Christian Jaq La dama de Abu Simbel 1 Matador, el león de Ramsés, lanzó un rugido que dejó petrificados de espanto tanto a los egipcios como a los rebeldes. La enorme fiera, condecorada por el faraón con un fino collar de oro por los buenos y leales servicios prestados durante la batalla de Kadesh contra los hititas[1] , pesaba más de trescientos kilos. Medía cuatro metros y lucía una melena llameante y espesa al mismo tiempo, tan lujuriante que le cubría la cabeza, las mejillas, el cuello, parte de los hombros y del pecho. El pelaje, ralo y corto, era de un tostado claro y luminoso. La cólera de Matador se percibió a más de veinte kilómetros a la redonda, y todos comprendieron que era también la de Ramsés que, tras la victoria de Kadesh, se había convertido en Ramsés el Grande. ¿Pero era real esa grandeza, cuando el faraón de Egipto no conseguía, pese a su prestigio y su valor, imponer su ley a los bárbaros de Anatolia? La actitud del ejército egipcio había sido decepcionante durante el enfrentamiento. Los generales, cobardes o incompetentes, habían abandonado a Ramsés, dejándole solo ante millones de adversarios, seguros de su victoria. Pero el dios Amón, oculto en la luz, había escuchado la plegaria de su hijo y había dado al brazo del faraón una fuerza sobrenatural. Tras cinco años de tumultuoso reinado, Ramsés había creído que su victoria en Kadesh impediría a los hititas levantar la cabeza por mucho tiempo y que el Próximo Oriente entraría en una era de relativa paz. Pero se había equivocado gravemente, él, el todopoderoso, el amado de la Regla divina, el protector de Egipto, el Hijo de la luz. ¿Merecía esos nombres de coronación, frente a la revuelta que rugía en sus protectorados tradicionales, Canaán y Siria del Sur? Los hititas no sólo no renunciaban al combate sino que, además, habían lanzado una gran ofensiva, aliados con los beduinos, desvalijadores y asesinos que ambicionaban, desde siempre, las ricas tierras del Delta. El general del ejército de Ra se aproximó al rey. –Majestad… La situación es más crítica de lo que preveíamos. No es una rebelión ordinaria. Según nuestros exploradores, todo el país de Canaán se levanta contra nosotros. Superado este primer obstáculo, habrá un segundo, luego un tercero, luego… –¿Y pierdes la esperanza de llegar a buen puerto? –Nuestras pérdidas pueden ser muy graves, majestad, y a los hombres no les apetece que los maten por nada. –¿Es motivo suficiente la supervivencia de Egipto? –No quería decir que… –iY, sin embargo, es lo que has pensado, general! La lección de Kadesh fue inútil. ¿Estaré condenado a verme rodeado de cobardes, que pierden la vida porque quieren salvarla? –Mi obediencia y la de los demás generales no tiene fisuras, majestad, sólo queríamos poneros en guardia. –¿Nuestro servicio de espionaje ha obtenido alguna información sobre Acha? –Por desgracia no, majestad. Acha, amigo de la infancia y ministro de Asuntos Exteriores de Ramsés, había caído en una celada cuando visitaba al príncipe de Amurru[2] . ¿Había sido torturado, seguía vivo, consideraban sus captores que el diplomático podía ser canjeado? En cuanto supo la noticia, Ramsés había movilizado sus tropas, apenas recuperadas del enfrentamiento de Kadesh. Para salvar a Acha debía cruzar regiones que se habían vuelto hostiles. Una vez más, los príncipes locales no habían respetado su juramento de fidelidad a Egipto y se habían vendido a los hititas, a cambio de un poco de metal precioso y de falaces promesas. ¿Quién no soñaba con invadir la tierra de los faraones y gozar de sus riquezas, consideradas inagotables? Ramsés el Grande tenía tantas obras que proseguir, el templo de millones de años en