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Memorias De Un Desconocido PDF

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1 2 MEMORIAS DE UN DESCONOCIDO Ricardo Salvador Casanovas 3 4 ISBN: 5 A todos los personajes ficticios de esta historia 6 7 8 El final de una vida El día estaba nublado, húmedo y caluroso como suelen serlo los de agosto, en Caracas. Después de mucho buscar y discutir si estaba en el sector "G" o "H", al fin Norma, nuestros hijos y yo dimos con la tumba de la Yaya. Una pequeña placa de bronce, como las del resto de miles de tumbas del Cementerio del Este, indicaba el nombre de mi abuela y las fechas en que llegó y se fue de este mundo, el 11 de noviembre de 1895 y el 3 de agosto de 1976. En trece años sólo había estado allí una sola vez, dejándole un ramo de siemprevivas, que había escogido Norma. El mantenimiento general de la necrópolis impedía notar que aquel pedazo de tierra que guardaba los restos de esa mujer que signó mi vida y carácter, llevaba tanto tiempo sin ser visitado. Me embargó una fuerte emoción. Estar cerca de ella era como estarla viendo, como sentir su fuerte y, en ocasiones, violenta personalidad. No recuerdo cuánto rato estuve de pie ante su tumba, pero sí sé que le pedí protección ante la nueva vida que días después iniciaríamos en Madrid. Durante esos minutos, mi familia guardó, además de distancia, un respetuoso recogimiento. Al despedirme, me agaché y deposité sobre la placa, un beso, que acababa de dar sobre mis dedos En ese instante recordé los últimos momentos junto a ella. ●●●●● El 3 de agosto de 1976 llegué, como era habitual, a mi trabajo, en un centro financiero de Ciudad Guayana, una dinámica y hermosa ciudad ubicada al sudeste de Venezuela. La 9 jornada se presentaba como cualquier otra. Esa mañana, casualmente me había puesto una camisa negra. La temprana llamada telefónica de mi hermano Juan Francisco, desde Caracas, me alertó. La Yaya agonizaba en el centro geriátrico en el que la había internado mi padre dos meses antes. Sin embargo, como las informaciones en este sentido se habían venido sucediendo periódicamente en las últimas semanas, su eventual muerte me parecía todavía improbable y lejana. No obstante, en esa ocasión Juan Francisco se limitó a comentar escuetamente: -Si quieres ver a la Yaya viva, vente inmediatamente. La advertencia parecía seria, por lo que me fui directamente al aeropuerto donde compré un billete directo a Maiquetía en el vuelo de Avensa de las seis de la mañana, aunque eran algo más de las nueve. Los pilotos venezolanos habían comenzado una huelga de lentitud en los servicios, conocida allá como Operación Morrocoy. El aparato de Avensa despegó minutos más tarde por lo que calculé que a eso de las once podría estar al lado de mi buena abuela. Sin embargo, sin ningún aviso previo, media hora más tarde el avión aterrizó en Maturín y no fue sino hasta dos horas después cuando la tripulación regresó al aparato donde los pasajeros habíamos esperado pacientemente por su regreso. Los tripulantes reían y subían por las escalerillas bebiendo cervezas enlatadas. El único pasajero que osó protestar por la abusiva situación fue obligado a abandonar el avión, con el argumento del piloto de que estaba alterando el orden público. No fue necesaria la intervención policial porque el pobre hombre, al que acompañaba una bella y joven mujer, prefirió no oponerse a la orden recibida, para evitar pasarse unos días en un sucio y maloliente calabozo tras recibir la consabida atención médica 10

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