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Mea Cuba (Spanish Edition) PDF

421 Pages·1999·2 MB·Spanish
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Annotation Cabrera Infante no ha dejado de intervenir —a lo largo de un exilio que comenzó en 1965— en ninguna de las diversas polémicas suscitadas desde que Fidel se hizo con el poder en Cuba, de ahí que en este amplio escenario desfilen los principales personajes de la tragedia cubana y los de su vida literaria. Aquí están todos los escritores estigmatizados: desde Heberto Padilla, al difunto Reynaldo Arenas; aquí están también todos los que por diferentes razones y con distintas actitudes se quedaron en Cuba, desde José Lezama Lima hasta Alejo Carpentier. Y detrás de todos los actores, moviendo los hilos, el máximo titiritero, Fidel, definido como un Cristobal Colón a la inversa. Humor negro en muchos momentos que relata con detalle la historia que tantas veces se ha repetido a lo largo del siglo XX, la de una dictadura que amordaza, reprime, miente y mata y la de los talentos por ella condenados en una guerra de propaganda que todavía hoy no ha terminado. Es la compilación de escritos sobre la política cubana mas importante desde la que hiciera José Martí. Mea Cuba Guillermo Cabrera Infante A Néstor Almendros, un español que supo ser cubano «Cuba nos une en extranjero suelo.» JOSÉ MARTÍ Los ensayos y artículos que siguen (y una o dos entrevistas) fueron publicados originalmente por Primera Plana, Agence France Press, El País, ABC, Diario 16 y Cambio 16, Quimera, Claves, Vuelta, El Nuevo Día, Die Zeit, NZZ Folio (Neuen Zürcher Zeitung), The London Review of Books, The Daily y Sunday Telegraph, The Independent y las revistas literarias americanas Linden Lane, Salmagundi y Escandalar y señalizados luego. AVISO He demorado, tal vez demasiado, la publicación en un libro de estos ensayos y artículos publicados en todas partes de 1968 hasta ahora. Sostenía la opinión de que su salida, junto con la caída de un régimen de oprobio, resultaría para mí una suerte de colofón político: no más banderas. Pero cada día confirma mi convicción, expresada antes dondequiera, de que la celebración del medio milenio del descubrimiento de esa isla, que se podría llamar la Infortunada, es una ocasión tan oportuna y tal vez más legítima que la fuga o la muerte de un tirano. Cuba no fue descubierta para la historia hace cinco siglos sino para la geografía: un hecho más decisivo que la aberración histórica que nos aflige desde hace treinta y tres años. La Historia, es decir el tiempo, pasará, pero quedará siempre la geografía, que es nuestra eternidad. GCI Londres, 22 de abril de 1992 GÉNESIS Cuba fue descubierta por Cristóbal Colón y sus compañeros de viaje (los hermanos Pinzón, los Rodrigos de Triana y de Jerez, el converso Luis de Torres y las diversas y unánimes tripulaciones) el 28 de octubre de 1492, domingo. «Dice el Almirante», llevado por la pluma del padre las Casas «que nunca cosa tan hermosa vido». Es decir, era una versión del paraíso. En un mapa de América cuando todavía no se llamaba América, en 1501, Cuba aparece dos veces. Primero como una isla, después como un continente. ÉXODO Salí de Cuba el 3 de octubre de 1965: soy cuidadoso con mis fechas. Por eso las conservo. Es así que puedo decir: «El año que viene en La Habana.» NAUFRAGIO CON UN AMANECER AL FONDO Mea Cuba surgió de la necesidad de darle coherencia (o, si se quiere, cohesión) a mis escritos políticos. O a la escritura de mi pensamiento político — si es que existe—. En el libro está mucho de lo dicho por mí hasta ahora acerca de mi país y de la política que le ha sido impuesta con crueldad nunca merecida. Mis ensayos y mis artículos políticos tratan de elucidar algunos de los que se pueden llamar problemas de Cuba, mientras me explico a mí mismo ante el lector como un conundro histórico. ¿Qué hace un hombre como yo en un libro como éste? Nadie me considera un escritor político ni yo me considero un político. Pero ocurre que hay ocasiones en que la política se convierte intensamente en una actividad ética. O al menos en motivo de una visión ética del mundo, motor moral. Mis padres —mis amigos lo saben de sobra— fueron fundadores del Partido Comunista cubano. Crecí con los mitos y las duras realidades de los años treinta y, sobre todo, de los años cuarenta y entre las contradicciones no del capitalismo sino del comunismo. Algunas muestras de un libro de los ejemplos: Stalin que colgaba junto a un Cristo en la sala de mi casa (cuando tuvimos sala, las más veces