LA SOCIEDAD ESPAÑOLA en el SIGLO - ORO MANUEL FERNANDEZ ALVAREZ 1 ■ II Ί : * T - ΙΓ ,W J • ■ ■ ! ' : : i . i- «I fg iÉi í ΐρψΗ/Φ ;-'rU. .·.: EDITORIAL GREDOS MANUEL FERNÁNDEZ ÁLVAREZ LA SOCIEDAD ESPAÑOLA EN EL SIGLO DE O R O (PREMIO NACIONAL «HISTORIA DE ESPAÑA» 1985) SEGUNDA EDICIÓN REVISADA Y AUMENTADA EDITORIAL GREDOS MADRID © MANUEL FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, 1989. EDITORIAL GREDOS, S. A. Sánchez Pacheco, 81, Madrid. España. Segunda edición revisada y aumentada, junio de 1989. Depósito Legal: M. 19396-1989. ISBN 84-249-1389-2. Obra completa. ISBN 84-249-1390-6. Tomo I. Impreso en España. Printed in Spain. Gráficas Cóndor, S. A., Sánchez Pacheco, 81, Madrid, 1989. A María Aurora, in memoriam INTRODUCCIÓN EL MARCO EUROPEO Buscando el efecto retórico y en una apretada síntesis, pondríamos este período que va desde los tiempos de Jorge Manrique hasta la muerte de Calde rón de la Barca, como el de la pugna por la libertad, en contra de la opresión monárquico-señorial. En otras palabras, empieza ya la lucha de la burguesía por hacerse con el poder. No por todas partes, o no en todas partes, con igual eficacia, pero sí como una tendencia de lo que será el futuro. Entre las diversas posibilidades que se abren, esa será la más prometedora. Y no sólo en el terre no político y económico, sino también en el social y en el ideológico. En la Historia Universal es una época que está marcada por el hecho del nacimiento, desarrollo y decadencia del primer imperio de los tiempos, modernos: el espa ñol. Un magno acontecimiento cumplido en un período breve de tiempo entre el reinado de los Reyes Católicos y el de Carlos II. Durante este período, toda Europa se lanza a la búsqueda de nuevas formas políticas. Las estructuras de cuño medieval han quedado inoperantes, frente a los nuevos problemas que brotan en cada momento. Los pueblos mantienen una interconexión cada vez más estrecha. La misma amenaza turca desde Le vante fuerza a la Cristiandad a pensar y a actuar como un solo bloque, aunque no siempre con la eficacia deseable. La perspectiva de ricas posibilidades en Occidente, en cambio, le lanza a una carrera de incursiones náuticas y de tan teos coloniales, en la que los pueblos de la Península Ibérica se muestran, a lo largo del Renacimiento, como más eficaces. Es cierto que persisten formas políticas tradicionales, como la Ciudad-Estado, a escala regional —sobre todo en el ámbito italiano—, y el Estado supranacional; pero apunta ya, con verda dera fuerza, la forma política nacional que se aglutina bajo el poder del Prínci pe. Un Estado con las notas de nacionalista y autoritario, que le dan un aire agresivo. Su propio engrandecimiento está condenado a forjarse a costa de sus vecinos más inmediatos, con la consiguiente secuela del recelo, constante forjador de intrigas internacionales. Se suceden las alianzas matrimoniales y 10 La sociedad española en el Siglo de Oro las guerras dinásticas. Y ya, antes de que Maquiavelo lo formule en su obra cumbre (El Príncipe), los nuevos soberanos llegan a la conclusión de que la política tiene sus propias leyes, que no han de sujetarse a la moral más que en la medida de la propia conveniencia. Porque uno es el objetivo primordial: mantenerse a toda costa en el poder. El prestigio, junto con la razón de Esta do, serán las normas que prevalezcan. Toda la elocuencia de Erasmo de Rotter dam no conseguirá apartar a los monarcas del afán de lograr la gloria de las armas. Y no es sólo orgullo o vanidad, ni había que mirar a la Antigüedad para encontrar ejemplos válidos, pues cada año traía la prueba de que la guerra hacía y deshacía imperios, cuanto más naciones. La consigna, pues, la eterna consigna era que había que estar preparado para la guerra, y la mejor manera de prepararse era practicándola. Todo ello es muy costoso y está por encima de las posibilidades de la vieja nobleza feudal. Por otra parte, el Príncipe quiere sobresalir, liberarse del cerco nobiliario, buscando el apoyo entre sus propios colegas de oficio. El período es lo suficientemente amplio como para que se pueda observar una evolución entre el.siglo xvi, de monarquías autoritarias y de reyes casi absolutos (Francisco I de Francia, Enrique VIII de Inglaterra, Carlos V de España y, por supuesto, Solimán el Magnífico en Turquía), y el siglo xvn en el que se aprecia en principio una refeudalización —la famosa «traición de la burguesía», a la que alude Braudel—, con la tendencia señorializante de las clases medias, en particular de la burguesía enriquecida durante el período del Renacimiento tardío. Después se dibujan dos corrientes: la revolucionaria, que