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Historia de dos almas PDF

567 Pages·2015·1.404 MB·Spanish
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Copyright © 2008 Lorena Franco Registro Propiedad Intelectual Barcelona B – 5296-08 Noviembre 1932. Roma. Era la tercera vez que Catherine se asomaba por aquellos grandes ventanales en los que podía ver con claridad la bella Fontana Di Trevi de Roma. Para todos, era la mejor zona donde podía vivir una joven de sus condiciones sociales, aunque no era fácil estar lejos de su ciudad natal, Londres. Roma le parecía una ciudad gris aunque no por ello carente de encanto. Pasear por Roma resultaba una aventura interesante aunque no siempre la dejaban irse sola. A menudo la acompañaba Henry, el joven mayordomo, y en otras ocasiones Lisa, la fiel ama de llaves que había cuidado de Catherine desde que era pequeña, cuando sus padres tenían reuniones sociales y fiestas que ella tanto aborrecía. Catherine tenía veinte años y todavía no había encontrado un joven con el que pasar una vida repleta de glorias y felicidad, como la mayoría de aquellas señoritas a las que a penas conocía y sin embargo, se había visto obligada desde siempre a brindarles su falsa amistad. El motivo de alejar a Catherine de Londres era claro para sus padres. Siempre la habían culpado por ir en contra de todo y de todos y por eso la enviaron a Roma donde se encontraban sus abuelos paternos, los Stevens, para poder sacar provecho de ella, para convertirla en una verdadera señorita de la alta sociedad, algo con lo que nació pero con lo que nunca llegó a sentirse identificada. Había pasado un mes y Catherine aún soñaba con las bulliciosas calles londinenses a primera hora de la mañana, los pastelitos de la señora Clark’s y la lluvia nocturna que impregnaba de un olor especial el asfalto de la ciudad. Catherine no llegaba a sentirse cómoda en su nueva habitación. Aunque tenía unas vistas preciosas que nunca se cansaba de observar, las cortinas y cuadros del siglo XVII le parecían demasiado soberbios para una joven de su edad. Mientras imaginaba estar en su colorida habitación londinense llena de recuerdos personales y pensaba en la posibilidad de salir a pasear por los alrededores de la Fontana Di Trevi, entró Lisa con una bandeja que le costaba sujetar con firmeza debido a su avanzada edad. -Le he preparado el té, para no perder la costumbre.-comentó Lisa sin dejar de lado su amplia sonrisa e intentando arreglar su recogido algo desaliñado por el esfuerzo de subir las escaleras de la gran casa. -Salgamos a pasear, Lisa. -Señorita, ¡a estas horas! Además son las cinco de la tarde, la hora del té. La hora sagrada. –aclaró Lisa abriendo sus pequeños ojos azules más de lo habitual. -Sí, las cinco de la tarde… pero en Londres lo hacíamos, paseábamos cada tarde… -refunfuñó Catherine. -Pero estamos en Roma, no en Londres. No conocemos muy bien el lugar... -Por eso tenemos que investigar, Lisa. ¡Venga! Lisa nunca podía decirle que no a Catherine. Aunque siempre se había mostrado firme, quería a Catherine como si fuera su propia hija. A veces incluso pensaba que había renunciado a su propia vida a causa del inmenso cariño que le tenía a la joven. Ella, al contrario que algunas amigas que había tenido en su adolescencia, nunca se había casado ni había pensado en la posibilidad de tener sus propios hijos. Había vivido por y para los Stevens y a su edad, ya era tarde para poder arrepentirse de algo y pensar en las cosas que hubiera podido hacer y no hizo. Pero Catherine ya no era aquella niña a la que había cuidado. Era imposible regañarla. Cuando la joven hacía alguna de sus jugarretas típicas de la adolescencia y sus pequeños e intensos ojos verdes miraban al suelo llenos de culpa y arrepentimiento, Lisa sentía que se le rompía el alma. Mientras Catherine miraba a Lisa, recordó las veces en las que de niña intentaba quitarle las gafas de lectura para tirarlas al suelo o las ocasiones en las que le encantaba entrar en la cocina y ver como Lisa preparaba las galletas de canela de la tarde. La ama de llaves, había sido una madre para Catherine, incluso más que Madeleine Stevens, la mujer que a fin de cuentas, le había dado la vida. Una mujer llena de distinción y arrogancia a la que le importaban más sus valiosas joyas que su única hija. -¿Investigar el qué? -curioseó Lisa para alargar la discusión, mientras servía el té en las refinadas tazas francesas, para que Catherine no perdiera la costumbre inglesa de la tarde. Al lado de las tazas destinadas al té, no podían faltar sus legendarias pastas, cuya receta se remontaba a los tiempos inmemorables de la abuela de Lisa. -Sus calles, sus gentes, el idioma… Quiero descubrir las entrañas de Roma. -Que manera de hablar… -se escandalizó Lisa intentando no exteriorizar la risa que llevaba por dentro a causa del comentario de Catherine. -Por eso tal vez nadie se quiere casar conmigo.