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Historia del Antiguo Egipto PDF

557 Pages·1996·24.252 MB·Spanish
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NICOLÁS GRIMAL HISTORIA DEL ANTIGUO EGIPTO Traducción de Blanca García Fernández-Albalat y Pedro López Barja de Quiroga. Transcripción de los nombres egipcios: José Miguel Serrano Delgado. Maqueta: RAO Título original: ¡listone de l'Kaypte Ancicnne O Librairie Arthenie Fayard, 1988 O Ediciones Akal. S. A. 1996 Los Berrocales del Jarama Apdo. 400 - Torrejón de Ardoz Tels.: (91) 656 56 ¡ 1 - 656 51 57 Fax:(91) 656 49 11 Madrid - España ISBN: 84-460-0621-9 Depósito legal: M. 37.529-1996 Impreso en Grefol Mostoles (Madrid) NOTA SOBRE LA TRANSCRIPCIÓN DEL EGIPCIO Uno de los problemas más enojosos con los que uno se enfrenta a la hora de ofrecer al lector español una historia del Egipto farónico escrita originalmente en una lengua extranjera (el francés en este caso) es el de la forma de escribir o presentar los nombres (antropónimos o topónimos fundamentalmente) o sea, el problema de la transcripción. La razón última es que el conocimiento que poseemos de la lengua egipcia, a través de los distintos sistemas de escritura por los cuales nos ha llegado (jeroglífico, hierático, demótico) es aún hoy día imperfecto, afectando muy especial mente a la fonética y a la vocalización. Los continuos avances de la filología egipcia y la ayuda que se puede recabar del copto, última etapa de la dilatada historia de la lengua egipcia, así como del griego, presente en Egipto sobre todo desde el estableci miento del estado tolemaico, permiten algunos progresos, insuficientes de todas formas a la hora de establecer criterios indiscutibles sobre esta cues tión aceptables para el mundo científico. Cada país con tradición egiptoló- gica (Francia, Gran Bretaña, Alemania, Italia, por citar sólo los más rele vantes) tiene, en general, sus propias pautas y costumbres a la hora de transcribir la lengua egipcia a sus repectivos idiomas. Y cada especialista puede, además, poner en práctica sus propias opciones al respecto. Se trata en fin de una cuestión que está lejos de ser resuelta y sobre la que de momento sería preciso insistir en congresos o reuniones internacionales y trabajar para, al menos, normalizar un sistema convencional que el mundo académico en su conjunto acepte y que acabe con la confusión que conti nuamente se crea entre los estudiosos y los lectores interesados. Por otra parte, la coexistencia, sin duda inevitable, en cualquier manual u obra de introducción a la egiptología o a la historia de Egipto, de palabras y nombres de origen propiamente egipcio (Osiris, Menfis) con otros de raíz griega (Heliópolis, Elefantina), sin olvidar aquellos -topóni mos fundamentalmente- procedentes del árabe, lengua actual del Estado 5 cüipcio (Tcil el-Amarna, mastaba, etc.) no hace más que incrementar los problemas a los que nos venimos refiriendo. Baste decir que en más de una ocasión nos hemos encontrado en la obra que presentamos un mismo topónimo escrito en formas diferentes . Así pues, nuestro empeño a la hora de revisar los nombres egipcios para la traducción castellana ha sido el de regularizar lo más posible las transcnpciones y facilitar el uso y disfrute del libro por parte del lector medio español. En una obra como esta, manual de estudio universitario y obra de aproximación para cualquier persona de nivel cultural medio que esté interesada en el Egipto antiguo, hubiera sido cuando menos inconve niente ofrecer transcripciones eruditas, cargadas de signos diacríticos que solo un determinado sector de especialistas podrían valorar (y que además suscitarían discusiones). En general, y aun cuando no siempre estemos de acuerdo, liemos respetado las transcnpciones del autor, con ¡as sencillas adaptaciones fonéticas que el castellano imponía. Con el objetivo de faci litar la comprensión, hemos procurado recoger las formas tradicionales popularizadas que le resultan familiares al lector español (Amenofis, Ram- :-cs...). No obstante, hay que advertir acerca del mantenimiento de algunos grupos gráficos especiales, que conservamos precisamente para no alterar el aspecto tradicional de muchos nombres egipcios en la bibliografía his pana, pero sobre los que conviene hacer alguna precisión fonética: kh: aspirante velar sorda, parecida a nuestra j. dj/tj: ambas en general como nuestra ch. sh: sibilante sorda, parecida también a