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Las Fiestas de Toros, del Siglo de Oro a la Edad de Oro - Taurologia PDF

20 Pages·2011·0.31 MB·Spanish
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Preview Las Fiestas de Toros, del Siglo de Oro a la Edad de Oro - Taurologia

Ensayo La presencia de la Fiesta en Internet Las Fiestas de Toros, del Siglo de Oro a la Edad de Oro La página web Español Sin Fronteras es una iniciativa nacida de la inquietud de la profesora Janete M. C. Silva, con el propósito de compartir en ese gran ruedo que hoy es internet todo lo relacionado con arte y con la cultura española. Y dentro de un amplísimo programa temático, ha tenido la sensibilidad de incluir la Fiesta de los toros. De ahí tomamos uno de los artículos referidos a la historia de la Fiesta, referida al periodo que abarca desde el Siglo de Oro hasta lo que los aficionados conocemos como la Edad de Oro del toreo, con Joselito y Belmonte. Como comprobará el lector, se trata de un texto muy bien elaborado, que bien puede servir de ejemplo acerca de lo que en pro de la Fiesta puede realizarse en los nuevos medios de comunicación. A pesar de que Enrique IV y los caballeros de su corte mantuvieron -y aun acrecentaron- la afición a los toros en Castilla y León, el último cuarto del siglo XV contempló una peligrosa decadencia de las costumbres de lidiar y correr toros bravos, decadencia que bien puede atribuirse -atendiendo al obligado punto de referencia que, en aquella época, constituían los monarcas respecto a la emulación de sus cortesanos- al desinterés y la aversión que los festejos taurómacos provocaron, respectivamente, en Fernando e Isabel. Se sabe que la reina de Castilla se horrorizó al presenciar una corrida en Medina del Campo, y que el rey Fernando, considerando erróneamente que la afición taurina de sus súbditos tenía su origen en prácticas musulmanas, dio prioridad a la solemnización de eventos a través de justas y torneos, en detrimento de los juegos con toros bravos. Don Natalio Rivas se hace eco de una curiosa crónica que relata las fiestas celebradas en Segovia en 1490, con motivo del enlace nupcial entre la Infanta Isabel y don Alonso de Portugal; allí se advierte que los segovianos pudieron gozar de todas la diversiones que eran entonces frecuentes, salvo de las corridas de toros, que quedaron expresamente excluidas del "programa de fiestas". Pero la afición que desde tiempos remotos llevaban inculcada el pueblo y la nobleza no sólo aguantó sin merma alguna este desprecio de los Reyes Católicos, sino que pronto se vio recompensada y reforzada con la subida al trono de Carlos V. El emperador, que unía a sus dotes teóricas de estratega su natural propensión a la práctica de la acción bélica y de otras actividades arriesgadas, halló en el ejercicio de alancear toros bravos un magnífico entrenamiento para conservar la agilidad y el vigor en tiempos de paz. Si a esto se suma la inclinación de los monarcas de la Casa de Austria hacia los festejos populares celebrados al aire libre (desfiles, carnavales, procesiones, representaciones dramáticas, etc.), es fácil comprender el auge que experimentó la fiesta de los toros durante los siglos XVI y XVII, capaz de resistir, incluso, las gazmoñas andanadas que, en forma de excomunión, le lanzaron desde Roma. 