Tebas, el Ramesseum, Karnak, Luxor, Abydos, su morada de eternidad en el Valle de los Reyes, y Abu Simbel, el sueño de piedra que deseaba ofrecer a su adorada esposa, Nefertari… Y ahora se encontraba aquí, en el lindero del país de Canaán, en la cima de una colina, observando una fortaleza enemiga. –Majestad, si me atreviera… –¡Sé valeroso, general! –Vuestra demostración de fuerza fue muy impresionante… Estoy convencido de que el emperador Muwattali habrá comprendido el mensaje y ordenará que liberen a Acha. Muwattali, el emperador hitita, era un hombre cruel y astuto, consciente de que su tiranía se basaba sólo en la fuerza. A la cabeza de una vasta coalición, había fracasado en su empresa de conquistar Egipto, pero lanzaba un nuevo asalto, por medio de beduinos y rebeldes. Sólo la muerte de Muwattali o la de Ramsés pondría fin a un conflicto cuyo resultado sería decisivo para el porvenir de numerosos pueblos. Si conseguían vencer a Egipto, el poderío militar hitita impondría una cruel dictadura que destruiría una civilización milenaria, elaborada desde el reinado de Menes, el primero de los faraones. Por un instante, Ramsés pensó en Moisés. ¿Dónde se ocultaba aquel otro amigo de la infancia, que había huido de Egipto tras haber cometido un asesinato? Su búsqueda había sido en vano, algunos afirmaban que el hebreo, que con tanta eficacia había colaborado en la construcción de Pi-Ramsés, la nueva capital edificada en el Delta, había sido devorado por las arenas del desierto. ¿Se habría unido Moisés a los rebeldes? No, nunca sería un enemigo. –Majestad… Majestad, ¿me oís? Contemplando el rostro miedoso y bien alimentado de aquel oficial que sólo pensaba en su comodidad, Ramsés vio el del hombre que más detestaba en el mundo, Chenar, su hermano mayor. El miserable se había aliado con los hititas, esperando apoderarse del trono de Egipto. Chenar había desaparecido cuando era trasladado de la gran prisión de Menfis al penal de los oasis, aprovechando una tempestad de arena. Y Ramsés estaba convencido de que seguía vivo y de que todavía tenía la firme intención de perjudicarle. –Prepara las tropas para el combate, general. El oficial superior dio media vuelta y desapareció muy apenado. Como le hubiera gustado a Ramsés disfrutar junto a Nefertari, su hijo y su hija, de la dulzura de un jardín; como habrían saboreado la felicidad de cada día, lejos del estruendo de las armas. Pero tenía que salvar a su país de la marea de hordas sanguinarias que no vacilarían en destruir los templos y pisotear las leyes. El envite le superaba. No tenía derecho a pensar en su propia calma, en su familia; debía conjurar el mal, aunque fuera a costa de su propia vida. Ramsés contempló la fortaleza que cerraba el camino para acceder al corazón del protectorado de Canaán. Los muros de doble pendiente, de seis metros de altura, albergaban una importante guarnición. En las almenas se divisaba a los arqueros. Los fosos estaban llenos de cortantes restos de alfarería que herirían los pies de los infantes encargados de poner las escalas. Un viento marino refrescaba a los soldados egipcios, reunidos entre dos colinas abrasadas por el sol. Habían llegado hasta allí a marchas forzadas, gozando sólo de cortos descansos e improvisados campamentos. Sólo los bien pagados mercenarios se resignaban al despanzurramiento; los jóvenes reclutas, lamentando ya la idea de abandonar el país por un tiempo indeterminado, temían perecer en horribles combates. Todos esperaban que el faraón se limitara a reforzar la frontera nordeste en vez de lanzarse a una aventura que podía terminar en desastre. Antaño, el gobernador de Gaza, la capital de Canaán, había ofrecido