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La trata de esclavos: historia del tráfico de seres humanos de 1440 a 1870 PDF

900 Pages·1998·42.274 MB·Spanish
by  ThomasHugh
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HUGR TROMAS LA TRATA DE ESCLAVOS Historia del tráfico de seres humanos de 1440 a 1870 TRADUCCIÓN DE VíCTOR ALBA y C. BOUNE PIANETA Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados Título original: The Slave Trade © Hugh Thomas, 1997 © por los mapas, Stephen Raw, 1997 © por la traducción, Víctor Alba y C. Boune, 1998 © Editorial Planeta, S. A., 1998 Córcega, 273-279, 08008 Barcelona (España) Realización de la cubierta: Josep Baga Primera edición: octubre de 1998 Depósito Legal: B. 35.895-1998 ISBN 84-08-02739-5 ISBN 0-330-35437-X editor Picador, Gran Bretaña, edición original Composición: Víctor Igual, S. L. Impresión: Hurope, S. L. Encuadernación: Encuadernaciones Roma, S. L. Printed in Spain -1m preso en España Índice Introducción 7 Nota sobre la traducción 15 Libro primero/EL VERDE MAR DE LAS TINIEBLAS 19 l. ¿Qué corazón podría ser tan duro? 21 2. La humanidad se divide en dos 24 3. Los esclavos que encuentran el oro son todos negros 32 4. Los portugueses sirvieron de sabuesos para levantar la caza 48 5. Los llevé como si fueran ganado 67 6. Los mejores y más fuertes esclavos disponibles 87 7. Por el amor de Dios, dadnos un par de esclavas 113 8. Los hombres blancos llegaron en barcos con alas 127 Libro segundo / LA INTERNACIONALlZACIÓN DE LA TRATA 149 9. Una buena relación con los negros 151 10. El esclavo negro es la base de la hacienda 180 11. Es legal hacerse a la mar 194 12. El que sepa suministrar los esclavos compartirá esta riqueza 208 Libro tercero / EL APOGEO 231 13. Ninguna nación se ha hundido tanto en esta culpa como la Gran Bretaña 233 14. Por la gracia de Dios 262 Li bro cuarto / LA TRAVESÍA 287 15. Un asqueroso viaje 289 16. El gran placer de nuestro vino 313 17. Puertos de esclavos (1) 330 18. Puertos de esclavos (II) 351 19. Una gran escasez de esclavos 368 20. Los más negros con ensortijado cabello corto 385 21. Si quisiereis aprender a rezar, id a la mar 405 22. Sólo Dios sabe lo que haremos con los que quedan 427 Libro quinto / LA ABOLICIÓN 441 23. Sobre todo una alma buena 443 24. Los más fuertes gañidos pidiendo libertad 461 25. Se había arrojado el guante 479 26. Habrá hombres en África con sentimientos tan buenos como los nuestros 506 27. ¿Por qué hemos de ver cómo Gran Bretaña se queda con toda la trata? 532 Libro sexto / LA ERA DE LA ILEGALIDAD 553 28. No hemos empezado todada la Edad de Oro 555 29. El negrero es más criminal que el asesino 585 30. Sólo los pobres hablan mal de la trata 622 31. Esforzados empeños 644 32. Los puertos de la trata en el siglo XIX 666 33. Los tiburones son la escolta constante de todos los buques negreros 704 34. ¿Podremos resistir el torrente? No lo creo 720 35. Todos la desean con vehemencia, la protegen y casi la santifican 740 36. Cuba, el centinela avanzado 762 Epílogo 779 La trata: una reflexión 785 Primer apéndice / Algunos de los que vivieron para contarlo 793 Segundo apéndice/El juicio de Pedro José de Zulueta en Londres por comerciar con esclavos 796 Tercer apéndice / Estadísticas aproximadas 798 Cuarto apéndice / Precios de los esclavos 1440-1870 800 Quinto apéndice/El viaje del Enterprise 803 Nota bibliográfica 807 Notas 817 Índice de nO/l1bres y temas 859 INTRODUCCIÓN Recuerdo como si fuera ayer el día en que comencé a interesarme por la trata de negros: fue hace treinta años. A la mesa donde comía mos en Londres se sentaba el primer ministro de Trinidad, el histo riador doctor Eric Williams. Al oír que estaba estudiando las causas de la revolución cubana se extrañó que preparara un libro sobre este tema sin leer