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Pan negro PDF

286 Pages·2017·1.37 MB·Spanish
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A medio camino entre la memoria y la ficción, Pan negro gira en torno a Andrés, un muchacho que crece en los años más crudos de la posguerra. Él pertenece al bando de los perdedores: su padre, hombre de firmes ideales republicanos, ha sido encarcelado por «rojo»; su madre se ha visto obligada a trabajar en la fábrica y confía a su hijo a unos parientes que viven en el campo. Poco a poco se produce un cambio sustancial en Andrés, que de perdedor pasa a sentirse ganador, en una metáfora del país que asimila la derrota y acepta, con pasividad, una victoria que no es la suya. A pesar de vivir lejos de sus padres, en un clima de miedo palpable, el tiempo en la masía está lleno de sentimientos y descubrimientos: el misterioso mundo de los adultos y los primeros pasos en las sendas del sexo. Es también un tiempo de amistades valientes, de cuentos explicados a la vera del fuego, de juegos al aire libre, de pan con vino y azúcar… de pan negro. Emili Teixidor Pan negro ePub r1.0 Titivillus 07.02.17 Título original: Pa negre Emili Teixidor, 2003 Traducción: Emili Teixidor Editor digital: Titivillus ePub base r1.2 A Pep y a Marina. A Joan Rosaura y a Anna M. Camprubí, amigos. La mentira de la Historia es la mentira misma de la Realidad. Hay un sinfín de vaguedades que se cuelan por las grietas de la Realidad. Cuando se hace Historia, aquel que la hace está configurando sus límites en unos nombres, unas cifras, incluso, y por tanto estará pretendiendo apresar de una forma finita, real, aquello que está lleno de infinidades. Hay un momento en que, evocando un hecho cualquiera de su mundo, uno no se siente contento con la explicación, con la denominación, con la cuantificación de la Realidad. Uno siente que aquello no era verdad; que pretendía ser verdad, pero que no lo era. Agustín García Calvo en declaraciones a El País, en «Babelia». Sería hipócrita mirar atrás, hacia los años 1940-1945, y decir que fue una época terrible. Creo que todavía estamos de lleno en esa época. W. G. Sebald en declaraciones a La Vanguardia, «Culturas», 56 Agradecimientos El autor agradece los comentarios y sugerencias de Félix Duran, Ángel y Luis Fernández, Lourdes Cantera y Ceferina Cerván, así como los de Daniel Royo y Luis Lagos. 1 Cuando hacía buen tiempo, desde la Pascua Florida hasta principios de otoño, con el cambio de color del bosque, vivíamos en las ramas de los árboles. Nos habíamos encaramado a todos los árboles del huerto de los frutales, lo suficientemente fuertes para aguantarnos a los tres y lo suficientemente bajos para poder subir sin escalera, y después de probarlos escogimos el ciruelo viejo como guarida definitiva. El ciruelo o pruno viejo tenía la horcadura del tronco amplia, acogedora y oscura como el fondo de un caldero, y las tres ramas que nacían de ella permitían que nos instaláramos allí con comodidad, apoyáramos la espalda y nos repartiéramos el espacio con precisión: tocaba una rama para cada uno. La horqueta era el lugar común donde nos encontrábamos. Las ramas, en cambio, eran espacios privados, cada uno guardaba allí sus cosas, trataba las ramillas como le parecía, colgaba cintas o papeles en las hojas, cogía las ciruelas para su uso particular sin obligación de compartirlas con los primos e incluso podía no responder a las preguntas lanzadas desde las ramas vecinas, como si se encontrara en una habitación cerrada y el ramaje fuera una pared que no dejaba pasar las palabras. Los demás árboles, vecinos del ciruelo viejo, eran manzanos, la mayoría, algunos perales, ciruelos jóvenes o endrinos con ramas demasiado delgadas para soportar nuestros movimientos, árboles chaparros, decía la abuela, con el ramaje espeso y de poca altura. Más allá del huerto había un par de olmos medio carcomidos y el cerezo de la vuelta del camino, los robles del robledo del prado, junto al bosque pequeño, y el saúco inmenso de detrás de la casa, tan alto que nunca habíamos podido contar todas sus ramas, multiplicadas hasta el infinito, como una red que se extendía más arriba del tejado de la masía. El saúco era el árbol de la abuela Mercedes porque se conoce que sus flores eran medicinales, y siempre que podíamos dejábamos las ventanas de la parte trasera abiertas para que penetrara el perfume de las flores de saúco —la fragancia, decía la abuela— y sólo con respirar aquel olor huyeran todas las enfermedades, que ella llamaba dolencias o accesos y también zamarrazos cuando copiaba las palabras del padre Tafalla. Sólo el ciruelo viejo tenía las ramas suficientemente largas y fuertes para acogernos bien. Una casa vegetal con la madera rugosa, oscura y avejentada de una cabaña en mitad del bosque o de una pared entiznada de la cocina. Los manzanos eran demasiado pequeños y cuando las manzanas maduraban toda la copa colgaba hacia el suelo, como el vientre de una mujer preñada. Y cuando florecían, el perfume era demasiado intenso y empalagoso, y las flores demasiado blancas y apretadas. Con los perales ocurría lo mismo. Los olmos me daban asco y miedo, el tronco era demasiado viejo, sucio y agujereado, parecía podrido, y el ramaje era demasiado pequeño para el tamaño del árbol, como el herrador del pueblo y los hombretones que le llevaban los caballos a herrar, que tenían un pecho