ebook img

la-politica-de-los-papas-en-el-siglo-xx-ii-karlheinz-deschner PDF

300 Pages·2008·1.44 MB·Spanish
by  
Save to my drive
Quick download
Download
Most books are stored in the elastic cloud where traffic is expensive. For this reason, we have a limit on daily download.

Preview la-politica-de-los-papas-en-el-siglo-xx-ii-karlheinz-deschner

1 Título de la obra original: DIE POLITIK DER PÁPSTE IM 20. JAHRHUNDERT. © Editorial Rowohlt Verlag, 1991. GbmH. Rcinbek bei Hamburg. Ilustración de cubierta: Escudo de Armas del Vaticano. © Kariheinz Deschner © Editorial YALDE, S. L. Torres San Lamberto, 9-A 50011 Zaragoza Teléfono y Fax: (976) 33 55 36 I.S.B.N.: 84-87705-23-5 Depósito Legal: Z. 1.347-95 Impreso en COMETA, S. A. — Ctra. Castellón, Km. 3,400 — Zaragoza Traducción: ANSELMO SANJUÁN NÁJERA No está permitida la reproducción total o par- cial de esta obra, cualquiera que sea el procedimien- to empleado, sin expreso y previo permiso de los ti- tulares del Copyright. 2 ÍNDICE PIO XII (1939-1958)..........................................................................................................................................4 Introitos...........................................................................................................................................................6 La destrucción de Checoslovaquia...............................................................................................................12 La tragedia de Polonia..................................................................................................................................16 La Acción Pastoral Católica en la II G.M.....................................................................................................25 Tras la campaña de Polonia..........................................................................................................................38 La Guerra en el Occidente y la Iglesia Católica............................................................................................48 La invasión de Rusia y las expectativas de la misión vaticana.....................................................................60 Stalin y la colaboración de ortodoxos y católicos.........................................................................................70 El fracaso de la misión en Rusia y la política papal para cercar a Rusia......................................................74 Los «esfuerzos por la paz» del Papa Pío XII:...............................................................................................81 ¡Una cruzada del Occidente contra el Oriente!.............................................................................................81 El hundimiento del fascismo. La política de Roma respecto a judíos y rehenes..........................................87 La «imparcialidad» del «Vicario de Cristo» y el espectáculo de las apelaciones pontificias a la paz..........93 Fiestas de la matanza en Croacia o «el reino de Dios».................................................................................98 La guerra fría substituye a la guerra caliente..............................................................................................118 Los USA como arsenal de armas y fuente de financiación de la iglesia católica.......................................128 «Sólo una cosa es necesaria...»...................................................................................................................133 El cardenal Spellman, Henry Ford II, McCarthy y otros prominentes católicos de los USA.....................137 El «nuevo orden» antisoviético occidental establecido por Washington y Roma.......................................141 El rearme germano-occidental con la ayuda de la iglesia católica..............................................................153 Acción pastoral castrense en la Bundeswehr..............................................................................................182 ¿Atizó Pío XII la guerra