un espléndido banquete al estado mayor egipcio, jurando que nunca se aliaría con los hititas, esos bárbaros de Asia de legendaria crueldad. Su hipocresía, demasiado evidente, había provocado ya náuseas a Ramsés; hoy, su traición no sorprendía al joven monarca de veintisiete años que comenzaba a saber penetrar en el secreto de los seres. Impaciente, el león rugió de nuevo. Matador había cambiado mucho desde el día en que Ramsés le había descubierto, moribundo, en la sabana nubia. El cachorro había sido mordido por una serpiente y no tenía posibilidad alguna de sobrevivir. Una simpatía profunda y misteriosa se había establecido, enseguida, entre la fiera y el hombre. Afortunadamente, Setaú, el curandero, amigo de infancia también y compañero de universidad de Ramsés, había sabido encontrar los remedios adecuados. La formidable resistencia de la bestia le había permitido superar la prueba y hacerse un adulto de terrible poderío. El rey no podía soñar con mejor guarda de corps. Ramsés pasó la mano por la melena de Matador. La caricia no tranquilizó al animal. Vestido con una túnica de piel de antílope, con múltiples bolsillos llenos de drogas, píldoras y redomas, Setaú trepaba por la ladera de la colina. Achaparrado, de mediana estatura, con la cabeza cuadrada y el cabello negro, mal afeitado, sentía verdadera pasión por las serpientes y los escorpiones. Gracias a sus venenos, preparaba eficaces medicamentos y, en compañía de su mujer, Loto, una arrebatadora nubia cuya simple visión alegraba a los soldados, proseguía incansablemente sus investigaciones. Ramsés había confiado a la pareja la dirección del servicio sanitario del ejército. Setaú y Loto habían participado en todas las campañas del rey, no por amor a la guerra sino para capturar nuevos reptiles y cuidar a los heridos. Y Setaú consideraba que nadie estaba más capacitado que él para ayudar a su amigo Ramsés, en caso de desgracia. –La moral de las tropas no es muy buena -advirtió. –Los generales desean retirarse -reconoció Ramsés. –¿Qué puedes esperar, dado el comportamiento de tus soldados en Kadesh? No tienen rival en la huida y la desbandada. Como de costumbre, tomarás la decisión a solas. –No, Setaú, a solas no. Con el consejo del sol, de los vientos, del alma de mi león, del espíritu de esta tierra… Ellos no mienten. Debo captar su mensaje. –No existe mejor consejo de guerra. –¿Has hablado con tus serpientes? –Ellas también son mensajeras de lo invisible. Sí, se lo he preguntado y han respondido sin vacilar: no retrocedas. ¿Por qué está tan nervioso Matador? –Por el encinar, a la izquierda de la fortaleza, en el camino que debemos recorrer. Setaú miró en aquella dirección mordisqueando un brote de caña. –No huele bien, tienes razón. ¿Crees que han preparado una encerrona, como en Kadesh? –Funcionó tan bien que los estrategas hititas han previsto otra, y esperan que sea eficaz. Cuando ataquemos, quebrarán nuestro impulso mientras los arqueros de la plaza fuerte nos diezman a voluntad. Menna, el escudero de Ramsés, se inclinó ante el rey. –Vuestro carro está listo, majestad. El monarca acarició largo rato a sus dos caballos, Victoria en Tebas y La diosa Mut está satisfecha; habían sido, junto con el león, los únicos que no le traicionaron en Kadesh, cuando la batalla parecía perdida. Ramsés tomó las riendas ante la incrédula mirada de su escudero, de los generales y del regimiento de élite de los carros. –Majestad -protestó Menna-, no vais a… –Pasemos ante la fortaleza y lancémonos hacia el encinar -ordenó el rey. –Majestad… ¡Olvidáis vuestra cota de mallas! ¡Majestad! Blandiendo un corpiño cubierto de pequeñas placas de metal, el escudero corrió en vano tras el carro de Ramsés, que se había lanzado, solo, hacia el enemigo. 