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Preparacion Del Actor PDF

251 Pages·2013·0.98 MB·Spanish
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Temperamento y vocación, cultura y experiencia son algunos de los elementos que, conjugados, permiten al actor «expresarse» esto es, ser el personaje con todas las sutilezas requeridas por el papel representado, pero sin por ello dejar de ser él mismo. Esta extraña paradoja, que ya fue destacada por Diderot en obra memorable, ilustra la dificultad esencial del análisis del problema y por consiguiente los obstáculos que impiden su exposición. Stanislavsky, que por cierto no necesita presentación, ofrece en Preparación del Actor un ejemplo magnífico, singular e insustituible, de un equilibrio admirablemente logrado entre intuición y razonamiento, que es en el fondo la transferencia a otro plano de la oposición entre la naturaleza y arte. Constantin Stanislavsky Preparación del Actor Título original: An actor prepares Constantin Stanislavsky, 1936. Traducción: Ricardo Debenedetti Capítulo I La Primera Prueba 1 Estábamos inquietos mientras esperábamos el comienzo de la primera lección con el director Tortsov, pero éste entró en la clase sorprendiéndonos con el inesperado anuncio de que, para familiarizarse con nosotros, debíamos interpretar algún papel de nuestra elección en una representación que se efectuaría. Su propósito era vernos en el escenario, con los correspondientes telones como fondo, caracterizados, tras las candilejas, en una palabra, con todos los accesorios. Sólo así, dijo, le sería posible juzgar nuestras condiciones dramáticas. Al principio sólo unos pocos se manifestaron de acuerdo con la prueba propuesta. Entre ellos, un muchachón fuerte y rudo, Grisha Govorkov, que ya había actuado en teatros pequeños; una rubia alta y hermosa llamada Sonia Veliaminova, y un alegre y ruidoso compañero, Vanya Vyuntsov. Gradualmente, nos acostumbramos todos a la idea. Las brillantes candilejas se hicieron más y más atractivas, y la representación nos pareció interesante, útil y hasta necesaria. Al hacer nuestra elección, yo y dos de mis amigos. Paul Shustov y Leo Pushchin, nos inclinamos por la modestia; pensamos en el vaudeville o en la comedia ligera. Pero a nuestro alrededor sólo oíamos mencionar grandes nombres —Gogol, Ostrovsky, Chejov y otros. Imperceptiblemente nos encontramos discutiendo temas románticos, con trajes de época y en verso. A mí me tentó la figura de Mozart, Leo eligió a Salieri y Paul pensó en Don Carlos. Luego nuestra conversación giró alrededor de Shakespeare y mi elección recayó en Otelo, pero la decisión final se produjo al aceptar Paul el papel de Yago. Al salir del teatro se nos informó que el primer ensayo se efectuaría al día siguiente. En cuanto llegué a casa, bastante tarde, tomé la parte de Otelo, me senté cómodamente en un sofá y abriendo el libro inicié la lectura. Apenas había leído dos páginas se apoderó de mí un incontenible deseo de representar. Involuntariamente mis manos, brazos, piernas, músculos faciales y algo en mi interior empezó a moverse. Declamé el texto. De pronto, descubrí un cortapapel de marfil y lo sujeté a mi cinturón como una daga. Hice un turbante con una toalla y con sábanas y mantas de la cama improvisé una túnica. Un paraguas se convirtió en cimitarra, mas no encontré en el primer momento el imprescindible escudo. Pero mi fantasía pronto remedió la falta, al recordar que en el comedor contiguo a mi dormitorio había una gran bandeja. Ya con el escudo en el brazo, me sentí convertido en un guerrero. A pesar de mi aspecto general aún me sentía demasiado moderno y civilizado, mientras que el personaje que pretendía representar. Otelo, era de origen africano, lo que exigía algún pormenor que sugiriera la vida salvaje, algo así como un tigre interior. Para recordar, o más bien imitar el paso del animal comencé una serie de ejercicios de movimiento. En muchos instantes me pareció haber alcanzado un grado de perfección aceptable. Trabajé casi cinco horas sin tener sensación del tiempo transcurrido. Para mi manera de ver esto demostraba la autenticidad de mi inspiración. 