caliente?...............................................................................................................187 Contra los «criminales sin conciencia», guerra atómica, química y bacteriológica....................................195 Lucha de religiones en el Este....................................................................................................................201 JUAN XXIII (1958-1963)..............................................................................................................................222 PABLO VI (1963-1978).................................................................................................................................235 JUAN PABLO I (26 de agosto-28 de septiembre de 1978)............................................................................253 JUAN PABLO II (1978-...)............................................................................................................................256 Horst Herrmann..............................................................................................................................................280 Apéndice crítico a (Cruzando el umbral de la esperanza» de Juan Pablo II...................................................280 UN ALTO EN EL UMBRAL DE LA ESPERANZA (Réplica al papa Wojtyla)......................................282 NOTAS DEL VOLUMEN II..........................................................................................................................296 3 PIO XII (1939-1958) A veces se hace mofa de que yo trillo innecesariamente lo que ya está más que trillado. No niego que la mayor parte de mis críticas sean ya cono- cidas para algunos pocos. Niego, eso sí, que las conozca la mayoría. Y lo que especialmente cuestiono es lo que esa mayoría da por sabido. «Lo concerniente a la religión no es, como afirma ¡a opinión todavía imperante en nuestros días, algo bueno y digno de veneración, sino todo lo contrario, algo malo y abominable. Se trata de una colusión detestable entre la voluntad de poder espiritual, por parte de unos, y la disposición al some- timiento espiritual, por parte de otros. Colusión tanto más detestable cuanto que esa voluntad de poder se presenta bajo la forma de humilde obediencia a los 'poderes de lo alto'. Detestable por partida doble, ya que alimenta además en los sometidos la ilusión de poseer una convicción religiosa personal, fruto del propio esfuerzo... Sólo quienes minusvaloran el espíritu pueden opinar que el poder de la mendacidad religiosa es menos pernicioso que el de los malos políticos o el de los magnates económicos. Mientras la humanidad prosiga adelante con la historia de las religiones, proseguirá asimismo con la historia de las guerras. Mientras el hombre no se rebele contra la vergüenza de su tutela religiosa, no juzgará tampoco que la vergüenza de matar por de- creto del poder sea tan mala como para abominar de ella desde lo más pro- fundo y velar por una política adecuada. El mundo del delirio colectivo es el mundo del crimen colectivo» R. Máchier (1) «J'appartiens tout entier au Saint-Siege» (E. Pacelli en 1917) «¡Todo ello tuvo que haber tenido un sentido!» (Pío XII a J. Müller po- co después de finalizada la II G.M.) «... en determinadas fases se comportaba políticamente como si los USA debieran asumir crecientemente la función del imperio medieval; como si contemplara en ellos al brazo secular de la Iglesia, mientras que el papa desempeñaría el papel de cura de campaña de la alianza occidental» (Peter Nichols) «Pío XII se oponía a 'una paz a cualquier precio'. El pacifismo extremo no sólo le parecía extravagante sino públicamente peligroso... De ahí que Pío XII no condenase rotunda e incondicionalmente las armas atómicas, biológi- cas y químicas, por más que urdiese para su reducción generalizada. Usadas en legítima defensa podrían también ellas ser moralmente permitidas» (R. Leiber S. J.) «La tarea era ardua, pero Pío XII la desempeñó espléndidamente. En esta época de ruda violencia, del odio y del asesinato, la Iglesia no hizo otra cosa