2 De pie en su carro lanzado a toda velocidad, Ramsés el Grande parecía más un dios que un hombre. Alto, de frente ancha y despejada, tocado con una corona azul que se adaptaba a su cráneo, con los arcos superciliares abultados, espesas cejas, la mirada penetrante como la de un halcón, la nariz larga, delgada y curva, las orejas redondas y de fino dibujo, potente la mandíbula, carnosos los labios, era la encarnación de la potencia. Cuando se acercó, los beduinos ocultos en el encinar salieron de su escondrijo. Unos tendieron sus arcos, los otros blandieron las jabalinas. Como en Kadesh, el rey fue más rápido que un fuerte viento, más vivo que un chacal recorriendo en un instante inmensas extensiones; como un toro de acerados cuernos que derriba a sus enemigos, aplastó a los primeros agresores que se pusieron a su alcance y disparó flecha tras flecha, atravesando el pecho de los rebeldes. El jefe del comando beduino consiguió evitar la furiosa carga del monarca e, hincando la rodilla en tierra, se dispuso a lanzar un largo puñal que se clavaría en su espalda. El salto de Matador dejó petrificados a los sediciosos. Pese a su peso y su tamaño, el león pareció volar. Mostrando sus garras, cayó sobre el jefe de los beduinos, le clavó los colmillos en la cabeza y cerró las mandíbulas. La escena fue tan horrible que numerosos guerreros soltaron las armas y huyeron para escapar de la fiera, que ya estaba destrozando los cuerpos de otros dos beduinos, que habían intentado, en vano, ayudar a su jefe. Los carros egipcios, seguidos por varios centenares de infantes, alcanzaron a Ramsés y terminaron, sin dificultad alguna, con el último islote de resistencia. Cuando Matador se calmó, empezó a lamerse las ensangrentadas patas y miró a su dueño con dulzura. El agradecimiento que descubrió en los ojos de Ramsés provocó un gruñido de satisfacción. El león se tendió junto a la rueda derecha del carro, ojo avizor. –Es una gran victoria, majestad -declaró el general del ejército de Ra. –Acabamos de evitar un desastre; ¿cómo es posible que ningún explorador haya sido capaz de descubrir un destacamento enemigo en el encinar? –No… No le dimos importancia a ese lugar. –¿Acaso un león debe enseñar a mis generales el oficio de las armas? –Sin duda, vuestra majestad deseará reunir el consejo de guerra para preparar el asalto a la fortaleza… –Ataque inmediato. Por el tono de voz del faraón, Matador supo que la tregua había terminado. Ramsés acarició la grupa de sus dos caballos, que se miraron el uno al otro, como para alentarse. –Majestad, majestad… ¡Os lo ruego! Jadeante, el escudero Menna tendió al rey el corpiño cubierto de pequeñas placas de metal. Ramsés aceptó ponerse la cota de mallas, que no deslucía demasiado su túnica de lino de anchas mangas. En las muñecas llevaba dos brazaletes de oro y lapislázuli, cuyo adorno central estaba formado por dos cabezas de patos silvestres, símbolo de la pareja real semejante a dos aves migratorias que emprendían el vuelo hacia las misteriosas regiones del cielo. ¿Volvería Ramsés a ver a Nefertari antes de emprender el gran viaje hacia el otro lado de la vida? Victoria en Tebas y La diosa Mut está satisfecha piafaban de impaciencia, ansiosos por lanzarse hacia la fortaleza. En la cabeza llevaban un penacho de plumas rojas y punta azul, y el lomo lo tenían protegido por una gualdrapa azul y roja. Del pecho de los infantes brotaba un canto compuesto, instintivamente, tras la victoria de Kadesh y cuyas palabras tranquilizaban a los cobardes: «El brazo de Ramsés es poderoso, su corazón valiente, es un arquero sin igual, una muralla