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Kissinger, H.: Diplomacia PDF

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Diplomacia Henry Kissinger Título original: Diplomacy Traducción: Mónica Utrilla 1.ª edición: enero 1996 © 1994 by Henry A. Kissinger © Ediciones B, S.A., 1996 Bailén, 84 ? 08009 Barcelona (España) Printed in Spain ISBN: 84-406-6137-1 Depósito legal: B. 48.592-1995 Impreso por Talleres Gráficos «Dúplex, S.A.» Ciudad de Asunción, 26-D 08030 Barcelona Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos. A los hombres y mujeres del Servicio Exterior de los Estados Unidos de América, cuya profesionalidad y dedicación sostienen la diplomacia norteamericana CAPÍTULO UNO El nuevo orden mundial Casi como por efecto de alguna ley natural, en cada siglo parece surgir un país con el poderío, la voluntad y el ímpetu intelectual y moral necesarios para modificar, según sus propios valores, todo el sistema internacional. En el siglo XVII, Francia, encabezada por el cardenal Richelieu, dio un enfoque moderno a las relaciones internacionales, basado en la nación-Estado y motivado por intereses nacionales como su propósito supremo. En el siglo XVIII, Gran Bretaña introdujo el concepto de equilibrio del poder, que dominó la diplomacia europea durante los siguientes doscientos años. En el siglo XIX, la Austria de Metternich reconstruyó el Concierto de Europa, y la Alemania de Bismarck lo desmanteló, convirtiendo la diplomacia europea en un frío juego de política del poder. En el siglo XX, ningún país ha influido tan decisivamente, y al mismo tiempo con tanta ambivalencia, en las relaciones internacionales como los Estados Unidos. Ninguna sociedad ha insistido con mayor firmeza en lo inadmisible de la intervención en los asuntos internos de otros Estados, ni ha afirmado más apasionadamente que sus propios valores tenían aplicación universal. Ninguna nación ha sido más pragmática en la conducción cotidiana de su diplomacia, ni más ideológica en la búsqueda de sus convicciones morales históricas. Ningún país se ha mostrado más renuente a aventurarse en el extranjero, mientras formaba alianzas y compromisos de alcance y dimensiones sin precedente. Las singularidades que los Estados Unidos se han atribuido durante toda su historia han dado origen a dos actitudes contradictorias hacia la política exterior. La primera es que la mejor forma en que los Estados Unidos sirven a sus valores es perfeccionando la democracia del propio país, actuando así como faro para el resto de la humanidad; la segunda, que los valores de la nación le imponen la obligación de defenderlos en todo el mundo, como si de una cruzada se tratara. Desgarrado entre la nostalgia de un pasado prístino y el anhelo de un futuro perfecto, el pensamiento norteamericano ha oscilado entre el aislacionismo y el compromiso, aunque desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hayan predominado las realidades de la interdependencia. Ambas escuelas de pensamiento, la de los Estados Unidos como faro y la de los Estados Unidos como cruzado, consideran normal un orden global internacional fundamentado en la democracia, el libre comercio y el derecho internacional. Sin embargo, como tal sistema no ha existido nunca, a menudo esta evocación les parece utópica, por no decir ingenua, a otras sociedades. El escepticismo extranjero, no obstante, nunca hizo mella en el idealismo de Woodrow Wilson, Franklin Roosevelt o Ronald Reagan ni tampoco en el de ningún otro presidente norteamericano del siglo XX. Si algo ha hecho, ha sido intensificar la fe del país en que es posible superar la historia, y en el razonamiento de que si el mundo realmente desea la paz, tendrá que aplicar las prescripciones morales que defienden los Estados Unidos. Ambas escuelas de pensamiento son producto de la experiencia norteamericana. Aunque han existido otras repúblicas, ninguna fue creada conscientemente para encarnar la idea de libertad. Sólo la población de este país decidió encabezar un nuevo continente y civilizar sus regiones despobladas en nombre de una libertad y prosperidad comunes para todos. Así, ambos enfoques, el aislacionista y