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Historia nocturna PDF

257 Pages·1991·10.235 MB·Spanish
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CARLO GINZBURG HISTORIA NOCTURNA Traducido del italiano por Alberto Clavería Ibáñez M U C H N I K E D I T O R E S S A Colección dirigida por: Enrique Lynch Título de la edición original: Storia nottuma En ia preparación de Historia nocturna han intervenido: José Antonio González Cófreces (corrección de estilo) Montserrat de Andrés (corrección tipográfica) © Cario Ginzburg, 1986 © 1991 by Muchnik Editores, S. A., Aribau, 80. 08036 Barcelona Cubierta: J&B Ilustración: Francisco de Goya, Soplones, aguafuerte (fragmento) ISBN: 84-7669-149-1 Depósito legal: B, 38.075 - 1991 Impreso en España - Printed in Spain HISTORIA NOCTURNA Introducción 1. Brujos y bmjas se reunían por la noche, generalmente en lugares solitarios, en los campos o en los montes. Unas veces llegaban volando, tras haberse untado el cuerpo con ungüentos, cabalgando sobre bastones o mangos de escoba; otras veces montados en animales o transformados en animales ellos mismos. Los que acudían a la reunión por vez primera tenían que renunciar a la fe cristiana, profanar los sacramentos y rendir homenaje al demonio, presente en forma humana o, más a menudo, en forma animal o semianimal. Seguían a continuación banquetes, danzas y orgías sexuales. Antes de volver cada uno a su casa, brujas y brujos recibían ungüentos maléficos elaborados con grasa de niño y otros ingredientes. Estos son los elementos fundamentales que figuran en la mayor parte de las descripciones del aquelarre. Las variantes locales —sobre todo en cuanto al nombre con que se designaba a las reuniones—, eran muy frecuentes. Junto al término sabbai, de etimología oscura y difusión tardía, encontramos expresiones doctas como sagarum synagoga o strigiarum conventus, que traducían una miríada de epítetos populares como striaz, barlott, akelarre y así sucesivamente.1*A esta variedad terminológica se opone la extraordinaria uniformidad de las confesiones de quienes parti­ cipaban en las reuniones nocturnas. De los procesos por brujería celebrados entre principios del siglo XV y finales del xvn de un extremo al otro de Europa, así como de los tratados de demonología que se basaban directa o indirectamente en esos procesos, surge una imagen del aquelarre sustan­ cialmente análoga a la que hemos descrito de modo sumario. Esta imagen sugería a los contemporáneos la existencia de una auténtica secta de brujas y brujos mucho más peligrosa que las figuras aisladas, conocidas desde hada siglos, de ios hechiceros o de los encantadores. La uniformidad de las confesiones era considerada como una prueba de que los secuaces de esta secta estaban difundidos por doquier, y por doquier practicaban los mismos * Para las notas numeradas, que siguen el orden de los capítulos, véanse pp. 231- 267. (N. del E.) ritos horrendos.2 Así pues, era el estereotipo del aquelarre lo que sugería a los jueces la posibilidad de arrancar a los acusados, por medio de presiones físicas y psicológicas, denuncias en cadena que a su vez producían verdaderas oleadas de caza de brujas.3 ¿Cómo y por qué cristalizó la imagen del aquelarre? ¿Qué era lo que se escondía tras ella? De estas dos preguntas (que, como se verá, me han llevado en direcciones totalmente imprevistas) nace mi indignación. Por una parte quería reconstruir los mecanismos ideológicos que facilitaron la per­ secución de la brujería en Europa; por otra, las creencias de las mujeres y los hombres acusados de brujería. Los dos temas están estrechamente interrelacionados. Pero es el segundo el que sitúa a este libro —como ya sucedía con 1 benandanti (1966), del que es un desarrollo y una profun- dización— en una posición marginal respecto de la honda discusión sobre la brujería entre los historiadores durante algo más de los veinte últimos años. En las páginas que siguen intento explicar el porqué. 2. Lo que todavía en 1967 K. Thomas podía definir con pleno derecho como «un tema que la mayoría de los historiadores considera marginal, por no decir extravagante»,4 se ha convertido, en este lapso, en un tema historiográfico más que respetable, incluso cultivado por estudiosos poco amantes de las excentricidades. ¿Cuáles son las razones de este imprevisto éxito? La primera impresión es que estas razones deben de ser científicas o extracientíficas. Por una parte, la tendencia cada vez más difundida a investigar comportamientos y actitudes de grupos subalternos o no privi­ legiados, como los campesinos y las mujeres,5 ha inducido a los historiadores a tropezar con el tema (y quizás también con los métodos y las categorías interpretativas) de-los antropólogos. Tradicionalmente, en la investigación antropológica británica (pero