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OLIVO Y VID EN LA ANDALUCÍA ROMANA PDF

24 Pages·2009·0.98 MB·Spanish
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OLIVO Y VID EN LA ANDALUCÍA ROMANA: PERSPECTIVAS DE UNA EVOLUCIÓN Genaro Chic García Universidad de Sevilla Los historiadores con frecuencia tendemos a situar los hechos del pasado en función de las líneas coordenadas de espacio y de tiempo pensando que estas constituyen elementos fijos; y tal vez ahí esté nuestro mayor error porque ambos conceptos son tan variables como los propios hechos que en función de ellos se sitúan. Si a cada situación histórica, a cada nivel de pensa- miento, corresponde una teoría científica determinada, como demostró ese gran investigador de la ciencia que es Kuhn (1981), lo mismo que a cada momento le corresponde una determina- da visión y escritura de la Historia (Certeau 1985, 24-25), ello se debe fundamentalmente a los cambios que, de forma con fre- cuencia inaprensibles, se van produciendo en la percepción que el hombre va teniendo del espacio que le rodea y del tiempo en el que vive. Es por ello por lo que no hay nada que dis- tinga más a las civilizaciones antiguas (o anticuadas) de las moder- nas que esta percepción del ámbito espaciotemporal en que viven y su actuación en función de la misma. Nos hemos acostumbrado a pensar de una forma lógica y ello nos lleva a considerar que un minuto es siempre un minu- to, de la misma manera que un metro es igual a otro metro. Pero es fácil percatarse de que no siempre necesariamente es así: que un minuto de dolor dura más que uno de placer y que 63 un metro de pesebre no es siempre lo mismo que cien centí- metros de altar. A la visión lógica del mundo se contrapone una visión mítica (Chic 1995), una visión que sitúa el control de la realidad no en el hombre sino en alguna potencia que supera su naturaleza; una visión donde el continuum predomina sobre lo diferenciado, de la misma forma que en la generación femenina es dificil establecer durante cierto tiempo una cisura entre la madre y el hijo, mientras que la diferencia es eviden- te en el caso masculino. Mircea Eliade (1985), dejó bien esta- blecido el carácter sacro que para el hombre antiguo tiene nor- malmente el espacio y el tiempo en que le gusta vivir y la importancia suprema que se da en principio a la sacralidad, al espacio del fanum, frente a lo que carece de esta característica cualitativamente diferenciadora; y cómo el tiempo primordial, aquel en que las cosas llegaron a su ser por voluntad de los Otros, de los dioses, es un tiempo lleno de ser del que los hom- bres no quieren apartarse, de tal forma que, si no pueden alcan- zar el eterno presente que se identifica con lo divino, van a procurar al menos plantearse su vida en un eterno retorno a las fuentes del Ser. Esto ha sido y es así en todos los pueblos que se plantean una relación con la Naturaleza bastante simple. Lo mismo que es cierto que el pensamiento lógico, el que define metodológi- camente las unidades en que se puede separar la realidad y las opone entre sí en un fructífero diálogo que permite intervenir en el orden impuesto a esa naturaleza, ha tendido a expandir- se al compás de la marcha de la civilización. Es interesante, en ese sentido, observar por ejemplo cómo, en Grecia, la apa- rición en el siglo VIII a.C. del templo como elemento cons- tructivo, a resultas de un desarrollo económico ligado a la agri- cultura que permite hacer más complejas y perdurables las ofrendas a los dioses (Coldstream 1979, 317-21), implica una geometrización del sacer locus [lugar sagrado], una racionaliza- ción del espacio, que antes había estado ausente y que habrá de acompañar en adelante a ese marco de la vida humana que hemos venido definiendo como fiolis, una expresión comunmen- te traducida como ciudad-estado, aunque no siempre implica necesariamente un concepto urbanístico. Como señala F. de