ebook img

La muerte de mi hermano Abel PDF

17 Pages·2015·0.14 MB·Spanish
by  
Save to my drive
Quick download
Download
Most books are stored in the elastic cloud where traffic is expensive. For this reason, we have a limit on daily download.

Preview La muerte de mi hermano Abel

La muerte de mi hermano Abel La muerte de mi hermano Abel Gregor von Rezzori Traducción de José Aníbal Campos Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor. Título original: Der Tod meines Bruders Abel Copyright: © 1976, Gregor von Rezzori Primera edición: 2015 Traducción © José Aníbal Campos Imagen de portada © SLUB Dresden / Deutsche Fotothek /Richard Petersen Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., 2015 París 35-A Colonia del Carmen, Coyoacán 04100, México D. F., México Sexto Piso España, S. L. C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda 28014, Madrid, España. www.sextopiso.com Diseño Estudio Joaquín Gallego Impresión Kadmos ISBN: 978-84-16358-06-9 Depósito legal: M-32695-2015 Impreso en España The translation of this book was supported by the Austrian Federal Chancellery. El presente proyecto ha sido financiado con el apoyo de la Comisión Europea. Esta publicación es responsabilidad exclusiva de su autor. La Comisión no es responsable del uso que pueda hacerse de la información aquí difundida. Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del ministerio de Educación, Cultura y Deporte ¡A quién sino a ti! «El lenguaje último de la locura es el de la razón, pero envuelto en el prestigio de la imagen, limitado al espa- cio de la apariencia que la define, formando así los dos, fuera de la totalidad de las imágenes y de la universa- lidad del discurso, una organización singular, abusiva, cuya particularidad obstinada constituye la locura». Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica 1 Como si lo hubiesen arrojado al país de los lotófagos, aquel hombre parecía haber olvidado su patria. Que era un foraste- ro se lo echaba en cara, un día sí y otro también, el extenua- do viento marino que llegaba en ráfagas dispersas, las cuales cruzaban la marisma desierta y barrían los campos de ruinas repletos de malas hierbas, para extraviarse luego en los aguje- reados entramados de callejuelas de la ciudad desmembrada. El cielo plomizo se lo repetía a diario, sus nubes grises como buches de paloma, grabadas a buril en los cabrios de los desgajados techos a dos aguas; sus sombras habían pulido las paredes en ruinas, dejándoles un color rojo lacerante, y el agua chorreaba de su plumaje hasta diluirse y deshacerse con un color blanquecino; a veces fenecían bajo los leves flechazos de un sol distante y avaro que las atravesaban para quebrar- se luego, frágiles como eran, contra los mástiles de las grúas del puerto, donde sus fragmentos yacían dispersos sobre la piedra húmeda de los muelles, levemente bruñidos como la hojalata, levemente mecidos en el agua fría, hasta que nuevas bandadas de palomas arribaban, unidas pecho contra pecho, para picotearlos a toda prisa. Las noches se lo ocultaban con sus silencios, madrastras reinas, flotando sin lunas a través de su sangre, sin chillidos de pájaros ebrios de sueño midiendo con sus ecos aflautados el silencio de un paisaje negro y argénteo: masas de una os- curidad algodonosa y estancada prensaban el cielo contra la tierra, arrancaban a las desanudadas farolas de las calles, al lastimero encanto de las devaluadas e improvisadas ilumi- naciones de las tiendas, unas pálidas aureolas de niebla que luego encauzaban con destellos aceitosos hacia la negrura de los canales. El aire saturado de agua lo arrastraba todo, en los graz- nidos de las gaviotas salvajemente empujados hacia la nada, en el batir de sus alas, que iba tejiendo, con su incansable navegar, el vacío de la eternidad, en un carnaval de pesadi- lla: pierrots que se precipitaban de un lado a otro, subiendo y bajando, que se cruzaban y perseguían mutuamente y caían tambaleándose, a veces rodeados por el polvo de un torbellino de copos de nieve, o sombreados por los flecos transversales de la lluvia. Él lo oía todo en medio del fragor de la ciudad, ese rumor inconstante que lo rodeaba, como el viento extraviado, impregnado por los fantasmas del pasado a veces, perturbado por el mugido de morsa de la sirena de un barco. El sonido le llegaba desde voces angostadas, desde el pálido tono de las personas que pasaban a su lado con sus migajas de charla y sus ociosos vagabundeos de siempre; lo observaba desde el azul desustanciado de unos ojos en los que el lustroso estupor del entendimiento se había congelado y transformado en la mi- rada