- respondió Catherine soltando una carcajada, aún sabiendo que eso no era cierto. Muchos de los hijos de las amistades de sus padres veían en ella un futuro prometedor y una gran belleza. Pero ella no quería saber nada de ellos. A veces cuando se acercaban para mantener una conversación con ella, huían despavoridos como si Catherine fuera el mismísimo diablo. Por ese motivo, tenía tantas peleas en Londres con Charles, su padre. -Tengo tantas cosas que hacer, Catherine… -quiso disculparse Lisa. -Lisa ¡por favor! No querrá que vaya sola ¿verdad? -¡Su abuelo me mataría! –Catherine la miró sonriendo pícaramente. –De acuerdo… cuando termine el té vamos a dar un paseo… ¡Pero poco rato! –exclamó el ama de llaves enérgicamente, señalando la puerta del dormitorio de Catherine. Mientras Catherine se tomaba el té sin dejar de observar la Fontana Di Trevi desde la ventana, Lisa fue a su dormitorio a arreglarse el cabello. No podía creer como Catherine siempre la engatusaba y su firmeza no servía absolutamente de nada para poder decirle que no a algunas situaciones o cuestiones. No entendía como podía existir en el mundo una persona tan persuasiva como Catherine, ni tampoco, como con el paso de los años ella misma se había vuelto más permisiva. Lisa se miró al espejo y con resignación recordó su rostro veinte años atrás, cuando aún los hombres la miraban con curiosidad y las mujeres la envidiaban. “Como cambian las personas con el paso de los años…”, murmuró tristemente. En silencio, Lisa recorrió los pasillos de la casa de Aurelius Stevens, el abuelo de Catherine; asegurándose de que todo estuviera en orden. Aurelius siempre tuvo una vida fácil, nació siendo un Stevens y no tuvo nunca la necesidad de trabajar. Solía decir que el trabajo es para quienes no tienen dinero. Cuando cumplió cincuenta años y sus hijos ya estaban casados en Londres, decidió irse a vivir a Roma, la ciudad en la que según siempre explicaba, conoció a la que se convirtió en su esposa, Diane Stevens. Una mujer esbelta y elegante por la que parecía no pasar los años a pesar de contar con setenta. Diane también procedía de buena familia, bondadosa y refinada, siempre había sido objeto de todas las miradas. Era la típica mujer a la que el tiempo favorece tanto como al más excelentísimo vino, aunque un ápice de tristeza en su mirada se le escapaba cuando recordaba la muerte de la única hija que tuvo. Se llamaba Kate y murió a la temprana edad de diecisiete años a causa de una grave enfermedad que el médico de la familia no pudo diagnosticar a tiempo. Diane siempre decía que Catherine le recordaba a su hija fallecida. Por la expresión de su dulce rostro, en la mirada a veces perdida hacía ningún lugar, en una esbelta y delicada figura, en un carácter similar y un timbre de voz idéntico. Diane sentía auténtica pasión por Catherine y sin embargo nunca vio con buenos ojos a su nuera, Madeleine, una pobre muchacha que vio en la familia Stevens la oportunidad de tener una vida acomodada al lado de Charles, el atractivo hijo mayor de Aurelius y Diane. Ella misma se apresuró en tener una hija, Catherine, y así asegurarse la vida que se había propuesto tener. Diane la veía como una trepa sin corazón que nunca había querido a su propia hija ni a su marido y se enfurecía cada vez que tenía que estar con ella en las cenas de Navidad o en cualquier otra celebración familiar. Simplemente la detestaba. Antes de que Lisa pudiera picar la puerta del dormitorio de Catherine, ésta ya la había abierto con una sonrisa en su rostro y ganas de pisar el suelo exterior de la Fontana Di Trevi, cansada ya de tener que admirarla desde su prisión. -Vamos Lisa. ¿Preparada? -¿Ya ha tomado el té? -Riquísimo. -Gracias. –se sonrojó Lisa ante el mejor cumplido que le podían hacer sobre lo que preparaba. “Riquísimo, excelente, maravilloso…”, eran palabras que escuchaba a menudo, gracias a un trabajo perfecto que siempre realizaba con sumo esmero y cuidado. Lisa observaba como a Catherine se le iluminaba el rostro al estar cerca de la Fontana di Trevi, sin conformarse sólo con verla desde la ventana de su dormitorio. “Se la ve tan feliz…”, pensaba. Y así

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