Polignac (1984, 30), «la aparición del santuario significa una 64 modificación sensible de la percepción del espacio, poniendo fin en primer lugar a su estado de relativa indeterminación: este espacio está en adelante organizado, repartido, y la frontera entre lo sagrado y lo profano claramente trazada». La Arqueología parece evidenciar que en el Sur peninsular se había venido produciendo este fenómeno y que también aquí, lentamente, iba surgiendo una forma embrionaria de vida urba- na. Así, en los siglos IV-III a.C. el poblamiento del Sur de la Península era relativamente abundante, con una serie de asen- tamientos que posiblemente tuviesen carácter de hábitat agru- pado, con casas para las unidades familiares, pero sin que se tenga constancia de verdaderos edificios públicos a excepción de algun posible almacén comunal, como parece darse en los casos de Tejada la Vieja (Huelva) y Cerro de la Cruz, en Almedinilla (Córdoba). Pero, en todo caso se podría rastrear en los poblados ibéricos de esta época la presencia de algún edi- ficio aristocrático/religioso, como en Puente Tablas o Cástulo (ambos en la provincia de Jaén; Keay 1992, 282-3; Snodgrass 1982, 27-28, sugiere que los cambios agrícolas se encuentran relacionados en el mundo griego en el que emerge la palis con la presumible expansión de las tierras de cultivo y la aparición de construcciones religiosas como centros de unidad cívica), lo que no deja de ser un símbolo, más del lugar como elemento sacro que sirve de base a la comunidad que se reúne en él y lo siente como elemento de fijación religiosa al terreno que cul- tiva, que del Estado como estructura de poder político separa- do propiamente dicho. Posiblemente la ocupación cartaginesa (237-206 a.C.) dejase su impronta en la configuración de un verdadero urbanismo como parece que la dejó en los sistemas de fortificación del entorno de Ecija (Didierjean 1983, 73-80). En Roma el proceso había sido algo más rápido. RudorfT (1894, 342 y ss.; ha aparecido en 1977 una traducción caste- llana de este trabajo) señala que «la antiquísima orientación del decumano tiene su razón en la ordenación del mundo (satio mundi 183, 17 - 18, 13), en el camino virtual del Sol y de la Luna desde el nacimiento hasta la puesta, tanto en la trayec- toria diaria, como en su marcha anual a través del zodíaco (quod eo sol et luna spectaret 27, 17)», y que <da determinación de las regiones del territorio como delantera, trasera, diestra y sinies- 65 tra (Isidor. orig. 13, 1: quatuor - esse constat climata mundi id est plagas - oriens ab exortu solis - occidens, quod diem faciat occidere et interire - septentrio - a septem stellŭ axŭ aocatur, quae in ipso reuolu- tae rotantur. hic proprie et aertex dicitur, eo quod aertitur - meridies - quia ibi sol faciat medium diem -.^anuae caeli duae sunt: oriens et occasus, nam una parte sol procedit, alia se recipit. Cardines autem mundi duo, septentrio et meridies, in ipsŭ enim aolaitur coelum. Cf. Caesar Germ. phaenom. Aratea v. 19.: Axis at immotus semper aestigia seruat Libratasque tenet tenas et cardine fzrme Orbem agit), depende de la posición del gromático respecto a los climata [regiones], ianuae [puertas] y car- dines mundi [polos del mundo]»(183, 18 ss.; Rudolf (1848, 343) señala también que «la división dual del espacio se encuentra también en el tiempo, en las Doce Tablas el pequeño ciclo del día se descompuso en las dos mitades determinadas por el ortus y el occasus, y sólo con posterioridad se añadió el concepto de división en cuatro mediante meridión y septentrión». Pero que pocó a poco, conforme se avanzaba hacia la época Imperial, «la decadencia de los auspicios y el principio de utilidad con- dujeron al descuido, tanto urbano como militar, de la limitatio [delimitación, en este caso religiosa] (Rudolf 1848, 348). Se había avanzado, pues, más decididamente que en el Sur de Hispania, hacia una geometrización del espacio. Keay (1992, 287) señala que hasta la época de César y, sobre todo, Augusto, la administración romana debió de traba- jar casi por entero sobre la base política preexistente en el mundo indígena, aprovechando el sistema de relaciones existente hasta entonces. Creemos que la figura del praetor en su provin- cia debía recordar en cierto modo la del District Commŭ sioner del colonialismo inglés en el Africa Oriental, tal y como nos la muestra Mair (1970, 235-236): su responsabilidad se limitaba a la correcta administración de su distrito y a la ejecución de aquella parte de los planes trazados por el gobierno central que afectaran a sus pobladores. Por encima de todo era el guardián de la ley y el orden público en su circunscripción y responsa- ble de que se pudiesen recaudar los impuestos; para lograrlo se imponía sobre todo la adaptación a las circunstancias, apoyan- do a unas autoridades locales, limitando el poder de otras e inventándolas cuando se encontraban con comunidades acéfa- las, pues siempre necesitaban algún intermediario con quien tra- 66 tar. Ni que decir tiene que su influjo en la transformación de los esquemas administrativos previos fue inmenso, y que los nue- vos planteamientos hubiesen sido impensables sin la actividad «igualadora» anterior (Chic 1994). Augusto, a nivel administrativo, había comenzado por sepa- rar la región más meridional de la provincia Ulterior [más leja- na] formando una nueva provincia con carácter de demarca- ción estable a la que denominó, por tener como eje fundamental el río Baetŭ [Guadalquivir], como Baetica (Plin., N.H., III, 3, 7: Baetica a,flumine mediam secante co,^nominata; no hay seguridad acer- ca del momento exacto en que se llevó a cabo esta separación, pues mientras Albertini (1923, 25 y ss.) defiende la fecha tra- dicional de 27 a.C. (Dio Cass. LIII, 12, 4 ss.), Alfdldy (1969, 223-225 nt. 9) prefiere datarla hacia 13 a.C.). Y es más que probable que a Augusto se deba también, en su afán de estruc- turar el nuevo Estado Romano, la creación de los conventos jurídicos como unidades administrativas estables (Plin., N.H. III, 3, 7), intermedias entre los fiofiuli [pueblos, en sentido étnico] o urbes [ciudades urbanizadas] y la proaincia (Cortijo 1993, 121- 133; los hallazgos epigráficos de Asia conducen cada vez en mayor medida a considerar que Plinio utilizó los registros de Agripa en que figuraban estas unidades administrativas inter- medias denominadas en adelante conuentus iuridŭ i o dioí/cesŭ , con la especificación de los grupos étnicos o ciudades atribuidos a cada una y la respectiva metrópoli, cf. Habicht 1975). La inno- vación era grande, en cuanto que la filosofia que subyacía en la configuración a nivel legal de lo que antes era sólo una situa- ción funcional de hecho (los conventus [asambleas regionales] visi- tados periódicamente por el pretor para impartir justicia, apro- vechando las asambleas indígenas, posiblemente de origen religiosos) implicaba una nueva concepción del Estado, en la que no deja de tener interés, con todo, la utilización de los vie- jos moldes prepolíticos para la configuración de un nuevo esta- do temtorial -el conventus pasa a tener unos límites precisos, poniéndose así más el acento en su aspecto geográfico que en su acepción de «asamblea» de pueblos-, que deje atrás el redu- cido concepto de polŭ . Queda por investigar el carácter sacro de estas asambleas que, como sabemos, se aprovecharon para cimentar una de las bases más importantes del culto imperial, 67 símbolo espiritual de los nuevos tiempos. A1 fin y al cabo, los grandes estados de la Antigŭ edad (como el Egipcio, ahora inser- to en el marco general del Imperio romano), no se basaban en las ciudades sino en el territorio ocupado por una población que se sentía unida en el seguimiento de la divina figura del rey. No debe ser por casualidad que el Imperio Romano ter- minó ruralizándose cuando adquirió por fin la forma