¿Era razonable confrontar a un científico y a un filósofo a propósito de las neurociencias, sus resultados, sus proyectos y su capacidad para sostener un debate sobre la moral, las normas o la paz? En el caso de la ciencia, había que afrontar los prejuicios de una opinión pública que de manera alternativa cree en ella, incluso le demuestra su entusiasmo, y desconfía de su dominio sobre la vida y su amenaza sobre el porvenir común. En el caso de la filosofía, había que superar el narcisismo de una disciplina que, replegada sobre su inmensa herencia textual, vive solo preocupada por su supervivencia y en general desinteresada de los progresos recientes de las ciencias.
Para vencer los obstáculos contrarios a una cultura científica razonada,
Odile Jacob ha recurrido a un científico en ejercicio que ha hecho del cerebro humano el objeto prioritario de su investigación y cuyos trabajos son de
sobra conocidos por el gran público desde la publicación de El hombre neuronal. Para sacar a la filosofía de su reducto, el editor ha elegido a un filósofo que, después de haber recapitulado su obra en Sí mismo como otro, se ha
adentrado en el terreno de lo que los medievales denominaban cuestiones
disputadas junto a magistrados, médicos, historiadores y politólogos.
Dicho esto, la decisión del editor ha sido el diálogo a dos voces. Tenía
que ser antinómico. Y lo ha sido, con todo el aplomo que ello exigía por parte de cada uno de los protagonistas: frente al golpe del argumento mordaz
del filósofo, la estocada de los hechos revolucionarios presentados por el
científico. Por último había que confiar en la madurez del lector, invitado
a entrar en el debate más como aliado que como árbitro. Pues la discusión
ideológica es poco frecuente en Francia. Afirmaciones perentorias, críticas
unilaterales, discusiones incomprensibles, sarcasmos fáciles no dejan de obstruir un terreno sin interés para los argumentos que, antes de ser convincentes, aspiran a que se consideren plausibles, es decir, dignos de ser defendidos.
Para vencer los obstáculos contrarios a una cultura científica razonada,
Odile Jacob ha recurrido a un científico en ejercicio que ha hecho del cerebro humano el objeto prioritario de su investigación y cuyos trabajos son de
sobra conocidos por el gran público desde la publicación de El hombre neuronal. Para sacar a la filosofía de su reducto, el editor ha elegido a un filósofo que, después de haber recapitulado su obra en Sí mismo como otro, se ha
adentrado en el terreno de lo que los medievales denominaban cuestiones
disputadas junto a magistrados, médicos, historiadores y politólogos.
Dicho esto, la decisión del editor ha sido el diálogo a dos voces. Tenía
que ser antinómico. Y lo ha sido, con todo el aplomo que ello exigía por parte de cada uno de los protagonistas: frente al golpe del argumento mordaz
del filósofo, la estocada de los hechos revolucionarios presentados por el
científico. Por último había que confiar en la madurez del lector, invitado
a entrar en el debate más como aliado que como árbitro. Pues la discusión
ideológica es poco frecuente en Francia. Afirmaciones perentorias, críticas
unilaterales, discusiones incomprensibles, sarcasmos fáciles no dejan de obstruir un terreno sin interés para los argumentos que, antes de ser convincentes, aspiran a que se consideren plausibles, es decir, dignos de ser defendidos.