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La adivina PDF

264 Pages·2006·0.97 MB·Spanish
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La adivina Carlos Clavijo y José Carlos Martos Título: La adivina © 2006, Carlos Clavijo y José Carlos Martos Editorial: Maeva ISBN: 9788496231962 Reseña: Tras la muerte de Cristo, empieza a circular un rumor entre los fieles. La lanza que mató al Profeta en la cruz tendría, al haber entrado en contacto con la Divinidad, poderes mágicos: quien la posea tiene asegurada la victoria en la guerra. A lo largo de la historia, grandes personajes como Carlomagno o Napoleón intentarán hacerse con la misteriosa lanza durante sus conquistas militares, pero sin éxito. Incluso en la Viena de 1912, un joven pintor fracasado llamado Adolf Hitler cae hechizado ante su influjo. En la misma época, Leni, adivina, se gana la vida trabajando en cabarets y clubes nocturnos. Cuando Hitler, tras la anexión de Austria, consigue hacerse con la lanza, parece que nada podrá detener la conquista del mundo por parte de los nazis. Sin embargo, en 1941, en plena batalla de Inglaterra, Hitler empieza a sospechar que la que está en su posesión no es la auténtica lanza sagrada. No duda en recurrir a la joven Leni y a sus poderes de videncia para localizar la verdadera lanza que, según unos manuscritos encontrados por los nazis, se encuentra e una peligrosa zona del norte de España controlada por el maquis. Capítulo 1 Año 33 d. C Poncio Pilatos paseaba inquieto por su palacio. La Pascua judía transcurría en paz. No, por ahí no había problema. El ejército romano era el mejor del mundo, y los judíos lo sabían. En cambio, el Galileo, ese alborotador, había llegado a preocuparle. La plebe era necia y se dejaba arrastrar por el primer alucinado que le prometía cosas como la justicia y el amor fraternal. Lo de la justicia lo entendía hasta el más lerdo; justicia era quedarse con lo que tuviera el otro. Pero el Rabí Iesus no quería decir eso... Pilatos se puso su capa más gruesa. Se asomó al balcón de palacio. Aquel atardecer, Jerusalén rezumaba misterio. La silueta de la ciudad se recortaba sobre el cielo enrojecido. Había una espesa quietud impregnándolo todo, y desde las casas llegaban los olores de los guisos y las especias. Comenzaban a encenderse las antorchas y los grupos de mendigos y borrachos se apartaban de las arterias principales buscando los callejones más oscuros. Los carros crujían sobre las losas de piedra caliza y algún caballo relinchaba al pasar junto a los vendedores de fruta que se retrasaban en retirar sus puestos. En las puertas de algunas casas se agrupaban mujeres para moler grano en un mortero de piedra. Contaban chismes de alcoba y soltaban risitas nerviosas. Al oír las risas, Pilatos pensó en sus tropas. Si quería mantener la moral bien alta, quizá había llegado el momento de premiar a sus legiones con un guiso de jabalí. Aquel destino resultaba demasiado duro. Los judíos no los aceptaban y las altas temperaturas hacían que uno respirara tierra. Tras unos minutos contemplando el paisaje de Jerusalén, el procurador volvió a sus pensamientos. Los judíos eran un pueblo curioso y corto de miras. ¡Tener un solo Dios! ¡Qué gran absurdo! Roma tenía decenas de ellos. Con un solo Dios, ¿a quién acudías cuando éste te defraudaba? Trató de no mirar hacia su derecha, pero una fuerza extraña lo obligó. Sobre el Gólgota se adivinaban las tres cruces. La del centro era la del rabí que tanto había perturbado la paz del pueblo. Los informes de sus espías afirmaban que había intentado organizar una revuelta... Otra más. Pilatos fue a la mesa repleta de exquisitos manjares y bebidas. Tomó una copa de alabastro y se escanció una generosa medida de vino tracio, el más famoso del momento. Mientras lo saboreaba, admiró la perfección de la copa. Era un regalo de Vitelio, el gobernador de Siria, que premiaba así su diligencia en ciertos asuntos en los que su bolsa había salido favorecida, mucho más que Roma. Cuando se asomó por segunda vez al balcón, no pudo más que sonreír. Era