definitiva -aunque efimera- de un estado territorial amplio. Vd. Rogers 1991 sobre la fiesta y la integración de la población plural no sólo con la ciudad de la que dependía el territorio que habi- taba sino también con el Imperio a través del culto imperial. Le Roux (1994, 397-411) opina que el culto imperial se pon- dría en marcha en la Bética bajo Augusto y que con los Flavios lo que se produciría en realidad sería una reordenación dirigi- da, sobre todo, a favorecer la preemiencia de la capital pro- vincial. Canto (1981, 151-152) opina que la presencia de pon- tifices del culto imperial en localidades tales como Antikaria, Urgavo, Obulco, Aurgi y Carmo implican un fervor que les lleva a solicitar la dedicación de un sacerdos especial al culto de los Julios en una época en que éste no estaba del todo bien estatuido. También la ciudad de Ulia se distinguió en su afec- to a la casa imperial, como atestiguan las inscripciones; a par- tir del reinado de Tiberio los pontifzces dejarán su lugar a los flamines. Se trataría, en suma, de una cierta apuesta hacia la geometrización (y consecuente desacralización) del espacio (Nicolet 1988, 221 llama la atención sobre el término re^o, usado en la nueva división administrativa de Italia y tomado del len- guaje de los geómetras). Algo que no había de quedar en el marco meramente administrativo: la colonización organizada a finales del siglo I a.C. había traído una nueva forma de distri- buir el territorio y explotarlo. Un epígrafe dé comienzos del siglo II a.C. (CIL, II, 5041) nos muestra que desde el oppidum [lugar fortificado] de Hasta (cerca de Jerez de la Frontera), se controlaba, a través de una serie de turres como Lascuta (y pre- sumiblemente Seguntia), un terreno relativamente extenso, y que existía en el mismo una población considerada jurídicamente inferior. Siglo y medio más tarde el Bellum Hispaniense (VIII, 3- 4) nos sigue mostrando una situación similar en otras partes de la provincia: hic etiam firopter barbarorum crebras ezcursiones omnia loca 68 quae sunt ab oppidis remota, turribus et munitionibus retinentur, sicut in Africa. Pero en tiempos de Augusto aquí, como en la Galia (Arbois de Jubainville 1886, 306-311), el territorio fue reorga- nizado en base a las ciudades (colonias o municipios), con sub- divisiones en pagi [pagos] constituidos por un determinado núme- ro defundi [fundos o fincas], regidos desde las respectivas aillae: «Fundus y villa son dos términos correlativos. Fundus es la por- ción del suelo que forma una explotación agrícola pertenecien- te a un propietario determinado. Villa es el grupo de edificios en donde se aloja el propietario del fundus y que sirven para la explotación. No hay villa sin fundus, ni fundus sin villa. Si se suprime la villa, el fundus queda reducido al estado de ager o de locus. Si se suprime el fundus, la villa no es más que un aedificium» (Arbois de Jubainville 1886, 308; cf. el epígrafe de Écija (Hernández 1951, III, 207), que nos habla de un tal P. Acilio Antíoco, liberto de Publio, que fue enterrado en su fundo, en el pago Singiliense. Todo ello es acorde con los términos en que, según Ulpiano (Dig., L, 15, 4) se debía realizar la escritu- ra del censo. Evidentemente habría que considerar también los saltus, donde no se establece ninguna división en fundi, ni con- templa las aillae por consiguiente. La centuriación -consistente en la delimitación de los lotes de una colonia romana, reparti- dos en centurias y cuyo trazado constituía un cuadriculado regu- lar que partía de dos ejes perpendiculares fundamentales [cardo y decumanus], que delimitaba centurias de unas 50 Ha., cada una de las cuales contenía de ordinario entre tres y seis lotes de tierra- daba paso normalmente a la asignaciónde parcelas no demasiado grandes -entre 8 y 16 Ha.