2 Me desperté mucho más tarde que de costumbre, me vestí apresuradamente y corrí al teatro. Cuando entré en el salón de ensayos, donde me esperaban, me sentí tan turbado que, en lugar de disculparme, dije: —Parece que he llegado tarde. Rajmánov, el asistente del director, me dirigió una larga mirada llena de reproches y, finalmente, dijo: —Hemos estado aquí, esperando, con nuestros nervios en tensión, disgustados, y «parece que he llegado un poco tarde». Todos hemos llegado aquí llenos de entusiasmo por el trabajo que debíamos realizar, y ahora, gracias a usted, ese ambiente ha sido destruido. Es difícil despertar el deseo creador, pero eliminarlo es extraordinariamente fácil. Si yo obstaculizo mi propio trabajo, es cosa mía, ¿pero, qué derecho tengo de impedir el trabajo de todo un grupo? El actor, como el soldado, debe someterse a una disciplina de hierro. Rajmánov dijo que, por ser la primera falta, sólo se limitaría a reprenderme, no haciéndola constar en mi legajo, pero que debía pedir disculpas a todos y tratar, en lo futuro, de llegar, por lo menos, con un cuarto de hora de anticipación a todos los ensayos. Aun después de haberme excusado por mi tardanza, Rajmánov no permitió que comenzáramos el trabajo, pues dijo que el primer ensayo debía ser una ocasión memorable en la vida de todo artista, y que se debía guardar de él la mejor impresión. El ensayo de hoy se había arruinado por mi despreocupación; era de esperar que el de mañana fuera digno de recordar. * Esa noche pensé acostarme temprano, pues temía trabajar en el papel elegido. Pero mis ojos descubrieron una fuente con crema de chocolate. La mezclé con manteca y obtuve una pasta de color pardo. Untarme la cara con ella fué cosa fácil, con lo que logré adoptar el aspecto de un moro. Sentado frente al espejo, admiré durante largo rato la blancura de mis dientes, y con un poco de práctica aprendí a sonreír y hacer visajes para destacar el contraste del color de mi dentadura y el blanco de mis ojos. Para poder juzgar con precisión el efecto de mi caracterización me coloqué el improvisado disfraz y, una vez vestido, se apoderó de mí el deseo de representar; pero no se me ocurrió nada nuevo, repetí lo que había hecho el día anterior, y me causó la impresión de haber perdido mucho valor. Sin embargo, pensé que algo había adelantado, por lo menos en mi opinión sobre el aspecto exterior de Otelo. 3 Hoy fué nuestro primer ensayo. Llegué bien temprano. El asistente del director sugirió la idea de que cada uno de nosotros planeara sus propias escenas y arregláramos la utilería. Afortunadamente, Paul aprobó todo lo que propuse, pues sólo le interesaba la personalidad interior de Yago. Para mí lo exterior era de gran importancia, pues era necesario que me recordase mi propia habitación. Sin esta disposición de los distintos elementos no hubiera podido recuperar mí inspiración. Sin embargo, todos los esfuerzos que hacía para convencerme de que me hallaba en mi cuarto resultaban infructuosos, ya que con ello sólo conseguía estorbar mí actuación. Paul ya sabía su papel de memoria, pero yo tuve que recurrir al libreto o recitar mi parte en forma aproximada. Me sorprendí al darme cuenta de que las palabras no me prestaban ninguna ayuda; al contrario, me abrumaban, de manera que hubiese preferido accionar solamente o reducir a la mitad la parte que debía representar. No sólo las palabras, sino también los pensamientos del poeta me resultaban extraños, hasta la acción, tal como había sido planeada, tendía a eliminar de mí esa soltura que había experimentado en mi casa. Peor aún, no reconocía el sonido de mi propia voz. Además, ni la utilería ni el plan que había trazado durante mi aprendizaje en casa armonizaban con la manera de representar de Paul. Por ejemplo, ¿cómo podía hacer para incluir, en una escena relativamente tranquila entre Otelo y Yago, aquellos visajes y sonrisas que debían destacar la blancura de mis dientes, y de mis ojos tal como yo había proyectado? Sin embargo, no podía deshacerme de mi idea fija respecto de la manera de actuar que yo concebía para un salvaje, ni tampoco del ambiente que había preparado en casa. Probablemente la razón estaba en que no había tenido algo que poner en lugar de mi