 
 Una notable variación va a afectar, empero, al desarrollo del toreo áureo en relación con las prácticas taurinas medievales: si el propio emperador Carlos I -al igual que el rey don Sebastián, en Portugal- da muerte a toros bravos alanceándolos desde su montura, no es de extrañar que, por efecto de ese mecanismo de emulación cortesana al que ya se ha hecho referencia, los nobles españoles asuman todo el protagonismo en la lidia ecuestre de los toros, relegando el toreo a pie, propio del pueblo llano, a una limitada presencia auxiliar y, casi siempre, meramente decorativa. Son, por ello, escasísimos los documentos históricos y los testimonio literarios que hacen referencia al toreo a pie en el Siglo de Oro, testimonios cuya relativa importancia se advierte bien en el hecho de que suelen constituir digresiones o ideas secundarias respecto al tema principal del Taurologia.com Pág. 1 discurso en el que están insertos. Buena muestra de todo ello es este fragmento de una oración sagrada que pronunció fray Hernando de Santiago en alabanza de San Bartolomé (Salamanca, 1597), en el que la materia taurina se concreta en un ejemplo con el que el orador viene a ilustrar, por vía de la comparación, sus argumentos:"Suele suceder cuando un toro bravo sale a la plaza, rostro y cerviguillo ancho y negro, que con su aspecto, furia y bramidos obliga a que todos se pongan en cobro; y que, cuando están llenos los tablados y solo el coso, sale un hombre que sólo con su capa en la mano le silba y le provoca y le incita: todos le han lástima y le tienen por muerto y, aunque le den voces, de nada se turba; antes -severo, entero y reposado-, si el toro no le quiere, él se le llega y, cuando le arremete, cerrando los ojos, a dar la cornada, déjale la capa en los cuernos, húrtale el cuerpo y parte a la carrera a un puesto seguro a que echó el ojo primero que comenzare a hacer esto. Embravécese el toro con la capa, písala y rómpela, y los que de lejos lo miran piensan que mató al hombre; pero el otro, vivo, se está riendo y holgando en su paz [...]. Toros hubo bravos [...] en tiempos de los gloriosos apóstoles y mártires antiguos [...]. Uno de los que bien torearon con una vaca lasciva y loca (que suele ser peor que toro), aunque en el Viejo Testamento, fue José con su ama: porque le dejó la capa, huyendo el cuerpo, no le diese la cornada en el alma". Mas, a pesar de que la vivísima pintura de fray Hernando de Santiago pudiera hacer creer que este tipo de lances a pie era muy practicado, durante el Siglo de Oro los cosos españoles fueron principalmente escenarios de toreo ecuestre. En esta particular y limitada formulación de la lucha ancestral entre hombre y toro (con el caballo como invitado ilustre, por su antiguo abolengo, bien documentado ya en las lejanas lides taurómacas medievales), hay que localizar los orígenes del actual Arte del Rejoneo, sobre todo cuando, a finales del siglo XVI y comienzos del XVII, los caballeros comienzan a sustituir por un rejón la tradicional lanza que utilizaban para dar muerte a los toros desde su silla de montar. En efecto, Pedro Fernández de Andrada, en su Libro de la jineta en España (Sevilla, 1599), habla indistintamente de lanzas y rejones cuando hace referencia a los "trastos de matar" que, por aquellas fechas, gastaban los lidiadores; y en sus Nuevos discursos de la jineta (Sevilla, 1616), deja consignado que "el torear con rejón es invención nueva, y no mala, por la facilidad que tiene". Como observa muy atinadamente don Francisco López Izquierdo, la importancia de esta sustitución de la lanza por el rejón no debe Taurologia.com Pág. 2 pasar inadvertida para el historiador de la Tauromaquia ni para el buen aficionado, ya que está delatando un cambio de mentalidad en los ejecutores de las prácticas taurinas. Dicho cambio no es otro que el paso de una concepción del toreo como mero ejercicio de entrenamiento para la contienda bélica (y de ahí el uso de la lanza, arma guerrera), a otra concepción del toreo como diversión, entretenimiento, espectáculo y, tal vez en algunas tempranas ocasiones, fuente de inspiración artística (favorecida por el refinamiento y la variedad que, respecto a la lanza guerrera, introduce el rejón cortesano). Pero esta afición práctica de las clases privilegiadas ("que influye la española monarquía / fuerza igualmente en toros y rejones", dejó escrito Quevedo en un soneto) no habrá de ser el único factor desencadenante del auge y esplendor de la fiesta de toros durante los siglos XVI y XVII. El espectacular desarrollo de las ciudades va a generar una nueva concepción urbanística que privilegia los grandes espacios abiertos y, muy especialmente, las plazas mayores. Concebidas éstas como punto de encuentro de todos los grupos sociales -máxime cuando la celebración de algún evento propicia esta "promiscuidad callejera de linajes" a la que fueron los Austria tan adeptos-, las plazas mayores de las grandes urbes van a dar cabida a centenares de acontecimientos taurinos que, convocados so capa de solemnizar cualquier suceso memorable, no son en realidad sino el reflejo de la necesidad que tienen todos los aficionados, desde el monarca hasta el último de sus súbditos, de seguir alimentado su pasión taurófila. En efecto, un nacimiento o una boda dentro de la familia Real o de cualquier casa ilustre, una visita de un príncipe o embajador extranjero, una acción de gracias que bendice la noticia de cualquier victoria de las tropas españolas, o, incluso, eventos tan alejados del toreo como pueden serlo la canonización de un santo o la investidura de doctores en una universidad, servirán de pretexto para organizar, ipso facto, una corrida de toros. 
