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Las dictaduras argentinas: historia de una frustración nacional PDF

475 Pages·2013·2.56 MB·Spanish
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Historia de una frustración nacional ALEJANDRO HOROWICZ ALEJANDRO HOROWICZ LAS DICTADURAS ARGENTINAS Historia de una frustración nacional Horowicz, Alejandro Las dictaduras argentinas : historia de una frustración nacional- 1a ed. - Buenos Aires : Edhasa, 2013. E-Book. ISBN 978-987-628-223-9 1. Historia Política Argentina. CDD 320.982 Diseño de tapa: Juan Balaguer y Cristina Cermeño Primera edición impresa: marzo de 2012 © Alejandro Horowicz, 2012 © de la presente edición en Ebook: Edhasa, 2013 España: Avda. Diagonal, 519-521- 08029 Barcelona Tel. 93 494 97 20 - E-mail: [email protected] Argentina: Avda. Córdoba 744, 2º piso C -C1054AAT Capital Federal Tel. (11) 43 933 432 - E-mail: [email protected] ISBN: 978-987-628-223-9 Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción pacial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Una versión del presente trabajo formó parte de mi tesis doctoral, “Historia estructural del golpe de Estado”, defendida el 10 de agosto de 2010, en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Mi director, León Rozitchner, no solo tuvo la paciencia requerida para metabolizar los vaive nes de mi oscilante neurosis, sino la capacidad de orientar –con su reconocida pericia– una larga y compleja investigación. Ese es mi primer reconocimiento. León sabía de antemano a qué se exponía: guió mi formación desde mi temprana juventud –los célebres grupos de estudio– y preservó nuestro víncu lo en condiciones sumamente difíciles. Ese es mi segundo reconocimiento. Pero por sobre todas las cosas nuestro intercambio permanente se basó, se basa, en el ejemplo que su existencia significa. En su deseo inquebrantable por ir tan lejos como haga falta para entender, ya que la voluntad por cambiar el mundo no puede ir separada de la necesidad de inteligirlo. Por estas razones y otras que los dos conocemos, dedico este trabajo a mi querido maestro. Buenos Aires, 29 de noviembre de 2010 Prólogo En la Argentina la historia de la ilegalidad, hasta ahora, es la historia de la contrarrevolución.1 La voluntad de construir una patria capaz de satisfacer las exigencias materiales y morales de los años setenta, la patria socialista, fue derrotada: militar, política e ideológicamente derrotada. Primero aquí, después en todo el mundo. No pudimos rehacer ni la voluntad ni la patria. La locomotora de la historia descarriló con esa brutalidad tan propia del siglo XX. Nos fuimos enterando paso a paso, pero la caída del muro de Berlín clausuró definitivamente un ciclo histórico iniciado en 1945 tras la derrota del nazismo. Antes, en 1973, una simplificación formidable facilitó nuestro irrefrenable optimismo: los antagonistas de nuestro enemigo, el gobierno del general Alejan dro Agustín Lanusse, eran nuestros amigos. El resultado de esas elecciones potenció el equívoco. Como el programa de la Confede ra ción General Eco nó mica (CGE) era transversal –lo compartían con leves variantes la Unión Cívica Ra di cal (UCR) y el Partido Intransigente (PI)– el gobierno de Héctor J. Cám po ra pasaba por contar con el 80% del electorado. Dado que la compacta mayoría se apretujaba entre los pliegues de sus banderas, gobierno y programa resultaban prácticamente imbatibles. La ilusión duró 43 días. El gobierno de Cámpora no sobrevivió, 1 Alejandro Horowicz, Los cuatro peronismos, Buenos Aires, Edhasa, 2005. y el programa quedó ¿transitoriamente? en suspenso. Tanto la debilidad histórica de esa mayoría, como el diseño de la democracia liberal (especialmente construida para impedir satisfacer la necesidad y la mayoría) no son precisamente una novedad. Sostuvo un teórico tan calmo como Lucio Colletti: “La democracia burguesa, la democracia liberal es el poder de la minoría contra la mayoría, de la parte contra el todo, de los pocos contra el pueblo”.2 De modo que la transversalidad programática no alcanzó principio de ejecución político, no construyó una suerte de política unificada. Y a la hora de la verdad, el 20 de junio, Ezei za, pesó más que mil programas. Entendimos mal, nuestro deseo nos jugó una mala pasada y pagamos caro nuestro error. Pero no nos volvamos a confundir, la sociedad argentina lo pagó –todavía lo sigue pagando– mucho más caro aun, y este libro es de algún modo el sentido de ese precio exorbitante. Quiero evitar equívocos. Esta es una historia relatada desde una perspectiva absolutamente personal; por personal no entiendo el relato de mi peripecia, sino el ángulo de mira, la tronera desde