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Koestler, Arthur PDF

161 Pages·2002·0.49 MB·English
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Ed. PRT – Izquierda Revolucionaria Arthur Koestler EL CERO Y EL INFINITO http://www.marxismo.org/ Ed. PRT – Izquierda Revolucionaria indice Primer Interrogatorio Segundo Interrogatorio Tercer Interrogatorio La ficción Gramatical http://www.marxismo.org/ Ed. PRT – Izquierda Revolucionaria Los personajes de este libro son ficticios, pero las circunstancias históricas que determinaros sus actos son reales. La vida de N. S. Rubashov es una síntesis de la vida de algunos de los hombres que fueron víctimas de los llamados Procesos de Moscú. Varios de ellos fueron conocidos personalmente por el autor. Este libro está dedicado a su memoria PARÍS, Octubre de 1938 – Abril de 1940. http://www.marxismo.org/ Ed. PRT – Izquierda Revolucionaria * * * Aquel que instaura una dictadura y no mata a Bruto, o aquel que funda una república y no mata a los hijos de Bruto, sólo gobernará un corto tiempo. MAQUIAVELO: Discursos. Hombre, hombre, no se puede vivir enteramente sin piedad. DOSTOIEWSKI: Crimen y Castigo. * * * http://www.marxismo.org/ Ed. PRT – Izquierda Revolucionaria PRIMER INTERROGATORIO Nadie puede gobernar sin culpas. SAINT-JUST I Rubashov permaneció unos segundos apoyado en la puerta que se acababa de cerrar violentamente a sus espaldas, y encendió un cigarrillo. A su derecha, sobre la cama, había dos frazadas bastante limpias y un colchón de paja que parecía recién rellenado. A su izquierda, el lavabo carecía de tapón, aunque el grifo funcionaba, y el balde que se encontraba a su lado había sido desinfectado recientemente y no despedía mal olor. Las paredes eran de ladrillos macizos y capaces de ahogar el ruido producido por cualquier golpe, aunque el lugar por donde entraban los tubos de la calefacción y del agua había sido revocado con yeso y resonaba bien. Por otra parte, el caño mismo de la calefacción parecía ser buen conductor del sonido. La ventana comenzaba a la altura de los ojos, y se podía ver el patio sin necesidad de encaramarse. Aparentemente, todo estaba en orden. Rubashov bostezó, quitóse el abrigo, lo enrolló y lo colocó como almohada sobre el colchón. Luego se asomó al patio, donde la nieve rielaba amarillenta bajo la doble iluminación de la luna y de las lámparas eléctricas. En todo el contorno del patio, a lo largo de las paredes, habían limpiado una estrecha vereda destinada a los ejercicios diarios. No había amanecido aún, y las estrellas brillaban todavía, claras y frías, a pesar de los focos. Sobre la plataforma del muro exterior, frente a la celda de Rubashov, se paseaba un soldado con el fusil al hombro, marcando cada paso como en un desfile. De cuando en cuando, la luz amarillenta de las lámparas destellaba en su bayoneta. Sin apartarse de la ventana, Rubashov se quitó los zapatos, apagó el cigarrillo, y después de dejar la colilla en el suelo junto a la cabecera de la cama, permaneció sentado en el colchón unos minutos. Luego se levantó y volvió a asomarse a la ventana: el patio continuaba en calma, y el centinela acababa de dar media vuelta; sobre la torrecilla de la ametralladora se veía un trozo de la Vía Láctea. Se tendió sobre el camastro y se envolvió en la manta de arriba. Eran las cinco de la mañana y parecía improbable que, en invierno, alguien se levantase allí antes de las siete. Tenía mucho sueño. Pensando en ello, consideró que era difícil que le sometiesen a un interrogatorio antes de tres o cuatro días. Se quitó los lentes y los puso en el suelo embaldosado, junto a la colilla, sonrió y cerró los ojos; la manta lo envolvía con su calor y se sentía protegido. Por primera vez en muchos meses, no temía a sus sueños. Cuando unos minutos después el carcelero apagó la luz desde afuera, mirando antes por la mirilla de la puerta, Rubashov, ex comisario del Pueblo, dormía con la espalda vuelta a la pared, la http://www.marxismo.org/ Ed. PRT – Izquierda Revolucionaria cabeza apoyada en el brazo izquierdo, que, extendido, salía rígidamente fuera del lecho, dejando caer la mano, que colgaba suelta y se contraía a veces durante el sueño. 