-, incluso considerando que se hacían según la categoría de los militares a quienes se entre- gaban (ad pretium emeritorum) (Chouquer-Favory 1979, 83-84; Keppie 1983, 91-95). Señalaremos tan sólo ahora que el vino y el aceite, los pro- ductos estrellas de las nuevas fincas, eran los licores por exce- lencia de la civilización y que iban ligados al desarrollo de la vida urbana. Así, frente a los civilizados turdetanos, nos dice Estrabón (III, 3, 8(155)) que los montañeses del norte comen pan de bellota, beben una especie de cerveza en vez de vino, usan manteca en vez de aceite, no conocen el uso de la mone- da, y navegan en barcas de cuero por los estuarios y lagunas, 69 no pasando ahora su progreso del uso, raro por demás, de aque- llas barcas talladas en un solo tronco que los turdetanos habí- an dejado ya atrás (III, 3, 7(155)). «Su rudeza y salvajismo -termina diciendo- no se deben sólo a sus costumbres guerre- ras, sino también a su alejamiento, pues los caminos marítimos y terrestres que conducen a estas tierras son largos, y esta difi- cultad de comunicaciones les ha hecho perder toda sociabilidad y toda humanidad». En cambio, la Bética -constituida como provincia aparte en 27 a.C.- conocía la moneda desde la época cartaginesa, tenía buenas comunicaciones desde hacía tiempo, y ahora además la construcción de la aia Augusta y la adecuación de ríos como el Guadalquivir -canalizado para la navegación, como demuestran los datos arqueológicos y el testimonio de Phil., Vit. Afioll., V, 6; vd. Chic 1990)- y el Genil para mejorar su navegabilidad -abaratando enormemente los costos del transporte y facilitan- do el desarrollo de la vida urbana, incluso en lugares tan poco favorables desde el punto de vista militar como Astigi [Ecija] o Hispalŭ [Sevilla]- hacían que, como se diría luego refiriéndose a la Narbonense (Plin., N.H., III, 31), se pareciese más a Italia que a una provincia. Es cierto que el olivo era ampliamente conocido en la Bética por lo menos desde el siglo II a.C., como nos ponen de relieve los testimonios de Apiano (Ib. 61 y 64), relativos a la guerra de Viriato y la presencia de algunos moli- nos y prensas aceiteras en los yacimientos no romanos de la zona, como indica Sáez (1987, 216-217). El Bellum Hŭ fianiense (27, 1 y 3) nos menciona olivares en el valle del Genil y Varrón (r. rust. I, 14, 4) nos habla de larguísimas paredes de tapial (ex terra et lapillŭ compositŭ in forncŭ ) que rodeaban las fincas, los oli- vares y los viñedos (Caro Baroja 1976, 120-21). Se atribuye a la ocupación cartaginesa el cultivo en forma científica de estas especies (pero vd. RostovtzefT 1962, I, 41), aunque, al margen de estas teorías, lo cierto es que apenas sabe- mos nada sobre la actuación cartaginesa en la Península y su repercusión en el sistema de vida de la población indígena. Pero, , de todos modos, la producción debió de ser de momento bas- tante limitada y no debía de ir más allá de cubrir las necesi- dades de esta grasa vegetal por parte de las comunidades ciu- dadanas de la región, como pone de manifiesto el hecho de las 70 importaciones de aceite itálico. Dado que la Bética no está ates- tiguada como gran exportadora de aceite hasta la aparición de sus ánforas en Rádgen hacia 10 a.G. (Sealey 1985, 17; a esta época corresponden también las ánforas Dressel 20 encontradas en Skeleton Green (Hertfordshire), vid. Partridge 1981, 48 y 80; Peackock y Williams (1986, 134-135) le dan a este tipo de ánfo- ra olearia bética primitiva el número 24 de su clasificación, dis- tinguiéndola de la Dressel 20 que comenzaria a fabricarse a partir del reinado de Tiberio) y que los olivos necesitan una decena de años para poder alcanzar la plena producción, hay que retrotraer su siembra intensiva hacia los años 20 del siglo I a.C. (González 1995 sitúa hacia el 25 a.C. la fundación de Astigi). A juzgar por los resultados, la plantación de olivos hubo de ser bastante masiva en la etapa colonizadora de César y Augusto. Y es que la adecuación para la navegación del Guadalquivir hasta Cosduba