cantar la letra. Porque, francamente, aquella letra no me gustaba nada. Me parecía sensiblera y sólo una verdad a medias. Como yo ignoraba el sufrimiento y la opresión del que habían brotado aquellas palabras, bajo mi punto de vista juvenil -tan idealista- me sonaban al más puro escapismo. Recuerdo que pensaba «Este mundo es mi hogar, y Dios me ha puesto en él con un propósito. Así que los ángeles ya pueden llamar a quien quieran... yo me quedo». Y sin embargo, es evidente que la canción tiene su parte de razón. En cierto sentido, este mundo es, para el cristiano, un territorio ajeno: no el planeta en sí mismo, que forma parte de la buena creación de Dios, sino «el mundo» tal y como lo describe a veces la Biblia; el mundo de la humanidad, organizado a espaldas de Dios o en rebelión contra él; el mundo como un lugar caído y maldito, el lugar donde habitan la maldad y el pecado. Este es el mundo del que hemos sido salvados, pero en el que seguimos viviendo. De manera que sí, en cierto sentido estamos «de paso». Las expresiones referidas al peregrinaje tienen una buena tradición dentro de la Biblia. Estamos embarcados en un viaje hacia un lugar mejor, aunque la Biblia no sólo lo describe como el cielo y sus ángeles, sino como una nueva creación, un nuevo cielo y una nueva tierra. De modo que estamos viviendo en este mundo, pero bajo la luz de un destino que lo trasciende. El Nuevo Testamento le saca punta a esta dicotomía, hablando del reino de Dios como algo en contraste y en conflicto con el reino de Satán o los reinos de este mundo. Esta es la tensión primaria bajo la que han de vivir los cristianos. Estamos «en el mundo» pero no somos de él; nos sentimos a gusto en el mundo porque sigue siendo de Dios, pero a la vez nos sentimos alienados de él porque el mundo está muy alejado de Dios. Entonces, ¿cómo puede vivir un creyente como un ciudadano del reino de Dios mientras sigue viviendo en este reino terrenal? Más concretamente, ¿cómo puede el o la creyente dar testimonio de su fe (o incluso conservarla) en medio de una cultura extraña al cristiano, anti- cristiana, tanto si esto implica la cultura de cualquier otra religión (como en los países islámicos) o la cultura occidental, secular y cada vez más pagana? En especial, ¿cómo puede lograr esto el creyente cuando el precio es que le malinterpreten, le hagan sufrir, le amenacen o incluso acaben con su vida? Unos cristianos me dijeron en la India –y lo decían en serio– que es completamente imposible tener un negocio y mantener plenamente los estándares de integridad que presenta la Biblia. Sea lo que sea lo que uno desee hacer, los negocios no funcionan sin esos sobornos y esa corrupción que hay tras bastidores, o incluso a cara descubierta. Otros me han dicho que sí es posible, pero solamente si uno tiene mucha fe y mucho coraje. Los maestros británicos apuntan a ese ambiente de hostilidad y a veces de amenaza de acción disciplinaria que rodea a cualquier compromiso de fe cristiano, al que se acusa de ser adoctrinador e intolerante. La única cosa de la que podemos hacer un dogma en nuestra cultura es la virtud básica de no ser dogmáticos respecto a nada, en especial delante de los niños. Una cristiana abandonó su empleo cuando se hizo evidente que entre las expectativas de sus empleadores estaba la de acceder a las demandas sexuales de sus clientes como parte del proceso de formalizar contratos de negocios. En algunas regiones de la India, los cristianos que rehúsan participar en los festivales hindúes del vecindario o a contribuir a ellos económicamente, se enfrentan a la intimidación personal y al vandalismo contra sus hogares y propiedades. Estas cosas no son nada nuevo. Los cristianos se han enfrentado a ellas desde los leones de Nerón, e incluso desde antes. También los judíos se han encontrado con los mismos problemas a lo largo de su historia. De forma que no resulta extraño que la Biblia hebrea (o Antiguo Testamento, como lo llaman los cristianos) le preste mucha atención a tales asuntos. El libro de Daniel trata el problema de una forma directa, tanto por medio de la historia de Daniel y sus amigos como de las visiones que él recibió. Uno de los temas principales del libro es cómo las personas que adoran al único Dios, vivo y verdadero –el Dios de Israel– pueden vivir, trabajar y subsistir en medio de una nación, una cultura y un gobierno que les son hostiles y que a veces amenazan su propia vida. Y este será el eje central de nuestro libro. Por supuesto que se ha usado Daniel con muchos otros propósitos, en especial aquellos