el misionero, tan contradictorios en apariencia, reflejaron una creencia común subyacente: que los Estados Unidos poseían el mejor sistema de gobierno del mundo, y que el resto de la humanidad podría alcanzar la paz y la prosperidad si abandonaba la diplomacia tradicional y reverenciaba el derecho internacional y la democracia como lo hacían los norteamericanos. El paso de los Estados Unidos por la política internacional ha representado el triunfo de la fe en sus valores sobre la experiencia. Desde que entraron en la escena de la política mundial, en 1917, han sido tan predominantes en su fuerza, y por ello han estado tan convencidos de lo justo de sus ideales, que los principales acuerdos internacionales de este siglo han sido encarnaciones de los valores norteamericanos: desde la Sociedad de Naciones y el Pacto Kellogg-Briand hasta la Carta de las Naciones Unidas y el Acta Final de Helsinki. El desplome del comunismo soviético fue la confirmación intelectual de los ideales norteamericanos, e irónicamente puso a los Estados Unidos ante el tipo de mundo del que habían estado tratando de escapar a lo largo de su historia. En el orden internacional naciente, ha resurgido el nacionalismo. Las naciones han buscado con mayor frecuencia su propio interés y no los principios elevados, y han competido más que cooperado. Nada nos indica que esta antiquísima conducta haya cambiado, ni que probablemente cambie en los decenios que se avecinan. Lo que sí es nuevo en el naciente orden mundial es que, por primera vez, los Estados Unidos no pueden retirarse del mundo ni tampoco dominarlo. Esta nación no puede modificar la forma en que ha concebido su papel a lo largo de su historia, ni lo desea. Cuando los Estados Unidos entraron en la escena internacional era un país joven y robusto, y tenían la fuerza necesaria para hacer que el mundo adoptara su visión de las relaciones internacionales. En efecto, al término de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, los Estados Unidos eran tan poderosos (en cierto momento, casi el 35 % de la producción económica mundial era norteamericana), que pareció que este país estaba destinado a modelar el mundo de acuerdo con sus preferencias. En 1961, John F. Kennedy declaró confiado que los Estados Unidos eran tan fuertes que «pagarían cualquier precio y soportarían cualquier carga» por asegurar el triunfo de la libertad. Tres decenios después, no se encuentran en la misma posición para poder insistir en la realización inmediata de todos sus deseos. Otros países han llegado a la categoría de grandes potencias. Hoy, los Estados Unidos se enfrentan al desafío de alcanzar sus metas por etapas, cada una de las cuales es una amalgama de valores norteamericanos y necesidades geopolíticas. Una de las nuevas necesidades es que un mundo que abarca varios Estados de fuerzas comparables debe fundamentar su orden en algún tipo de concepto del equilibrio..., idea con la que nunca se han sentido cómodos los Estados Unidos. Cuando la concepción norteamericana de la política exterior y las tradiciones diplomáticas europeas se encontraron en la Conferencia de Paz de París, en 1919, saltaron a la vista sus diferencias en experiencia histórica. Los dirigentes europeos intentaron renovar el sistema existente, según los métodos ya familiares, y los pacificadores norteamericanos creyeron que la Gran Guerra no era el resultado de intratables conflictos geopolíticos sino de las deficientes prácticas europeas. En sus célebres Catorce Puntos, Woodrow Wilson les dijo a los europeos que en lo sucesivo el sistema internacional no debía basarse en el equilibrio del poder, sino en la autodeterminación étnica; que su seguridad no debía depender de alianzas militares, sino de una seguridad colectiva, y que su diplomacia ya no debía ser dirigida en secreto por expertos sino con «acuerdos abiertos, a los que se haya llegado sin reserva». Evidentemente, si Wilson había llegado a discutir tanto no fue por las condiciones necesarias para poner fin a una guerra ni para restaurar el orden internacional, sino para reformar todo el sistema de relaciones internacionales que se había practicado durante casi