sino ganar en prestigio, en confianza y en margen de acción» (R. Leiber S. J.) «La autoridad moral del papado en los países no católicos y no cristia- nos aumentó aún más durante su pontificado» (Léxico de la Teología y de la Iglesia) «Desarrolló el hábito, que en el ultimo trecho de su vida casi se convir- tió en una obsesión, de ganarse tas simpatías de su audiencia y de influir so- bre ella mostrando un saber riguroso justamente en la especialidad en la que aquella estaba cabalmente interesada. Si, verbigracia, recibía a un grupo de dentistas había de contarles algo sobre los nuevos sistemas de taladro. Si sa- ludaba a especialistas en la explotación del petróleo hablaba de otros méto- dos de perforación y sobre técnicas de comprobación sismográficas, gravi- métricas y magnéticas. Si eran carniceros los que tenía ante sí, la víspera an- terior se estudiaba los métodos más modernos del sacrificio de animales en el matadero municipal...» (Corrado Pallenberg) 4 Eugenio Pacelli no era aristócrata de nacimiento, pero sí lo era, digamos, por sus gestos y ademanes. Descendía de una familia cuyos miembros habían sido desde hacía muchas gene- raciones «romani de Roma», vinculada desde muy antiguo con la ciudad y desde más antiguo aún con el Vaticano. Con sus finanzas especialmente. El abuelo del papa, Mar-cantonio Pace- lli, nacido el año de 1804 en Orano provincia de Viterbo se introdujo en la administración vaticana gracias a su tío, el cardenal Caterini. Primero se convirtió en responsable de la sec- ción de finanzas bajo el pontificado de Gregorio XVI, aquel «Santo Padre» que azuzaba a su policía secreta y a su soldadesca contra los italianos, aplastaba brutalmente cualquier gobier- no liberal y condenaba la libertad de conciencia como una «demencia» (Deliramentum) (V. Vol. 1, «Entre Cristo y Maquiavelo»). En 1848, el abuelo de Eugenio Pacelli marchó para Gaeta con Pío IX huyendo de la revolución. A su regreso, limpió Roma de revolucionarios tras ser nombrado miembro del Tribunal de los Diez. En 1851, fue nombrado subsecretario de estado para asuntos internos y en 1861 fundó el diario del Vaticano L'Osservatore Romano. Tuvo dos hijos, Ernesto y el padre de Eugenio, Filippo, abogado, letrado de la la Santa Rota y consejero municipal de Roma. Su mujer, Virginia Graciosi, le dio dos hijas, Giuseppa y Eli- sabetta y también dos hijos, Francesco —padre de los siniestramente célebres sobrinos papa- les, Marcantonio y Giulio Pacelli— y Eugenio, a quien la devota madre habría al parecer ido- latrado. (2) 5 Introitos El futuro papa, nacido el 2 de marzo de 1876 como típico vastago del «patriciado negro» de menos rango y educado inicialmente como tal en escuela privada, —luego pasó a un liceo público— fue ordenado sacerdote en 1899 por el vicegerente del cardenal vicario de Roma. Respaldado por el cardenal Vincenzo Vanutelli (V. Vol. I), íntimo amigo de su padre, y una vez licenciado en derecho, entró como pasante y camarero secreto del papa en la Congrega- ción para Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, con cuyo secretario, P. Gasparri, preparó la codificación del derecho canónico. En 1911, Pacelli se convirtió en sotto-segretario, en 1912, en pro-secretario y en 1914 en secretario de la Congregación. En 1917 fue nombrado nuncio en Munich, acontecimiento que se incluyó entre los hitos más importantes del catolicismo alemán. Cuando Pacelli dejó Baviera en 1925 pronunció un discurso de despedida que si bien no cuenta entre las maravillas literarias de la época, sí que se presta maravillosamente para ca- racterizar su estilo y, por ende, caracterizarlo a él mismo. «Al decir adiós a Munich, ciudad de soberanas creaciones de su sentido estético y de fe viva, saludo con el corazón conmovido a todo el pueblo bávaro, entre quienes en los años transcurridos me surgió una segunda patria. Una segunda patria cuyas verdes campiñas y callados bosques, cuyas altas montañas y azules lagos, cuyas capillas rurales y catedrales, cuyas praderas y castillos, cobran nuevamente for- ma en mi imaginación antes de