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Historia de la vida privada en la Argentina. La Argentina plural PDF

376 Pages·2002·26.967 MB·Spanish
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biblosarte libros y bibliografía especializada en historia del arte BIBLOSARTE DECLARA QUE: LOS DERECHOS DE LA OBRA PERTENECEN ÚNICA Y EXCLUSIVAMENTE AL ESCRITOR Y A SU CORRESPONDI- ENTE EDITORIAL. QUEDA TOTALMENTE PROHIBIDO SU REPRODUCCIÓN EN CUALQUIER FORMA O POR CUALQUIER MEDIO, YA SEA ELECTRÓNICO, MECÁNICO, POR FOTOCOPIA, REGISTRO U OTROS MEDIOS CON FINES DE EXPLOTACIÓN LUCRATIVA. CUALQUIER OBRA SERÁ RETIRADA INMEDIATAMENTE DE LA WEB SI ASÍ LO SOLICITA SU PROPIETARIO. biblosarte.com/inicio Historia de la vida privada en la Argentina Historia de la vida privada en la Argentina Bajo la dirección de Fernando Devoto y Marta Madero Coordinación iconográfica: Gabriela Braccio Tomo II La Argentina plural: 1870-1930 taurus UNA EDITORIAL DEL GRUPO SANTILLANAQUE EDITA EN: ESPAÑA PORTUGAL ARGENTINA PUERTO RICO COLOMBIA VENEZUELA CHILE ECUADOR MÉXICO COSTA RICA ESTADOS UNIDOS REP. DOMINICANA PARAGUAY GUATEMALA PERÚ URUGUAY ©De esta edición: 1999, Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A. Beazley 3860 (1437) Buenos Aires • Grupo Santillana de Ediciones S.A. Torrelaguna 60 28043, Madrid, España • Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A. de C.V. Avda. Universidad 767, Col. del Valle, 03100, México • Ediciones Santillana S.A. Calle 80, 1023, Bogotá, Colombia • Aguilar Chilena de Ediciones Ltda. Dr. Aníbal Ariztía 1444, Providencia, Santiago de Chile, Chile • Ediciones Santillana S.A. Javier de Viana 2350. 11200, Montevideo, Uruguay • Santillana de Ediciones S.A. Avenida Arce 2333, Barrio de Salinas, La Paz, Bolivia • Santillana S.A. Prócer Carlos Argüello 288, Asunción, Paraguay • Santillana S.A. Avda. San Felipe 731 - Jesús María, Lima, Perú ISBN obra completa: 950-511-539-3 ISBN tomo II: 950-511-558-X Hecho el depósito que indica la Ley 11.723 Ilustración de cubierta: La hora del almuerzo (detalle). Óleo sobre tela de Pio Collivadino, 1903. Museo Nacional de Bellas Artes. Impreso en la Argentina. Printed in Argentina Primera edición: octubre de 1999 Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recu- peración de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por foto- copia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial. Edición digital ISBN: 950-511-558-X Hecho el depósito que indica la ley 11.723 Introducción Fernando Devoto Marta Madero Un país de contrastes es la Argentina que exploramos en este volu- men. Ellos ya no son sólo aquellos que, hijos de los distintos espacios, prefiguramos en el primer tomo. Ahora el país es muy distinto. El de- sierto ha ido rápidamente poblándose y la inmigración ha ocupado un lugar preponderante en el proceso. Ha sido dicho que ningún país del mundo, con la excepción de Australia (pero allí se trataba de una migra- ción dentro de un mismo imperio), recibió un porcentaje equivalente de inmigrantes en relación con su población. En este punto la Argentina du- plicó en porcentaje a los Estados Unidos en el tránsito entre los siglos XIX y XX. Ciertamente la distribución no fue uniforme y hubo áreas, como la ciudad de Buenos Aires o las provincias del eje fluvial, que re- cibieron el impacto más profundamente: estaban, a la vez, menos pobla- das y el número de inmigrantes que allí se instaló fue mucho mayor que en las provincias mediterráneas. José Luis Romero empleó una expresión feliz para referirse a ese país que se transformaba: la Argentina aluvial.1Desde luego que no to- dos los cambios tenían que ver con la inmigración, y ésta, a su vez, es- taba vinculada con la increíble expansión agropecuaria que convertía modestas riquezas a escala sudamericana en enormes fortunas a escala internacional. La expansión traía también diversificación de actividades y la relativamente simple economía rioplatense generaba, desde su sec- tor agropecuario, eslabonamientos hacia nuevos sectores urbanos e in- dustriales y, a la vez, proveía de recursos para un Estado que construía su estructura administrativa, educativa, jurídica, política. Es un ejercicio contrafactual interesante hipotetizar cómo hubieran cambiado las costumbres, la sociabilidad, las formas de la privacidad, si la inmigración no hubiera tenido lugar. ¿Habría seguido de todos modos pautas equiparables a las de otros países atlánticos y el resultado final habría sido semejante? Nunca lo sabremos. En los hechos, las transfor- maciones que se produjeron estaban asociados a la inmigración, sea en los espacios, sea en las imágenes, sea en las retóricas justificatorias. 