2 Una hora antes, cuando los dos oficiales del Comisariato del Interior habían llamado a su puerta con el propósito de arrestarlo, Rubashov estaba soñando justamente qué venían a detenerlo. Los golpes redoblaban, y Rubashov se esforzaba en despertarse, con la práctica que ya tenía de desprenderse de las pesadillas producidas por su primer encarcelamiento, pesadillas que se repetían periódicamente a través de los años, con la regularidad de un mecanismo de relojería. A veces, mediante un poderoso esfuerzo de voluntad, conseguía detener el mecanismo, arrancándose del sueño por su propia decisión; pero esta, vez no pudo lograrlo. Las últimas semanas lo habían dejado exhausto, y por más que se agitaba y transpiraba dormido, el reloj continuaba marchando y la pesadilla seguía. Soñaba, como de costumbre, que estaban martillando la puerta, y que afuera había tres hombres que venían a detenerlo. Podía verlos a través de la puerta cerrada, de pie y dando golpes, con sus flamantes uniformes del tipo elegante que usaban los guardias pretorianos de la dictadura alemana; en las gorras y en las mangas llevaban la insignia del partido, la agresiva cruz gamada; con sus manos libres empuñaban pistolas, grotescamente grandes, y sus correajes olían a cuero fresco. Después entraban en la habitación, y se ponían junto a su cabecera; dos de ellos eran muchachos campesinos, prematuramente desarrollados, con gruesos labios y ojos de pescado; el tercero era bajo y rechoncho. Se quedaban de pie al lado de la cama, con la pistola en la mano, y respirándole encima con fuerza. Era tal la quietud, que se oía claramente el jadeo asmático del oficial grueso. Luego alguien, en el piso de arriba, quitaba el tapón de un desagüe, y el agua corría suavemente hacia abajo por las tuberías de las paredes. El mecanismo de relojería se iba deteniendo; el martilleo en la puerta de Rubashov se hizo más fuerte; los dos hombres que habían venido a prenderlo daban golpes alternativamente y se soplaban en las manos heladas. Pero Rubashov no llegaba a despertarse, aunque sabía que la escena que iba a seguir en el sueño era particularmente dolorosa; los tres hombres alrededor de su cama, y él, tratando de ponerse la bata sin poder conseguirlo, porque una de las mangas estaba al revés y no podía meter el brazo; luchaba inútilmente hasta que una especie de parálisis se apoderaba de él. No podía moverse, aunque todo dependía de que pudiera introducir a tiempo el brazo en la manga; y esta atormentadora impotencia persistía unos segundos, durante los cuales Rubashov gemía dolorosamente mientras sentía que un sudor frío le bañaba las sienes, y oía el golpeteo de la puerta, que penetraba en su sueño como un lejano redoble de tambores; el brazo que tenía debajo de la almohada se retorcía en febril esfuerzo para encontrar la-manga de la bata, hasta que, por último, se sentía aliviado por el primer golpe que le asestaban, encima de una oreja, con la culata de una pistola... Con la sensación familiar, repetida y vivida una y otra vez, más de cien veces, de ese primer golpe -desde el cual databa su sordera- solía, ordinariamente, despertarse. Durante unos momentos http://www.marxismo.org/ Ed. PRT – Izquierda Revolucionaria continuaba estremeciéndose, y la mano, trabada debajo de la almohada, seguía buscando la manga de la bata; pero, por regla general, todavía le quedaba por sufrir la última y peor etapa antes de despertarse del todo: una vertiginosa e informe sensación de que este despertar era el verdadero sueño, y que realmente se encontraba tendido en el húmedo suelo de piedra del oscuro calabozo, con el balde a sus pies, y, junto a su cabeza, un jarro con agua y unas cortezas de pan... Esa vez también, durante unos segundos, siguió con la mente entorpecida, y en la incertidumbre de si su mano tropezaría con el conmutador de la