 
 Esta afición extensa y colectiva va a originar otra novedad respecto al toreo del Medioevo, novedad muy pronto concretada en la multitud de escritores y tratadistas que tomaron la pluma para pergeñar los primeros ensayos sobre toros, caballos y toreros (embriones de lo que, andando el tiempo, serán las historias del toreo -como la de Cossío- y las Tauromaquias -como la de "Pepe-Hillo" o la de "Paquiro"-); dejar constancia, en relaciones escritas en verso o en prosa, de lo sucedido en cualquier fiesta de toros (preludios de las crónicas taurinas); y, sobre todo, entablar las primeras polémicas acerca de la práctica del toreo (orígenes remotos de la hoy copiosa -y, casi siempre, pastosa- literatura antitaurina). Quiere esto decir que, frente a los textos medievales recogidos en cualquier historia de la Tauromaquia (textos que sólo se hacen eco de algunas noticias taurinas cuando éstas rodean, circunstancialmente, al protagonista del relato o a su tema central), por Taurologia.com Pág. 3 primera vez va a aparecer, a lo largo del siglo XVI, una literatura específicamente taurina. Entre los ensayos teóricos y tratados técnicos, al margen de los ya reseñados de Pedro Fernández de Andrada, conviene destacar el Tratado de la caballería de la jineta (Sevilla, 1551), de Fernando Chacón; el Tratado de la caballería de la jineta (Sevilla, 1572), de Pedro Aguilar; el Tratado de la jineta y toreo con lanza, de Diego Ramírez de Haro -que fue un valentísimo y certero alanceador de toros-; los Ejercicios de la jineta (Madrid, 1643), de Gregorio Tapia y Salcedo; las Reglas de torear (de la segunda mitad del siglo XVII), del décimo almirante de Castilla, don Juan Gaspar Alonso Enríquez de Cabrera; y las leyendas y tradiciones recogidas en crónicas y misceláneas - verbigracia, la Silva de varia lección (Sevilla, 1540), de Pedro Mexía; las Repúblicas del mundo (Medina del campo, 1575), de fray Jerónimo Román; y la Miscelánea, silva de casos curiosos (Madrid, ca. 1591), de Luis Zapata de Chaves. Entre las relaciones de sucesos, la literatura taurina de esta época es abundantísima y, en ocasiones, de muy aquilatada calidad. Si cualquier suceso acaecido dentro de un coso podía dar pie a que los mayores ingenios del lugar afilasen su maledicencia satírica o adunasen sus glosas laudatorias -sobre todo si el protagonista del evento era algún notable o, incluso, la propia Sacra y Católica Majestad de España, como aconteció cuando Felipe IV mató un toro de un sólo arcabuzazo-, no es de extrañar que hasta los más modestos redactores de avisos y relaciones fijasen su atención en episodios taurinos. Enrique Cock, en sus relatos de los viajes efectuados por Felipe II a las Cortes de Monzón (1585) y a Tarazona (1592), deja constancia de que hasta el sobrio y severo promotor de El Escorial gustaba de divertir sus melancolías y aligerar el grave peso de su cargo presenciando juegos de toros: "La segunda fiesta que la villa [Valladolid] hizo fue el sábado, a once de Julio, que fue unos toros con un juego de cañas de seis cuadrillas, y se hizo en la plaza mayor. Su Majestad y sus Altezas la vieron en las ventanas de la casa nueva de la villa [...]". Los anales, avisos y relaciones de otros muchos autores (Jerónimo de Barrionuevo, José Pellicer y Tobar, Antonio de León Pinelo, etc.) van dando cuenta sucesiva del incremento de estas prácticas taurinas durante los reinados de Felipe III, Felipe IV y Carlos II, muy favorecidas, como ya se ha indicado más arriba, por la afición a la fiesta en la calle que manifestaron todas las cortes de los Habsburgo. Y en lo tocante, en fin, a las tempranas controversias acerca de si es o no es lícito el ejercicio del toreo, lo primero