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Prisionera de Stalin y Hitler PDF

578 Pages·2018·2.157 MB·Spanish
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En los años previos a la Segunda Guerra Mundial, un gran número de personas de ideología comunista volvió los ojos hacia la Unión Soviética, baluarte de lo que amaban y defendían. Pero una vez allí, a menudo fueron acusados de espionaje o contrarrevolución y enviados a los campos de trabajo de Siberia. Es el caso de Margarete Buber-Neumann, esposa de un miembro del Partido Comunista alemán que huyó a la URSS, donde en 1937 fue arrestado y donde su mujer le vio por última vez. Un año más tarde comenzaría el calvario de la propia Margerete, condenada a cinco años en campos de trabajo. De Siberia fue trasladada al campo de concentración nazi de Ravensbrück, ya en su propia tierra, pero no por eso menos cruel ni humillante. 2 Margarete Buber-Neumann Prisionera de Stalin y Hitler ePub r1.0 Titivillus 18.12.2018 EDICIÓN DIGITAL 3 Título original: Als Gefangene bei Stalin und Hitler Margarete Buber-Neumann, 1948 Traducción: Luis García Reyes & María José Viejo Pérez Prólogo: Antonio Muñoz Molina Retoque de cubierta: Titivillus Editor digital: Titivillus ePub base r2.0 Edición digital: epublibre, 2018 Conversión a pdf: FS, 2019 4 A mi madre 5 Prólogo Margarete Buber-Neumann en los años 50 Como el poeta Milosz, Margarete Buber-Neumann podría haberse quejado de que a su generación le tocó vivir tiempos demasiado interesantes. Nunca protagonista, siempre 6 estuvo, para bien y para mal —con mucha frecuencia para mal— demasiado cerca de quienes sí lo eran, como si hubiera nacido para un destino doble de testigo y víctima inocente. Su destino, como el de tantos en Europa, parecía modesto, ordenado y burgués, hasta que la guerra del 14 lo trastornó todo: nació en Postdam, en una familia de clase media e ideas monárquicas, y el pacifismo de su adolescencia derivó en radicalismo político y militancia comunista según la derrota bélica y la crisis de la posguerra desbarataban el paisaje social de Alemania. Ahora su nombre, su apellido compuesto, aluden a una figura central en la memoria del siglo XX, pero durante mucho fue una sombra, una presencia lateral, situada en la estrecha cercanía de algunos protagonistas de aquel tiempo: Buber es el apellido de su primer marido, hijo de Martin Buber, el filósofo judío de Viena que dio sustancia teórica y programa político al sionismo progresista; a través de su hermana, Babette, que se casó con él, Margarete se relaciona con Willi Munzenberg, la eminencia gris de la propaganda cultural en Occidente de la Tercera Internacional. Pero es su segundo marido, Heinz Neumann, quien marca definitivamente su porvenir, situándola primero en la enrarecida aristocracia del comunismo alemán, y luego arrastrándola en su caída gradual hacia el ostracismo y el cautiverio. Un último encuentro completa la cualidad de testigo imprescindible de Buber-Neumann, y seguramente termina de decidir su vocación de narradora: en el campo alemán de Ravensbrück conoció a Milena Jesenská, que veinte años antes había compartido un amor apasionado y tortuoso con Franz Kafka. En mayo de 1944, cuando ya llegan al campo rumores de la próxima invasión aliada de Europa, Milena agoniza y Margarete le hace la promesa de que alguna vez contará lo que las dos han vivido. Quizás sin esta promesa 7 no se habría convertido en la escritora que fue: y al escribir Margarete Buber-Neumann deja de ser testigo lateral y pasa al primer plano, convirtiéndose en una de las voces que recordaron el horror doble de los campos soviéticos y nazis, y que ayudaron a establecer su común naturaleza totalitaria. No fue una tarea fácil, aunque ahora parezca evidente, al menos en países mejor informados o menos esclerotizados ideológicamente que España, donde aún quedan quienes se ofenden si se sugiere que Stalin fue tan genocida como Hitler, o que el Gulag fue tan consustancial al sistema soviético como Auschwitz al nazismo alemán. En 1945, la Unión Soviética era una de las potencias vencedoras de la guerra, y cualquier duda que el sistema estalinista pudiera despertar parecía irrelevante comparada con el heroísmo del Ejército Rojo o con los veinte millones de muertos que la invasión alemana le había costado al país. En Francia y en Italia, los partidos comunistas, legitimados por su participación en la Resistencia, dictaban la línea política de la izquierda y llevaban la iniciativa en el campo cultural, y