6 Un país plural surgía pleno de contrastes. La antigua contraposición entre el Litoral y el Interior adquiría nuevos significados, al compás de la europeización y del desarrollo del capitalismo. Serían la Argentina moderna y la Argentina tradicional, como dirá, posteriormente, nuestro sociólogo mas notable.2 Quizás esta imagen, como la de muchos con- temporáneos, sea exagerada en su contrapunto y también en el profun- do norte una “modernización” (a falta de otra palabra más funcional) tenía lugar, pero ello no quedó en la percepción de los actores que ten- dieron a resaltar la idea de las dos Argentinas. Una sería de ritmo len- to, apegada a las antiguas tradiciones, a los viejos buenos hábitos de la época colonial, a sus ritmos, a sus formas de sociabilidad, al modelo de familia patriarcal, a su modestia de recursos, a su economía de expre- sión, a sus ascéticos valores hispanocriollos; la otra sería de ritmo ace- lerado, abierta al exterior, advenediza, ampulosa, prematuramente enri- quecida, apegada a los nuevos ídolos del dinero, de la simulación so- cial. La misma familia, ahora nuclearizada, parecía corromperse tanto por las tentaciones de la vida urbana como por las disposiciones de un Código Civil que promovía la tensión entre matrimonio, herencia y di- visión del patrimonio. Como todo lugar común, también esa arquetípica contraposición re- posa sobre algunas realidades sociales y no solamente sobre percepcio- nes, aunque, desde luego, las percepciones producen por sí solas reali- dades sociales. En cualquier caso, este tomo aspira a presentar esas con- traposiciones pero también a ir más allá de ellas. Si hubo fuertes dife- rencias ligadas a una sociedad, que en los hechos funcionaba en forma plural –es decir que en ella coexistían colectivos sociales, relativamente autonomizados en sus jerarquías, sus patrones de comportamiento y sus formas de sociabilidad–, muchos de los problemas fueron comunes a in- migrantes y nativos, a hombres del Interior y del Litoral. El primero de todos ellos era el de la ubicación social. Como en el juego de la silla va- cía, la consigna era que cada uno ocupase, lo más rápido posible, su lu- gar. Tarea no fácil en una sociedad de aluvión, donde todo era relativa- mente reciente y la misma clase alta que ahora buscaba cerrarse y atri- buirse la preeminencia que imaginaba le correspondía por la antigüedad de residencia –de ahí la definición de patriarcado– había arribado a fi- nes del siglo XVII o incluso posteriormente. Todo estaba además en mo- vimiento, en ese marco de bonanza económica y especulación, lo que ayudaba a que demasiados estuvieran de acuerdo con la afirmación de Juan Agustín García de que lo que caracterizaba la autoconciencia de los argentinos era esa máxima, tan contradictoria con cualquier jerarquía, que como una voz surgía desde el fondo de la pampa: “naides es mas que naides”.3 Pues bien, al menos las elites pensaban que sí, que algu- 7 nos eran menos que otros y sus representante ilustrados concluían que esa era la verdadera tarea a realizar: fortalecer, construir –donde no las hubiera– las distancias sociales. Distancia social existía, desde luego, en el país antiguo, mas allá de las retóricas acerca de aquella democracia inorgánica que habría produ- cido la igualitaria pobreza de la vida colonial. Sin embargo, aquellas di- ferencias se asentaban, en primer lugar, en la visibilidad. Las distincio- nes basadas en las castas no desaparecieron en la Argentina por obra de la Asamblea del año XIII y la sociedad siguió viéndose a través de ese