los últimos tres siglos. Siempre que los norteamericanos han reflexionado sobre la política exterior han llegado a la conclusión de que las congojas de Europa han sido causadas por el sistema de equilibrio del poder. Y desde que Europa empezó a preocuparse por la política exterior norteamericana, los dirigentes europeos han visto con malos ojos la autodesignada misión norteamericana de implantar una reforma global. Cada bando se ha comportado como si el de enfrente hubiese escogido a voluntad su modo de conducta diplomática y hubiese podido, de haber sido más sabio y menos belicoso, seleccionar algún otro método mejor. De hecho, tanto el enfoque norteamericano como el europeo sobre política exterior fueron producto de sus propias circunstancias peculiares. Los norteamericanos habitaban un continente casi desierto, protegido contra las potencias depredadoras por dos vastos océanos, y tenían por vecinos a países débiles. Como los Estados Unidos no tenían que enfrentarse a ninguna potencia que hubiese que contrarrestar, difícilmente se habrían preocupado por los desafíos del equilibrio incluso en el hipotético caso de que sus dirigentes hubiesen tenido la extravagante idea de reproducir las condiciones de Europa en un pueblo que le había dado la espalda al Viejo Continente. Los angustiosos dilemas de la seguridad que atormentaron a las naciones europeas casi no afectaron a los Estados Unidos durante ciento cincuenta años. Y cuando lo hicieron, los Estados Unidos participaron dos veces en guerras mundiales iniciadas por naciones de Europa. En ambos casos, cuando los Estados Unidos intervinieron, el equilibrio del poder ya había dejado de funcionar y había suscitado esta paradoja: que el equilibrio del poder, desdeñado por casi todos los norteamericanos, fue el garante de la seguridad de los Estados Unidos mientras funcionó tal como se había diseñado, y que su desplome fue el que atrajo a los Estados Unidos al ámbito de la política internacional. Las naciones europeas no eligieron el equilibrio del poder como medio para regular sus relaciones, dominadas por una belicosidad innata o por un amor a la intriga, muy propio del Viejo Mundo. Si la insistencia en la democracia y en el derecho internacional fue producto del sentido norteamericano de la seguridad, la diplomacia europea se forjó en la escuela de los duros golpes. Europa se enfrascó en la política del equilibrio del poder cuando se desplomó su primera elección, el sueño medieval de un imperio universal, y de las cenizas de aquella antigua aspiración surgió un puñado de Estados de fuerza equiparable. Cuando diversos Estados así constituidos tienen que enfrentarse entre sí, sólo se pueden dar dos resultados: o bien un Estado se vuelve tan poderoso que domina a todos los demás y crea un imperio, o ningún Estado es lo bastante poderoso para alcanzar esta meta. En el último caso, las pretensiones del miembro más agresivo de la comunidad internacional son mantenidas a raya por una combinación de los demás; en otras palabras, por el funcionamiento del equilibrio del poder. El sistema del equilibrio del poder no se proponía evitar crisis, ni siquiera guerras. Se creía que, cuando funcionaba debidamente, limitaba la capacidad de unos Estados para dominar a otros a la vez que reducía el alcance de los conflictos. Su meta no era tanto la paz cuanto la estabilidad y la moderación. Por definición, una disposición de equilibrio del poder no puede satisfacer por completo a cada miembro del sistema internacional; funciona mejor cuando mantiene la insatisfacción por debajo del nivel en que la parte ofendida trataría de alterar el orden internacional. A menudo, los teóricos del equilibrio del poder nos dan la impresión de que ésta es la forma natural de las relaciones internacionales, pero de hecho sólo rara vez han existido sistemas de equilibrio del poder en la historia humana. El hemisferio occidental nunca ha conocido uno, ni tampoco el territorio de la China actual desde fines del período de los Estados guerreros, hace más de dos mil años. Para la mayor parte de la humanidad y en los más largos períodos de la historia, el imperio ha sido la forma