luz o con el balde. Luego se encendió la luz y las nieblas se disiparon. Rubashov respiró profundamente varias veces, como un convaleciente, con las manos replegadas sobre el pecho, gozando la deliciosa sensación de la libertad y la seguridad. Se secó con la sábana la frente y la calva que tenía en la parte posterior de la cabeza, y pestañeó, mirando con renovada ironía el grabado en color del Número Uno, el jefe del Partido, que colgaba sobre su lecho en la pared del cuarto; y en las paredes de todas las habitaciones próximas, por encima o por debajo de la suya, y en todas las paredes de la casa, de la ciudad, de todo el enorme país por el cual había combatido y sufrido, y que ahora había vuelto a ampararlo en su regazo protector. Ya estaba completamente despierto, pero los golpes en la puerta continuaban. 3 Los dos hombres que habían venido a detener a Rubashov estaban afuera, en el oscuro rellano de la escalera, consultándose mutuamente. El portero Vassilij, que los había acompañado hasta allí, permanecía junto a la abierta puerta del ascensor, jadeante de temor; era un hombre viejo y delgado, y por encima del roto cuello del antiguo capote militar que se había puesto sobre el camisón, aparecía una ancha cicatriz rojiza que le daba un aspecto escrofuloso. Era la consecuencia de una herida en el cuello que había recibido cuando pertenecía al regimiento de voluntarios que mandaba Rubashov. Con el tiempo, Rubashov había sido enviado al extranjero, y Vassilij había oído de él sólo en forma ocasional y siempre por el periódico que su hija le leía por las noches, y que traía los discursos que Rubashov pronunciaba en los congresos. Esos discursos eran largos y difíciles de entender, y Vassilij nunca podía encontrar en ellos el tono de voz del pequeño y barbado jefe de voluntarios que pronunciaba juramentos tan hermosos que hasta la propia Santa Virgen de Kazán hubiera tenido que sonreír al oírlos. De ordinario, el portero se dormía en medio de la lectura de estos discursos, pero siempre se despertaba cuando su hija, elevando solemnemente la voz, llegaba a los párrafos finales y a los aplausos. A cada una de las exclamaciones de ritual: “¡Viva la Internacional!”, “¡Viva la Revolución!”, “¡Viva el Número Uno!”, Vassilij agregaba un sentido “Amén” para sus adentros, sin que su hija pudiera oírlo; luego se quitaba la chaqueta, se persignaba secretamente, y con conciencia culpable se iba a la cama. Sobre su cabecera también colgaba un retrato del Número Uno, y al lado una fotografía de Rubashov vestido de jefe de voluntarios, la que habría determinado su prisión también, si hubiese sido hallada. En la escalera hacía frío y estaba muy oscuro y silencioso. El más joven de los dos funcionarios del Comisariato del Interior propuso romper a tiros la cerradura de la puerta. http://www.marxismo.org/ Ed. PRT – Izquierda Revolucionaria Vassilij se apoyaba contra la puerta del ascensor; no había tenido tiempo de calzarse bien las botas y el temblor de las manos le impedía atarse los cordones. El mayor de los dos hombres no dió su conformidad a los tiros, pues la detención debía llevarse a cabo discretamente. Los dos se soplaban las heladas manos y empezaron otra vez a golpear la puerta; el más joven daba con. la culata del revólver. Unos pocos pisos debajo, una mujer empezó a gritar con voz penetrante, y el oficial joven dijo a Vassilij: “Dígale que se calle”. “¡Silencio!” -gritó Vassilij-. “Es la autoridad”, y la mujer se calló en seguida. El guardia efnpezó entonces a golpear la puerta con los pies, haciendo un ruido que llenó toda la escalera. Por fin, la puerta cedió. Los tres entraron. y se colocaron alrededor de la cama de Rubashov; el joven, con la pistola en la mano, mientras, el más viejo se mantenía rígidamente cuadrado. Vassilij se quedó unos pasos detrás de ellos, apoyado en la pared. Rubashov estaba todavía secándose el sudor de la nuca, y los miró con o os miopes y soñolientos. Entonces el oficial joven dijo: “Ciudadano Nicolás Salmanovich Rubashov, queda