su propia obra, La Historia de Trinidad:v Tobago (escri ta, dijo con sorna, en diez días, mientras su pueblo celeb¡"aba el car naval), y sobre todo Capitalisl71 and Slavery, un ejemplar del cual un mensajero de la Alta Comisión de Trinidad trajo a mi casa al día si guiente. Una rápida ojeada a este libro me mostró la fascinación que ejer cía el Caribe del siglo XVlIl, yen la que sería mi historia de Cuba pres té mucha atención a la esclavitud y a la trata en esa isla. Me interesó especialmente un vasco, Julián Zuluela, el último gran negrero de Cuba (si se me permite el adjetivo) y, por tanto, de las Américas, un hombre que comenzó desde muy abajo, comercian do con toda clase de mercancías en La Habana de los años 1830, y que a finales de la década siguiente era un nombre maldito en la mente y en los diarios de a bordo de las patrullas navales británicas que intentaban impedir la trata, pues Zulueta poseía en Cuba sus propias plantaciones de caña de azúcar, a las que llevaba, en rápidos clípers, a menudo construidos en Baltimore, cuatrocientos o qui nientos esclavos, dir'ectamente desde Cabinda, en la orilla septen trional del río Congo. Como era hombre moderno, Zulueta solía hacer vacunar a sus es clavos antes de que emprendieran el viaje a través del Atlán.tico, y en la década de 1850 empezó a emplear vapores que podían transportar hasta mil cautivos. Como era católico, hacia bautizar a sus esclavos antes de que abandonaran África. Me preguntaba qué clase de hom bre podía ser ei que se dedicaba a la trata en una colonia cristiana C~latro siglos después de que un papa, Pío IJ, hubiese condenado la costumbre de esclaviza¡- a africanos bautizados. ¿ Y cómo podía Zu lueta justificar su insaciable demanda de esclavos casi un siglo des pués de que Adam Smith hubiera insistido fríamente en que éstos eran menos eficientes que los hombres libres? ¿Por qué el gobierno español le hizo marqués? Y cuando se llamaba a sí mismo marqués 7 de Álava, ¿pensaba más en el nombre de su plantación de caña que en el de su provincia natal? ¿Qué sucedió con su gran fortuna? ¿Qué fue de sus papeles y documentos? A la sazón no investigué más para hallar respuesta a estas pre guntas, pero escribí un artículo sobre el tema, en 1967, para el Ob server, a invitación de Anthony Sampson, con ocasión de lo que apa recía como el centenario del fin de la trata. El tema siguió presente en mi espíritu, a medida que me interesaban otros tratantes de ne gros, en otros países, otros hombres que ganaban dinero con los car gamentos «negros» o de «ébano», como el francoirlandés Antaine Walsh, de Nantes, que también llevó a Escocia en el barco Du Teillav al príncipe Carlos Eduardo, el Bonnie de la leyenda, o como James de Wolf, de Bristol, en Rhode Island, que llegó a ser senador de Esta dos Unidos, u otros comerciantes que construyeron hermosas man siones, como las de muchos tratantes de Liverpool, de Lisboa, de Se villa, o de Middleburg, en Holanda, de donde procedían los Roosevelt y que, después de emigrar la familia a Nueva Holanda (Nueva York), sería sede de la mayor compañía holandesa de tratantes del siglo XVIII. En los años ochenta, incluso escribí una novela, Havana, acerca de John Kennion, un unitario de Liverpool que consiguió permiso para importar esclavos a Cuba en 1762, después de la captura de la isla por los británicos en la guerra de los Siete Años. Paseé por las calles, elegantes todavía, del Nantes de Walsh, mu chas de las cuales sobrevivieron al bombardeo aliado de 1944, y re cordé que los tratantes de negros residentes en las mansiones de la Íle Feydeau, en la década de 1780, enviaban su ropa sucia a que la la varan en Saint-Domingue (hoy Haití), donde el agua de los arroyos de montaña, según se decía, dejaba la ropa más blanca que la de cualquier