que tome el bastón de peregrino y me traslade a otro lugar a obrar según lo exige mi cargo. Y juntamente con el paisaje saludo en mi despedida, lleno de gratitud, al pueblo bávaro, ese pueblo con el que ha de encariñarse por fuerza todo aquel que lo mire no sólo a los ojos sino en lo profundo del alma, ese pueblo de espíritu tan fuerte y tan firme como las rocas de sus montañas, de sentimientos tan profundos como las azules aguas de sus lagos» (Su «Excelentísima» no pasó inadvertidamente por alto, como anota conge- nialmente sor Pascalina Lehnert la compañera de su vida «pese a todo ello... los encantos de la naturaleza. Se gozaba en las flores espléndidas, en el murmullo de los arroyos, en las ágiles ardillas, en las mansas vacas, en las variopintas mariposas y lo último que pasaría por alto eran los pastorcillos que custodiaban los rebaños...» Las vidas de Pío XI y Pío XII, de edades muy parecidas, se habían cruzado frecuente- mente. Durante la I G.M. trabajaban ambos en el Vaticano. A su regreso de Varsovia en el invierno de 1920/21, Ratti visitó a su colega Pacelli en Munich y su coincidencia en el enjui- ciamiento de la situación mundial fue de seguro uno de los factores y no el menos importante que llevaron a Ratti, ya papa, a confiar al eficiente nuncio la secretaría de estado el 7 de fe- brero de 1930. Pío XI mostró un afecto cada vez mayor por su «veramente carissimo e mai tanto caro come ora Cardinale Secretario di Stato» y finalmente consideraba que «el mayor don» obtenido en su vida era el de poder tenerlo a su lado. «Si el papa muriera hoy mañana habría otro en su puesto, pues la Iglesia perdurará más allá. Pero si muriera el cardenal Pacelli ello constituiría una desdicha mucho mayor, pues él es único». He ahí de qué modo promovía el undécimo de los píos la imagen del futuro duodécimo. Deseaba que le sucediera y Pacelli seguía sus pasos «casi como un príncipe heredero». «Lo hago viajar», dijo cierta vez aludien- do a los viajes de su valido a las Américas del Sur y del Norte (1934 y 1936), a Francia (1935 y 1937) y Budapest (1938), viajes que iban generalmente acompañados de honores triunfales y banquetes estatales, «para que el mundo lo conozca y él conozca el mundo... da una buena imagen de papa». Sin duda alguna Pacelli partió como favorito en el cónclave iniciado el 1 de marzo de 6 1939. Con .todo, él declaró modestamente —recordemos casos anteriores— a quienes lo feli- citaban por anticipado que «Se gradece de veras, pero consideren que ningún secretario de estado fue jamás elegido papa», lo cual tenía tan poco de cierto como muchas otras declara- ciones en boca de Pacelli. Además de ello hizo sus maletas, mandó «poner en orden toda su vivienda» y encargó los billetes para pasar unas vacaciones en Suiza. «¿Están en regla vues- tros pasaportes?... El mío ya lo está». A despecho de ello se convirtió en lo que la mayoría esperaba y él mismo seguramente más fervientemente que nadie y además, según parece, en el cónclave más breve desde el celebrado en 1623, como primer romano y primer secretario elegido papa, desde el 1721 y el 1775 respectivamente. El suplicio de la incertidumbre acabó ya al día siguiente, el 2 de marzo aniversario de Pacelli. En el tercer escrutinio obtuvo la mayoría necesaria de dos tercios. Adoptó el nombre de Pío XII y escogió esta divisa para su pontificado: «La paz es obra de la justicia»: Opus Justitiae Pax. Eligió como blasón una paloma con el ramo de olivo, símbolo de la paz, y el 10 de marzo nombró al napolitano L. Maglione, un fumador empedernido, hombre de mundo y cuidadoso de su apariencia, secretario de estado. Había sido nuncio en Berna de 1918 a 1926 y hasta 1935 lo fue en París. (Con todo, en una «Causa» ya incoada. Pío XII le denegó la bea- tificación, pues «como éste... fumó tanto no puedo beatificarle»). Después de la muerte de Maglione el 22 de agosto de 1944 Pío XII, caso único en la historia de la Iglesia, gobernó sin secretario de estado hasta su propia muerte, apoyándose únicamente en los responsables de la más poderosa de sus instituciones, Tardini