arrestado en nombre de la ley”. Rubashov buscó los lentes debajo de la almohada y se enderezó un poco; con los lentes puestos, sus ojos tenían la expresión que Vassilij y el oficial más antiguo conocían de las viejas fotografías y grabados, y esto hizo que el guardia se cuadrase aun más rígidamente, mientras el joven, que había crecido bajo nuevos héroes, dió un paso en dirección al lecho, y los tres advirtieron que iba a hacer o decir algo brutal para disimular su torpeza. -Sáqueme de encima esa pistola, camarada -dijo Rubashov-, y díganme qué desean de mí. -¿No ha oído que está arrestado? -dijo el muchacho-. Vístase y no haga bulla. -¿Tienen alguna orden? -preguntó Rubashov. El oficial más antiguo sacó un papel del bolsillo, se lo entregó, y se quedó otra vez en posición de firme. Rubashov lo leyó con atención. -Muy bien -dijo-; nunca acaba uno de saber cosas. Pueden irse al diablo. -Póngase sus ropas y dése prisa -repitió el muchacho, cuya brutalidad se veía que no era fingida, sino natural. “Hermosa generación hemos producido”, pensó Rubashov, recordando los carteles de propaganda en los cuales siempre se pintaba a la juventud con caras sonrientes. Se sentía muy cansado. -Déme la bata, en lugar de hacer tonterías con el revólver -le dijo al muchacho, que se sonrojó sin contestar. El oficial más viejo le dió la bata a Rubashov, que empezó a introducir el brazo en la manga. -Esta vez entra, por fin -dijo con una sonrisa forzada; los otros tres no entendieron, limitándose a mirarlo mientras se iba levantando lentamente de la cama y recogía su arrugada ropa. La casa había quedado en silencio después de los chillidos de la mujer, pero tenían la sensación de que todos los vecinos estaban despiertos en sus camas, conteniendo el aliento. Entonces oyeron el ruido del agua que corría suavemente por las cacerías al quitar alguien, en uno de los pisos superiores, el tapón de un desagüe. 4 http://www.marxismo.org/ Ed. PRT – Izquierda Revolucionaria Delante de la puerta principal estaba el automóvil en que habían venido los guardias: un modelo americano reciente. Todavía era de noche y el chofer encendió los faros; la calle estaba dormida o pretendía estarlo. Subieron al auto, primero el joven, luego Rubashov y, por último, el oficial más antiguo. El chofer, que también vestía uniforme, puso el coche en movimiento. Al volver la esquina terminó el pavimento de asfalto; a pesar de que estaban todavía en el centro de la ciudad y los edificios que se veían alrededor eran grandes y modernos, con nueve y diez pisos, las calles carecían de pavimentación y se rodaba sobre el barro helado, con una delgada capa de nieve acumulada en las grietas. El chofer conducía a paso de hombre y el coche, a pesar de sus magníficos elásticos, crujía como una carreta de bueyes. -Más rápido -dijo el joven, que no podía soportar el silencio en el vehículo. El chofer se encogió de hombros sin volver la cabeza. Había mirado a Rubashov con indiferencia y antipatía cuando éste subió al auto, lo que recordó a Rubashov un accidente que había sufrido hacía algún tiempo, y cómo el conductor de la ambulancia lo había mirado de la misma manera. El lento y vacilante recorrido, a través de las calles muertas, con la oscilante luz de los faros delante, era difícil de soportar. -¿Está muy lejos?... -preguntó Rubashov sin mirar a sus compañeros, y casi iba a agregar: “el hospital”. -Algo más de media hora -contestó el uniformado más antiguo. Rubashov sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo, se llevó uno a la boca y ofreció automáticamente a los demás; el guardia joven rehusó bruscamente, pero el viejo tomó dos y le dió uno al chofer, que se llevó la mano a la gorra y ofreció fuego a los demás mientras conducía con una sola mano. Rubashov se sintió aliviado, y al mismo-tiempo molesto consigo mismo. “Vaya un momento para sentirse sentimental”, pensó, pero no pudo resistir a la tentación de hablar y de despertar un poco de simpatía en torno. -Lástima de coche -dijo-. Los autos