Description:«¡No toquéis a las siamesas!», era una frase-amuleto que habitualmente salpicaba las conferencias que sobra la vida diaria en el sudeste asiático nos daba Sam Ivory en una dependencia oficial de Washington. Había vivido en menos de veinte años en Thailandia y pasaba por ser un verdadero experto en la historia y en la política de aquel país. Viéndole, con sus gruesos lentes en perpetuo equilibrio sobre aquel armazón de huesos recubiertos por una piel pálida y fría, que constituía su largo y desgarbado cuerpo, se comprendía muy bien que él había seguido escrupulosamente su propio consejo. Resultaba inconcebible que el aburrido Sam Ivory hubiese estado jamás cerca de una siamesa ni de ninguna otra mujer de este mundo. Pero su advertencia se basaba en razones distintas a las biológicas. —Rozar siquiera a una siamesa en el codo para ayudarle a cruzar una calle constituye una injuria —explicaba—. Una mujer que permite el más ligero contacto masculino queda deshonrada, y el hombre que haga tal cosa se expone a graves problemas. Alguno de nuestros agentes olvidó esta elemental regla y fracasó en su cometido.