nuestra ch. Nota bibliográfica: Para los problemas de transcripción en general, ver A.H. Gardiner, Egyptian Grammar, Oxford, 1957 (r. 1982) y íJ.Léfébvre. Grammaire de l'Egyptien classique, El Cairo, 1955. Para un intento serio de tratar la cuestión con respecto al castellano ver J.Padró, -•La transcripción al castellano de los nombres propios egipcios» Aula Oriciiialis 5 (1987) pp.107-124. José Miguel Serrano Delgado Dpto. de Historia Antigua Univ. de Sevilla Nota de los traductores: Para la traducción de los textos incluidos en la presente obra hemos procurado, cuando ha sido posible, acudir a las ya existentes, que proce den directamente de la fuente originaria. He aquí las referencias de los títulos que hemos utilizado. E. Nácar y A. Colunga, Sagrada Biblia, Madrid, 1958. C. Schrader. Historia de Heródoto, libros I y II, Madrid, 1977. J.M. Serrano. Textos para la historia antigua de Egipto, Madrid, 1993. INTRODUCCIÓN Escribir una Historia del Egipto faraónico actualmente ya no presenta el carácter aventurero que un intento semejante aún conservaba a comien zos del siglo XX. G.Maspero redactaba por entonces, en pleno apogeo del cientifismo, su monumental Histoire des Peuples de l'Oricnt Ancien y, algunos años más tarde, J.H. Breasted, su Histon,' ofEgypt, dos libros que constituyen, aún hoy día, la base de la mayoría de las obras de síntesis. No hace, sin embargo, tanto tiempo, si tomamos como referencia las Historias de otros períodos, que el peso de la Biblia y de la tradición clásica dotaba a la civilización egipcia de unos contornos borrosos, como lo atestiguan las grandes disputas cronológicas que nos ha legado el siglo XIX. En estas disputas se enfrentaban, por un lado, los partidarios de una cro nología llamada «larga», que eran, generalmente, quienes se hallaban más alejados de un uso científico de las fuentes documentales, y, por otro, los defensores de una historia menos poética y más apegada a los datos de la arqueología. El debate ha terminado apaciguándose y hoy en día se acepta generalmente una cronología «corta», con la que casi todo el mundo está de acuerdo, dentro de un margen de una pocas generaciones. Con todo, si hay un acuerdo sustancial en cuanto a los dos primeros milenios, los recien tes progresos de la investigación han trasladado el problema a los prime ros instantes de la Historia y han planteado, bajo una luz nueva, la cuestión de los orígenes de la civilización. No deja de ser paradójico que la egipto logía (de las ciencias que estudian los periodos más remotos de la Anti güedad, una de las más jóvenes, pues nació hace tan sólo poco más de siglo y medio, con Jean-Francois Champollion) se encuentre, hoy, en la punta de lanza de las investigaciones sobre los orígenes de la humanidad. La cultura faraónica ha fascinado siempre a quienes tomaban contacto con ella, incluso aunque no fuesen capaces de comprender los mecanismos profundos de un sistema cuyas realizaciones dan imagen de perennidad y de sabiduría inamovibles. Los viajeros griegos, que no estaban en condi ciones de poder transmitir sus valores esenciales a sus respectivas ciuda- 7 des divulgaron al menos, y por fortuna, la imagen que ellos habían veni do buscando: la de una fuente del pensamiento humano, respetable y mis teriosa, la de una etapa ilustre, pero sólo una etapa, comparada con la per fección del modelo griego. Sus descripciones de la civilización egipcia y de su entorno reflejan esta atracción que sienten y, al mismo tiempo, una cierta reserva frente a costumbres que el desconocimiento casi inevitable de las fuentes escritas, volvía sospechosas. Los griegos emprendieron una exploración sistemáti ca del país: relataron la realidad contemporánea con Heródoto en el siglo V antes de nuestra era; la geografía a través de la pluma de Diodoro de Sicilia v. en la generación siguiente, de Estrabón, a quienes una prolonga da estancia «sobre el terreno» les había permitido familiarizarse con el valle del Nilo; los arcanos religiosos gracias a Plutarco, dos siglos más I ir.tf^ iP^imlr1! íimr»n!n *| ptlnt l'iltimnc Afrnc troKoir-\c KOKI'IM íliva/.tutviant,. A™ las fuentes propiamente egipcias, redescubiertas bajo los soberanos lági- ilas gracias a investigaciones como las de Manetón y, luego, las del geó grafo Tolomeo. La mirada que los romanos, a su vez, dirigieron a Egipto no se detuvo tan sólo en las riquezas del país ni en la fortuna de los herederos de Ale jandro, aunque siguiendo el rastro de este último viajaran hasta allí Anto nio, César, Germánico, Adriano, Severo y otros. Plinio o Tácito no persi guieron ¡¡n ohieíivn diferente al dp sus nrpHprpQnr^c CTripcrrvc hictnriíiHnrpc - ~ ~— r ~ ~ ^.....