extranjeros cuestan un dineral, y al cabo de medio año de rodar en nuestras carreteras están inservibles. -Tiene usted razón; nuestros caminos están en muy mal estado -afirmó el oficial viejo, y por su tono comprendió Rubashov que se daba cuenta de su angustia. Esto le hizo sentirse como un perro al que han echado un hueso, y decidió no hablar más. Pero de pronto, el guardia joven exclamó agresivamente: -¿Son mejores los caminos en los países capitalistas? Rubashov sonrió burlonamente. -¿Ha estado alguna vez en el extranjero? -le preguntó. -Sé muy bien lo que pasa sin haber estado, y no necesita usted contarme historias. -¿Por quién me toma? -replicó Rubashov con mucha calma. Pero sin poder evitarlo añadió-: En realidad, debería usted estudiar un poco la historia del Partido. El guardia joven guardó silencio, mirando fijamente la espalda del conductor, y nadie habló más. Por tercera vez, el chofer desahogó el motor, y volvió a lanzarlo de nuevo, al mismo tiempo http://www.marxismo.org/ Ed. PRT – Izquierda Revolucionaria que soltaba unas palabrotas. Traquetearon por los suburbios; todas las míseras casuchas de madera eran del mismo estilo, y sobre sus siluetas contrahechas brillaba la luna, pálida y fría. 5 En cada uno de los pasillos de la nueva cárcel modelo, la luz eléctrica estaba encendida. Su resplandor se extendía pálidamente por las galerías de hierro, sobre las desnudas paredes blanqueadas, en las puertas de las celdas con las tarjetas con los nombres, y sobre los negros agujeros de las mirillas. Esa luz descolorida y el extraño sonido sin eco de sus pasos en el enlosado pavimento eran tan familiares a Rubashov, que durante unos segundos se forjó la ilusión de que estaba soñando otra vez. Hizo un esfuerzo por creer que todo aquello no era real. “Si llego a convencerme de que estoy soñando, esto se convertirá en un sueño”, se decía. Y llegó a pensar con tal intensidad que casi se creyó mareado, pero inmediatamente se avergonzó de sí mismo. “Hay que acabar con esto -pensó-, y llegar hasta el fin.” Se detuvieron delante de la celda número 404; encima de la mirilla había una tarjeta con su nombre: “Nicolás Salmanovich Rubashov”. “Todo lo han preparado primorosamente”, pensó, pero la vista de su nombre en la tarjeta le hizo una pavorosa impresión. Se le ocurrió pedir una manta más, pero antes de poder expresar su deseo, la puerta se cerró tras él, con estrépito. 6 A intervalos regulares, el carcelero atisbaba por la mirilla de la celda de Rubashov, que estaba echado en el camastro; Sólo su mano se contraía, de vez en cuando, durante el sueño. Al lado de la cabecera estaban los lentes y la colilla que había dejado sobre las baldosas. A las siete de la mañana, dos horas después de su encierro en la celda 404, despertó a Rubashov un toque de clarín. Había dormido sin sueños, y tenía la cabeza despejada. El toque se repitió tres veces, y cuando los ecos temblorosos se apagaron, reinó un silencio de mal augurio. Todavía no era día claro, y los contornos del balde y del lavabo se entreveían vagamente; la reja de la ventana formaba un dibujo negro que se destacaba sobre los vidrios empañados, y en el lado superior izquierdo, un cristal roto había sido sustituido por un parche de papel de diario. Rubashov se sentó en la cama, recogió los lentes y la colilla del cigarrillo y volvió a tenderse; se puso los lentes y encendió la colilla. El silencio continuaba. En todas las celdas blanqueadas de ese gran panal de hormigón, los hombres se levantaban simultáneamente de sus camastros, maldiciendo y buscando a tientas sobre las baldosas, pero en las celdas para incomunicados no se oía nada, excepto, de vez en cuando, los pasos de alguien que transitaba por el pasillo. Rubashov sabía que estaba en un calabozo de incomunicados, y que permanecería en él hasta el momento de ser fusilado. Se pasó los dedos por la corta barba puntiaguda, siguió fumando la colilla y permaneció tendido. http://www.marxismo.org/

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