que tienen facilidad para la aritmética y a quienes les encanta describir por anticipado el fin del mundo. Ese no es mi interés en estas páginas. Las personas que se meten a hacer juegos aritméticos enrevesados acaban siempre teniendo que revisar sus cuentas. En cualquier caso, el Nuevo Testamento nos dice que el fin del mundo será un acontecimiento sorprendente e impredecible, quizás especialmente para los que lo tienen tan bien programado. Es evidente que los recientes acontecimientos en Europa y la Unión Soviética han estropeado los cálculos de aquellos cuyas confiadas predicciones se basaban en el libro de Daniel. De modo que dejaremos que los que se ocupan de adivinar el futuro sean los astrólogos y los magos como los que desfilan por el escenario del libro de Daniel con una despreciable futilidad, y nos ocuparemos en cambio de la cuestión de la supervivencia aquí y ahora, como hicieron Daniel y sus tres amigos. 1 ¿COMPROMISO O CONFRONTACIÓN? Había llegado el fin del mundo. Eso debió parecerles a las personas que pasaron por los acontecimientos que nos resume Daniel l. «En el año tercero del reinado de Joacim rey de Judá, vino Nabuconodosor rey de Babilonia a Jerusalén, y la sitió. Y el Señor entregó en sus manos a Joacim rey de Judá, y parte de los utensilios de la casa de Dios; y los trajo a tierra de Sinar, a la casa de su dios, y colocó los utensilios en la casa del tesoro de su dios». Daniel 1:1-2 Esto se lee como una afirmación muy directa sobre unos hechos, pero deja mucho sin decir, cosas que hemos de comentar un poco si queremos que el lector moderno sienta el impacto de los aplastantes sucesos que aparecen en el libro. LA COLISIÓN DE IMPERIOS Era el año 609 a.C. En Oriente Medio, como en la Europa de los años 90, un extenso imperio se venía abajo, y se formaban nuevos poderes políticos. Asiria había gobernado el mundo durante 150 años; un siglo y medio de un gobierno fuerte, centralizado y militarizado, que había sometido a muchas naciones pequeñas bajo su conquista inmisericorde. Entre las reducidas naciones que habían sido destruidas se encontraba el propio reino del norte de Israel, que había sido derrotado y esparcido a los cuatro vientos unos cien años antes, en el 721 a.C. Jerusalén y la parte sur del reino de Judá se habían librado de aquel destino, pero había pasado más de un siglo sin ser más que un país vasallo de Asiria, un satélite de su imperio. Pero ahora era Asiria la que se estaba desmenuzando. El nuevo poder emergente era Babilonia, bajo el enérgico liderazgo de un joven rey, Nabuconodosor. El gran poder occidental, Egipto, se dio cuenta de que era el momento adecuado para intentar restablecer su poder, de forma que el rey egipcio, el Faraón Necao, partió con su ejército atravesando Palestina con la intención de ayudar a los asirios contra el poder babilónico. En aquella época el rey de Judá era Josías. No tenía deseos de retrasar la caída de aquel aborrecible imperio asirio, de forma que se movilizó para interceptar a Necao e impedir que fuera en su ayuda. Fue un gesto bien intencionado, pero no sirvió de nada. Su ejército, superado en número más allá de toda esperanza, se encontró con los egipcios en Meguido (cerca del Monte Carmelo) y fue derrotado. El propio Josías murió en batalla, y el Faraón Necao capturó al hijo y heredero de Josías, Shallum (llamado también Joacaz), y le deportó a Egipto. Entonces Necao colocó a Joacim en el trono de Jerusalén; este es el rey que menciona Daniel 1:1. Nabuconodosor consiguió desbaratar el intento egipcio de salvar el pellejo del imperio asirio. Derrotó definitivamente a Egipto en la batalla de Carquemis, el año 605 a.C. Así Babilonia se convirtió en el poder dominante sobre Mesopotamia y toda el Asia occidental, situación que continuó durante los siguientes cuarenta años. De modo que fue el final de una era y el comienzo de otra. Los estados pequeños en la región tuvieron que bailar a la música que tocaban los babilonios, y Judá fue uno de esos estados. Poco después de su victoria en Carquemis, Nabuconodosor se desplazó al sur y amenazó Jerusalén. En aquella ocasión se llevó a Babilonia a un pequeño grupo de cautivos, probablemente como rehenes para asegurarse el buen comportamiento de aquel estado vasallo. Entre estos primeros exiliados estaban Daniel y sus tres amigos, que en aquella época debían ser adolescentes. Probablemente debían estar en Jerusalén preparándose para el servicio sacerdotal o militar, destinados –puede que pensaran ellos– al servicio del pueblo de Dios en la ciudad de David. En lugar