se impone en Inglaterra, y la del pleno absolutismo, que triunfa en Francia. Esas diferencias, entre siglo y siglo, también se aprecian en el panorama internacional. El siglo xvi es aquel en el que toma cuerpo el primer imperio de los tiempos modernos, a escala intercontinental: el Imperio hispano. Ahora bien, se ha dicho reiteradas veces que el Renacimiento es también la época de las monarquías nacionales. Y como tal, con su nota de agresividad, en parti cular entre la nación que personifica el empuje imperial —España— y la que mejor encarna la nota nacional, esto es, Francia. Ahora bien, si España sigue la línea general del siglo, en el siglo xvi, con la nota autoritaria que dan los Austrias Mayores, tanto Carlos V como Felipe II, no así la del siglo xvn, pues en él no se aprecia ni la vitalidad de las Cortes —al modo del Parlamento inglés—, ni la fuerza de la Corona, tal como lo venía haciendo la Francia de Richelieu, de Mazarino y de Luis XIV. Quizá el hecho de haberse producido una revolución prematura en el Quinientos, con el alzamiento de las Comunidades (aniquiladas por la coalición de la Corona con la Grandeza) trajo consigo que las Cortes quedaran definitivamente some tidas, con grave quebranto para el normal funcionamiento del sistema constitu cional español. Y en el siglo xvn, un trono sin ninguna limitación eficaz en su arbitrario poder, caerá en manos indolentes, que no sabrán deshacerse del Introducción 11 asedio del valido de turno. Resultado, un profundo desprestigio, que redunda rá en la decadencia general, con la derrota en el exterior y con la pérdida de la unidad peninsular, que era la mejor herencia que había dejado Felipe II. Es un período largo —unos dos siglos— marcado por sucesos de verdadera importancia. Es la época que va del tardío Renacimiento al Barroco. En él se suceden los grandes descubrimientos geográficos, que maravillaban a los con temporáneos del mismo modo que los viajes interplanetarios nos lo hacen a nosotros. Llega un momento en que se espera oír las cosas más fantásticas. Por eso cuando Tomás Moro se encuentra con un marino en Brujas, espera que le hable «de tierras y hombres incógnitos». Allí nacería la Utopía, el ensa yo más bello del humanismo nórdico. Grandes descubrimientos que también hay que apuntar a la técnica, desde el fabuloso regalo de la imprenta, el logro de Gutenberg, a mediados del siglo xv, hasta el del telescopio, que permitirá afianzar la revolución científica del Barroco. Cabría preguntarse hasta qué punto la humanitas, el nuevo sentido de unos estudios humanísticos, puestos al servicio de un ideal, educativo, se extiende por poco más que por una minoría ilustrada. En una época en que el analfabe tismo pasaba del 80 por 100 de la población, y aún del 90 en las zonas rurales, hay que considerar hasta qué grado el conjunto de la sociedad se ve impregna do por los principios renacentistas. En contraste con esa división social entre una minoría que vive unos exquisitos ideales culturales y una masa analfabeta, está el cambio provocado por la aparición de la Reforma. Pues lo religioso sí que afecta a todos, conmoviendo lo más íntimo de sus existencias. Vincularse a la revolución religiosa o seguir bajo las directrices de Roma va a ser una disyuntiva clara ante la que todos, cultos o ignorantes, poderosos o humildes, tendrán que pronunciarse. De ahí que los valores culturales que trascienden de la Reforma y de la Contrarreforma sean mucho más populares que los pura mente renacentistas. Ahora bien, si el Renacimiento es ante todo un fenómeno urbano, un fenó meno cultural de la ciudad, como promotora también de la riqueza dineraria, en contraste con el valor de la tierra del sistema feudal, y si la preocupación por los problemas políticos y por una participación en la vida pública es tam bién cosa del ciudadano, en contraste con la pasividad del labriego (salpicada, es cierto, con temibles rebeliones, que ponen en peligro todo el sistema social), hay también para pensar si el hecho de que Italia asuma el caudillaje espiritual de la Cristiandad, en la época del Renacimiento, estriba en la importancia que tiene en esta Península, al norte de Roma, la proliferación urbana. A su vez, el siglo xvn, con su secuela de terribles pestes, junto con malas cosechas, hambres y guerras interminables —la misma de los Treinta Años debiera llamarse, a juicio de no pocos tratadistas, de los Cuarenta, pues en realidad no acaba con la Paz de Westfalia, en 1648, sino once años después, 12 La sociedad española en el Siglo de^Oro con la de los Pirineos, al menos para buena parte de la Europa Occidental—, tiene un aire