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La Filosofia Del Siglo XX PDF

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A. J. Ayer LA FILOSOFÍA DEL SIGLO X X A. J. AYER LA FILOSOFÍA DEL SIGLO XX Traducción castellana de JORGE VIGIL EDITORIAL CRÍTICA Grupo editorial Grijalbo BARCELONA Título original: PHILOSOPHY IN THE TWENTIETH CENTURY Weidenfeld and Nicolson, Londres Cubierta: Enrié Satué © 1982: A. J. Ayer, Oxford © 1983 de la traducción castellana para España y América: Editorial Crítica, S. A., calle Pedró de la Creu, 58, Barcelona-34 ISBN: 84-7423-215-5 Depósito legal: B. 33.926-1983 1983. — HUROPE, S. A., Recaredo, 2, Barcelona-5 PREFACIO Esta contribución a la historia de la filosofía fue concebida, en principio, como continuación a la Historia de la filosofía occidental de Bertrand Russell. Cumple tal propósito en la medida en que, aparte de incluir una revalorización de la obra de William James y un tratamiento considerablemente amplio de lo que Russell llamó análisis lógico —incluyendo un capítulo sobre el propio Russell—, prosigue la historia donde éste la dejó, y en vez de mencionar a una gran multitud de filósofos que han realizado alguna contribu­ ción al tema, trata con cierta profundidad acerca de la obra de un número relativamente pequeño de destacados filósofos. Sin embargo, hay una área en la que deliberadamente he dejado de seguir el ejem­ plo de Russell. Me parecía que sus incursiones en la historia social y política no arrojaban mucha luz sobre las ideas de los filósofos con las que intentaba asociarlas y pensé que no podía mejorar su inten­ to. Por ello, me he limitado a ofrecer algunos detalles biográficos sobre los filósofos estudiados y a referirme en determinados casos a la forma en que éstos se han influido mutuamente. Como puede verse, la mayor parte de este libro está dedicada a los representantes de dos principales escuelas por las que tengo una predilección personal, los pragmatistas norteamericanos, desde Wil­ liam James y C. I. Lewis a principios de siglo, hasta autores contem­ poráneos como Nelson Goodman y W. V. Quine, y lo que general­ mente se denomina movimiento analítico, que abarca a filósofos tan diversos como Bertrand Russell y G. E. Moore, Ludwig Wittgens- tein, Rudolf Carnap y otros miembros del Círculo de Viena, C. D. Broad, Gilbert Ryle, J. L. Austin, los norteamericanos Donald Da- 10 LA FILOSOFÍA DEL SIGLO XX vidson e Hilary Putnam, el australiano D. M. Armstrong y, entre mis más recientes colegas de Oxford, Peter Strawson y Micbael Dummett. No estoy seguro de que a Broad le hubiese gustado tal compañía, pero si consideramos la distinción que estableció entre filosofía crítica y especulativa, su propia obra puede incluirse en el lado crítico. No he ignorado a la filosofía especulativa o metafísica, y he elegido a R. G. Collingwood como al metafísico cuyas ideas podía exponer de forma mas benévola. Para paliar lo que podría parecer un prejuicio a favor del pen­ samiento anglosajón, be incluido un capítulo sobre la fenomenolo­ gía y él existencialismo. Aquí me he centrado principalmente en la obra de Merleau-Ponty, al que considero como el mejor representan­ te de tal tendencia filosófica. Si no digo nada sobre el neomarxis- mo no es porque no encuentre ningún mérito en los escritos de fi­ lósofos como Georg Lukács y Luden Goldmann, sino porque pienso que no podría mejorar el tratamiento que hace de estos autores Les- zek Kolakowski en el tercer volumen de su obra La principales co­ rrientes del marxismo. El haber intentado acercarme al estructuralis- mo hubiera supuesto realizar una digresión sobre crítica literaria y antropología. Las consideraciones de espacio, y de mis propias inclinaciones, han limitado mi exposición de la filosofía moral a la primera mitad de este siglo. Si bien he rendido tributo a los extraordinarios pro­ gresos que ha hecho la lógica formal durante los últimos cien años, no he entrado a considerar los tecnicismos matemáticos. Esto no significa que haya intentado evitar la filosofía de la lógica. Por el contrario, una de las cuestiones incluidas en la presente obra es el cambio de énfasis que se refleja en los títulos de dos libros de Russell, desde Nuestro conocimiento del mundo exterior a Un estu­ dio sobre el significado y la verdad. Al escribir sobre Russell, Moore, James, Ryle, el Círculo de Vie- na, y también sobre el esencialismo, he tomado de forma más bien libre algunos pasajes de obras mías anteriormente publicadas. Si es­ tas repeticiones molestan a alguno de mis lectores, sólo puedo pe­ dirles disculpas. Como tantas otras veces, debo agradecer la labor de Guida Crowley por mecanografiar mi casi ilegible manuscrito y tam­ bién por ayudarme a preparar este libro para la imprenta. También PREFACIO 11 quiero agradecerle a Rósame Ricbardson su trabajo al volver a me­ canografiar el capítulo dedicado a Bertrand Russell, que opte por revisar. A. J. Ayer 51 York Street, London W 1 Diciembre de 1981 Capítulo 1 LA HERENCIA FILOSÓFICA Una de las dificultades que tiene que afrontar el historiador de la filosofía es la imperfecta demarcación de su objeto de estudio. No sólo ha cambiado con el tiempo la concepción dominante de su relación con otras materias, sino que en un mismo período pueden haber amplias diferencias en los objetivos y métodos de quienes se dedican a él. Esto no sería preocupante si tan sólo viniera a in­ dicar que la palabra «filosofía» se ha usado con bastante impreci­ sión. Si pudieran distinguirse efectivamente los diversos tipos de investigación a que se ha aplicado, podríamos atribuirles diferentes nombres, y dejar a los lexicógrafos la penosa tarea de decidir si este conjunto de nombres podría agruparse bajo el epígrafe de «filosofía» o si sería más aconsejable una agrupación diferente, dando un sig­ nificado más preciso a este término. Desgraciadamente, el problema no es tan simple. De hecho, distinguimos diferentes ramas de la fi­ losofía, como la lógica, la teoría del conocimiento, la filosofía del espíritu, la filosofía del lenguaje, la ética y la teoría política, pero las ideas conflictivas sobre los objetivos y métodos de la filosofía operan también dentro de estas ramas, hasta el punto de que se discute si una supuesta rama de la filosofía, como la metafísica, constituye o no un dominio genuino, y aquí las diferencias rara vez son tan sencillas como los desacuerdos sobre el uso correcto o más provechoso de una palabra. Más bien, parecen atribuibles a di­ ferentes concepciones del mundo y de la posición del hombre en él. Precisamente por el hecho de que estas diferencias son tan per­ sistentes, es por lo que la filosofía está tan expuesta a la acusación, frecuentemente esgrimida contra ella, sobre todo por los científicos, 14 LA FILOSOFÍA DEL SIGLO XX de que no da muestra alguna de progreso. Los problemas plantea­ dos por Platón y Aristóteles en el siglo iv a. de C. siguen siendo objeto de discusión, y la labor de todos los siglos transcurridos des­ des entonces no nos ha acercado más a una solución que pudieran aceptar siquiera la mayoría de los filósofos actuales. Pienso que esta acusación es injusta, aun cuando las apariencias estén a su favor. Lo que sí hay que admitir es que, si existe algún progreso en filosofía, éste no toma la forma lineal que caracteriza a los progresos en la ciencia natural. El historiador de la física puede mostrar cómo el sistema astronómico ptolemaico fue sustituido en el siglo xv por el sistema heliocéntrico de Copérnico, cómo el sistema copernicano llevó un siglo después al desarrollo de las teorías de Kepler y Gali- leo, cómo estas teorías fueron incorporadas y mejoradas por la me­ cánica clásica de Newton, cómo los principios de Newton entraron en conflicto con la teoría electromagnética de Clark Maxwell, que había partido de los descubrimientos de Faraday, y cómo se resolvió el conflicto en las teorías de la relatividad de Einstein. Las especu­ laciones, por ejemplo, de Kepler, pueden ser aún estudiadas con provecho en su contexto histórico, pero no pueden rivalizar con las teorías de Einstein. Al igual que los instrumentos de la tecnología, las teorías de la física funcionan por un tiempo y después son supe­ radas. No siempre es apacible el tránsito, pero por revolucionaria que parezca la nueva teoría, por mucho que, como la teoría cuántica, rompa con los conceptos establecidos, una vez que ha probado su valor como instrumento de explicación y predicción, gana la acep­ tación general. No sucede lo mismo en filosofía. El historiador de la filosofía puede rastrear la influencia de un filósofo sobre otro, especialmente, en los límites de lo que generalmente se conoce como una «escuela». Puede mostrar, por ejemplo, cómo Berkeley reaccionó contra Locke y de qué forma Hume siguió y rechazó a ambos. Puede ir aun más lejos y establecer conexiones entre miembros de diferentes escuelas. Puede mostrar en qué medida Descartes, el fundador de la moderna filosofía occidental en el siglo xvn, aún hace uso de conceptos me­ dievales. Puede mostra cómo Kant estuvo inspirado por lo que consideró que era una necesidad: refutar a Hume, y lo que Hegel debió a su vez a Kant. Sin embargo, no se trata de que uno de estos filósofos haya superado al otro, excepto en el sentido de que su obra puede gozar de un período de mayor popularidad. Uno puede LA HERENCIA FILOSÓFICA 15 mantener, sin perder el derecho a afirmar la propia competencia en filosofía, que Hume tenía razón y Kant no en la cuestión debatida entre ambos, que Locke estaba más cerca de la verdad que Ber- keley o Hume, que, frente a Kant, Hegel dio un giro erróneo. Uno puede seguir siendo platónico aun comprendiendo plenamente la