Corre el año 1993. Saddam Hussein, paradójicamente el único superviviente político de la guerra del Golfo, planea su venganza. Una venganza insólita, de muchos contenidos simbólicos, pero sumamente eficaz: robar el original de la Constitución de los Estados Unidos para quemarlo públicamente y humillar de ese modo a los estadounidenses. Jeffrey Archer Honor entre ladrones ePub r1.0 Titivillus 27.04.15 Título original: Honour among thieves Jeffrey Archer, 1993 Traducción: Eduardo García Murillo Editor digital: Titivillus ePub base r1.2 A George y Babs I Cuando en el curso de los acontecimientos humanos… 1 Nueva York, 15 de febrero de 1993 A ntonio Cavalli contempló atentamente al árabe, de aspecto demasiado joven para ser secretario de embajada. —Cien millones de dólares —dijo Cavalli. Pronunció cada palabra lenta y deliberadamente, casi con reverencia. Hamid al-Obaydi deslizó una cuenta de la ristra que utilizaba para relajarse sobre la yema de su pulgar perfectamente manicurado. El ruido empezaba a irritar a Cavalli. —Cien millones es un precio muy aceptable —dijo el secretario de embajada con pulcro acento inglés. Cavalli asintió. Lo único que le preocupaba del trato era que al-Obaydi no había hecho el menor intento de regatear, teniendo en cuenta, además, que la cifra propuesta por el norteamericano era el doble de lo que esperaba obtener. Penosas experiencias habían enseñado a Cavalli a no confiar en nadie que se negara a regatear. Significaba, inevitablemente, que no tenía intención de pagar. —Si se acepta la cantidad —dijo—, solo nos queda concretar cómo y cuándo se efectuarán los pagos. El secretario de embajada movió otra cuenta antes de asentir. —Se pagarán diez millones al contado de inmediato —siguió Cavalli —. Los restantes noventa millones serán depositados en una cuenta bancaria suiza en cuanto el contrato se haya cumplido. —¿Qué obtengo a cambio de mis primeros diez millones? —preguntó el secretario de embajada, y miró fijamente al hombre, cuyos orígenes eran tan difíciles de ocultar como los suyos. —Nada —replicó Cavalli, aunque reconocía que el árabe tenía todo el derecho a hacer la pregunta. Al fin y al cabo, si Cavalli no cumplía su parte del trato, el secretario de embajada perdería mucho más que el dinero de su gobierno. Al-Obaydi movió otra cuenta, consciente de que no tenía muchas opciones; le había costado dos años conseguir una entrevista con Antonio Cavalli. Entretanto, el presidente Clinton se había instalado en la Casa Blanca, mientras la impaciencia de su líder por vengarse aumentaba cada día más. Si no aceptaba las condiciones de Cavalli, al-Obaydi sabía que las posibilidades de encontrar a alguien capaz de llevar a cabo el trabajo antes del cuatro de julio eran tantas como que
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