y Montini. El último sería más tarde papa con el nombre de Pablo VI. Pacelli fue coronado, después de una solemne misa papal en San Pedro, el 12 de marzo, en el balcón situado encima de la puerta principal. En ese momento parecía como si él «atra- jese a Dios hacia la tierra» (Pascalina). Fue ésta la primera coronación practicada en este lu- gar a causa de los «cientos de miles» que no hallaban cabida en la basílica. El cardenal Caccia Dominioni ejecutó aquel acto con la significativa frase de «Recibe esta tiara ornada de tres coronas y sepas que eres el padre de los príncipes y reyes, guía del orbe...» (patrem principum et regum, rectorem orbis in térra). Palabras que reflejan con harta claridad las antiquísimas ambiciones de poder universal del papado, las mismas que ya inicialmente hallamos en León XIII. La prensa mundial mostró, una vez más, su perspicacia para captar lo esencial tras la elección y coronación de Eugenio. Elogió «su figura procer, impasible y no obstante elástica, esbelta y enjuta. Su rostro fino, pálido y anguloso. Su mirada hierática de ojos negros que refulgían como diamantes tras las gafas. Su porte transfigurado en la blanca ropa talar, rígido bajo la tiara, semejante a una estatua de mármol. Su aristocrática mano y su sonora voz». Tampoco olvidó desde luego sus buenas prendas morales: su firmerza de carácter, su tenaci- dad, su laboriosidad, la pureza de sus costumbres, su piedad. Ni sus capacidades intelectuales: su aguda inteligencia, su memoria fuera de lo común, su amplia erudición, su elevada cultura, su mundología, su elocuencia. No prosigamos: es algo que ya conocemos por otras entroniza- ciones papales anteriores. Semejantes apoteosis se repiten de tanto en tanto como las melodí- as de un organillo. El papa Pacelli, un enamorado del poder y la gloria, era un autócrata digno de ser llevado a la escena, que prestaba resonantes alas al culto a la personalidad, que calculaba el efecto de sus apariciones públicas «como una primadonna», que se recreaba en los baños de multitud aunque había sentido temor de ella, que en semejantes situaciones comenzaba a vibrar, a tem- blar de excitación, que con una convicción mayor que la de todos sus predecesores se hacía llamar «Petrus vivus», que, por mor de sí mismo creó un gigantesco aparato propagandístico y nombró a un redactor propio, Cesidio Lolli, responsable para todo cuanto se publicase en L'Osservatore Romano, —aquella gaceta curial casi familiar— concerniente a su persona. El porte de este papa era hasta tal punto hierático-faraónico que llegó a disgustar incluso a los monsignori avezados a lo más duro: «Era un déspota hasta la médula», que no deseaba cola- 7 boradores sino sólo subordinados, receptores de órdenes (Engel-Janosi). Se ha llegado a decir que cuando tenía que nombrar obispos, torcía el gesto; que cuando eran arzobispos, sentía náuseas y que en el caso del nombramiento de cardenales, enfermaba literalmente. Así se explica el «bloqueo de birretes»: en lugar de los más o menos veinte car- denales que la curia necesitaba para un buen funcionamiento, ésta trabajó durante muchos años tan sólo con doce de los que cinco eran octogenarios. Es más que probable que Pacelli sólo promoviese una exaltación, la de su antecesor, beatificado y canonizado, pues ello le permitía sentirse exaltado él mismo, vinculado a aquel glorioso rango de la santidad que él mismo, dados sus antecedentes, aguardaba también para sí. Eso si no esperaba, incluso, su exaltación a doctor de la Iglesia el supremo entre los títulos que Roma concede y que sólo lo ostentan León I y Gregorio I entre los aproximadamente 265 papas. (El número exacto de «Santos Padres» legítimos es algo que se sustrae al conocimiento de los mismos círculos «más ortodoxos»). E. Pacelli no esperó a ser papa para hacer historia. El hombre que, al igual que muchos otros príncipes de la Iglesia, sentía la política mundial como su más genuina vocación, se ejercitó ya en aquélla como cardenal secretario de estado bajo Pío XI y durante aquel decenio, que algunos consideran