río de la Bretaña. David Hancock, en un reciente y exce lente libro suyo, dio a su protagonista el nombre de Richard Oswald, «un ciudadano del mundo» como bien hubiera podido llamarse a sí mismo, pues poseía propiedades en Escocia, Londres, Florida, Ja maica y Virginia, así como una participación en la isla de Bence, frente a la costa de Sierra Leona, que empleaba como «almacén» de esclavos, y donde él y sus socios construyeron un campo de golf para entretenimiento de los capitanes y oficiales que debían esperar allí, cuyos cadis eran esclavos vestidos con bits. Gracias a su conoci miento de América, Oswald fue uno de los negociadores de la paz de París, en 1783, frente a antiguos socios suyos que representaban al lado americano, como Benjamin Franklin y, sobre todo, Henry Lau rens, de Charleston, Carolina del Sur, que también fue de joven un tratante al que Oswald había suministrado a menudo esclavos ne gros. ¿Pueden imaginarse a los dos, en París, en la rue Jacob esquina con la rue des Saints-Peres, ricos, es cierto, gracias entre otras cosas a las innumerables transacciones de las tratas que enlazaban a Euro pa con África y las Américas, negociando ahora la libertad de Nor teamérica? En mis lecturas encontré a mi propio candidato para rivalizar con 8 Hancock como «ciudadano del mundo»: Bartolommeo Marchionni, un florentino, comerciante y banquero en Lisboa, que en 1480 poseía plantaciones de caña en Madeira y que financió las expediciones de los grandes viajeros portugueses a Etiopía en 1487, que tenía un bu que en la expedición de Vasco da Gama a la India en 1498 y otro en la expedición de Cabral que en 1500 descubrió el Brasil, probable mente por error, que sugirió al rey de Portugal que empleara a su compatriota florentino Américo Vespucio para un viaje al Brasil en 1501, Y que en la década de 1490 tenía el monopolio de la trata en el río Benin, para llevar cautivos no sólo a Portugal y Madeira, sino también a Elmina, en la Costa de Oro, donde los vendía, a cambio de oro, a mercaderes africanos de los que conseguía mejores precios por los cautivos de los que hubiese obtenido en Lisboa. Como resultado de este interés, que abarca la mitad de una vida, decidí hace algunos años escribir mi propia historia de la trata. Debe decirse que es un terreno que ha sido tan labrado que ya no queda es pacio para ningún cultivo nuevo. Philip Curtin y sus sucesores han establecido las estadísticas de la trata tan completamente como sea posible; cada puerto y cada pueblo relacionado con la trata tiene sus propios historiadores, muchos de los cuales se han reunido, desde hace años, en conferencias en todo el mundo, con muy buenos resul tados La historia de la concha de caurí, empleada durante tanto tiempo en África como moneda, ya se ha escrito, como se ha escri to la del fusil de Birmingham, que sirvió de trueque para muchos es clavos. Pero cualquier empresa comercial que entrañe el transporte de millones de personas a lo largo de varios siglos, empresa en la que in tervinieron todas las naciones marítimas europeas y todos los pue blos con costas en el Atlántico (y algunos otros, de añadidura), así como todos los países de las Américas, constituye un planeta por sí misma, con espacio, siempre, para nuevas observaciones, reflexiones y nuevos juicios. Sin embargo, los que me interesaban eran los mer caderes de esclavos en sus hermosas casas de Londres o Lisboa, que con frecuencia nunca llegaron a ver un esclavo, pero que se benefi ciaron con su venta. En las controversias sobre el número de esclavos transportados y el porcentaje de beneficios, se tendió a ignorar a esos hombres. La trata era, desde luego, una iniquidad. De todos modos, todo his toriador ha de recordar la advertencia de Hugh Trevor-Roper: «Cada época tiene su propio contexto social, su propio clima, y lo da por sen tado ... Desdeñado, empleando términos como "racional", "supersti cioso", "progresista", "reaccionario", como si sólo fuese racional lo que obedece a nuestras reglas de razonamiento, sólo fuese progresivo lo que apuntaba hacia nosotros, es peor que una equivocación; es una vulgaridad.» 