Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister l a i r o t i d Goethe e d a d i l i b a s n o p s e r n i s a d i c u d o r p e r a r b O Advertencia de Luarna Ediciones Este es un libro de dominio público en tanto que los derechos de autor, según la legislación española han caducado. Luarna lo presenta aquí como un obsequio a sus clientes, dejando claro que: 1) La edición no está supervisada por nuestro departamento editorial, de for- ma que no nos responsabilizamos de la fidelidad del contenido del mismo. 2) Luarna sólo ha adaptado la obra para que pueda ser fácilmente visible en los habituales readers de seis pulgadas. 3) A todos los efectos no debe considerarse como un libro editado por Luarna. www.luarna.com LIBRO PRIMERO CAPÍTULO PRIMERO LA representación tardaba en acabar. La vieja Bárbara se había asomado varias veces a la ventana para ver si se dejaba oír el traqueteo de los coches. Esperaba a Mariana, su bella se- ñora, que hoy en el sainete fascinaba al público vestida con uniforme de oficial. La esperaba con más impaciencia de la habitual, a pesar de que sólo le tenía preparada una cena frugal, pues esta vez iba a sorprenderla con un pa- quete que Norberg, un joven y próspero comer- ciante, le había enviado por correo como mues- tra de que, aun lejos de su amada, no la olvida- ba. Su condición de antigua criada, confiden- te, consejera, mediadora y gobernanta le otor- gaba a Bárbara el derecho de abrir la corres- pondencia. Aquella tarde había resistido menos que nunca la curiosidad, porque estaba más interesada que la propia Mariana en los favores del generoso pretendiente. Para la más grande de sus alegrías había encontrado en el paquete no sólo una pieza de muselina y las más nove- dosas cintas para Mariana, sino también una pieza de indiana, pañuelos para el cuello y un rollo con dinero para ella. ¡Con cuánta simpatía y agradecimiento se acordó del ausente Nor- berg! ¡Con cuánta resolución se propuso pon- derarlo ante Mariana, y recordarle lo mucho que le debía y lo merecedor que era éste de su fidelidad! Extendida sobre la mesita, la muselina, cuyo tono era avivado por las cintas medio en- rolladas, parecía un regalo de Navidad. La dis- posición de las luces realzaba el brillo del obse- quio; todo estaba en orden cuando la vieja oyó los pasos de Mariana subiendo la escalera y corrió a recibirla. Pero cómo retrocedió sor- prendida cuando aquel pequeño oficial femeni- no, sin reparar en sus carantoñas, pasaba de largo y, con una prisa y una agitación inusua- les, penetraba en el cuarto, arrojaba su sombre- ro de plumas y su espada sobre la mesa y se ponía a pasear de un lado a otro del cuarto y no le dedicaba ni una sola mirada a las luces que habían sido dispuestas y encendidas con so- lemnidad. -¿Qué ocurre, corazoncito? -exclamó la vieja sorprendida-. Por el amor de Dios, ¿qué te pasa, hijita? ¡Mira estos regalos! ¿Quién puede habértelos enviado sino el más entrañable de tus amigos? Norberg te ha mandado esta pieza de muselina para que te hagas ropa de dormir. Muy pronto lo tendrás a él mismo aquí; me parece más solícito y más entregado que nunca. La vieja se giró para mostrarle aquello con lo que también ella había sido obsequiada, pero en esto Mariana, apartándose de los rega- los, exclamó con vehemencia: -Deja, eso!, ¡déjalo! Hoy no quiero oír na- da de todo ese asunto. Yo te obedecí, tú lo qui- siste y bien está. Si vuelve Norberg, seré otra vez suya; tuya es mi voluntad; haz de mí lo que quieras; pero hasta entonces quiero ser dueña de mí misma, y, aunque tuvieras mil lenguas no lograrías disuadirme de mi empeño. Quiero entregarme al que me ama y al que yo amo. ¡No frunzas el ceño! Quiero abandonarme a esta pasión como si fuera a durar eternamente. A la vieja no le faltaban objeciones ni consideraciones en contra; pero, como las ante- riores discusiones se habían tornado violentas y agrias, Mariana se abalanzó sobre ella y la abra- zó. La vieja rió con ganas. -Tendré que procurar que venga de traje largo si quiero mantenerme con vida. ¡Suélte- me! Espero que la