de la que pongo en foco este análisis. Así es como en este caso lo personal se vuelve significativo, por la naturaleza intercambiable de esas experiencias. No exijo para mi trabajo la tranquila “objetividad” del académico, según las oportunas recomendaciones “metodológicas” de Max Weber, ni creo que por no fingir tal cosa deba escribir sin rigor. Ni escondo mis sentimientos ni trampeo la data, sostengo que una de las patologías más severas que padece la sociedad argentina surge de rechazar nuestro obligado punto de partida: el propio e intransferible dolor. O transformamos esa laceración en territorio para elaborar un nuevo camino o sencillamente no hay modo. ¿Una afirmación altisonante? Más bien la primera conclusión que surge entre las brumas: el camino del año 1976 solo sirve para la perpetua regresión, para una pauperización sin fin, para la masacre permanente. 2 Lucio Colletti, “Estado de derecho y soberanía popular”, en Para una democracia socialista, Barcelona, Anagrama, 1976. Al menos esta es una de las tesis de este trabajo. Si así fuera, más allá de qué pensara cada uno de no sotros entonces, el 23 de marzo y después, mucho después, la revisión resulta inevitable. Cada uno de los que aceptó, justificó, deseó el éxito del 24 de marzo debe mirarse en el móvil espejo de la memoria y reconocerlo para sí mismo. ¿Y los que eran demasiado chicos para desear nada? Tienen derecho a exigir a sus padres que ese tenebroso secreto de la novela familiar cambie de estatuto. La “memoria falsa” reemplaza, desconecta, impide, sostiene Elsa Drucaroff3, juntarnos con la experiencia vivida. No solo los hijos de desaparecidos luchan por conocer su linaje, restablecer esa terrible quebradura es una necesidad colectiva impostergable, ya que repara el diálogo intergeneracional, la posibilidad de compartir experiencias para cambiar de rumbo. Ese es, debe ser, nuestro verdadero punto de partida. Si algo terrible que pueda suceder en una sociedad sucede es porque la compacta mayoría no deseó impedirlo. Entonces, una pregunta inmisericorde nos aguarda. ¿La sociedad argentina solo deseó el exterminio de la guerrilla o también la decidió? Ernesto Sabato contó en su estilo “nunca más” que si uno tiene un dolor de muelas y apretando un botón mueren diez mil pero el dolor desaparece, uno aprieta y pun to. Es un “ejemplo” inequívoco, ¿la guerrilla equivalía a un dolor de muelas? ¿El Proceso? ¿Un botón para ser pulsado? Sabato sostiene elípticamente que el Proceso es una política de guerra, el deseo de una política que tras los exterminios imponga la paz. Una paz con la guerrilla exterminada. Sabato justifica ese deseo, y ese hilo permite llegar al ovillo con la misma pregunta ¿el deseo de matar a los guerrilleros, a los militantes obreros socialistas era voluntad mayoritaria? Sabato no es la sociedad argentina. Y deducir de una cosa la otra resulta abusivo. Consideremos con seriedad esta objeción. Por cierto que el lugar de Sabato en la valoración colectiva 3 Elsa Drucaroff, Los prisioneros de la torre. Política, jóvenes y posdictadura, Buenos Aires, Emecé, 2011 –presidente de la Comisión Nacional sobre la Desa pa ri ción de Personas (CONADEP)4, maestro de la Juventud Radical, referente obligado de lo políticamente correcto para la prensa gráfica y electrónica nacional e internacional–, golpea con fuerza su aparente falta de representatividad. No importa. Observemos el otro extremo: las víctimas, el discurso que enarbolaron desde el 76. Nadie discute el lugar de las Madres de Plaza de Mayo. En tanto organismo núcleo de las víctimas representa la resistencia. ¿Cómo resistían? Mar chan do alrededor de la pirámide. ¿Era posible resistir menos? De un solo modo: en el dolor silente, en el fuero más íntimo. La policía llegaba a la plaza con su consabido “circulen”. Marchar en derredor de la pirámide era obedecer (circular) desobedeciendo (sin abandonar la plaza). El espacio público que dibujaban esos pies en movimiento tenía el espesor de la tolerancia, pocas veces tan apropiada la palabra, que ese poder admitía para una disidencia registrada por la prensa internacional. Era el punto frontera, el extremo límite que pertenece y no pertenece a la “legalidad dictatorial”, más allá la oposición, es decir la guerrilla. Por cierto que hubiera sido posible eliminarlas a casi todas –el asesinato de Azucena Villa flor, Esther Ba lles trino y María Ponce, primera camada dirigente de Ma dres– muestra esa dirección política. Pero el costo internacional trabó al gobierno de Videla, y después fue demasiado tarde. ¿Cuál era el principal argumento de Madres en 1977? Averiguar donde estaban sus hijos, averiguar qué necesitaban, averiguar si estaban vivos. Este elemental petitorio resultaba insoportable para el gobierno. Debía explicar la naturaleza del estado de excepción5, admitir que el “enemigo” carecía de todo derecho, que no era una entidad susceptible de tal consideración. Los procedimientos establecidos por el orden jurídico normal eran, para ese estado de excepción, una mera artimaña de guerra; artimaña que no se proponía más que posponer, evitar 4 El 15 de diciembre de 1983 el presidente Raúl Alfonsín crea la comisión mediante el decreto 187 del Poder Ejecutivo. 