no sólo británica), observaba Thomas en el ensayo citado, la magia y la brujería ocupan un lugar central. Y por otra, los dos últimos decenios han visto surgir, no sólo el movimiento de las mujeres, sino también una creciente intolerancia respecto de los costos y riesgos ligados al proceso tecnológico. La renovación historiográfica, el feminismo, el redescubrimiento de culturas que el capitalismo ha destruido han contribuido —a diversos niveles y en distinta medida— a la fortuna, a ía moda si se quiere, de los estudios históricos sobre la brujería. Con todo, cuando se examinan más de cerca las investigaciones apa­ recidas en estos años, el nexo señalado resulta mucho menos claro. Sorprende sobre todo el hecho de que, con poquísimas excepciones, dichas investiga­ ciones han seguido, como en el pasado, concentrándose de manera casi exclusiva en la persecución, prestando una menor o nula atención a las actitudes y comportamientos de los perseguidos. 3. La justificación más explícita de esta elección interpretativa la ha dado, en un ensayo muy notable, H. R. Trevor-Roper. ¿Cómo es posible, _',e pregunta, que una seriedad cuita y progresista como la europea desen- cadenara, precisamente en la edad de la llamada revolución científica, una persecución basada en una idea delirante de la brujería (imtcb-craze), fruto de la reelaboración sistemática, efectuada por los clérigos de la Edad Media tardía, de una serie de creencias populares? Estas últimas son liquidadas por Trevor-Roper con palabras despectivas: «extravagancias y supersticiones», «desórdenes de naturaleza psicopática», «fantasías de montañeses», «ideas absurdas, nacidas de la credulidad campesina y de la histeria femenina». A quien le reprochaba no haber indagado con mayor anuencia la mentalidad campesina, Trevor-Roper objetó, en la reedición de su ensayo, no haber tenido en cuenta «las creencias en la brujería (witch-beliefs), que son universales, sino la delirante teoría de la brujería (witck-craze), limitada en el espacio y en el tiempo». La segunda, observaba, es distinta de la primera, así como «el mito de los Sabios de Sión es distinto de la pura y simple hostilidad hacia los judíos; que a su vez, ciertamente, puede ser investigada con anuencia (sympathetically) por cuantos consideran que un error, por ser compartido con las clases inferiores, pueda ser inocente y digno de res­ peto».6 Previamente Trevor-Roper había propuesto ver en las brujas y en los judíos el chivo expiatorio de tensiones sociales difundidas (hipótesis sobre la que volveremos). Pero es evidente que la hostilidad campesina hacia las brujas puede ser analizada desde dentro —como el antisemitismo popular— sin que ello implique necesariamente una adhesión ideológica o moral a sus presupuestos. Más significativo es el hecho de que Trevor-Roper haya ignorado las actitudes de los individuos acusados de brujería; comparables, en la analogía por él propuesta, a las de los judíos perseguidos. Las creencias en las reuniones nocturnas, fácilmente reconocibles en las «alucinaciones» y en las «ideas absurdas, nacidas de la credulidad campesina y de la histeria femenina», se convierten en objeto legítimo de investigación historiográfica sólo a partir del momento en que «hombres cultos», como inquisidores y demonólogos, han sabido transformar en un «extravagante pero coherente sistema intelectual» la informe, «desorganizada credulidad campesina».7 4. El ensayo de Trevor-Roper, aparecido en 1967, es, además de discutible,8 ajeno —al menos en apariencia— al planteamiento de las investigaciones sobre la brujería aparecidas en los veinte años siguientes. Se trata de una presentación de carácter general que intenta seguir las líneas fundamentales de la persecución de la brujería en el ámbito europeo, descartando desdeñosamente la posibilidad de servirse de la contribución de la antropología. Por el contrario, la limitación del campo de investigación y el recurso a las ciencias sociales caracterizan algunas de las investigaciones más recientes, como la de A. Macfarlane sobre la brujería en Essex ('Witcbcraft in Tudor and Stuart Englad [1970]), presentada por E. E. Evans- Pritchard. Remitiéndose al célebre libro de este último sobre la brujería entre los azande, Macfarlane declaraba no haberse preguntado «por qué la gente creía en la brujería», sino «de qué modo funcionaba la brujería en una situación caracterizada por determinadas actitudes de fondo sobre la r»aí¿“ raleza del mal, sobre los tipos de causalidad y sobre ios orígenes del "poder” sobrenatural». Así pues, el análisis se centraba fundamentalmente en los mecanismos que alimentaban la acusación de brujería en el seno de la comunidad, si bien Macfarlane no excluía (remitiéndose al libro, entonces inminente, de K. Thomas) la legitimidad de «una