crítica de Aristóteles a Platón, y sin ignorar todas las posiciones que han adoptado los diferentes filósofos en los siglos transcurridos desde Platón. ¿En qué puede consistir entonces el progreso en filosofía? Para hallar una respuesta creo que no debemos atender a las contribu­ ciones a este tema de una serie de destacadas personas, sino más bien a la evolución de un conjunto imperecedero de problemas. En­ tre ellos destaca quizás el problema de la objetividad, que muchas veces se presenta como el debate entre teorías de la verdad absolu­ tistas y relativistas. La cuestión fundamental es si —y en qué me­ dida— podemos describir las cosas como son en realidad, indepen­ dientemente de su relación con nosotros: y aquí, si se adopta una posición relativista, ha de decidirse si el marco de referencia lo cons­ tituyen los seres humanos en general, una u otra sociedad, o bien sociedades en diferentes etapas de su desarrollo, o simplemente uno mismo. La división entre realistas e idealistas tiene también muchas facetas, abarcando como abarca diversas ideas conflictivas sobre la constitución de la mente y la materia y su mutua relación, exigiendo a su vez esta cuestión un estudio del carácter y alcance del conoci­ miento humano. La valoración de nuestra capacidad de conocimiento no sólo pro­ porciona el principal punto de partida para el escéptico en filosofía, planteando desafíos una y otra vez, que estimulan a la teoría pidiendo nuevas respuestas, sino que además sienta las bases de otra pro­ funda división de los filósofos en racionalistas y empiristas. Aquí una vez más la disputa asume diferentes formas según se demar­ quen más o menos firmemente los límites entre razón y experiencia, pero en general el rasgo distintivo de un empirista es que considera a la percepción sensorial, si no como la única fuente legítima de cualquier creencia verdadera en el mundo «exterior», sí al menos como el criterio último que debe satisfacer cualquier teoría aceptable. El obstáculo principal para todo aquel que adopta una posición de este tipo es el desarrollo de las ciencias «puras» como la lógica y la matemática, que parecen tener una seguridad que no podría igualar 16 LA FILOSOFÍA DEL SIGLO XX la observación sensorial. Una forma de enfrentarse a este obstáculo ha consistido en negar tal seguridad, atribuyendo la diferencia entre ellas y las proposiciones de las ciencias naturales a lo sumo a una diferencia de grado, con lo que también éstas están abiertas a la revisión a la luz de nuevas experiencias. Otra ha sido concederles esa seguridad, pero considerándola como algo otorgado por noso­ tros. Según dicha tesis, tales ciencias no hacen más que expresar las consecuencias de los significados que atribuimos a los signos lógicos o numéricos. Son útiles como instrumentos de inferencia, pero no como descripciones de la realidad. El compromiso estable­ cido por Immanuel Kant, al menos con respecto a las matemáticas, es que las proposiciones matemáticas deben su necesidad al hecho de que derivan de nuestra ordenación del mundo en espacio y tiem­ po, que constituye la condición previa de que sean accesibles a nues­ tra comprensión. Esto hace que sean descriptivas no de la realidad en sí, sino del resultado de la forma que tenemos de tratarla o, más bien, de nuestra contribución a tal resultado. El que tengamos que aceptar o no esta especial forma de relativismo, peculiar de Kant y de sus seguidores, es, asimismo, objeto de disputa. Si bien los empiristas concuerdan en otorgar el principal papel a la percepción sensorial en sus teorías del conocimiento, no todos coinciden en definir lo que es la percepción sensorial. La opinión más común, que John Locke, oficialmente considerado como el fundador del empirismo moderno, heredó del racionalista René Des­ cartes, ha sido que los objetos inmediatos de la visión o el tacto, o de cualquier otro de nuestros sentidos, son lo que ambos llamaron «ideas», concebidas por ellos y por la mayoría, si bien no por todos los que adoptaron un similar punto de partida, como entidades mentales que no tienen existencia aparte de las sensaciones particu­ lares en que se originan. En su mayoría, quienes han adoptado una posición de este tipo han considerado los objetos físicos, que vemos o tocamos habitualmente, como objetos mediatos de la percepción. Se representan como algo que conocemos sólo por inferencia como las causas de nuestras sensaciones. Esto plantea el problema de cómo puede justificarse la inferencia y suscita desacuerdos sobre la natu­ raleza de estos objetos. ¿En qué medida se parecen a sus efectos sensoriales? Otros filósofos, que también dicen ser empiristas, se han opuesto a la introducción de algo como las «ideas» en calidad de datos inmediatos de los sentidos, en razón de que nos encierran

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