prisma. Blanco y decente fueron, en gran medida, sinónimos. Ahora to- do era más complejo; ello llevaba no sólo a tratar de reformular la dis- tancia social sino, en la medida de lo posible, a ampliarla y hacerla más exteriormente visible. Ese proceso de construcción de jerarquías socia- les, en una abierta sociedad de frontera que en su movilidad implícita- mente las discute, es uno de los temas que aquí nos ocupan. Un proce- so en realidad doble, primero de autoidentificación de cada grupo con ciertos referentes que los distingan y luego de incorporación de todos ellos en una jerarquía que implicaba una más elevada posición social cuanto más cerca estuviese de los ideales de belleza, de prestigio, de ele- gancia que fuesen establecidos como cánones. Uniformidad de valores de referencia pero diferencia de prácticas y de consumos. En esa dico- tomía estaba contenido gran parte del proyecto “civilizador”. El proceso de autoidentificación comienza en la elite y, en ella, desde los lugares. La mudanza de la elite porteña de Catedral al sur, al barrio de la Merced, primero, y al del Socorro, luego, es tan revelado- ra como el cambio del tipo de vivienda que acompaña el desplaza- miento. La relativamente modesta casa de Bartolomé Mitre, que el lec- tor puede todavía contemplar en la calle San Martín, contrasta abusi- vamente con el Palacio Devoto en la plaza Lavalle o las algo más tar- días mansiones estilo Beaux Arts de Magdalena Dorrego de Ortiz Ba- sualdo, en Arenales y Maipú, o de Mercedes Castellanos de Anchore- na, en el ángulo de Arenales y Esmeralda. Además del estilo, de las di- mensiones y de las disposiciones, la distinción está en la decoración y en el mobiliario que en prestigio comenzará a devenir sinónimo de dos casas, Thompson y Maple. El papel simbólico, escenográfico de las nuevas viviendas va acom- pañado por su cerrazón hacia el exterior, para convertirse en un espacio más privado. Ya el hábito de llegar sin avisar, quedarse a cenar e inclu- so a dormir en cualquier lado, común en las descripciones que vimos en el primer tomo, ha sido plenamente abandonada. La tarjeta de visita que se deja en el hall de ingreso –y que acompaña inevitablemente las intru- siones no planificadas– es el símbolo del comportamiento recomenda- 8 ble en la elite. Ella pone distancia, sustituyendo la interacción social por la epistolar. Del mismo modo, la casa del patriciado no es ya el lugar central de la sociabilidad cotidiana, formal o informal, salvo en ocasio- nes especiales –fiestas, bailes– rigurosamente planificadas. La tertulia, al igual que en el contexto europeo, ha dejado el espacio doméstico pa- ra instalarse en lugares públicos o en esos otros ámbitos de la privacidad que proliferan ahora en los espacios urbanos grandes o pequeños: las asociaciones voluntarias, desde los clubes de prestigio hasta las socieda- des de socorros mutuos. Sociabilidad en nuevos lugares y bajo nuevas formas, ellas implican también una segregación de papeles sociales y de espacios entre los miembros masculinos y femeninos del grupo familiar. La vivienda y la sociabilidad a ella inherente son sólo el principio. Juan Agustín García podía ironizar, en sus “Cuadros y caracteres snobs”, acerca de que un buen decorador (o un buen maître) estaba al al- cance de cualquier chacarero piamontés enriquecido que decidiera ins- talarse en Buenos Aires.4 La distinción debía pues colocarse pronto en otro lado. Los consumos de bienes intermedios y suntuarios y los bue- nos modales serían el ámbito subsiguiente donde se lucharía por estable- cer las diferencias y las pertenencias. Los tiempos en que en la mesa no había bandeja de pan ni salseras ni ensaladeras, no había copas sino va- sos, eran ya un recuerdo. La vajilla de porcelana francesa y los cubier- tos de plata eran algo que todos aquellos que aspiraran a ocupar un lu- gar de prestigio, aun dentro de las clases medias, debían tener y utilizar. La ropa y los modales eran, con todo, los lugares donde más visi- blemente se producía la disputa. Sin embargo, aunque buenos signos identificatorios, eran también imitables, más rápidamente la