investigación sobre las bases filosóficas de la creencia en la brujería y sobre su relación con las ideas religiosas y científicas de la época».9 En realidad Macfarlane examinaba la edad y el sexo de los acusados de brujería, los motivos de la acusación, sus relaciones con los vecinos y con la comunidad en general; pero casi no se detenía en lo que aquellos hombres y mujeres creían o afirmaban creer. Tampoco el contacto con la antropología inducía a analizar desde dentro las creencias de las víctimas de las persecuciones. Esta sustancial carencia de interés se evidencia de modo clamoroso en el caso de los procesos, ricos en descripciones del aquelarre, celebrados en Essex en 1645. En su nota­ bilísimo libro The Witch-Cult in Western Euro-pe (1921), Margaret Murray sostenía, basándose ampliamente en estos procesos, que el aquelarre (ritual witchcraft), distinto de los maleficios comunes [pperative witchcraft), era la ceremonia central de un culto organizado, relacionado con una religión precristiana de la fertilidad difundida por toda Europa. Macfarlane objetaba: a) que Murray había leído erróneamente las confesiones de los acusados en los procesos de brujería, como si fueran informes de hechos reales en vez de creencias; tí) que la documentación de Essex no proporciona prueba alguna de la existencia de un culto organizado como el descrito por Murray. En general, concluía Macfarlane, «el cuadro del culto brujesco» trazado por Murray «parece excesivamente sofisticado y elaborado (sophisticated and articúlate) para la sociedad de que estamos tratando».10 Esta última afirmación planteaba de modo más sutil la superioridad cultural respecto de los acusados de brujería expresada por Trevor-Roper. La primera (y justa) objeción puesta a Murray habría permitido a Macfarlane descifrar, en las descripciones del aquelarre hechas por los acusados en los procesos de 1645, un documento de creencias complejas, insertadas en un contexto simbólico a reconstruir. Creencia... ¿de quién? ¿De los acusados? ¿De los jueces? ¿De ambos? Es imposible dar una respuesta a priori: ios acusados no fueron torturados, pero, en efecto, sufrieron una fuerte presión cultural y psicológica de parte de los jueces. Según Macfarlane, estos procesos fueron «excepcionales», «anormales», llenos de elementos «extraños», «ex­ travagantes», que denotaban el «influjo [evidentemente sobre los jueces] de ideas que provenían del continente».11 Es una hipótesis más que verosímil, dada la rareza de testimonios sobre el aquelarre en Inglaterra; si bien de ello no se deduce necesariamente que todos los detalles particulares referidos a los acusados hubieran sido sugeridos por los jueces. En cualquier caso, en un libro que ya desde el subtítulo se presenta como investigación «regional y comparada», cabe esperar en este punto un confronta miento analítico entre las descripciones del aquelarre que se repiten en estos procesos de Essex, y las contenidas en los tratados de demonología y en los procesos de la Europa continental. Pero la comparación, a la que Macfarlane dedicaba toda una sección de su libro, se efectuaba solamente con datos extraeuropeos, sobre todo africanos. No está claro cómo una confrontación con la brujería de los azande, por ejemplo, pueda en este caso sustituir a una confrontación con la europea: a fin de cuentas, la presunta influencia de las doctrinas demonológicas continentales coincide, como muestra el propio Macfarlane, con un brusco aumento de los procesos y de las condenas por brujería en Essex.12 En cualquier caso, los detalles «extraños» o «extravagantes» refe­ rentes a los acusados en los procesos de 1645 son considerados «anomalías», curiosidades que pueden ser omitidas por quien se sitúe en una perspectiva auténticamente científica. 5. La orientación y los límites de la investigación de Macfarlane son los típicos de una historiografía fuertemente influida por el funcionalismo antropológico, por lo cual no tiene un interés sustancial —hasta tiempos muy recientes— en la dimensión simbólica de las creencias.13 Tampoco la imponente investigación de K. Thomas, Religión and the Decline of Magic (1971), se aparta, en el fondo, de esta tendencia. La discusión, o la ausencia de discusión, de determinados aspectos de 1a brujería —en primer lugar el aquelarre— resulta una vez más reveladora. Thomas ha recogido una documentación vastísima sobre la creencia en la brujería en la Inglaterra de los siglos XVI y xvn, como lo ha hecho con otros fenómenos por él investigados. La ha examinado desde tres puntos de vista: a) psicológico («explicación ... de los movimientos de los parti­ cipantes en el drama de la acusación de brujería»); b) sociológica («análisis ... de la situación a la que mayoritariamente se veían impelidos los acusa­ dos»); c) intelectual («explicación ... de las concepciones que la hadan plausible»).14 En esta lista falta, como se ve, un examen del significado que la creencia en la brujería tenía, no para las víctimas de ios maleficios, los acusadores y los jueces, sino para los acusados. En sus confesiones (cuando confesaban, se entiende) nos hallamos inmersos a menudo en una riqueza simbólica que no parece redudble a las necesidades psicológicas de reafir­ mación, a las tensiones del vecindario o a las ideas generales sobre la causalidad difundidas en la Inglaterra de la época. Cierto es que cuanto más coincidían las confesiones con las doctrinas de los demonólogos del con­ tinente, tanto más probable era (observa Thomas) que fuesen solicitadas por los jueces. Pero'inmediatamente a continuación, él mismo reconoce que quizás se hallen en los procesos elementos demasiado extravagantes (unconventional) para ser atribuidos a la sugestión.15 Un análisis sistemático de estos elementos ¿no habría podido arrojar alguna luz sobre la creencia en la brujería por parte de las brujas o de los brujos (verdaderos o pre­ suntos) ? Una severa crítica del reduccíonismo psicológico y del funcionalismo sociológico de Religión and the Decline of Magic fue formulada por H. Geertz.16 En su respuesta, Thomas admite haber sido menos sensible de lo debido «a los significados simbólicos y poéticos de los ritos mágicos» (una objeción en ciertos aspectos análoga ya le había sido presentada también por E. P. Thompson)17 observando, como excusa parcial, que ios historia­ dores están hasta cierto punto familiarizados con la noción de «estructuras sociales profundas», pero que apenas si tienen la costumbre de investigar las «estructuras mentales invisibles, sobre todo si se refieren a sistemas de pensamiento rudimentarios, mal documentados, expresados sólo de modo fragmentario». Y añade: «A un nivel aún menos inaccesible, reconozco que es preciso hacer más justicia al simbolismo de la magia popular. La mitología de la brujería —el vuelo nocturno, la oscuridad, la metamorfosis en animales, la sexualidad femenina— nos dice algo sobre la escala de valores de las sociedades que creían en ella, sobre los límites que se quería mantener, sobre el comportamiento instintivo que se creía deber reprimir.,.».18 Con estas palabras Thomas indica, bajo el impulso de las críticas de Geertz, una vía para superar la imagen demasiado rígidamente funcionalista de la brujería propuesta en Religión and the Decline of Magic.19 Que su elección haya caído sobre el aquelarre es significativo. También lo es el hecho de que la posibilidad de alcanzar, al menos parcialmente, a través del aquelarre las «estructuras mentales invisibles» de la magia popular sea tácitamente descartada. El aquelarre es, en efecto, revelador; pero de un estrato cultural «menos inaccesible»: el de la sociedad circunstante. A través del simbolismo del aquelarre, ésta formulaba, en negativo, sus propios valores. La oscuridad que envolvía los juntas de brujas y brujos expresaba una exaltación de la luz; la explosión de la sexualidad femenina en las orgías diabólicas, una exhortación a la castidad; las metamorfosis animalescas, un límite firmemente trazado entre lo bestial y lo humano. Esta interpretación del aquelarre en términos de inversión simbólica es ciertamente plausible: por más que, según el propio Thomas, se estanca a un nivel relativamente superficial20 Es fácil, pero un tanto apriorístico, sostener que la visión del mundo expresada por la magia popular no era equiparable, por coherencia, con la de los teólogos: en realidad el fondo de las confesiones de brujas y brujos permanece oculto en la oscuridad.21 6. Como se ha visto, todos estos estudios parten de una constatación que se da por descontada: que en los testimonios sobre la brujería euro­ pea se superponen estratos culturales heterogéneos, doctos y populares. R. Kieckhefer (European Witck-Trials, Their Foundations in Popular and Leamed Culture, 1300-1500 [1976]) ha hecho una tentativa por distinguir analíticamente los unos de los otros. Ha clasificado ía documentación anterior a 1500 en virtud de su (llamémoslo así) grado de contaminación docta: máximo en los tratados de demonología y en los procesos inquisi­ toriales; mínimo en los procesos llevados por jueces laicos, sobre todo en Inglaterra, donde la coerción era menor; y casi nulo, finalmente, en los testimonios de los acusadores y en los procesos por difamación iniciados por personas que se veían erróneamente acusadas de brujería.22 Sin embargo, ha ignorado la documentación posterior a 1500, afirmando que en ella los elementos doctos y los populares estaban ya inextricablemente fusionados. Todo lo cual lo ha llevado a concluir que, a diferencia de! maleficio y de

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