habitual de gobierno. Los imperios no tienen ningún interés en operar dentro de un sistema internacional; aspiran a ser ellos el sistema internacional. Los imperios no necesitan un equilibrio del poder. Así es como los Estados Unidos han dirigido su política exterior en América, y como China lo ha hecho durante la mayor parte de su historia en Asia. En Occidente, los únicos ejemplos de eficientes sistemas de equilibrio del poder se dieron entre las ciudades-Estado de la antigua Grecia y de la Italia renacentista, y durante el sistema de Estados europeos que surgió de la Paz de Westfalia, en 1648. El rasgo distintivo de estos sistemas consistía en elevar un hecho de la vida, como la existencia de cierto número de Estados de fuerzas sustancialmente equiparables, a la categoría de principio rector del orden mundial. En su aspecto intelectual, el concepto de equilibrio del poder reflejó las convicciones de todos los principales pensadores políticos de la Ilustración. A su parecer, el universo, incluida la esfera política, operaba según ciertos principios racionales que se equilibraban entre sí. Las acciones aparentemente fortuitas realizadas por hombres razonables tenderían en su totalidad al bien común, aunque la prueba de esta proposición resultara esquiva en el siglo de conflictos casi constantes que siguió a la Guerra de los Treinta Años. Adam Smith, en La riqueza de las naciones, sostuvo que una «mano invisible» destilaría un bienestar económico general a partir de acciones económicas individuales egoístas. En los documentos de El federalista, Madison afirmó que, en una república lo bastante grande, las diversas «facciones» políticas, cada una de las cuales buscaba egoístamente su propio interés, forjarían, mediante una especie de mecanismo automático, la debida armonía doméstica. Los conceptos de separación de poderes y de frenos y equilibrios, concebidos por Montesquieu y encarnados en la Constitución norteamericana, reflejaron idénticos puntos de vista. El propósito de la separación de poderes era evitar el despotismo, no lograr un gobierno armonioso: cada rama del gobierno, al favorecer sus propios intereses, pondría freno a los excesos, sirviendo así al bien común. Los mismos principios fueron aplicados a los asuntos internacionales. Se suponía que cada Estado, en la consecución de sus propios intereses egoístas, contribuiría al progreso, como si alguna mano invisible garantizara que la libertad de elección para cada Estado serviría al bien común. Durante más de un siglo, esta esperanza pareció realizarse. Tras los trastornos causados por la Revolución francesa y las Guerras Napoleónicas, los dirigentes de Europa restauraron el equilibrio del poder en el Congreso de Viena de 1815 y redujeron su brutal dependencia de la fuerza, tratando de moderar la conducta internacional por medio de tratados morales y jurídicos. Y sin embargo, al finalizar el siglo XIX, el sistema europeo de equilibrio del poder retornó a los principios de la política del poder, y en un medio mucho más implacable. Eliminar al adversario se convirtió en el método habitual de la diplomacia, y llevó a una prueba de fuerza tras otra hasta que en 1914 surgió una crisis ante la que nadie retrocedió. Europa nunca recuperó por completo el liderazgo mundial tras la catástrofe de la Primera Guerra Mundial. Los Estados Unidos surgieron como país dominante, pero Woodrow Wilson pronto manifestó que su país se negaba a jugar según las reglas europeas. En ningún momento de su historia los Estados Unidos han participado en un sistema de equilibrio del poder. Antes de las dos guerras mundiales se beneficiaron del funcionamiento del equilibrio del poder sin verse atrapados en sus maniobras, mientras se permitían el lujo de censurarlo a su gusto. Durante la Guerra Fría, los Estados Unidos participaron en una lucha ideológica, política y estratégica contra la Unión Soviética, en un mundo dominado por dos potencias que operaba siguiendo principios totalmente distintos de los establecidos por un sistema de equilibrio del poder. En ese mundo dominado por dos potencias, nadie puede decir que el conflicto conducirá al bien común puesto que todo