era un cuarto sólo para toda la familia: la famosa escena del camarote abarrotado de Groucho Marx en Una noche en la ópera fueron mil y una noches en mi casa gracias al otro Marx), Batista despreciado por tirano, mis padres presos por Batista, Batista elegido con ayuda del Partido Comunista y la colaboración entusiasta de mis padres, sobre todo de mi madre, pacto Hitler- Stalin. entonces: «Cuba fuera de la guerra imperialista», Hitler invade Rusia soviética, luego: «Todos a apoyar a la URSS en su lucha contra la Bestia Nazi.» Eran lemas y temas contradictorios para cualquiera que no fuera comunista. O para el que vivía, como yo, en un hogar comunista con un padre responsable de propaganda del partido. Alguna gente pensará que mi título es irreverente. Son los reverentes de siempre. No creo hacer una revelación inesperada si digo que el título viene de Cuba y Mea culpa. Cuba es, por supuesto, mea maxima culpa. Pero, ¿qué culpa? Primero que nada la culpa de haber escrito los ensayos de mi libro, de haberlos hecho públicos como artículos y, finalmente, de haberlos recogido ahora. No hay escritura inocente, ya lo sé. Mea Cuba puede querer decir «Mi Cuba», pero también sugiere la culpa de Cuba. La palabra clave, claro, es culpa. No es un sentimiento ajeno al exilado. La culpa es mucha y es ducha: por haber dejado mi tierra para ser un desterrado y, al mismo tiempo, dejado detrás a los que iban en la misma nave, que yo ayudé a echar al mar sin saber que era al mal. La metáfora del barco que naufraga y un lord Jim cubano que se salva se completa no con la frase favorita de Fidel Castro («¡Las ratas abandonan el barco que se hunde!», gritó en un discurso con esa obsesión zoológica suya de llamar a sus enemigos, aun los que huyen, sobre todo los que huyen, con nombre de alimañas: ratas, gusanos, cucarachas), sino con el hundimiento del Titanic: la nave que no se podía hundir destinada, precisamente, a hundirse. Un solo miembro de la tripulación logró escapar con vida, el teniente Lightoller. Interrogado por un severo juez inglés (todos los jueces ingleses son severos) por qué había abandonado su barco, Lightoller respondió sin soma: «Yo no abandoné mi barco, señoría. Mi barco me abandonó a mí.» Muchos exilados cubanos pueden decir que nunca abandonaron a Cuba: Cuba los abandonó a ellos. Abandonó de paso a los mejores. Uno fue el comandante Alberto Mora, suicidado. Otro es el comandante Plinio Prieto, fusilado. Todavía otro, el general Ochoa, chivo expiatorio. Pero si algo colma la medida del abandono y el desamparo es el exilio. Uno siente de veras que es un náufrago («sálvese el que pueda») y nada puede parecerse más a un barco que una isla. Cuba, además, aparece en los mapas arrastrada por la corriente del Golfo, nunca anclada en el mar Caribe y dejada a un lado por el Atlántico europeo. Decididamente es un barco a la deriva. En la furia del discurso, Fidel Castro fue incapaz de controlar la metáfora del barco que se hunde y las ratas desafectas y tuvo que añadir apresurado, casi en desespero: «Pero este barco nunca se hundirá.» Ese antepasado suyo, Adolfo Hitler, repitió antes esas mismas palabras en 1944: «Alemania jamás se hundirá.» (La ausencia de exclamaciones es culpa del desgaste del poder.) Los sobrevivientes del naufragio saben más y mejor: de Alemania, de Cuba. Mis amigos lo han pedido, mis enemigos me han forzado a hacer un libro de estos obsesivos artículos y ensayos que han aparecido en la Prensa (decir mundial sería pretencioso, decir española sería escaso) a lo largo de veinticinco años y casi treinta de exilio. Ellos provocan y repelen una nostalgia que cabe en una sola frase: «¡Lejana Cuba, qué horrible has de estar!» La eyaculación mezcla a dos exilados ilustres de hace cien años, él cubano siempre, ella hecha española: la Avellaneda y Cirilo Villaverde, con el sentimentalismo de un tango. Después de todo, el tango nació, como yo, en Cuba. A PROPÓSITO «Veinte años en mi término / me encontraba paralítico...» Canción cubana Hace poco cumplí sesenta y tres años. Unos meses antes Fidel Castro celebró (si se puede celebrar un entierro) treinta y tres años en el poder sin oposición. Como el despiadado castellano señor de la guerra que al morir no tenía enemigos porque los había matado a todos, Castro no tiene enemigos en Cuba. Treinta y tres años es más de la mitad de mi vida cronológica y en todo ese tiempo mi biografía ha sido escrita, de una manera o de otra, por Fidel Castro y sus escribanos de dentro y fuera de la isla. Presumir que Castro gobierna sólo en