muchacha me pida perdón por el mal trago que me ha hecho pasar el brio- so oficial. Fuera la guerrera y todo lo demás. Es un traje muy incómodo y por lo visto, peligroso para usted. A usted las charreteras la trastor- nan. La vieja había apoyado la mano sobre Mariana, ésta se zafó. -No tan rápido -exclamó-. Todavía espero visita esta noche. -Eso no esta nada bien -repuso la vieja-. ¿No se tratará de ese muchacho joven, blando y poco refinado que es hijo de un comerciante? -De ése se trata precisamente. -Parece como si la generosidad empezara a ser su pasión dominante -respondió con retin- tín la vieja-, porque usted carga con entusiasmo con los inmaduros y faltos de patrimonio. Tiene que ser muy agradable que a una la adoren como benefactora desinteresada. -¡Haz las burlas que quieras! ¡Le amo!, ¡le amo! ¡Con qué fascinación pronuncio por pri- mera vez estas palabras! Ésta es la pasión que tanto tiempo me he imaginado, pero que no podía concebir. Sí, quiero abrazarlo, quiero arrojarme a sus brazos como si fuera a estar rodeada por ellos toda una eternidad. Quiero demostrarle todo mi amor, quiero gozar de toda la inmensidad de su amor. -¡Cautela! -dijo la vieja con calma-, ¡caute- la! He de interrumpir su alegría con unas pala- bras: Norberg viene. En catorce días estará aquí. He aquí la carta que venía acompañando a los regalos. Aunque el sol de la mañana quisiera arrebatarme a mi amado, lo ignoraría. ¡Catorce días! ¡Eso es una eternidad! ¿Qué no puede pasar en catorce días?, ¿qué no puede cambiar en tanto tiempo? En esto entró Wilhelm. ¡Con cuánta vive- za corrió ella a su encuentro!, ¡con cuánto entu- siasmo abrazó él aquel uniforme rojo y apretó contra su pecho aquel chaleco de raso blan- co!¿Quién se atrevería a describir, quién seria capaz de expresar la alegría de dos amantes? La vieja se apartó rezongando, nosotros también nos marchamos para dejar a la pareja a solas con su dicha. CAPÍTULO SEGUNDO A la mañana siguiente, al saludar Wil- helm a su madre, ésta le reveló que su padre estaba muy disgustado y que en breve iba a prohibirle sus visitas diarias al teatro. -Aunque yo misma voy a veces al teatro - continuó-ahora debo maldecirlo, pues tu des- medido apasionamiento por esta afición per- turba la tranquilidad de mi hogar. Tu padre me repite siempre: ¿qué utilidad tiene? y ¿cómo se puede perder así el tiempo? -Ya he tenido que oírselo decir -repuso Wilhelm- y tal vez le haya contestado con ve- hemencia; pero, por el amor de Dios, madre, ¿es inútil todo aquello que no llena rápidamen- te la bolsa de dinero, todo aquello que no nos procura una posesión inmediata? ¿No teníamos espacio suficiente en nuestra casa antigua? ¿Acaso era necesario que mandásemos cons- truir una nueva? ¿No emplea mi padre anual- mente una sensible parte de sus ganancias co- merciales para el embellecimiento de las habi- taciones? ¿No son inútiles también esta tapice- ría de seda y estos muebles ingleses? ¿No po- dríamos contentamos con menos? Al menos yo confieso que estas paredes con franjas, con es- tas flores mil veces repetidas, estas guirnaldas, cestitos y figuras me producen una impresión plenamente desagradable. No me parecen más atractivas que el telón de nuestro teatro. Pero, ¡qué diferente es estar sentado ante él! Aunque haya que esperar mucho, se alzará y entonces veremos los más variados objetos que nos en- tretienen, ilustran y ennoblecen. -Pero modera tu pasión por él -dijo la madre-. Tu padre también quiere compañía por la noche y cree que el teatro te dispersa y, al final, cuando se disgusta, me echa a mí la cul- pa. Cuántas veces tengo que reprocharme haberte regalado aquella Navidad de hace doce años el teatro de marionetas que fue el que os despertó el gusto por el espectáculo. -No maldiga el teatro de marionetas, ni se lamente por su amor y sus cuidados. Aque- llos fueron los primeros momentos felices que disfruté en nuestra nueva y vacía casa. Todavía tengo presente aquel momento, recuerdo la especial sensación que tuve cuando, después de
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