viernes. El pueblo judío preparaba el Sabbath. Al día siguiente, sábado, no podrían realizar ninguna labor, ni siquiera encender fuego. Pensó que muy pronto aquellas costumbres arcaicas desaparecerían para siempre. Las leyes religiosas judías también prohibían las imágenes, y, sin embargo, él, como procurador de Roma, había ordenado plantar insignias militares con la efigie del emperador en el Palacio de Herodes y en la Torre Antonia. Había desafiado a los judíos y no había ocurrido nada. Nada en absoluto... Eliminar el Sabbath sólo sería cuestión de tiempo. Volvió a la mesa y se sirvió otra copa. Al instante, se despertaron los recuerdos de su infancia feliz en Astorga, una hermosa ciudad de Iberia donde su padre servía al emperador. Tomó un buen trago y se asomó de nuevo al balcón. De pronto, descubrió que los centinelas hablaban entre ellos. Intrigado por lo que decían, Pilatos decidió ocultarse entre las sombras para escuchar mejor. —Creo que la muerte del Galileo ha afectado al procurador —murmuró uno de sus soldados. —¿Tú crees? Ese Galileo era sólo un charlatán... —respondió el otro. —¿Charlatán? No estoy tan seguro... —Bueno, fuera lo que fuese, el procurador se puso demasiado nervioso después de conocerlo. El centinela iba a seguir hablando, pero de pronto sintió que una presencia le observaba. Miró hacia arriba y enmudeció al ver cómo Pilatos se escondía en el balcón. —¿Qué ocurre? —preguntó su compañero. —Me parece que hay alguien escuchándonos —susurró. —¿Estás seguro? —inquirió alarmado. El compañero hizo un gesto con la cabeza, dando a entender que la persona que les escuchaba era el procurador. Como conocían sus tretas, los centinelas dejaron de hablar. Pilatos se adentró en el palacio y se sentó en uno de los sillones traídos de Egipto. «Mis soldados me temen. No se fían de mí... —pensó—. Aunque. .., ¿quién sabe? Quizá sea bueno que me teman... Si los judíos también me tuvieran miedo, hoy no tendría estos problemas.»Una vez más, volvió a darle vueltas a las mismas ideas. No entendía cómo los judíos podían ser tan arrogantes. Cómo se vanagloriaban de tener un único Dios. «En el fondo, nuestras religiones no son tan diferentes —pensó dolido—. También ellos utilizan su templo para hacer negocios.»El procurador tomó unas aceitunas para acompañar el vino y siguió pensando en lo ocurrido durante los últimos días. Por primera vez en toda su carrera, tenía remordimientos... Hasta entonces, jamás había sentido eso que algunos llamaban escrúpulos. Durante años, había aceptado sobornos y cometido crímenes sin sufrir la más mínima alteración del sueño. Pero ahora era diferente... Cuando le trajeron a aquel hombre amarrado, su presencia le impresionó. Tan pronto le vio, supo que el Galileo era un ser extraordinario. Nunca, en su vida de político y de guerrero, se había encontrado con alguien así. Sin embargo, el procurador estaba allí para velar por los intereses de Roma... ¡Roma...! No. No podía permitir que alguien molestara al Sanedrín. Y mucho menos que fuera por ahí proclamándose el Rey de los Judíos. Había demasiados intereses en juego. ¿Qué significaba la vida de un hombre a cambio de mantener contenta a la gente de Caifás? Cuando el rabí Iesus dijo que la Ley de Moisés estaba petrificada, al procurador apenas le importó. Tampoco se preocupó cuando aquel loco fue por ahí proclamándose Hijo de Dios... Pero las cosas cambiaron cuando Caifás, el sumo sacerdote hebreo, vino a hacerle una visita. Hacía casi quince años que se había convertido en el más alto cargo religioso de los judíos. Era el sumo sacerdote hebreo. Desde que el procurador Valerio Grato le nombró jefe espiritual de su pueblo, Caifás había intentado complacer a Roma en todo lo posible. Pero el Galileo había ido demasiado lejos. Había atentado contra sus intereses. Había destruido el mercado que rodeaba el templo. Iesus, con una cólera extraña en él, había derribado los puestos, ofendido a sus dueños y dañado sus bolsas. Pilatos sabía que hasta el mismísimo Caifás se lucraba con la venta de palomas para los