lo que gane un bando lo perderá el otro. De hecho, lo que los Estados Unidos lograron en la Guerra Fría fue una victoria sin guerra, una victoria que ahora los ha obligado a enfrentarse al dilema que describió George Bernard Shaw: «Hay dos tragedias en la vida: una consiste en no lograr lo que más se desea, la otra, en lograrlo.» Los dirigentes norteamericanos han dado por sentados sus valores, hasta tal punto que rara vez reconocen que éstos pueden parecerles a otros muy revolucionarios y perturbadores. Ninguna otra sociedad ha afirmado que los principios de la conducta ética pueden aplicarse a la conducta internacional de igual manera que a la individual, concepto exactamente opuesto a la raison d'état de Richelieu. Los Estados Unidos han sostenido que prevenir la guerra es un desafío tanto jurídico como diplomático, y que no se resisten al cambio como tal sino al método de cambio, especialmente al empleo de la fuerza. Bismarck o Disraeli habrían ridiculizado la idea de que la política exterior consiste más en el método que en la sustancia, si es que en realidad la hubiesen comprendido. Sin embargo, ninguna nación se ha impuesto a sí misma las exigencias morales que los Estados Unidos se han impuesto, y ningún país se ha atormentado tanto por el divorcio existente entre sus valores morales, que por definición son absolutos, y la imperfección inherente a las situaciones concretas a las que deben aplicarse. Durante la Guerra Fría, el enfoque exclusivo norteamericano en la política exterior fue notablemente apropiado para el desafío del momento. Había un profundo conflicto ideológico, y sólo un país, los Estados Unidos, poseía todos los medios, políticos, económicos y militares, necesarios para organizar la defensa del mundo no comunista. Una nación que se encuentra en esta posición puede insistir en sus ideas, y a menudo puede eludir el problema al que se enfrentan los estadistas de sociedades menos favorecidas: sus medios los obligan a buscar metas menos ambiciosas que sus esperanzas, y sus circunstancias les exigen enfocar incluso estas metas por etapas. En el mundo de la Guerra Fría, los conceptos tradicionales del poder ya casi se habían desmoronado. La mayor parte de la historia ha mostrado una síntesis de fuerza militar, política y económica que en general ha demostrado ser simétrica. En el período de la Guerra Fría, no obstante, los diversos elementos del poder se tornaron claramente distintos: la Unión Soviética era una superpotencia militar y al mismo tiempo un enano económico. También era posible que un país, como era el caso de Japón, fuese un gigante económico pero insignificante en lo militar. En el mundo posterior a la Guerra Fría, es probable que los diversos elementos se vuelvan más congruentes y simétricos. El relativo poderío militar de los Estados Unidos declinará paulatinamente. La ausencia de un adversario manifiesto provocará una presión interna que exigirá transferir recursos del presupuesto de defensa a otras prioridades, proceso que ya ha comenzado. Cuando ya no haya una sola amenaza y cada país vea sus peligros desde su propia perspectiva nacional, aquellas sociedades que se han cobijado bajo la protección norteamericana se sentirán impelidas a asumir mayores responsabilidades por su propia seguridad. De esta manera, el funcionamiento del nuevo sistema internacional avanzará hacia un equilibrio, incluso en el ámbito militar, aunque hayan de transcurrir varias décadas hasta llegar a ese punto. Dichas tendencias serán aún más pronunciadas en la economía, un sector en el que el predominio norteamericano ha iniciado su declive y donde se ha vuelto menos peligroso desafiar a los Estados Unidos. El sistema internacional del siglo XXI quedará señalado por una aparente contradicción: por una parte, fragmentación; por la otra, creciente globalización. En las relaciones entre Estados, el nuevo orden se parecerá más al sistema de Estados europeos de los siglos XVIII y XIX que a las rígidas pautas de la Guerra Fría. Habrá al menos seis grandes potencias: los Estados Unidos, Europa, China, Japón, Rusia y probablemente la India, así como toda una pléyade de países de mediano