catastrófico. Por todas partes se observan parecidas calamidades. La contracción económica es general. Sólo se salva, en cierto sentido, Holanda, gracias al despliegue de su imperio colonial, alzado a costa del Portugués, en especial en las Indias Orientales. Por lo tanto, cada siglo tiene aspectos muy distintos. La época renacentista, que impregna aún buena parte del Quinientos, tiene un aire más pujante, como aquel de un tiempo de expansión. Una cultura brillante, propia de una sociedad adinerada y burguesa, enriquecida con el comercio, contrasta con el período siguiente, en el que la tierra vuelve a ganar el primer puesto. Como ocurre con frecuencia, la hora de los malos tiempos trae consigo una refeudalización de la existencia, una primacía del noble sobre el burgués, una tendencia a la señorialización. En ese aspecto, el caso español no difiere del resto de la Europa Occidental, sino en cuanto a la manera de subrayar ambos períodos: más ligero el trazo renacentista, más acusado y fuerte aquel otro que corresponde al Barroco. En otras palabras, si el Renacimiento es muy minoritario, el Barroco se convierte en algo plenamente popular. Y existe un motivo para ello: el vehículo religioso. En todo caso, una nota común a todo el período puede observarse, y es la existencia del privilegio. Envidiado o combatido, el privilegio sigue dividien do a la sociedad del Antiguo Régimen, bajo el Renacimiento como bajo el Barroco, en un sector minoritario —en ese sentido mimado por el régimen establecido— y una masa sobre la cual la Justicia y el Fisco actúan sin traba alguna. Por supuesto que en esa masa hay multitud de grados, desde el rico burgués, siempre bajo la tentación de incorporarse al estamento nobiliario, ya mediante afortunado enlace, ya mediante compra de ejecutoria de nobleza a la Corona, con demasiada frecuencia lo bastante agobiada y falta de recursos económicos para que no consienta en ello. El privilegio, pues, de que goza el clero por su dedicación a la Iglesia (el clero como sector consagrado), y del que goza la nobleza —en particular, la alta nobleza—, por los méritos contraídos por sus antepasados. El privilegio del clero se impone en función de los acendrados sentimientos religiosos de la sociedad del Antiguo Régimen; requiere, ya lo hemos dicho, una consagra ción. El privilegio de la nobleza es hereditario. En la mano del Rey está el aumentar —si bien prudentemente— el número de los que lo gozan, pero no desposeer al que lo tiene por su linaje, salvo delitos enormes, como el de alta traición. De ahí el sentido conservador que tiene esa alta nobleza, como aquella que considera que su estado le ha venido de las manos del Creador, como si fuera un designio que estuviera en su mente desde el principio de los tiempos. Ahora bien, aunque el privilegio es odiado por la inmensa mayoría de los que se ven apartados de él, y aunque eso traiga consigo no pocas y temibles rebeliones, como la que sacude a la tierra alemana a poco de iniciarse la Refor- Introducción 13 ma, o bien como la que afecta en este caso al campo español, en el período final de las Comunidades de Castilla, y aunque eso se refleje sobre todo en la fuerza del señorío, y su recrudecimiento en el siglo xvn, lo cierto es que cuando el Estado sufra la difícil crisis del Barroco —especialmente, la Monar quía Católica—, el resultado será que ese campesino de señorío, tan oprimido bajo el Renacimiento, pueda sentir un alivio y una protección, en este caso del señor, frente a un Estado que no deja de oprimir a sus vasallos. En el caso español, el privilegio se mantiene con una fuerza extremada, sólo puesto en entredicho durante las alteraciones de las Comunidades y de las Germanías, a principios del reinado de Carlos V. A su vez, el señorío civil va en constante aumento, a costa del eclesiástico y del que controlan las Órde nes Militares, pues la Monarquía se ve obligada a utilizar ese recurso, a fin de obtener mayores ingresos ocasionales, con los que poder hacer frente a los gastos derivados de una política exterior excesivamente ambiciosa. Por eso el tipo paradigmático de aquella sociedad está vinculado a esa tierra que tanta fuerza tiene; en principio, al hidalgo rural; después, ya en el siglo xvn, al villano rico. Ello, en buena medida, porque la desmedrada burguesía que se desarrolla en España no da lugar a que se imponga ese tipo social. En la Corona de Aragón, la decadencia de Barcelona sólo permite prosperar a un pequeño nú cleo en la ciudad de Valencia —la más rica de las que comercian en el Mediterráneo—, mientras que en la de Castilla, los documentos no mencionan más que dos grupos de relativa