sacrificios... Era normal que el sumo sacerdote estuviera furioso. El procurador comprendió sus razones para convocar el Sanedrín. Nadie podía estar por encima de la ley. Nadie, por mucho que dijera ser Hijo de Dios... Cuando Caifás se marchó, Pilatos se acordó del faraón Akenathon. Había construido una ciudad, Tell—el—Amarna, y proclamado la existencia de un único dios, Atón. Pero la casta sacerdotal egipcia, al ver mermados sus poderes, acabó destruyéndolo a él y a su obra. Este era un caso similar. Por un segundo, deseó encontrarse en la capital del Imperio. Habría subido al monte de Júpiter a consultar los libros de la Sibila. Quizá ella le habría ayudado. En los tres rollos que entregó a Tarquino se encontraban muchas profecías. Ella había predicho que Roma sería invencible si se trasladaba a la ciudad a la diosa Cibeles. ¿Podría decir si el rabí Iesus era en realidad el Mesías que los judíos esperaban? Un extraño sentimiento de culpa fue creciendo en su interior. Los saduceos habían acusado a aquel rabí de blasfemia. Pero Pilatos enseguida se dio cuenta de que la cuestión era otra. Se encontraba ante una disputa política. Los miembros del Sanedrín veían en Iesus a un posible competidor. Querían eliminarlo. Después de oír el caso, Pilatos delegó el asunto en Herodes. El rey, tan astuto como de costumbre, devolvió al rabí a las autoridades romanas. Fue entonces cuando el procurador entendió que estaba en una posición difícil. Los judíos le presentaban un regalo envenenado... Esperaban que cometiera algún error. Cualquier paso en falso podía encender la llama de la revuelta... No, no iban a salirse con la suya. Así que se presentó ante la multitud y ofreció al pueblo la oportunidad de elegir. —¿A quién queréis liberar? —les preguntó. Podían escoger entre un asesino, Barrabás, o un galileo que se creía Hijo de Dios. La multitud decidió salvar a Barrabás y condenar al rabí Iesus. Los soldados flagelaron al Nazareno. Después de aquel escarmiento, Pilatos anunció que el blasfemo ya había recibido su castigo. Quería que la multitud se dispersara. Pero los judíos protestaron. No estaban contentos. Querían más sangre. El procurador entendió que Caifás y su gente buscaban ponerle en evidencia, demostrar que Roma era débil, que no defendía los intereses de la religión judía. Intentó convencerlos. Se ha hecho justicia, les dijo. Pero enseguida entendió que era imposible. No podía oponerse a los deseos del pueblo. Así que se lavó las manos —un gesto judío—, para que todos entendieran cómo actuaba Roma. No, no sería Pilatos quien ordenara la muerte de aquel ser especial. Pero tampoco sería él quien irritase a los miembros del Sanedrín. Como si quisiera darse fuerzas, miró de nuevo a las cruces del Gólgota. Había cierta belleza trágica en aquel atardecer. «¡Ah, rabí, has fracasado! ¡Ahí estás, clavado en una cruz, entre dos delincuentes! ¿Dónde están ahora aquellos que te seguían? ¿Se han provocado revueltas? ¿Han asaltado mi palacio en venganza? No. Fíjate qué calma. Ya te han olvidado, Iesus... La plebe es así. Has fracasado, rabí, has fracasado. No eres nadie, nadie. Sólo unas mujeres han tenido la valentía de estar junto a ti. ¡Unas mujeres! Tu madre, sus vecinas y alguna más. »¡Ah, rabí, rabí! ¡Juntos podríamos haber hecho grandes cosas...! Si hubieras acudido al viejo Poncio, él te habría guiado. Con tus juegos malabares, que tanto han impresionado a estos necios, y mi ejército, habríamos conquistado nuevos territorios. Te habríamos hecho ciudadano de Roma. Podrías haberte llevado a tu anciana madre y a tus hermanos a la capital del Imperio. Habrías vivido como el rey que dices que eres. En cambio, ahora, mírate ahí... colgado en la cruz como un muñeco ensangrentado.» Capítulo 2 En el Gólgota, el centurión Cayo Casio Longinos andaba impaciente. El cielo estaba cubierto de nubes que amenazaban tormenta. Empezaba a hacer frío, y su figura, menguada y flaca tras las últimas fiebres, ya no aguantaba como antes los envites del viento. Longinos aún era joven y, sin embargo, ya había dejado de serle