enigmática de las ondinas —la extrañeza se había inter- puesto entre él y lo demás, y ya esa sensación de extrañeza no lo vinculaba con nada, una extrañeza a la que ambos estaban expuestos. Yes, sir. Así debía comenzar. En un tono órfico. Con un imper- fecto evocador, susurrante. Época de escombros en Hamburgo, 22 a orillas del Elba, Germany 1945-1948. Mirada enigmática de las ondinas (en lugar de la testarudez hanseática). Arrojado donde los lotófagos (en lugar de displaced person). Arte poética. Así lo escribí, con el corazón palpitante e imbuido de una sacra espe- ranza: Como si lo hubiesen arrojado al país de los lotófagos, aquel hombre parecía haber olvidado su patria. —Punto. Y dejar que se desvanezca el eco… La primera frase debe entrar como pábulo de campanas: Firmemente fijado en la tierra, tapiado con obra de ladrillo, se alza el molde, de arcilla cocida. Amurallado a las tierras. Schiller, mister Brodny; se lo digo por si acaso la memoria le ha abandonado. You probably call him Skyler, now. Eskáiler. Well, we still call him Sheelah. We are proud of him. La voz cantora y sono- ra de un querubín. Canto y sonido para el corazón de un niño. Daddy, tell me a story. Sissignore, subito! La fatalidad comunicada despierta nuestra reflexividad (¿o acaso nuestra moralidad?). Despierta, eso sí, nuestra sensibilidad. En fin, tell me a story y, si es posible, en tres breves frases. Pero para ello se necesita una forma sólida (Schwab habría dicho: Ni plus, ni moins). Pero eso a nosotros, los alemanes, no nos va. A los france- ses, sí. Los hermanos franceses siguen siendo cartesianamente claros como el cristal. En cada uno de ellos, la voluntad estruc- tural de la forma; y todo a pesar de Vichy, de Oradour, a pesar de Argelia y de monsieur le général de Gaulle, de una vida intelec- tual ahora inundada de españoles, balcánicos y judíos rusos. Un estilo nacional de plena homogeneidad cultural, precisamente. Lo mismo piensa Scherping, nuestro amigo común, missing link, gran editor, diseñador de la cultura de masas, así que debe de saber lo que dice. Tal vez no sin cierto indicio de envidia nacio- nal…, pero qué más da, ese hombre es un masoquista. Despierta nuestra moralización reflexiva. En cualquier caso, la voluntad de forma de los franceses se reconoce desde siempre en nues- tra literatura. ¡Estupendo! Ni una sílaba de más. Cualquier chef d’œuvre, por así decir, es su propio sumario, y ni una palabra de 23 más. Ejemplar. ¿Y qué me dice de sus vinos? En eso estará de acuerdo con el amigo Schwab, ¿no? Y las mujeres… De eso mejor ni hablar. Y la cocina francesa, ñam ñam. Y también los impre- sionistas, lógicamente; y por supuesto, París… ¡Ah, París…! La música de acompañamiento, obviamente, la concebimos noso- tros, los alemanes: Offenbach (un judío, sí; pero, en lo musical, un pura sangre alemán). Wagner (primero, el escándalo, pero luego se impuso). El único nativo es aquel tipo cuyo nombre se asemeja a ese mueble de baño que las chicas usan en este país para lavarse el chichi: Bizet (muy valorado por Nietzsche, por cierto). Yo, por mi parte —y en cualquier caso—, puedo cantarle a París como a usted le plazca: al mejor estilo Jugendstil, con una suave melodía de vals: Y si París, París, no estuu-viera, tal vez, a ti, volver yo quisiera (un giro, un saltito), volver a tu hone-esto lecho de amor, rampampám… O algo más vivo, a tempo de marcha, con retumbar de metales: ¡Viva! ¡Estamos en el bulevar! ¡Viva! ¡Estamos en Paaaarís! (repicar de tambores, golpe de címbalo…). El vuelo de una golondrina, la vida. Eso, para los franceses. Para nosotros la cosa no está tan clara. Como se sabe, somos muy musicales, pero en la expresión verbal somos amorfos, nubosos, nebulosos. No hay que asom- brarse de tanta fatalidad difícil de comunicar. Alma llena de con- flictos. La frente ensombrecida por demasiadas ideas demasiado elevadas y tempestuosas. Eterna pugna entre el pensamiento riguroso y el gran arte. J’comprends jamais c’qu’tu veux dire, mon ours: la constante queja de Gaia. Ours des Carpathes, permítame aclararlo, un oso de los Cárpatos, no el oso alemán. Pero yo, en realidad, soy tan poco alemán como usted, citi- zen Brodny, es americano, a pesar de su distanciamiento ultra- marino y de sus visionarios desplazamientos de un hemisferio al otro del mundo, por muy anglosajonamente pragmático que sea su modo de hablar sobre la fuerza de la forma, la voluntad de for- ma o la problemática de las formas en las naciones europeas… (Para gustos, colores; ¿o prefiere que le diga algo en yiddish que tenga el mismo sentido? Puedo servirle ambos, no sólo soy un 24 lacayo literario