compañero de actuación. Por una parte había leído el papel solamente y, por otra, había representado el personaje aislado, sin relacionar uno con otro. Las palabras perturbaban la acción y ésta estorbaba a las palabras. * Hoy, mientras estudiaba en casa, volví a hacer todo lo viejo sin lograr algo mejor o novedoso. ¿Por qué continué repitiendo las mismas escenas y métodos? ¿Por qué mi representación de hoy es idéntica a la de ayer y lo será a la de mañana? ¿Se ha agotado mi imaginación o se ha terminado todo lo que de actor tenía dentro? ¿Por qué mi trabajo progresó tan rápidamente al principio y se ha estacionado de pronto? Mientras pensaba en todas estas cosas, algunas personas se instalaron en el cuarto contiguo para tomar té. A fin de no atraer su atención, me vi obligado a desarrollar mis actividades en un lugar distinto de la habitación, diciendo mi parte lo más suavemente posible, para que no me oyeran. Me sorprendió este pequeño cambio, mi ánimo se transformó y descubrí un secreto: el de no permanecer demasiado tiempo en un lugar determinado, repitiendo constantemente lo que ya nos es demasiado familiar. 4 En el ensayo de hoy comencé a improvisar desde el principio. En vez de andar de aquí para allá, me senté en una silla y representé sin gestos, movimientos o visajes. ¿Qué sucedió? Inmediatamente me confundí, olvidé el texto y mis entonaciones usuales. Tuve que interrumpir mi pensamiento. No había más remedio que volver a mi antigua manera de representar; aun a la anterior técnica de gesticulación. No podía controlar mis métodos; pues ellos me controlaban a mí. 5 Nada nuevo nos trajo el ensayo de hoy. Sin embargo, cada vez me acostumbro más al lugar en que debemos trabajar y a la pieza. Al principio, mi manera de personificar al moro era imposible de armonizar con el Yago de Paul. Hoy me parece que conseguí hacer coincidir nuestras escenas. Por lo menos, siento que las discrepancias han perdido su violencia. 6 Hoy el ensayo se hizo en el escenario grande. Contaba yo con la influencia de su atmósfera, pero, ¿qué sucedió? En lugar de la brillantez de las candilejas y de los bastidores del escenario, cubiertos de telones, me encontré en un lugar desierto y malamente iluminado. La totalidad del gran escenario estaba desnudo; sólo junto a las candilejas había algunas sillas de caña que delimitaban el escenario. A la derecha había una serie de luces. Apenas penetré en el recinto del escenario aparecieron ante mí el inmenso hueco del arco del proscenio y detrás de él una interminable y negra penumbra. Esta fué la primera impresión que recibí del escenario por dentro. —Comiencen —ordenó alguien. Yo debía entrar en la habitación de Otelo, delineada por las sillas, y tomar mi puesto. Me senté, pero el lugar resultó mal elegido. Apenas podía reconocer el plan de nuestra escena. Durante largo rato me fué imposible adaptarme a lo que me rodeaba ni concentrar mi atención en lo que sucedía a mi alrededor. Hasta me resultaba difícil mirar a Paul, que estaba de píe a mi lado. Mi mirada pasaba delante de él y se fijaba en la platea o en la parte posterior de la escena, donde algunos hombres trabajaban yendo de acá para allá, llevando objetos, otros martillando o conversando entre sí. Si no hubiese sido por mis largos ensayos en casa que me habían creado hábitos metódicos, me hubiese interrumpido en las primeras palabras. 7 Hoy hicimos nuestro segundo ensayo en el escenario grande. Llegué temprano y decidí prepararme en la escena misma, que estaba arreglada de manera bastante distinta a la de ayer. Se oía el rumor del trabajo mientras se colocaban los telones y la artillería. Hubiera sido inútil en medio de semejante caos tratar de encontrar la tranquilidad a que estaba acostumbrado en mi casa. Ante todo era necesario adaptarse al nuevo ambiente. Me dirigí al frente del escenario y contemplé el horrible hueco limitado a mis pies por las candilejas, tratando de acostumbrarme a él, y a liberarme de su atracción; pero cuanto más trataba de no darle importancia, más pensaba en él. En ese momento, un hombre que pasaba a mi lado dejó caer un paquete de clavos. Lo ayudé a recogerlos y mientras lo hacía, experimenté la agradable sensación