primera que los segundos. La consigna general era huir de cualquier modo del estereotipo de “guarango” estigmatizado por tantos, a comenzar por Jo- sé María Ramos Mejía, o de sus parientes conceptuales, el “patán”, el “huaso”, el “chiruzo”. El guarango era en general el inmigrante adve- nedizo o sus hijos pero, en un modo diferente, también podía serlo la antigua elite provinciana y caudillesca. Nada era estimado más grotes- co que las enormes galeras que adornaban la cabeza del general Urqui- za o del general Hornos, salvo el italiano travestido de gaucho o de vas- co de las arenas rurales. Los modales son un ejercicio exterior, una representación, se dirá, pero que debía desempeñarse con naturalidad y sin cuidado, lo que im- plicaba una larga disciplina de ejercitación en el refugio doméstico. Ahí o en el mundo universitario –decía Ramos Mejía– se hacía el necesario vernissage que permitía lijar la áspera corteza y suprimir el “olorizo pi- cante al establo y al Asilo”. Se trataba de eludir la estridencia, los colo- res vivos de la oleografía –que procedería según el médico alienista, de 9 la pintura del suburbio–, la música chillona originada en el organito de sus padres, la ropa barroca, los excesos de mercería en la indumentaria del hogar, síntomas todos de ese “guarango” que, resultado de su posi- ción en la “paleontología social”, tenía esa sobreexcitación de los senti- dos como el “erotómano del intenso olor de la carne”.5 Sobriedad, co- rrección, incluso en el entierro: nada de esos colores negros y demasia- do relucientes, en los “morenos enlutados”, en la tapicería, en los som- breros, en los caballos “lujuriantes que acompañaban la ahora populari- zada pompa italiana”.6 No era tarea fácil la que se planteaban sectores de la elite nativa. Los más intelectuales o los más refinados de entre ellos, pensaban que inclu- so muchos miembros de su grupo –la mayoría– debían ser también ob- jetos de una “cepillada”. Por ejemplo esos estancieros en París que, en el decir de Lucio V. López, se dedicaban a “tragar museos y hacer la di- gestión”.7Pulir, disciplinar, se convertía así en una labor muy extendida: había que aplicársela a los indios en el ingenio norteño, a los inmigran- tes en las sociedades de socorros mutuos, a los miembros de la elite en el Jockey Club. La tarea de “cepillar”, de civilizar a una entera sociedad, es el cicló- peo cometido que se propuso un grupo de notables que reunía a la vez las ventajas de la posición social y las del prestigio intelectual. Imponer un modo de ver, de escribir, de sentir la música, de vestirse. Lo correcto y lo incorrecto. Un paralelo une los esfuerzos de Ernesto Quesada para mejo- rar el gusto musical de los argentinos, el de Juan Agust[in García para su- primir las vulgaridades del teatro nacional con aquéllos de Paul Grous- sac de obligar a pulir el estilo literario de los escritores. No sólo se trata- ba de apreciar a Wagner sino, antes que nada, de aprender a escribir en castellano. Pese a la malhadada Real Academia española, tan denostada, aquél era seguramente preferible al patoisitalocriollo en que amenazaba degenerar la lengua de los argentinos. Luego, refinar, decantar, eludir sensiblerías o adornos (floripondios) del lenguaje escrito, usos y abusos como los gerundios (en los que era un especialista Ricardo Rojas). Ama- lia en la literatura y el amor romántico y el sentimentalismo en la vida cotidiana devenían otros contraejemplos a evitar. Eran “cachi”, expresión de la cultura de la “escuela normal”. Incluso la risa, forma civilizatoria, debía volver a ser la discreta de los tiempos coloniales y no la grosera que había comenzado a imponerse desde la Independencia y que ahora el tea- tro popular parecía agravar. Pero también la prescripción se aplicaba a cosas más prosaicas: abandonar las costumbres de comer maní en el tea- tro o de pasar el mate al pie de las higueras en el patio de la casa antigua. Respetabilidad: otra consigna que había que implantar en una socie- dad que no la tenía. La respetabilidad era también, a la vez, una repre-

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