por profesión, sino también un políglota homme à tout faire, un cambiachaquetas del lenguaje). Pero, a fin de cuentas, ¿qué significa lo que sea cada cual? En nuestros días, tan agitados, uno no es tan sencilla y decidi- damente una cosa o la otra. Sucede que a veces uno es ambas co- sas al mismo tiempo y, simultáneamente, no es ninguna de las dos: una mezcla de nada y de todo, como, por ejemplo, nosotros. Destino de refugiados. Suerte de emigrantes. Hemos perdido nuestras patrias verdaderas y luego, con los lotófagos o en otra parte, las hemos olvidado. En algún sitio, por el camino. ¿Cuál era, por cierto, su patria, estimado mister Jacob G. Brodny? En lo geográfico, al menos, sería la Europa centrale, su- pongo. Como la mía, dicho sea de paso. Una de esas que nacieron con los dictados de paz de Brest-Litovsk, Trianon y, finalmente, Versalles (es decir, una patria nacida casi al mismo tiempo que yo). Por entonces, en medio de aquel horror à la Käthe Koll- witz que surgió después de la primera de esas devastaciones de sangre-mugre-hierro llamadas guerras mundiales, nuestro he- misferio era tan prolífico en el alumbramiento de nuevas patrias como lo es hoy la parte más oscura de África. Y en las dos, por cierto —como sin duda usted ya sabe—, se contó con la ayuda de partera de los americanos. En aras de los más sagrados principios morales y moralizadores, se entiende: el sentido americano de la libertad y de otros derechos huma- nos similares no tolera los imperios, por lo tanto, tampoco las colonias, da igual que sean negras, blancas o estén en cualquier continente. Porque si vamos a dar crédito a Nagel (¿y por qué no habríamos de hacerlo, siendo —como es— un escritor de fama internacional, autor de tantísimo éxito, el más honesto divulga- dor de la probidad en las cocinas comedor de los alemanes, ca- ballo de batalla de la editorial de Scherping y quien, por así decir, clavó el último clavo, el clavo de gracia, en el ataúd de Schwab,* * Juego de palabras con Nagel (clavo) y Sargnagel (literalmente, clavo de ataúd, pero usado en la expresión jemandes Sargnagel sein: Llevar a alguien a la tumba). [N. del T.] 25 y sea probablemente, para usted, una de las fuentes más ricas de provisiones?); porque, repito, si atendemos a la opinión de Na- gel, es legítimo vender armamento sólo a los Estados soberanos. Pero bien: cuando —retomando la cuestión anterior— ade- cúo la demanda a la oferta, me veo ante l’embarras du choix (que en alemán, en poética paronomasia, se dice die Qual der Wahl, «el tormento de la elección»): hay demasiadas patrias para mí como para poder decidirme por una. Hombre sin carácter, lo sé (lo cual se corresponde asimis- mo con mi actitud en la guerra: me escaqueé, no me convertí en un honroso mutilado, como Nagel). Pero piense en una cosa: consideré que mi única oportunidad era alcanzar la dignidad de un Premio Nobel (de literatura, se entiende). Porque ¿acaso esa unción anual que se prodiga a un indi- viduo dotado para la escritura, que se reparte sistemáticamente entre todos los países, desde Islandia hasta Ghana, no equivale a otorgar casi a cada una de las actuales patrias un certificado que atestigüe su madurez cultural, lo cual, a su vez, les da legítimo derecho a tener, con conciencia del propio valor, una bandera nacional y un ejército bien dotado de armas automáticas? A al- gunas patrias, incluso, se les otorga varias veces, y en ocasiones es tan clara la situación embarazosa generada por esto último, que enseguida nos asalta la sospecha de que, una vez agotada la ronda y todas las patrias sean premiadas individualmente, ya no se sabrá bien cómo continuar. Sin embargo, jamás se le ha dado el Premio Nobel a un apátrida. Y a mí me parece el momento de hacerlo. Aunque, en lo que a mí respecta, debo admitir un error: el premio no se concede por libros jamás escritos. Una lástima, porque en algunos casos sería más merecido que concedérselo a la persona. Pero no hablemos de ello. A Nagel se lo darán. ¡Gloria para él y sus laureles! Si Schwab no hubiera sido incinerado, estaría revolviéndose en su tumba como San Lorenzo en su parrilla. Por cierto, eso me hace pensar en algo en lo que debía ha- ber pensado antes: como lector de la editorial de Scherping por varios años, Schwab tiene que haberle conocido a usted, al gran 26

Description:
La muerte de mi hermano Abel .. más tarde, pero sólo como invitado tras la valla). Busco una Europa que todavía era europea. En realidad usted
See more

The list of books you might like

Most books are stored in the elastic cloud where traffic is expensive. For this reason, we have a limit on daily download.