que cabe reseñar es que, en los siglos XVI y XVII, sus detractores peroran siempre desde una posición religiosa o Taurologia.com Pág. 4 moral que se preocupa, ante todo, por la vida de quienes la exponen ante un toro, y no por el sufrimiento o la muerte del astado. Considerada desde esta perspectiva, la militancia antitaurina del Siglo de Oro apenas coincide con la de los animalistas de hogaño -preocupados, sobre todo, por el sacrificio de las reses-, salvo en que unos y otros tienen un objetivo común: la abolición de los festejos taurinos. Véase de qué manera cifraba sus objeciones morales fray Damián de Vegas, en su Libro de poesías christianas (Toledo: Pedro Rodríguez, 1590):"¡Oh bárbaros inhumanos, 
que pueden con gusto estar 
viendo amorcar y matar 
los toros a sus hermanos, 
con riesgo - digno de lloro- 
de al infierno condenarse, 
muriendo sin confesarse 
entre los cuernos del toro". Hubo, con todo, algunas excepciones protagonizadas por quienes, siendo buenos conocedores de la idiosincrasia de sus paisanos y de las tradiciones arraigadas en su tierra desde tiempos remotos, estimaron que la fiesta de toros nunca podría ser abolida por decreto, y propusieron, en consecuencia, una serie de sugerencias que -supuestamente- la harían menos peligrosa para la integridad física de sus oficiantes. Entre ellos, es obligado destacar la bondad, la mesura y, desde luego, la dulce ingenuidad del doctor Cristóbal Pérez de Herrera, Protomédico de las Galeras de España; el cual, en su Discurso [...] en que suplica a la Majestad del Rey don Felipe [...] se sirva mandar ver si convendrá dar de nuevo orden en el correr de toros, para evitar los muchos peligros y daños que se ven con el que hoy se usa en estos Reinos (Madrid, 1597), postuló algunos remedios tan peregrinos como que "no hagan más de una o dos fiestas por año", o que "tengan [los toros] serrados los cuernos un palmo cada uno, [o lleven] unas bolas de metal huecas, o de madera fuerte en las puntas dellos". No obstante, es justo reconocer que, junto a estas sugerencias, el Dr. Pérez de Herrera supo también anticipar algunas mejoras que, muchos años después, acabarían por incorporarse a las corridas de toros y a otros juegos protagonizados por el hombre y el ganado bravo (así, verbigracia, "inventó" el burladero cuando propuso "poner algunas medias pipas de madera terraplenadas de arena para socorro de los de a pie, pues se atrincherarían detrás dellas"). Respecto a los detractores abolicionistas, hay que empezar por señalar que las instancias gubernamentales a las que dirigieron sus peticiones de suprimir las fiestas de toros dieron, por lo común, la callada por respuesta, o se mostraron muy renuentes siquiera a considerar sus súplicas. Y ello no solamente era debido a que las propias autoridades participaban de esa pasión taurófila tan general y extendida por todo el Reino, sino también a que, como llegó a observar el mismísimo Felipe II en una conversación privada con el Nuncio Castagna, los altercados con que sería recibida la prohibición del toreo acarrearían un daño mucho mayor que el originado - según exageraban los prohibicionistas- por el consentimiento de su práctica. Taurologia.com Pág. 5 Véase cómo da cuenta de ello el propio Nuncio de Su Santidad, en una epístola remitida al Cardenal Alexandrino:"Hablando como por mi cuenta en una ocasión con S.M., traté de persuadirle que quitara las corridas de toros, y en suma hallé que literatos y teólogos han aconsejado muchos años ha que no son ilícitas, y entre otros alegan a fray Francisco de Vitoria. Y S.M. dice que no cree poderlas quitar nunca de España sin grandísimo disturbio y descontento de todos los pueblos, y, en suma, no