5 Giorgio Agamben, Estado de excepción, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2004. la derrota. Por tanto, los abogados no podían ser otra cosa que combatientes camuflados, “subversión encubierta”. El asesinato de Silvio Frondizi, a manos de la triple A, había adelantado ese punto de vista. “El silencio es salud”, escribía José López Rega en un anillo que giraba mudo en torno al obelisco estableciendo la regla de oro de todo tiempo oscuro. El general Acdel Vilas lo explicó así: “No tenía sentido combatir a la subversión con un Código de Procedimientos en lo Criminal. Decidí prescindir de la Jus t i cia, no sin declarar una guerra a muerte a abogados y jueces cómplices de la subversión”.6 Esta es la versión procesista explícita del silencio jurídico. El discurso del 24 de marzo por la cadena nacional de radiodifusión comunicó todo lo que se proponían explicar las Fuerzas Armadas; en el anteúltimo párrafo se lee: La conducción del Proceso se ejercitará con absoluta firmeza y vocación de servicio. A partir de este momento, la responsabilidad asumida impone el ejercicio severo de la autoridad para erradicar definitivamente los vicios que afectan al país. Por ello, al par que cont inuará combatiendo sin tregua a la delincuencia subversiva abierta o encubierta y se desterrará toda demagogia, no se tolerará la corrupción o la venalidad bajo ninguna forma o circunstancia, ni tampoco cualquier transgresión a la ley u oposición al proceso de repara ción que se inicia.7 Conviene leer el texto de atrás para adelante, facilita la comprensión. A partir del “no se tolerará” inicia una aparente taxonomía rigurosa. Enumera: corrupción, venalidad, y la transgresión a la ley. Figuras perfectamente asimilables a las tipificadas en el Código Penal; por tanto, no requieren del estado de excepción, pueden ser combatidas en el marco de la 6 Horacio Verbitsky, “A mucha honra. La jactancia es el arrepentimiento de los militares”, en Página/12, 15 de octubre de 1989, destacados de A. H. 7 Horacio Verbitsky, Medio siglo de proclamas militares, Buenos Aires, Editora 12, 1987, p. 147, destacados de A. H. legalidad teóricamente vigente. Claro que oponerse al gobierno constitucional no es delito, salvo con las armas en la mano. ¿Cuál es la novedad jurídica explícita que introduce el Proceso? Una sola, no tolera oposición de ninguna clase, ni armada ni desarmada, cualquier oposición impide la “severa” y “absoluta” autoritas del Proceso. Era una declaración de guerra sin cuartel. Todos los que intervinieran serían considerados partisanos. Vilas lo cuenta sin eufemismos: La guerra a la cual nos veíamos enfrentados era eminentemente cultural. Por eso a la subversión había que herirla de muerte en su fundamento ideológico. Si permitíamos la proliferación de elementos disolventes –psicoanalistas, psiquiatras, freudianos, etc.– soliviantando las conciencias y poniendo en tela de juicio las raíces nacionales y familiares, estábamos vencidos. ¿El problema fundamental?: la destrucción física de quienes participaran de la batalla cultural. Ahora se entiende: destruir el fundamento ideológico no supone polemizar, sino destruir uno a uno los organizados por ese fundamento, entonces, rendir cuenta pública de los actos de la lucha contra la subversión “abierta o encubierta”, explicar el problema fundamental empujado por la pregunta de una madre golpea el tabú de silencio. Vilas no se propone debatir con los “elementos disolventes”, sino silenciarlos definitivamente. Debate, en sus términos, supone derrota. Para evitarla... se impone silenciar la sociedad política. Tanta debilidad discursiva transformó toda pregunta inoportuna en cuestionamiento del orden existente. Es la herencia de silencio del liberalismo criollo, conjugado con la rigurosa distinción schmittiana8 entre liberalismo y democracia. Es decir, entre el sistema de derechos que garantiza la propiedad privada, y los derechos que permiten defenderse de los propietarios. Estos 8 Agnes Heller, “La decisión, cuestión de voluntad o de elección”, en Zona Abierta 53, octubre-diciembre de 1989.

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