^.««^IWJ y geógrafos. Pero el interés por Egipto, foco de erudición privilegiado de los herederos de Aristóteles, como Teofrasto, obedecía también a una atrac ción profunda hacia los valores orientales. Las primeras manifestaciones iie esta atracción pudieron percibirse en Roma, al comienzo del siglo n a.C, cuando la Ciudad, creyéndose amenazada en su misma estructura por la difusión de los cultos orientales disfrazados bajo los rasgos griegos de las Bacantes, adoptó, en el 186, un senadoconsulto inspirado por Catón: los \ alores tradicionales fueron así salvaguardados por un tiempo del acoso incontrolable de Oriente, al precio de varios miles de muertos. Las ciudades griegas debieron someterse al imperium romano, que here do de Alejandro una nueva imagen de Oriente; de los depositarios del poder Je Re recibió la realeza helenística la autoridad sobre el universo, abrién dose así el camino hacia la dominación solitaria de Roma sobre todo el mundo conocido. La unión del nuevo señor de este mundo con Cleopatra, última descendiente de los faraones (aunque tal descendencia fuera ficti cia), consagrando la asociación de Helios y de Selene, sellaba la fusión de Oriente y Occidente. La unión, sin embargo, fue breve, y Augusto, como Catón en otro tiem po, destruyó el fruto que de ella había nacido y que hubiera sido tan peli groso como las Bacanales para el equilibrio del imperio naciente, hacien do asesinar a Cesarión tras la toma de Alejandría el 30 antes de nuestra era. Egipto, convertido en propiedad personal del emperador, entró así a formar parte, definitivamente, de los vasallos de Roma; conservaba, sin embargo, su antigua aura de sabiduría y de ciencia, revivificada y transmitida ahora, por la kainé mediterránea, al nuevo centro de «ravedad del universo. Dos imágenes, por lo tanto, se superponen. La primera es la de la civi lización helenística de Egipto, que conocemos a través de obras como la de Teócrito. Ambas culturas se unen en una armonía que puede percibirse en Apolonio de Rodas y en toda la corriente alejandrina de pensamiento. La segunda se vincula a una tradición que cabría ya calificar de «orientali- zante», ilustrada por Apuleyo o por Heliodoro de Emesa. Esta última insis te en los aspectos misteriosos de la vieja civilización egipcia, avanzando en el mismo sentido que la filosofía: el neoplatonismo dio origen, median te la renovación del pitagorismo, a la comente hermética que caracteriza, en Oriente, los comienzos del Imperio. El hermetismo será, con la Cabala más tarde, el medio principal de acceso a una civilización que se había vuel to definitivamente incomprensible debido al monopolio cristiano. Esta comente esotérica se ve reforzada por la difusión de los cultos egipcios por toda la extensión del Imperio, que van divulgando, a través de las figuras de Osiris, Isis y Anubis, la pasión del arquetipo del soberano egipcio, per cibida como uno de los modelos de supervivencia tras la muerte. Todo esto cambia en el 380 después de Cristo, con el edicto en el que Teodosio convertía al cristianismo en la religión oficial del estado, prohi biendo los cultos paganos. Teodosio condenaba así, irremediablemente, al silencio a la civilización egipcia. El cierre de los templos, que Constancio II intentó el 356 y que se consumó el 391, con la masacre de los sacerdo tes del Serapeo de Alejandría, significaba, más allá del fin de toda prácti ca religiosa, el abandono de toda la cultura subyacente, transmitida median te una lengua y una escritura cuya continuidad sólo los sacerdotes podían garantizar. Los cristianos se vengaron cruelmente de ías persecuciones de los «idólatras», saqueando los templos y las bibliotecas y masacrando a las élites intelectuales de Alejandría, de Menfis, de la Tebaida. Los últimos en sufrir este acoso fueron las regiones de la Baja Nubia y del Alto Egipto, debido a su situación geográfica en el limes imperial que les forzaba a desempeñar el papel de resistentes, para el cual les había preparado una larga tradición de conflictos con los antiguos colonizadores del valle del Nilo. A partir de mediados del siglo VI, tras la clausura definitiva del tem plo de Isis en Filas, un prolongado velo de silencio recubre