tamaño y más pequeños. Al mismo tiempo, las relaciones internacionales se han vuelto por primera vez auténticamente globales. Las comunicaciones son instantáneas; la economía mundial opera de manera simultánea en todos los continentes. Ha aflorado todo un conjunto de problemas, como la proliferación nuclear, las cuestiones ambientales, la explosión demográfica y la interdependencia económica, a los que sólo se puede hacer frente a escala universal. Para los Estados Unidos, conciliar valores diferentes y experiencias históricas muy diversas entre países de importancia comparable constituirá una experiencia nueva y una considerable desviación, tanto del aislamiento del siglo pasado como de la hegemonía de facto de la Guerra Fría. Este libro intenta esbozar en qué formas sucederá esto. También los demás actores importantes tienen dificultades para adaptarse al incipiente orden mundial. Europa, la única zona del mundo moderno que ha impuesto un sistema multiestatal, inventó los conceptos de nación-Estado, soberanía y equilibrio del poder, ideas que dominaron los asuntos internacionales durante casi tres siglos. Pero ninguno de los antiguos practicantes europeos de la raison d'état es hoy lo bastante fuerte para desempeñar un papel principal en el naciente orden internacional. Están tratando de compensar esta relativa debilidad creando una Europa unificada, esfuerzo que absorbe gran parte de sus energías. Pero aunque lo lograran, no tendrían a mano alineamientos automáticos para dirigir una Europa unificada en el escenario global, ya que nunca antes existió tal entidad política. A lo largo de su historia, Rusia ha constituido un caso especial. Llegó tarde al escenario europeo, mucho después de que Francia y Gran Bretaña se hubieran consolidado, y parecía que no podía aplicársele ninguno de los principios tradicionales de la diplomacia europea. Situada en una zona fronteriza con tres distintas esferas culturales, Europa, Asia y el mundo musulmán, la población rusa estaba formada por gentes de todas ellas, y por tanto nunca fue un Estado nacional en el sentido europeo de este concepto. Rusia cambiaba constantemente de forma a medida que sus gobernantes se anexionaban territorios contiguos; era un imperio sin paragón en Europa. Más aún: con cada nueva conquista, al anexionarse otro grupo étnico novísimo, turbulento y no ruso, el carácter del Estado se modificaba. Ésta fue una de las razones que obligó a Rusia a mantener ejércitos enormes, cuyas dimensiones no tenían la menor relación con ninguna amenaza externa creíble contra su seguridad. El Imperio ruso, desgarrado entre la obsesiva inseguridad y su celo proselitista, entre las exigencias de Europa y las tentaciones de Asia, siempre desempeñó un papel en el equilibrio europeo, pero emocionalmente jamás formó parte de él. Las exigencias de la conquista y las de la seguridad se mezclaron en la mente de los dirigentes rusos. Desde el Congreso de Viena, el Imperio ruso ha llevado sus fuerzas militares a suelos extranjeros más a menudo que ninguna otra gran potencia. Los analistas suelen explicar este expansionismo diciendo que se debe a un sentimiento de inseguridad, pero los escritores rusos lo han justificado a menudo diciendo que se trata de una vocación mesiánica. Rusia, sobre la marcha, rara vez mostró tener noción alguna de límites, y cuando se ha visto rechazada, se ha replegado en un hosco resentimiento. Durante la mayor parte de su historia, ha sido como una causa en busca de la oportunidad para lograr sus objetivos expansionistas. La Rusia poscomunista se encuentra dentro de unos límites que no reflejan ningún precedente histórico. Como Europa, tendrá que dedicar gran parte de su energía a redefinir su propia identidad. ¿Intentará retornar a su ritmo histórico y restaurar el imperio perdido? ¿Desplazará su centro de gravedad hacia el Este y participará más activamente en la diplomacia asiática? ¿Según qué principios y métodos reaccionará a los disturbios que existen en torno de sus fronteras, especialmente en el inestable Oriente Medio? Rusia será siempre esencial para el orden mundial y, en la inevitable confusión asociada a la respuesta a