su hegemonía era tan poderosa, tan indiscutida, que cualquier disidencia estaba condenada a la invisibilidad, o peor aún, a la etiqueta de complicidad con el enemigo capitalista. Albert Camus pagó muy cara su heterodoxia: y aún faltaba mucho tiempo para que se abriera paso en Occidente el testimonio abrumador de Archipiélago Gulag. Es importante tener en cuenta esa conspiración de silencio para comprobar el impacto de un empeño memorial como el de Margarete Buber-Neumann, que apareció en Alemania y Suecia en 1948, y se tradujo al francés en 1949. Su alegato es más imponente porque parece despojado de ideología. A Evgenia Ginzburg, que fue detenida en Kazán casi al mismo tiempo que Heinz Neumann en Moscú, la atormentaba el absurdo de que la persecución se cebara en 8 ella, que era una militante no menos fanática que sus acusadores. Lo que nos desconcierta desde las primeras líneas del relato de Buber-Neumann es que no parece hacerse ninguna pregunta, de modo que las cosas suceden — le suceden— según una lógica que enseguida se vuelve natural, como el progreso de una enfermedad de la que sólo se conocen los síntomas. No hay una voluntad retrospectiva de justificación, no hay una protesta de inocencia: en febrero de 1937 el terror se extiende por Moscú tan espontáneamente como la peste negra por una ciudad medieval, y lo más que cabe hacer es tener paciencia y aprender algunas astucias, acomodarse en lo posible en cada estado sucesivo de la desgracia. En Moscú, en el enorme hotel Lux, destartalado y siniestro, los funcionarios extranjeros de la Tercera Internacional acuden cada día a su trabajo y espían signos del peligro, no dicen nada por teléfono porque saben que los teléfonos están intervenidos, apenas hablan en susurros porque en las lámparas, bajo las mesas, en las paredes de las habitaciones, hay micrófonos ocultos. A Heinz Neumann lo arrestaron en la primavera de 1937, y ya no se volvió a saber nada de él. Fatalmente, desde el día en que se lo llevaron, su mujer estaba condenada a esperar a que vinieran también por ella, pero parece que un atributo del poder tiránico es la lentitud, y aún vivió unos meses en libertad, siempre con una maleta preparada debajo de la cama, cada noche escuchando pasos que se acercaban y temiendo que esta vez serían por fin los de sus verdugos. Eran todavía los tiempos de la guerra de España y de los Frentes populares, y la izquierda occidental vivía una especie de luna de miel con el comunismo soviético tan empapada de ceguera que no se vio malograda ni por el espectáculo de los procesos de Moscú. De los literatos y 9 artistas europeos que peregrinaban a la llamada patria del socialismo, y que allí eran halagados en su vanidad y manipulados en sus buenas intenciones, o en su frívola falta de atención a lo que sucedía delante de sus ojos, sólo uno, André Gide, se atrevió a romper la malla de la propaganda y de la complacencia, y escribió un libro —Retour de l’URSS— que aún sigue siendo un testimonio magnífico de libertad intelectual, y que le costó decenios de ostracismo en la izquierda (todavía en los primeros setenta Pablo Neruda lo denigraba en sus memorias, haciendo bromas vejatorias sobre su condición sexual, por cierto). El hipnotismo era tan fuerte que incluso cuando, en el verano de 1939, Hitler y Stalin firmaron el pacto de no agresión, una parte muy considerable de la izquierda política e intelectual europea encontró razones para justificar la alianza de los soviéticos con quienes parecían sus peores enemigos. Las palabras pueden ser retorcidas de modo que expliquen cualquier cosa, y las ideologías fanáticas suelen ser inmunes a los desmentidos de la realidad: pero para Margarete Buber-Neumann el pacto nazi-soviético tuvo un significado muy concreto, que fue el traslado de un sistema concentracionario a otro, de los barracones y las alambradas y las torres de vigilancia del Gulag a los de los campos alemanes, porque uno de los muchos artículos de aquel acuerdo de vileza era la entrega a Alemania de aquellos ciudadanos del país que hubieran escapado del nazismo y buscado refugio en la Unión Soviética. Este fue el privilegio atroz, la doble condición de perseguida de Margarete Buber-Neumann. A quien nos quiera enredar en disquisiciones sobre las diferencias entre un sistema y otro, lo mejor que podemos hacer es regalarle este libro, ofrecerle el testimonio de quien conoció los dos. En los primeros meses de 1945, según los soviéticos 10

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