como su época de esplendor, fue cuando desplegó sus indiscutibles dotes de diplomático. Algunos lo enjuiciaron incluso como persona «únicamente dotada para la diplomacia» (Engel-Janosi) El otrora secretario de estado compartió la responsabilidad del apoyo internacional pres- tado a Italia en la guerra de Abisinia (no es casual que en algunas fases del pontificado de Pacelli no hubiese ni un solo italiano entre los representantes vaticanos en Abisinia). Fue también corresponsable del apoyo prestado a Franco durante la Guerra Civil Española y del prestado a Hitler a partir de 1932/33. Durante la invasión de Abisinia y la Guerra Civil Espa- ñola el secretario de estado apostó con plena confianza por los fascistas. Y cuando algunos obispos (franceses) e incluso, parece, algunos curiales intentaron atraer a Pío XI hacia un compromiso con los comunistas, Pacelli se opuso enérgicamente. El embajador polaco Skry- zinski informaba por entonces que «el cardenal Pacelli es absolutamente contrario a estas tendencias conciliadoras frente al comunismo. El jesuíta Pietro Tacchi Venturi, amigo íntimo y consejero de Mussolini hacía las veces de acrisolado enlace entre éste y Pío XII. Por lo que respecta a Alemania, Pacelli era siempre proclive al compromiso y la mediación. No, cierta- mente, por simpatía hacia un anticlerical como Hitler. Los triunfos de éste en la política inter- ior y exterior, la continua ampliación del poder y la constante elevación del prestigio de su Reich, sin embargo y especialmente su furioso anticomunismo tenían que impresionar al papa y le aconsejaban «una gran prudencia táctica y mayor cautela que en el pasado». A ello se sumaba una predilección general por el país donde en calidad de nuncio hizo de las suyas por espacio de trece años, país que se despidió de él en Berlín, en 1929 con una marcha nocturna de antorchas y con comentarios de prensa de este tenor: «Es como si perdiéramos con él a nuestro ángel de la guarda». Aquella veneración alemana por Pacelli, urdida por el clero; aquella admiración por un hombre que ya en 1917 era capaz de declarar que «Yo pertenezco por entero a la Santa Sede», cuadraba a la perfección con aquel bobo sentimiento alemán de gratitud abrigado por el ya decrépito Hindenburg, quien visitaba frecuentemente la nunciatura berlinesa para agradecer cada vez a Pacelli el que en otro tiempo, como representante de Be- nedicto XV, hubiera persuadido a los aliados para que renunciasen a perseguir judicialmente al emperador alemán, El alemán era la lengua extranjera que Pacelli dominaba mejor, aunque lo hablase con un fuerte acento. Tenía especial debilidad por la prensa alemana. Una vez papa, estaba rodeado de alemanes. Se aconsejaba del alemán L. Kaas, de los jesuítas alemanes Hendrich y Gund- lach, y del asimismo jesuíta y alemán Hürth. Tenía un secretario privado alemán, el jesuíta Leiber, y un confesor alemán, el jesuíta Bea. Alemana era también la monja bávara Pascalina Lehnert, que mostraba especial apego al 8 papa y a quien las lenguas frivolas llamaban «La Papessa» o «virgo potens». Siendo él un prelado de 41 años descubrió en 1917 a aquella asceta de 23, «de estatura graciosamente re- gordeta, de rasgos regulares, de bonita nariz y de ojos penetrantes y desconfiados», en el mo- nasterio de las Hermanas de la Santa Cruz de Einsiedeln, cuando se recuperaba del susto de un inofensivo accidente automovilístico. Se la llevó primero «prestada» por sólo seis semanas durante las que evidentemente aprendió a apreciar sus capacidades, pues después ya no supo separarse de ella durante los 40 años siguientes transcurrido hasta su muerte. Estando aún en edad muy poco canónica, Pascalina le sirvió en sus nunciaturas alemanas, previa dispensa de Benedicto XV; en las estancias palaciegas del Vaticano, previa dispensa de Pío XI y final- mente, en los aposentos privados del papa, a los que «por ser muy grandes los aposentos» ella hizo traer otras hermanas —en 1949 eran cuatro— con la dispensa del propio papa Pacelli. Más aún, no sólo los dos magníficos ejemplares de gato persa