estas preguntas, será una amenaza potencial para él. También China se enfrenta a un orden mundial nuevo para ella. Durante dos mil años, el Imperio chino había unido a su mundo bajo un solo régimen imperial. Desde luego, en ocasiones ese régimen se había tambaleado: en China se sucedían guerras con la misma frecuencia que en Europa, pero, puesto que en general se suscitaban entre contendientes que luchaban por alcanzar la autoridad imperial, tenían más carácter de guerras civiles que de guerras internacionales y, tarde o temprano, invariablemente hacían surgir algún nuevo poder central. Antes del siglo XIX, China nunca había tenido un vecino capaz de desafiar su hegemonía, y jamás imaginó que pudiera surgir. Conquistadores llegados del exterior derrocaron dinastías sólo para ser absorbidos por la cultura china, hasta el punto que continuaban con las tradiciones del Reino Medio. El concepto de la soberana igualdad de Estados no existía en China; los extranjeros eran considerados bárbaros, y relegados a una condición de tributarios: así fue recibido el primer enviado británico a Beijing, en el siglo XVIII. China no se dignaba enviar embajadores al exterior, pero no le parecía mal valerse de bárbaros lejanos para vencer a los más cercanos. Sin embargo, ésta era una estrategia para casos de urgencia, no un sistema operativo cotidiano como el equilibrio del poder europeo, y no produjo la clase de sistema diplomático permanente que sería característico de Europa. Después de que China pasara a ser un humillado súbdito del colonialismo europeo en el siglo XIX, sólo resurgió recientemente, a partir de la Segunda Guerra Mundial, para convertirse en un mundo multipolar, sin precedente en su historia. También Japón se había mantenido ajeno a todo contacto con el mundo exterior. Durante quinientos años, antes de que fuese obligado por la fuerza por el comodoro Matthew Perry, en 1854, Japón ni siquiera se había dignado enfrentar a unos bárbaros contra otros ni inventar relaciones tributarias, como lo hicieron los chinos. Aislado del mundo exterior, Japón se enorgullecía de sus costumbres únicas, enriquecía su tradición militar mediante la guerra civil, y fundamentaba su estructura interna en la convicción de que su cultura era impermeable a toda influencia exterior, superior a ésta y que, a la postre, acabaría por vencerla, en vez de absorberla. Durante la Guerra Fría, cuando la Unión Soviética constituía la principal amenaza para la seguridad, Japón logró identificar su política exterior con la de los Estados Unidos, situados a miles de kilómetros. El nuevo orden mundial, con su multiplicidad de desafíos, casi ciertamente obligará a un país tan orgulloso de su pasado a reexaminar su dependencia de un solo aliado. Japón tendrá que volverse más sensible al equilibrio asiático del poder de lo que pueden hacerlo los Estados Unidos puesto que se halla en un hemisferio distinto y enfocado en tres direcciones: al otro lado del Atlántico, al otro lado del Pacífico y hacia América del Sur. China, Corea y el sudeste de Asia adquirirán para Japón una significación totalmente distinta de la que tendrán para los Estados Unidos, e inaugurarán una política exterior japonesa más autónoma y más confiada en sí misma. En cuanto a la India, que hoy está surgiendo como la gran potencia del Asia meridional, su política exterior es, en muchos aspectos, el último vestigio del clímax del imperialismo europeo, imbuida por las tradiciones de una cultura antiquísima. Antes de que llegaran los británicos, el subcontinente no había sido gobernado, durante milenios, como una sola unidad política. La colonización británica fue consumada con escasas fuerzas militares porque, al principio, la población local las vio como el reemplazo de un conjunto de conquistadores por otro. Pero después de establecer un gobierno unificado, el Imperio británico fue socavado por los mismos valores de gobierno popular y nacionalismo cultural que había llevado a la India. Y sin embargo, como nación- Estado, la India es una recién llegada. Concentrada en el esfuerzo por alimentar a su vasta población,

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