Cuba es no querer admitir que un exilado político es un enemigo que huye al que no le tienden un puente de plata sino una larga mano que puede alcanzarlo dondequiera. Para ilustrar esta imagen paranoica (lo que Freud catalogaría como un complejo de Castración), puedo contar una historia de lo que se llama la vida real. En 1985, estando en el festival de Cine de Barcelona, recibí una llamada urgente de mi hija menor en Londres. Me dijo que habían entrado ladrones en nuestro apartamento pero que no me preocupara porque extrañamente los ladrones no habían robado nada. Mi extrañeza fue extrema entonces, pero debía quedarme en el festival hasta el final. Cuando regresé a Londres apenas si había huella del robo que nunca fue robo. Todo estaba en su sitio excepto por un candado enorme provisto por la Policía que sustituía mi violada cerradura de seguridad. Un anuncio del fabricante asegura que es una decisiva protección contra toda clase de intrusos. Mi hija me contó que no sólo había venido a investigar la Policía local, sino que un detective de Scotland Yard se había interesado en el robo que no era robo. Durante su visita anunciada había preguntado a mi hija quién era yo, qué hacía y si tenía enemigos personales. Mi hija le dijo que mi único status, aparte de ser escritor, era el de exilado de Castro. El agente de Scotland Yard le pidió que yo lo contactara personalmente a mi regreso. A nuestro regreso comprobamos Miriam Gómez y yo que, efectivamente, los ladrones no habían robado nada. Inclusive un sobre que contenía mil dólares había sido expuesto, abierto y devuelto a su precario escondite sin su sobre. Era obvio que estos insólitos ladrones no buscaban dinero o no aceptaban dólares. El detective de Scotland Yard resultó mucho más inteligente que el notorio inspector Lestrade, a quien Sherlock Holmes acusaba con sorna de tener una inteligencia valiosa por lo escasa. Lo invité a sentarse. Lo hizo. Le ofrecí un café. Cubano. No aceptó. (Los agentes de Scotland Yard en servicio no pueden aceptar la invitación de ajenos.) Desde su silla en seguida señaló varios objetos visibles en la sala (una estatuilla art nouveau, búcaros art déco, libros que llamó «raros» y no ediciones príncipes, dos máquinas de grabar vídeos nuevas) y dijo: «Todo eso cabe en dos bolsas grandes. No entiendo por qué no se llevaron nada.» Tampoco yo. «Han debido pasar mucho trabajo para entrar», admitió. Sabía que habían intentado forzar mi cerradura de máxima seguridad Banham, garantizada contra todas las violaciones. Al no poder romperla habían tratado de zafar la puerta (nueva) de sus goznes. Pero era grande y pesada y tenía dos pulgadas de espesor. Finalmente armándose con una barra de hierro lograron romper el marco (viejo) de la puerta para desencajar la cerradura. «La operación es ruidosa y debió tomarles tiempo», dijo el detective y añadió: «Corrieron su riesgo.» Ningún vecino había visto ni oído nada. Se lo dije pero por su mutismo supe que ya lo sabía. Se quedó en silencio unos momentos y después me miró a los ojos, que es vieja técnica policíaca en busca de la verdad óptica: «Dice su hija —me dijo más que preguntarme— que usted es escritor y exilado castrista.» Así es. «¿Ha recibido usted alguna amenaza de Castro?», me preguntó. No, le dije, pero sus esbirros han tratado desde 1965, cuando dejé la isla, de hacerme la vida lo mas difícil posible, personal y literariamente. Consideré que no debía darle ejemplos. «¿Es usted un exilado activo?» Algo, le dije, pero la hostigación comenzó desde antes de activarme. «¿Ha echado usted de menos manuscritos o algún escrito suyo conectado con su exilio?» No se me había ocurrido que el móvil del falso robo fuera obtener mis manuscritos, los que no estaban archivados en una Universidad americana. No había contado mis otros manuscritos, entre los que estaba este libro que usted lee ahora, lector, y una obra en progreso que ocurre en La Habana castrista. Pero le dije que no, enfático: no me faltaba ni un papel. Fue en ese momento, al decir que no, que vi el verdadero móvil del robo aparentemente fallido pero con fractura. El agente de Scotland Yard se puso en pie. Se iba. Pero se detuvo a decirme: «Es extraño.» ¿Qué sería? «A los escritores exilados de Europa del Este les han robado novelas por acabar y panfletos sin publicar. Ha tenido usted suerte.» Por un momento me pareció que dudaba acerca de mi suerte, pero la Policía no duda. «A uno de ellos —me dijo— un escritor búlgaro, lo mataron hace poco cerca de

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