de «Su Santidad» se lla- maban «Peter» y «Mieze», también el pardillo, regalo de un matrimonio protestante alemán, «que veneraba mucho al papa», los canarios, (de los que «Gretchen», completamente blanco, era el pájaro favorito del papa), y «otros pajaritos que abundaban en las estancias papales», tenían en su mayoría nombres alemanes. (Y cuando menos a cada almuerzo y también des- pués de las fatigosas audiencias, el papa superaba otra prueba, la de «instaurar la paz entre los pajarillos Hánsel y Gretel, que se peleban por una hoja de lechuga, o bien tenía que reconve- nir a Gretchen para que no se fijase justamente en sus cabellos cuando trataba de hacer su nido»). El embajador italiano ante la Santa Sede, Pignatti di Custoza, hablaba del «Papa de los alemanes», eso cuando no se le denominaba directamente «papa alemán» a secas. El ministro de AA EE., Conde Ciano, anotó ya antes del cónclave que eran los alemanes quienes más favorecían a Pacelli. Ahora bien, no es que a los italianos los agobiara precisamente la pena por el cambio de papa. Pues el mismo Mussolini, cuando apenas había estrenado su tumba Pío XI a quien se lo debía todo —incluido, desde luego, lo que sería su horrible final— ex- clamó así: «Por fin se ha ido», «Ese viejo obstinado está ya muerto». Toda la prensa nazi se congratuló por la elección de Pacelli. Incluso el cronista de la cor- te vaticana, el prelado A. Giovannetti, lo reconocía así: «También la prensa nacionalsocialista hablaba elogiosamente de él». El ministerio alemán de AA EE estaba asimismo satisfecho. El Conde Moulin, director de la sección de asuntos con el Vaticano, caracterizó al nuevo «Vica- rio de Cristo» no sólo como persona altamente dotada, laboriosa y muy por encima del pro- medio, sino también como «muy amiga de los alemanes». El propio Ribben-trop, ministro de AA EE, tenía un concepto «elevadísimo» de Pacelli y opinaba así sobre él: «Este es un autén- tico papa», estando por saber lo que el antiguo representante de champanes entendía bajo ese concepto. El legado bávaro en el Vaticano, Barón von Ritter, era un incondicional del nuevo papa y no se cansaba de elogiar su filogermanismo. Hasta el propio cardenal secretario de estado, Maglione, era tan filo-germano que Francia quiso denegarle su agrément cuando fue nombrado nuncio. Y es que el mismo Pacelli, siendo ya secretario de estado, abogó por la «comprensión y la conciliación» frente a Alemania, esforzándose por hallar «compromisos» y tratando reiteradamente de atenuar la actitud de un Pío XI, a veces renuente: eso a despecho de que también él había declarado en 1933 acerca de Hitler que «no se le podía discutir cierta genialidad» Cuando pocos meses después de la publicación de la encíclica Mit brennender Sorge re- cibió en audiencia al embajador alemán D. von Bergen, ello sucedió, tal y como este Último informaba a Berlín el 23 de julio de 1937, «con marcada cordialidad» y con la enfática pro- mesa «de normalizar lo antes posible las relaciones con nosotros y devolverles su carácter amistoso. Es algo que cabe esperar especialmente d@ quien ha pasado 13 años en Alemania y siempre mostró las mayores simpatías por el pueblo alemán. Estaría además en todo momento dispuesto a una entrevista con personalidades dirigentes, verbigracia, con el ministro de AA EE del Reich o con el presidente del gobierno, Goring». 9 También en abril de 1938 dio Pacelli a entender ante el presidente del senado de Danzig, Greiser, «de forma reiterada e insistente, la necesidad de un arreglo entre el Vaticano y el Reich, aventurando incluso la declaración de que él, Pacelli, estaría dispuesto, si así se le re- quería, a ir a Berlín a negociar». El entonces cardenal secretario de estado consideraba al estado nazi como extremada- mente sólido y cualquier punto de vista discrepante de esa opinión se le antojaba miope o falsa. Su monstruoso auge le impresionaba o, más aún, suscitaba en el segundo hombre de la curia un «asombro real por los muchos éxitos del Reich alemán y el afianzamiento de su posi- ción como consecuencia de ello». Esa