útil al ejército de Roma. En modo alguno podía aspirar al lote de tierras que se otorgaba a los veteranos después de las grandes batallas. Tenía problemas en la vista, y sus compañeros de armas se burlaban de él. Ahora, más que un soldado, se había convertido en un hombre para todo. De nada servía que su valor militar le hubiera hecho llegar a centurión. Después de utilizarlo en múltiples batallas, sus mandos lo habían arrinconado en trabajos de poca índole: revisar la limpieza de las calles, estar al día de los comentarios que se hacían en los mercados, crucificar y cerciorarse de la muerte de los reos... Nada que le acercara a la gloria. Se encontraba en una situación difícil. Hacía tiempo que Roma, el Imperio, lo había defraudado. Unos meses trabajando a las órdenes del procurador Pilatos habían bastado para asquearle. Sabía que odiaba a los judíos. Le había oído decir que eran una raza despreciable. Sin embargo, en cuanto veía aparecer a Caifás, acompañado por su cuñado Anas y alguno de los jueces del Sanedrín, Pilatos se mostraba amable y diligente. Quizá por ello sintió náuseas cuando le vio lavándose las manos ante aquel reo, dejando que los sacerdotes y los escribas cometieran otra de sus conocidas injusticias. A lo lejos, un manto de nubes oscuras cubría el cielo. La tormenta parecía acercarse. Poco a poco, el aire se iba volviendo frío, casi hostil. Algunos legionarios intentaban calentarse con una fogata. Otros lo hacían dando pequeños saltos y moviéndose de un lado a otro mientras tiritaban. Golpeaban el suelo con los pies para combatir el frío. Los más aguerridos parecían ajenos a todo, y seguían jugando a los dados y a las tabas. Lequisto, el compañero de Longinos, se entretenía comiendo tortas de cebada cubiertas de garum, una maceración en sal de intestinos de atunes y caballas traídos desde las pesquerías de Gades, en la Vía Hercúlea—Augusta, en el sur de Hispania. Sin embargo, no todos permanecían indiferentes. Como antiguo gladiador, al centurión Cayo Casio Longinos le repugnaba que aquellos hombres que ahora estaban en la cruz no hubieran podido defenderse. Ignoraba que, de haber podido empuñar una espada, el rabí Iesus no lo habría hecho. Antes de ingresar en el ejército, el propio Longinos había sido un esclavo convertido en liberto gracias a su valor en la arena. En su código de conducta aún reinaban el honor de las armas y el desprecio de la muerte. Cuando anochecía, su vista empeoraba. Quizá por eso se acercó casi a tientas a las mujeres agrupadas al pie de la cruz. La mayor de ellas, de pelo cano y largo, era la madre del Galileo. Una mujer que, habiendo sido bella en su juventud, ahora mostraba un rostro envejecido. Todos la llamaban María. A pesar de su inmenso sufrimiento, desprendía una gran serenidad. Las otras, más jóvenes, no dejaban de llorar. Pero a Longinos le impresionó la calma de la madre del rabí Iesus. Cuando ella le miró directamente a los ojos, el centurión sintió un latigazo frío en la espalda. Él había sido uno de los verdugos de su hijo. Sin embargo, aquella mujer no le miraba con odio. ¿Por qué? ¿Estaban locos los seguidores de aquel rabí? Se abrió paso entre las dolientes y se acercó hasta los tres moribundos. Agonizaban entre quejidos y lamentos. El rabí aún tuvo fuerzas para decir en arameo: —Dios, ¿por qué me has abandonado? Y al oír esas palabras, Longinos notó que le atravesaban el alma. El Galileo acababa de pedir ayuda a su Dios. Esperaba un milagro. Pero no ocurrió nada... Longinos volvió a mirar a sus compañeros de armas. Seguían concentrados en sus juegos. Discutían entre grandes risotadas. Bebían a morro algo de vino. Se mostraban indiferentes a los gritos y los llantos de los que estaban en la cruz. Por primera vez en mucho tiempo, la escena le produjo náuseas. «Ya no sirvo para esto», pensó asqueado. Minutos más tarde, le pareció advertir que unas figuras se aproximaban a lo lejos. Como no se fiaba de su vista, preguntó a uno de los centinelas: —Soldado, ¿se acerca alguien?

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