de sentirme cómodo en el gran escenario. Pero rápidamente los clavos fueron recogidos y la opresión anterior volvió a apoderarse de mí. Me dirigí rápidamente a la platea. Los ensayos de otras escenas comenzaron, pero yo no veía nada. Estaba demasiado excitado esperando mi turno. Este período de espera tiene su lado bueno. Lo lleva a uno a un estado tal que todo lo que uno atina es a desear que llegue pronto el momento de actuar, para terminar de una vez con lo que causa tanto temor. Cuando llegó nuestro turno subí al escenario, donde se había armado un boceto de escena con elementos de varias obras. Algunos telones estaban colocados cabeza abajo y el moblaje era variadísimo. Sin embargo, el aspecto general al iluminarse era grato, y me sentí cómodo en esa habitación preparada para Otelo. Con un esfuerzo de la imaginación pude reconocer cierta similitud con mi cuarto. Pero en el momento en que se levantó el telón y la sala apareció frente a mí, me sentí preso por su atracción. Al mismo tiempo surgieron en mi interior las más inesperadas sensaciones. El escenario encierra al actor. Corta el espacio posterior de la escena. Sobre él hay grandes vacíos oscuros, a los costados están los bastidores que delimitan el espacio. Este semiaislamiento es agradable, pero lo malo es que proyecta hacia sí la atención del público. Otra nueva ansiedad era que mis temores me indujeran a la obligación de interesar al espectador. Este sentido de obligación se interponía entre mí y la necesidad de entregarme por entero a lo que estaba haciendo. Comencé a darme cuenta que estaba apurando la acción y las palabras. Mis lugares preferidos pasaban por mi imaginación como postes de teléfono vistos desde un tren. El menor titubeo y hubiera sido inevitable una catástrofe. 8 Como debía prepararme para mi caracterización, hoy llegué al teatro más temprano que de costumbre. Me dieron un buen camarín, una vistosa túnica que es una verdadera pieza de museo, la usada por el príncipe de Marruecos en El mercader de Venecia. Me senté en el tocador, donde había desparramadas varias pelucas, potes de barniz, pinturas, polvos y cepillos. Comencé por pintarme de un color marrón oscuro con un cepillo, pero la pintura se endurecía muy rápidamente y no dejaba casi huellas. Intenté pintarme con los dedos, pero no obtuve éxito, excepto con el azul claro, el único color, me pareció, que no podía tener utilidad alguna para la caracterización de Otelo. Me puse barniz y traté de pegarme a la cabeza un poco de pelo, pero el barniz me producía escozor y el pelo se me pegaba a la cara. Probé una peluca tras otra, que colocadas sin afeites en la cara resultaban demasiado evidentes. Por fin, traté de sacarme el resto de pintura que me quedaba en la cara, pero no tenía la menor idea de cómo hacerlo. En ese momento entró al camarín un hombre alto y delgado, vestido con una larga bata blanca, y comenzó a trabajar en mi cara. Limpió primero con vaselina todo lo que me había puesto, y me pintó de nuevo. Cuando veía que los colores eran fuertes, sumergía el cepillo en aceite. También ponía aceite en mi cara, y así, sobre esa superficie, el cepillo podía estirar los colores suavemente. Finalmente, me pasó por todo el rostro una sombra negra, apropiada para semejar el cutis de un moro. Casi eché de menos la sombra más oscura que daba el chocolate, pues contribuía a hacer brillar mis ojos y dientes. Cuando estuvo todo listo, pintura y traje, me miré en el espejo y quedé encantado con el arte de mi maquillador, así como de mi aspecto general. Los ángulos de mis brazos y de mi cuerpo desaparecían en las flotantes vestiduras, y los gestos que había ensayado estaban de acuerdo con ellas. Paul y algunos otros entraron en el camarín y me felicitaron por mi aspecto. Esta actitud de mis amigos me devolvió mi antigua confianza, pero cuando llegué al escenario me confundieron los cambios de posición de los muebles. Un sillón de brazos había sido colocado a exagerada distancia de la pared, casi en la mitad de la escena, y la mesa se hallaba demasiado adelante. Parecían colocados para una exposición, en el lugar más destacado. Debido a la

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