encuentro en esto buena correspondencia". Así las cosas, los partidarios de la prohibición, viendo que las autoridades civiles no podían ni querían dictar leyes que vedaran las fiestas de toros, recurrieron al amparo de la Iglesia; y, alegando las ya apuntadas razones de carácter humanitario, consiguieron que el Papa Pío V promulgara, con fecha del 1 de noviembre de 1567, una bula que amenazaba con la excomunión de "los príncipes cristianos" que permitieran en sus territorios los enfrentamientos entre hombres y fieras (con explícita alusión a los toros bravos). El Papa, so pretexto de "apartar a los fieles de todo el mismo rebaño de los peligros de los cuerpos y también del daño de las almas", proveía a través de dicha bula que se negara la sepultura cristiana a quienes resultasen muertos a raíz de cualquier ejercicio taurino, y prohibía expresamente a los clérigos -"así regulares como seglares"- que estuviesen presentes "en los dichos espectáculos". Asimismo, vedaba Pío V la solemnización de festividades cristianas por medio de las corridas de toros. La conmoción que provocó el contenido de esta bula papal tuvo tales efectos entre los súbditos del Felipe II, que el propio monarca se creyó en la obligación de exigir ante el nuevo Papa Gregorio XIII una revisión y un levantamiento de estas estrictas prohibiciones y de los severos castigos que su incumplimiento acarreaba (especialmente entre el estamento eclesiástico, donde, por cierto, había una gran cantidad de aficionados). Así, el 25 de agosto de 1575, sólo ocho años después de la tajante bula de Pío V, Gregorio XIII promulgaba otra bula cuyo contenido levantó esta vez las iras de los prohibicionistas:"Nosotros, inclinados por las suplicaciones del dicho rey don Felipe, que en esta parte humildemente se nos hicieron, por las presentes con autoridad apostólica revocamos y quitamos las penas de descomunión, anatema y entredicho y otras eclesiásticas [sic] sentencias y censuras contenidas en la constitución del dicho nuestro predecesor, y esto cuanto a los legos y los fieles soldados solamente, de cualquier orden militar, aunque tenían encomiendas o beneficios de las dichas órdenes, con tal que los dichos fieles soldados no sean ordenados de orden sacra, y que los juegos de toros no se hagan en día de fiesta [...]". Taurologia.com Pág. 6 Quedaba, pues, libre la participación de los legos en las fiestas de toros, pero no así la concurrencia a ellas de los discriminados aficionados eclesiásticos. Ello originó no pocas tensiones y altercados entre los muchos clérigos que, con bula y sin bula, siguieron acudiendo a los juegos de toros, y los pocos que, habilitados por la sanción papal, se empecinaban en perseguirlos y denunciarlos. Cuando, a 14 de abril de 1586, el Papa Sixto V promulgó una constitución apostólica recordando la vigencia y validez de las disposiciones de sus predecesores, y censurando acremente el comportamiento de los clérigos que presenciaban las corridas de toros y de los teólogos que los exoneraban de culpa, el Obispo de Salamanca -a quien va dirigida esta declaración pontificia- creyó tener en su mano la llave que le permitiría clausurar los festejos taurinos en su diócesis. En efecto, don Jerónimo Manrique Aguayo, Obispo de Salamanca y uno de los más enconados detractores de la fiesta de toros en la segunda mitad del siglo XVI, se había escandalizado de que "algunos lectores de esta Universidad de Salamanca enseñan y afirman que las dichas personas eclesiásticas pueden ver dichos espectáculos y agitación de toros sin pecado"; y había apelado a la suprema autoridad de Sixto V para que el Sumo Pontífice recordase por escrito la prohibición que afectaba al estamento