templos y necró polis, abandonados al pillaje y disponibles para nuevos usos, que conver tían a las capillas en viviendas o establos o en simples canteras, pasando, naturalmente, por la transformación de los santuarios en iglesias. Durante más de cinco siglos, se constituirán en Karnak conventos y monasterios, sobre cuyos muros los ojos fatigados de los antiguos dioses contemplaban el nuevo culto a través de los desconchones de un basto enlucido. Los enclaves urbanos tuvieron más suerte. Como la crecida anual del Nilo y el aprovechamiento de las tierras impedía trasladar a los habitantes de sitio, las ciudades antiguas no han sufrido abandono. Muchas ciudades modernas, especialmente en el norte del país, pero también en el sur, no son otra cosa que la última etapa de una superposición progresiva que a menudo se remonta a los mismos orígenes de la Historia. Algunos templos han conservado incluso su carácter de lugares sagra dos, un poco como si el sentido profundo del sincretismo religioso de los 9 antiguos hubiera dejado huella en sus descendientes, hasta el punto de hacerles conservar esos temenoi, que, de este modo, proporcionan estrati- -M- ilris milenarias. La acumulación que, en el templo de Luxor, separa el suelo del patio de Ramsés II de la mezquita de Abu el-Haggag representa mas de dos mil años. Este lugar ha conocido, sucesivamente, las invasio nes'asiría, persa, griega y romana, junto con la instalación de un campa mento militar, y también toda la variedad de cultos del Imperio, el cristia nismo v. finalmente, el Islam. En honor del santo a quien está consagrada i i me/quita. se lleva a cabo, aún hoy en día, una procesión anual de barcas que no deja de recordarnos aquéllas que, en otro tiempo, conducían a Amón-Rc de un templo al otro. No es éste un ejemplo aislado, pues los enclaves de este modo conservados abundan en el Valle y en el Delta o en Incales apartados como el oasis de Dakhla; aquí, otra mezquita, la de la antiüua canital ayubita de el-Qasr descansa igualmente sobre una estrati grafía continua cuya base probablemente corresponda a la dinastía XVIII o incluso quizás, al Imperio Medio. El arqueólogo se congratula de esta acumulación que conserva el pasa do, pero es claro que el historiador no puede sacar inmediato provecho de ella. Habiendo perdido su lengua y su religión, sometido a las leyes del ven cedor que transformaron o alteraron sus estructuras originales (la aplica ción al país del derecho romano, por ejemplo, levantó una barrera que es muy difícil derribar para encontrar tras ella las huellas del derecho indíge na anterior), Egipto se ha visto bruscamente separado de sus valores tradi cionales. El cristianismo egipcio, que reivindica con razón el primado his tórico y religioso sobre Oriente, ha desarrollado una civilización original y muy rica, tanto en el arte como en la historia del pensamiento; pero es inne gable que, al tiempo, ha hecho tabla rasa de los antiguos valores. En con trapartida, los coptos han otorgado carta de naturaleza al pensamiento popu lar, muy alejado de los cánones religiosos. Su influencia en el arte y en la arquitectura es evidente, aunque sólo fuese por el esplendor de los tapices figurados o el tratamiento de los rostros en las estatuas yacentes funerarias, que desembocó en esos extraordinarios retratos popularizados por los talle res de El Fayum. Este arte prefigura también la aportación islámica, que renovó las técnicas ornamentales e introdujo la cúpula en arquitectura. De un modo semejante, el monaquisino, desde mediados del siglo III con Pablo el egipcio, supuso el surgimiento de una tradición original, cuya actual vigencia indica hasta qué punto forma parte del patrimonio profundo de Egipto. El Islam, flexible y tolerante en el momento de la conquista, pero más estricto después, permitió que se desarrollaran nuevos valores, esenciales en el Egipto contemporáneo, pero muy alejados del tiempo de los faraones, a quienes la tradición religiosa, retomando algunos temas difundidos por escoliastas como el (pseudo) Beroso, consideraba los opresores de la ver dadera fe. Ramsés II, en particular, representado ante todo como el adver sario de Moisés, se convirtió en el paradigma del mal. Hubo que esperar a ¡males del siglo XIX, y después, a la creación de la República Árabe de Egipto, para verlo reintegrado a la Historia por los manuales escolares y 11)

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