era la razón de que Pacelli no deseara la participación de ningún clérigo en los grupos de resistencia». Apenas llegó él mismo a papa hizo cuanto estaba en su mano para mejorar los contactos con la Alemania hitleriana. Eso quedó ya bien patente en la audiencia concedida a D. von Bergen, representante ale- mán ante la «Santa Sede», que primero lo fue de Prusia y después, de 1920 a 1943, de todo el Reich. Como decano del cuerpo diplomático fue él quien, en uniforme del partido, pronunció el discurso en memoria de Pío XI, discurso salpicado de alusiones al eje Roma-Berlín y en el que ni siquiera se abstuvo de sugerir al «Sacro Colegio», digámoslo con palabras de Padella- ro, el biógrafo de Pío, que «escogiera un papa a imagen de Hitler». Von Bergen, unido «amis- tosamente» al recién elegido durante más de 30 años, según propia confesión de Pacelli, cuenta lo siguiente acerca de su visita, realizada el 5 de marzo, es decir, todavía anterior a la denominada ceremonia de la coronación: «En la audiencia, durante cuyo transcurso yo le ex- presé una vez más las felicitaciones... los más cálidos parabienes del Fiihrer y de su gobierno, el papa encareció que yo era el primer embajador a quien recibía. Puso gran empeño en en- cargarme a mí personalmente de trasmitir su profundo agradecimiento al Fiihrer y canciller del Reich... El papa enlazó con ello su 'profundo deseo de paz entre entre la Iglesia y el Esta- do'. Aunque esto fuese algo que ya me lo había expuesto reiteradamente como secretario de estado, ahora quería confirmármelo como papa». Con esa audiencia Pío XII daba claramente a entender que el régimen de Hitler le resul- taba tan aceptable como cualquier otro y al día siguiente, como él mismo destacó, fue al «Fuhrer», el primero entre los jefes de estado, a quien comunicó, en alemán, su elección, «acto de especial deferencia» (Von Bergen). Pacelli, consumado «Diplómate de I'ancien ré- gime», escribió primero la palabra «Führer» y la tachó después pero finalmente acabó por usarla. «Cuando apenas se inicia nuestro pontificado ponemos empeño en asegurarle que se- guimos guardando afecto entrañable por el pueblo alemán, cuyo destino le ha sido confiado», escribía Pío el 6 de marzo a Hitler, y al igual que había hecho anteriormente como nuncio en Alemania, expresaba ahora, como papa en Roma, su deseo de llegar a una solícita «coopera- ción en provecho» de la Iglesia y del Estado: «exigencia de lo más imperioso», «nuestro más ardiente deseo». E imploraba «con sus mejores deseos que la protección del cielo y la bendi- ción del Dios omnipotente» descendieran sobre Hitler. ¡Eso después de nada menos que siete años de terror! Tan solo en Austria habían deteni- do a más de 800 sacerdotes hasta octubre de 1938. También el gran pogrom antijudío de no- viembre, taimadamente suavizado con el eufemismo habitual de «Noche de los cristales ro- tos», había tenido ya lugar sin que la Sante Sede saliera de su mutismo, pese a que fueron muchos los estados que protestaron. Aquel suceso causo daños de varios millones de marcos en propiedades de los judíos, conllevando la destrucción de al menos 200 sinagogas y de mi- les de negocios. Unos 20.000 judíos fueron detenidos y en apenas cuatro días 10.000 de ellos fueron deportados a Buchenwald. A los deportados se les impuso además una multa de mil millones, que después fue aumentada en 250 millones más, algo que apenas es creíble se sus- trajera al conocimiento del papa. (Por lo demás, a partir de 1938, había ya en Italia una legis- lación antisemita según el modelo de la alemana). Todo ello no impidió sin embargo que Pío ofreciese al auténtico instigador de las perse- cuciones ¡una solícita «cooperación provechosa» para la Iglesia y el Estado nazi y considera- 10

Description:
Alemania, expresaba ahora, como papa en Roma, su deseo de llegar a una solícita «coopera- ción en provecho» de la Iglesia y del Estado:
See more

The list of books you might like

Most books are stored in the elastic cloud where traffic is expensive. For this reason, we have a limit on daily download.