y del Genil hasta Asti,^i (Ecija) pron- to determinó que las zonas de fácil acceso a estos ríos, así como al Guadalete (Lacca) en la zona gaditana, se dedicasen a culti- vos, como la vid o el olivo, que, si bien exigían grandes desem- bolsos de capital (dada la carencia inicial de producción en los primeros años de estas plantas), eran sin embargo muy renta- bles con vistas a la comercialización exterior de los artículos de ellos derivados. La expansión de la viticultura debió de ser real- mente extraordinaria a juzgar por las variedades de vinos recor- dadas en lás fuentes, que pasan de 5 en Varrón a 63 en Columela y 71 en Plinio; además el vino podía alcanzar gran rentabili- dad, por tratarse de un producto que se podía guardar largos años y ser considerado como objeto prestigioso (Sealey 1985, 107-108 y 125). La verdad es que en cierto modo el proceso había comen- zado por la zona gaditana, la de más rancio abolengo urbano de la Península. La ciudad había venido fabricando ánforas de tipología púnica hasta el siglo I a.C., que es cuando se produ- ce una transformación tipológica importante hacia formas itáli- cas, como ha sabido ver en su magnífico estudio, en vías de publicación, E. García Vargas. Aparecen ahora en la Bahía, durante la el último cuarto del siglo I a.C. una serie de alfa- res que reproducen claramente formas romanas o de ambiente romanizado contemporáneas, en concreto Dressel 1 c. Se trata 71 de la primera imitación de tipos italianos después de las gre- coitálicas de Torre Alta, más de cien años antes. Este vacío en la presencia de ánforas de tipología no púnica puede respon- der, no obstante, a lagunas en la investigación. De cualquier modo, los fondos del Museo Provincial de Cádiz y las últimas excavaciones en la ciudad demuestran que a lo largo del s. II a. C. las ánforas italianas de los tipos Will D y Dressel 1, varian- tes A y C, llegaban a Cádiz en buen número junto a produc- ciones adriáticas del tipo Lamboglia 2. César había concedido a la ciudad el estatuto municipal en 49 a.C. en unas circuns- tancias políticas que hemos estudiado en otro lugar (Chic, 1995b, 63-65). Pronto comenzaría la integración, como puede verse con claridad en el hecho de que individuos claramente indígenas pongan sus nombres (Baalt, Baart) tanto en neopúnico como en latín en marcas impresas sobre ánforas producidas en la propia Cádiz y halladas en el yacimiento de la calle Gregorio Marañón, donde coexisten formas púnicas y latinas (García Vargas 1996, 58). La riqueza de la ciudad determinaría que muchos de sus habitantes tuviesen en censo de caballeros, unos 500, dice Estrabón (III, 5, 3) y Reynhold (1971, 280) nos recuerda que «el título de eques (algo así como hidalgo) comprendía no sólo al núcleo de elite que recibía una concesión del equus publicus por el emperador y era la fuente de mano de obra de la que el emperador sacaba a muchos de los funcionarios más bajos de la administración imperial, sino a todos los de nacimiento libre que poseían un censo de 400.000 sestercios. Mientras que para la admisión a la primera categoría era necesaria la explí- cita aprobación y concesión por el emperador, el término eques romanus tendía a ser usurpado informalmente por todos los ciu- dadanos romanos que tenían ese censo». Pero hacerse caballe- ro romano era algo más que alcanzar un censo: la aristocracia mercantil de Cádiz se iba a tener que adaptar paulatinamente a la mentalidad de la aristocracia terrateniente que gobernaba el Imperio y que desdeñaba formalmente las actividades comer- ciales como propias de gente de baja condición moral. Por ello, para poder mantener sin mancha el status de la nobilitas o noble- za romana, estos nuevos caballeros y senadores habrían de diri- gir progresivamente sus inversiones hacia la adquisición de tie- rras de labor; y como éstas apenas eacistían en el marco insular 72

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