enorme y la cabeza minúscula. El cerezo era más acogedor, pero la ramada era demasiado espesa y los racimos de cerezas demasiado delicados para nuestras actividades aéreas, las cerezas teñían la ropa, las manos y las piernas y nos delataban. Además, su situación, al borde del camino que llegaba a la casa por el lado de la cocina y del prado y conducía al pueblo de mi madre, el pueblo de las fábricas, lo hacía demasiado visible a los ojos de los mayores. Los robles quedaban demasiado lejos de la casa, aunque resistían bien nuestras embestidas. Y el saúco era inalcanzable, el árbol de la abuela, el prodigio medicinal que restauraba la vida, y lo considerábamos casi sagrado. El ciruelo viejo era el refugio perfecto. Plantado frente a la entrada de la masía, apartado lo justo para que pudiéramos ocultarnos y lo suficiente a la vista para que no nos acusaran de escaparnos del trabajo, con la frondosidad y la distancia precisas para formar una especie de cortina que nos permitía ver sin ser vistos cuando estábamos arriba, casi a la altura del primer porche de la casa. Desde allí lo controlábamos todo: la entrada, los porches, los establos… Al lado izquierdo, veíamos el robledal del prado junto al sendero del cerezo que llevaba hasta Can Tona y otras fincas vecinas pasando por el bosquecillo hasta llegar al pueblo de mi madre, el pueblo de las fábricas, y un segundo camino más ancho que daba la vuelta completa a la casa pasando junto al pozo y los abrevaderos y las piedras o terrones de sal para el ganado, y a la derecha, cercados por un enrejado de alambre, podíamos ver los establos, el gallinero, la pocilga, la era o el campo de trillar rodeado del pajar, el almiar y el henil —la abuela decía que los de ciudad no sabían distinguir un pajar de una pajera o un nial de una niara, con ese pequeño detalle ella descubría si se trataba de labradores o gente de ciudad que llamaba de calzado plano—, el estanque al final de un repecho donde empezaba el bosquecillo de los avellanos que al final rozaba el huerto del convento de los frailes, separados por un muro de piedras. El segundo camino asomaba después de dar la vuelta a la casa y se convertía en el camino de la escuela y del pueblo vecino, o el pueblo a secas —el otro pueblo era el de las fábricas y era mucho mayor; el padre Tafalla a veces llamaba aldea al pueblo, pero la abuela no le copió nunca esa palabra, quizás porque hería un poco su orgullo local—, junto al bosque grande que llenaba todo el paisaje del fondo excepto el punto ocupado por la carretera de Vic, con la doble fila de plátanos viejos, y los cultivos y el balumbo oscuro del convento de San Camilo de Lelis, el convento de los enfermos desahuciados. Subidos al ciruelo, nos recostábamos en el árbol, con las manos o los brazos apoyados en las ramas más pequeñas, Quirico chico en el brazo más alto, yo en el del centro, y Nuria, la menuda, la de las trenzas de oro, algo por debajo de mí, de espaldas y frente a la masía, mientras que nosotros, los chicos, con la casa enfrente, no teníamos ni que mover la cabeza para verlo todo: las visitas que llegaban por el camino, las mujeres sentadas en el primer porche desgranando mazorcas o zurciendo la ropa, los hombres en los establos, las bestias enfurruñadas en la era o amorradas en la alberca, los perros en el poyo de la entrada, los caballos atados a la argolla de la esquina. Nuria se quejaba siempre de que no podía ver nada: —¿Qué pasa…, qué pasa…, qué espiáis? —preguntaba cuando Quirico chico y yo comentábamos con aires de superioridad lo que veíamos desde nuestros puestos de vigía. —No miramos nada —respondía, seco, Quirico chico sin siquiera mirarla, como si hablara consigo mismo—. Ahora, a esta hora de la siesta, no se ve nada, no hay nadie. La Lloramicos empezaba a gimotear que no había derecho, que desde su rama no podía ver qué pasaba. Pero nosotros no le hacíamos ni caso, como si no la oyéramos. Cuando ella callaba, distraída por algún animalillo o para recomponerse la cabellera rubia que nunca llevaba bien trenzada, Quirico chico, como si hiciera una concesión, como si continuara hablando para él, pero lo suficientemente alto para que le oyéramos los dos y en un tono que remedaba la voz y las expresiones de la abuela cuando nos contaba cuentos de miedo, de dar miedo los llamábamos, añadía: —Esta hora es como la de la mitad de la noche, que sólo pueden oírse las sombras del bosque. Si hay viento, llega el grito de la lechuza que trae mal fario, los chillidos de miedo de los agonizantes que están en las últimas, las campanas del convento, si los frailes llegan a tiempo para confesarlos y darles los últimos sacramentos, y los alaridos de los difuntos que han muerto en pecado mortal… La Lloramicos se tapaba las orejas y suplicaba: —¡Calla! Lo mismo que hacía cuando la abuela llegaba en sus historias al momento más emocionante y esperado, cuando el hacha del verdugo estaba a punto de cortar el delicado cuello de la princesa de piel blanca, o el ladrón se sacaba de la faja el cuchillo afilado y reclamaba el corazón de la doncella más joven y más hermosa. Y Quirico chico y yo estallábamos en carcajadas.

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Ella nos llamaba borregada y gurruminos a pesar de que. Quirico chico ya estaba crecido, un grandullón según la abuela, y un gambalúa, también,.
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