de eso, sin previo aviso, se encontraron a miles de kilómetros de su casa, desarraigados de todo lo que conocían, aposentados en medio de un estado pagano, gentil y enemigo. Estaban rodeados de extranjeros, con un lenguaje desconocido, una cultura que les era ajena y, lo peor de todo, dioses e ídolos en cantidades industriales. Debió ser una experiencia espantosa, traumática. Y lo peor estaba por venir. LA FE EN MEDIO DE UNA CRISIS HISTÓRICA ¿Por qué sucedía todo esto? El versículo 2 nos ofrece una respuesta increíblemente directa: «el Señor», es decir, Jehová, el Dios de Israel, «entregó en sus manos (las de Nabuconodosor) a Joacim rey de Judá». ¡Dios lo hizo! Y nosotros decimos: Por supuesto que lo hizo. Es algo evidente, porque hemos leído a los profetas y ellos no paraban de advertir al pueblo de Israel que Dios les iba a castigar por medio de sus enemigos. Podemos contemplar la historia con la ventaja de saber qué va a pasar. Pero en aquella época la mayoría del pueblo tenía el hábito de ignorar a los profetas, de forma que toda aquella confusión de acontecimientos que se produjo en aquellos años debió parecerles algo inconcebible. El pueblo tenía todo un cargamento de preguntas, formuladas a medida que intentaban encontrarle un sentido a todo aquello. ¿Cómo podía permitir el Dios de Israel que trataran así a su pueblo? ¿Acaso Jehová se enfrentaba a un igual? ¿Eran los dioses babilonios más jóvenes y fuertes? Entonces, ¿no sería más sensato pasarse a la tendencia general y adorar a los dioses de Babilonia? O si bien, como estaban diciendo algunos profetas – como Jeremías– era realmente Jehová el que había hecho eso, ¿no estaba siendo injusto? (Ezequiel aborda esta queja en su capítulo 18). Y –quizás la pregunta más dura para aquellos que habían aceptado la palabra de los profetas sobre la autoría de Dios–, ¿quedaba alguna esperanza para el futuro? Si Dios había derramado su juicio contra Israel, ¿les quedaba algo a que aferrarse? ¿Y qué pasaba con los propósitos de Dios que debía realizar por medio de Israel? Los israelitas creían que Dios los había hecho una nación para usarlos para beneficio del resto de las naciones. Esta creencia se basaba en la promesa que le había hecho Dios a Abraham (Gn. 12:1-3), y era el motivo por el que Dios había establecido esa relación íntima con Israel. Esta se centraba en la presencia de Dios en el templo, y en el profundo significado de los objetos sagrados que formaban parte de su mobiliario. Dios era el Dios de Israel para poder demostrar, al final, que era el Dios de toda la tierra. Muchos de los salmos que se cantaban en el templo celebraban esta creencia. De manera que, ¿cómo podía encajar el pueblo el hecho de que esos mismísimos objetos asociados a la adoración del Dios viviente fueran arrebatados por un rey pagano y, peor todavía, fueran colocados en el templo de su dios? Y el templo pagano estaba en la tierra de «Sinar», es decir, el lugar donde había estado la Torre de Babel (Gn. 11:19). Era como un espectral regreso al pasado, como si Dios hubiera hecho retroceder la historia y les hubiera hecho volver hasta el tiempo en que nadie siquiera había oído hablar de Abraham. Era evidente que había algo que iba muy, muy mal. O bien todo su sistema de creencias estaba equivocado, o los acontecimientos se les habían escapado de las manos. Parecía que se hubiera abierto un enorme abismo entre su fe por un lado y los sucesos mundiales por otro, de forma que éstos parecían contradecir la fe. Y así llegaban a la pregunta final y más aplastante: ¿Seguía Dios teniendo el control? Cuando llegan las catástrofes, ¿sigue Dios siendo soberano? ¿Somos capaces de aceptar la libertad que tiene Dios para actuar como prefiera, aun cuando hace algo que parece contradecir sus propósitos o, como mínimo, algo que va en contra de lo que nosotros pensábamos que era su voluntad? Los cristianos no tuvieron problemas en ver la mano de Dios actuando en el colapso de las dictaduras comunistas europeas y en la caída del muro de Berlín en 1989-1990. Sin embargo, lo que ya no fue tan fácil de entender es por qué Dios permitió que hubiera alguna vez un Telón de Acero; en especial fue difícil para los que consideraban que valía la pena pagar el terrible precio de la Segunda Guerra Mundial para liberar a Europa de una tiranía, para luego ver que fue reemplazada por otra. ¿Cómo podían reconciliarse en aquel momento tales sucesos con la voluntad de Dios? Seamos más agudos: si creemos que Dios ha ordenado a los cristianos

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