eclesiástico. Con la respuesta papal en la mano, se dirigió a la Universidad de Salamanca (que, por aquel entonces, llegó a tener una partida presupuestaria para afrontar los gastos originados por las fiestas de toros convocadas para celebrar los doctorados) y exigió que en ella se vedasen estos festejos taurinos y, sobre todo, que sus teólogos no disculpasen a los clérigos que concurrían en ellos. La respuesta de don Sancho Dávila, Rector de la Universidad, hizo ver a las claras al Obispo que, por muchas constituciones apostólicas que trajera, la batalla contra la afición taurina la tenía perdida de antemano:"Porque si el Señor Obispo quiere, como pretende, meterse en castigar estudiantes que tengan los dichos requisitos, demás de ser contra las Constituciones y Estatutos de la Universidad, los estudiantes es gente moza e inconsiderada en semejantes ocasiones, y que no sufrirá tener tantos jueces; y a la primera ocasión que se le ofrezca, como son muchos, se revolverá toda la Universidad y Ciudad". Respuesta clara y tajante, muy similar a la que emitió don Luis de Góngora cuando, siendo racionero en Córdoba, había sido acusado de asistir a los toros y llevar una vida demasiado relajada -cuando no disoluta- para un componente del coro catedralicio:"Si vi los toros que hubo en la Corredera, las fiestas de año pasado, fue por saber iban a ellos personas de más años y más órdenes que yo, y que tendrán más obligaciones de tener y entender mejor los motus propios de Su Santidad". De todo ello se infiere que la prohibición fue considerada por casi todos los clérigos -a excepción de algún abolicionista furibundo y exaltado- como una orden escrita en papel mojado, por mucho plomo con que la dignificase el sello pontificio; y, sobre todo, que la tradición y la costumbre siempre han Taurologia.com Pág. 7 pesado más que cualquier ordenanza civil o eclesiástica, aun en una época en la que lo usual en España era defender con el mismo ahínco a Roma y al Imperio de Su Católica Majestad (contrástese esta "desobediencia torera" con la feroz militancia contrarreformista de casi todos los españoles, y se apreciará claramente el peso específico del toreo en su idiosincrasia). Don Luis de Góngora pudo seguir asistiendo a cuantas fiestas de toros le plugo ver (como quedó después testimoniado en su soneto dedicado al marqués de Velada, "herido de un toro que mató luego a cuchilladas", y en sus décimas "A don Gaspar de Aspeleta, a quien derribó un toro en unas fiestas"); y el resto de los ingenios del Reino -clérigos o legos- se aplicó del mismo modo a celebrar por escrito las hazañas toreras de la nobleza (así, verbigracia, el romance de Gabriel Bocángel dedicado "al conde de Cantillana, en una fiesta de toros que lidió valerosamente"; el soneto quevedesco dirigido "al duque de Maqueda, en ocasión de no perder la silla en los grandes corcovos de su caballo, habiendo hecho buena suerte en el toro"; o el soneto burlesco de don Juan de Tassis, Conde de Villamediana, que zahiere "al alguacil de corte Pedro Vergel", muy hermanado entonces con toros y cabestros por la libre interpretación del sexto mandamiento que, de manera pública y notoria, solía hacer su esposa). Enorme conmoción causó "la desgraciada y lastimosa muerte" -en palabras de su cantor, Pedro Medina Medinilla, según quiere Cossío, o Lope de Vega, de acuerdo con Joaquín de Entrambasaguas- que le dio un toro a don Diego de Toledo, hermano del duque de Alba. Pero no faltó algún poeta anónimo que llorara también las cogidas mortales de aquellos mozos de a pie que auxiliaban a los nobles dentro de los cosos, prestos a hacer el quite con su capa cuando los derribos de los caballeros así lo exigían. A través de