importancia: Sevilla y Burgos, la ciudad que enlaza con el imperio colonial de las Indias Occidentales, y la que regula el comercio internacional de las lanas, a través de su control de la lana de los rebaños de la Mesta. Sociedad adinerada, hemos indicado, para los tiempos renacentistas, lo que quiere decir posibilidades de atesoramiento y de fuertes inversiones; esto es, lo que permite el despliegue de un incipiente capitalismo. Por lo pronto, tan sólo un capitalismo comercial, aunado al financiero, pero sin apenas otra cosa que un atisbo de lo que será más tarde el capitalismo industrial. Capitalismo, en todo caso, coincidiendo con una nueva fase religiosa para buena parte de Europa. ¡Qué tentación la de unir ambos hechos, la de hacer al uno causa del otro! La infraestructura y la superestructura cambian. ¿Acaso no será porque lo que en una ocurra incide en la otra? A una nueva economía —la capitalista— ¿no debe corresponder una nueva forma religiosa? (en este caso la Reforma). Tema brillante, fuente de mil debates, tema político si los hay en la historia de las ideas. La idea es sugestiva, pero todo aquel que valore la libertad del hombre hará bien en rechazar tales condicionamientos. Lo que sí es evidente es que esos tanteos capitalistas se dan mejor en el resto de la Europa Occidental que en España. ¿Quizá porque la mentalidad social chocaba en nuestra patria con la que hacía posible los hombres de em 14 La sociedad española en el Siglo de Oro presa económicos? Los textos, en este terreno, son algo engañosos. La moral escolástica tendía al «justum pretium» de la mercancia, lo que era un freno para el rápido desarrollo de los negocios mercantiles, pero en qué medida se guía siendo una norma viva entre los hombres del Renacimiento es difícil de precisar. Se podía considerar que España, más anclada en la filosofía y en la moral escolástica, sentía ese freno con particular fuerza. Sin embargo, es en Erasmo donde podemos leer los ataques más vivos contra los comerciantes y mercaderes, que naturalmente constituían el sector social mejor preparado para hacer realidad un cierto capitalismo: «Los más necios y los más desprecia bles actores de la farsa humana —leemos en su Elogio de la locura, quizás su obra maestra—, entre todos, son sin duda alguna, los comerciantes, porque no hay nada menos honrado que su profesión, si no es en la manera como la ejercen. Dondequiera que se hallen mienten, juran, roban, defraudan y enga ñan, a pesar de lo cual se juzgan a sí mismos las personas más importantes de la ciudad, sólo porque llevan las manos cubiertas de sortijas; y no les faltan aduladores y frailucos mendicantes que les rían las gracias y en público les llamen ‘señoría’, con el fin de que algunas migajas de sus bienes, infamemente adquiridos, vayan a parar a la bolsa de la comunidad». Cierto que en estos tiros de Erasmo respira el intelectual que se ve peor tratado por la fortuna, pero en conjunto una mentalidad nobiliaria pesa aún sobre buena parte de la sociedad, y contribuirá más tarde a favorecer la traición de la burguesía, propia de fines del Renacimiento y del período posterior barroco. En lo ideológico, está claro que estamos ante una creciente racionalización de la existencia, en un proceso ininterrumpido, que desembocará en la revolu ción científica del siglo xvn. Una racionalización que se aprecia en los aspectos prácticos de la vida, desde la economía, con su técnica nueva de contabilidad por partida doble (el primer tratado, de Fray Luca Pacioli aparece a fines del siglo xv) y su imperativa norma de la adecuación entre oferta y demanda, en relación con los precios. En conjunto, es como una tendencia a la matemati- zación, que se observa incluso en las artes, con las leyes de la perspectiva, que campean en la pintura del Renacimiento. Son estas matemáticas las que hacen avanzar el arte de la guerra, tanto en la balística como en la poliorcética. Recuérdese cuán orgulloso estaba Leonardo da Vinci de sus conocimientos en tales materias, y que como experto en ellas se ofrece a los príncipes de su tiempo. Es en estos principios de la Edad Moderna cuando se vuelve a proferir la frase de que el libro de la Naturaleza está escrito en caracteres matemáticos. Las matemáticas, pues, son las que han de dar la clave para conocer ese mundo que rodea al hombre, descuidado por la filosofía medieval, pero que ahora ocupa el primer plano de la atención del hombre del Renacimiento. Por algo, entre los sabios de la Antigüedad, es Platón el que más atrae, por encima de Aristóteles, como aquel que en la Grecia clásica había destacado por su amor a los estudios matemáticos.