1 Además, el estudio de este comercio puede ofrecer algo a casi to dos. Quien se interesa por la moral internacional puede preguntarse cómo fue que en el siglo XVII varios países de Europa septentrional apenas vacilaron antes de tolerar el renacimiento a gran escala de una institución que casi se había abandonado, en la región, hacia el año 1100, y a veces, como en Inglaterra, con un tono casi abolicio nista en las declaraciones de los arzobispos contra la costumbre: «Fuimos un pueblo que no comerciaba con esta mercancía», decía con orgullo Richard Jobson, un mercader inglés, cuando, en 1618, un tratante árabe le ofreció esclavos en el río Senegal. Pero casi al mis 2 mo tiempo, sir Robert Rich, cuyo retrato por Van Dyck cuelga de los muros del Metropolitan Museum de Nueva York, conseguía licencia para llevar a cautivos africanos a sus nuevas plantaciones de Virgi nia. A quien le interesa la historia económica puede preguntarse si hay algo acertado en la idea del doctor Eric Williams de que la revo lución industrial inglesa se financió con los beneficios de los tratan tes de esclavos de LiverpooL Quien tiene por especialidad la historia eclesiástica puede preguntarse por qué se ignoró en los países católi cos la condena del papa Pío 1I y de otros tres papas, y cómo fue que los jesuitas se vieron tan mezclados como todos en la trata; encon traría interesante, también, investigar los términos precisos con que Pío II condenó el tráfico de esclavos, y tal vez especular acerca de las razones por las que los filántropos calólicos del siglo XVI, como fray Bartolomé de las Casas, al principio no abarcaron a los negros afri canos en la generosa simpatía que ofTecieron calurosamente a los in dios americanos. Si interesa la hisloria de los movimientos populares, el movi miento abolicionista, tan bien organizado por los cuáqueros en In glaterra y en Estados Unidos, debe verse, sin duda, como su primer ejemplo. Si a uno le interesa el comercio con los países subdesarro llados, puede estudiar el papel de la trata en África v calcular, o por lo menos formular suposiciones, sobre el efecto duradero que tuvo en las economías locales, y preguntarse (con un hisloriador de Sie rra l.eona) si pudo haber algún beneficio derivado de los cuatro siglos de contacto con Jos europeos en términos de renta, organiza ción del comercio, nuevas cosechas, conocimiento de nuevas técni cas. Luego, puede uno plantearse la cuestión de si la importante participación de Gran Bretmia en el comercio de esclavos durante el siglo XVIII (cuando, en la década de 1790, los capitanes ingleses de esclavos transportaron todos los allOS unos treinta y cinco mil cautivos a través del Atlántico en unos noventa buques), encontró compensación en el papel predominante que los políticos ingleses diemn a la abolición de la trata, convirtiéndose en policías de los mares (guardabosqUl~s después de haber sido cazadores furtivos), con su empeí'iosa diplomacia, poderío naval, astuci2 y subsidios fj nancieros para llevar a su fin la trata. En relación con esto cabe pre guntarse si la política británica fue o no el elemento decisivo para que se pusiera término él la trata brasilcúa en la década de 1850 y la cubana en la de 1860. Al analizar esta ambivalente posición britá nica, debería examinarse por qué John Hawkins sigue siendo un héroe nacional, aunque sus tres viajes al Caribe, en la década de 10

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