ellos sabemos, por ejemplo, que una cornada de caballo acabó con el humilde, pero célebre, Manuel Sánchez, "el de Monleón": "Compañeros, yo me muero; amigos, estoy muy malo; tres pañuelos tengo dentro, y este que meto son cuatro". Al margen del curioso método utilizado entonces para taponar la herida y calibrar la profundidad de la cornada, este romance muestra también que la importancia de los susodichos auxiliares de a pie va creciendo a medida que avanza el siglo XVII. La fiesta de toros siguió gozando de magnífica salud, abarrotando plazas mayores durante todo este siglo, y concretándose, ya casi en los albores del siguiente, en larguísimos espectáculos matutinos y vespertinos que, lejos de hastiar a los aficionados, fueron preparando el terreno para la formulación y consolidación del toreo moderno en el siglo XVIII. Taurologia.com Pág. 8 EL TOREO MODERNO Y CONTEMPORÁNEO

 L a llegada al trono de Felipe V, que traía una educación y unas costumbres muy distintas de las de los Habsburgo, supuso un brusco enfriamiento de la pasión taurina animadora y sustentadora de la afición entre los nobles, debido a que el primer Borbón manifestó en repetidas ocasiones su desdén hacia las fiestas de toros. Pero el paulatino protagonismo que, frente a las reses bravas, habían ido adquiriendo los peones desde el siglo anterior, aliado con el gusto que habían tomado algunos caballeros a ejecutar la suerte suprema a pie y armados con un estoque, propició que el toreo, lejos de declinar en la concepción colectiva de la fiesta popular y callejera, fuese adquiriendo una supremacía que movió al pueblo a anteponerlo a cualquier otro género de diversión o espectáculo. En efecto, el acercamiento al toro y el consiguiente riesgo que imponía el uso del rejón (frente a la distancia protectora que la lanza permitía guardar al caballero) fue provocando cada vez más derribos y caídas, percances cuyo número, además, se acrecentó por culpa de ese afán de arriesgar que, por competir con los demás, exhibían en sus alardes los caballeros rejoneadores. Todo ello dio lugar, por una parte, a la constante actuación de los mozos de a pie, que pronto comenzaron a rivalizar entre sí para ver quién de ellos imprimía mayor mando, gracia o presteza al vuelo de sus capas salvadoras; y por otro lado, a la utilización de su espada por parte de aquellos caballeros que, viéndose derribados de su montura y en un trance tan desairado como peligroso, tenían que recurrir al auxilio de su acero para defenderse de la rabiosa acometida del un morlaco enfurecido y -en casi todos estos lances- castigado en su piel y en su bravura. En su archiconocida Carta histórica sobre el origen y progresos de las fiestas de toros en España (Madrid, 1777), dirigida al Príncipe de Pignatelli, don Nicolás Fernández de Moratín asegura que su abuelo materno, acompañando por algún lugar de La Alcarria los ejercicios taurinos del marqués de Mondéjar y conde de Tendilla, dejó "muerto a un toro de una estocada". Un poco más arriba, abundando sobre la progresión del toreo a pie a finales del siglo XVII, se hace eco de los recuerdos de aficionado de su padre, en cuya memoria había quedado grabado un claro precedente de la suerte que, al cabo de más de doscientos años, puso de moda el famoso "Don Tancredo":"En tiempo de Carlos II dos hombres decentes se pusieron en la plaza delante del balcón del Rey, y durante la fiesta, fingiendo hablar algo importante, no movieron los pies del suelo, por más que repetidas veces les acometiese el toro, al cual burlaban con solo un quiebro de cuerpo u otra leve insinuación; lo que agradó mucho a la corte". Taurologia.com Pág. 9

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