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Hasta que salga el sol (Volumen independiente) PDF

353 Pages·2017·1.49 MB·English
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Índice Portada Sinopsis Mención especial Dedicatoria Prólogo Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Capítulo 19 Capítulo 20 Capítulo 21 Capítulo 22 Capítulo 23 Capítulo 24 Capítulo 25 Capítulo 26 Capítulo 27 Capítulo 28 Capítulo 29 Capítulo 30 Capítulo 31 Capítulo 32 Capítulo 33 Capítulo 34 Capítulo 35 Capítulo 36 Capítulo 37 Capítulo 38 Capítulo 39 Capítulo 40 Capítulo 41 Capítulo 42 Capítulo 43 Capítulo 44 Capítulo 45 Capítulo 46 Capítulo 47 Capítulo 48 Capítulo 49 Capítulo 50 Capítulo 51 Capítulo 52 Capítulo 53 Capítulo 54 Capítulo 55 Capítulo 56 Capítulo 57 Capítulo 58 Capítulo 59 Capítulo 60 Capítulo 61 Capítulo 62 Capítulo 63 Capítulo 64 Capítulo 65 Capítulo 66 Capítulo 67 Capítulo 68 Capítulo 69 Epílogo Escucha aquí HASTA QUE SALGA EL SOL Agradecimientos Biografía Notas Créditos Gracias por adquirir este eBook Visita Planetadelibros.com y descubre una nueva forma de disfrutar de la lectura ¡Regístrate y accede a contenidos exclusivos! Primeros capítulos Fragmentos de próximas publicaciones Clubs de lectura con los autores Concursos, sorteos y promociones Participa en presentaciones de libros Comparte tu opinión en la ficha del libro y en nuestras redes sociales: Explora Descubre Comparte Sinopsis Esther y Sofía son dos hermanas que, junto con su padre, regentan un pequeño hotel en la bonita población de Benicàssim. Esther, la mayor, es juiciosa, trabajadora y terriblemente responsable, por lo que acaba invirtiendo más horas de las debidas en el hotel. Sofía, por el contrario, es una chica complicada, egoísta e insensata, demasiado mimada por su familia y con unos amigos que no le hacen ningún bien. Esther decide matricularse en un curso de cocina en Londres. Durante su estancia conocerá a Jorge, un hombre que le hará creer que la magia y el romanticismo existen. Sofía, por su parte, conocerá a Luis, que le enseñará a quererse y a darse cuenta de que en la vida hay pretextos pero también hay resultados, y que si uno quiere que lleguen, tiene que trabajar por ellos. Esta novela ha obtenido el Galardón Letras del Mediterráneo, otorgado por la excelentísima Diputación de Castellón, en el año 2017. Para mi maravilloso guerrero Jorge, porque desde el primer instante en que vi tu carita me robaste el corazón. Ver tu sonrisa siempre me alegra la vida, por lo que espero que nunca dejes de lucirla, y recuerda que no has de soñar la vida, sino vivir tus sueños porque ellos serán los que te harán feliz el resto de tu vida. Te quiero, mi niño, y contigo, HEIYMA (Hasta el infinito y más allá). Y, por supuesto, para todas esas Guerreras y esos Guerreros, y recordarles ¡que lo mejor está por llegar! Mil besos, MEGAN Prólogo Benicàssim, 2007 En casa de los Sánchez sonaba la radio cuando Ágata, madre de dos niñas, mujer trabajadora y esposa de Mario, tarareaba alegremente mientras cocinaba. —Mamá —protestó Sofía, su hija menor—. Esther me ha echado de su habitación y dice que esta noche no puedo estar en su fiesta de pijamas. —Cariño, ya lo hemos hablado. —Joooo, mamáaaaaaaa... Ágata sonrió. Sus hijas se adoraban, pero en ocasiones se llevaban peor que el perro y el gato. —Cariño... —respondió—. Es la noche de Esther y sus amigos. Tu hermana ha acabado la carrera de Administración y quiere celebrarlo. —Pero yo quiero estar..., quiero entrar. —¡Ni lo sueñes! —sentenció Esther, que en ese instante entraba en la cocina. Al oír a su hermana, Sofía comenzó a gimotear. Si algo se le daba bien a aquella cría era llorar, y Esther, al verla, se mofó: —Desde luego, vas para actriz..., ¡qué dramatismo! Ágata tuvo ganas de reír por el comentario de su hija mayor, pero la miró e indicó: —Haz el favor de no echar más leña al fuego —y luego, dirigiéndose a su hija pequeña, le recriminó—: Y tú deja de quejarte. Por Dios, Sofía, ¡no puedes estar todo el día enfadada! Esther, que tenía el mismo carácter plácido de su madre, sonrió y cuchicheó, acercándose a ella: —Mamuchi, ésta acabará ganando un Goya o un Oscar. Esta vez Ágata rio y, mirando a Sofía, que lloraba para llamar su atención, repitió: —Basta ya, corazón. —Pero, ¡mamáaaaaaaaaaa...! —«Pero, ¡mamáaaaaaaaa...!» —la imitó Esther, haciéndola rabiar aún más. Como era la pequeña de la casa, Sofía estaba acostumbrada a salirse con la suya la mayoría de las veces. Sin embargo Esther, ignorando las miradas de su madre, insistió: —Me da igual tu berrinche. Esta noche es mi noche y tú no vas a estar. De nuevo, Sofía soltó un grito lastimero. —Cariño, por el amor de Dios —se quejó su madre—, no seas tan caprichosa y entiende que tu hermana quiere estar con sus amigos. —Pero, mamáaaaaaaaaaaaaaaa... Al ver el huracán que se estaba formando, Ágata suspiró. Sofía podía ser insoportable. Estaba intentando calmarla cuando sonó el timbre de la puerta. Era Marga, su vecina, una mujer sordomuda de nacimiento que, haciéndole unas señas con las manos, le comunicó que necesitaba unas zanahorias. Años atrás, al conocer a su vecina, Ágata se había empeñado en aprender la lengua de signos, o, como lo llamaban ellos, el alfabeto dactilológico. Así pues, asintió rápidamente y le indicó que pasara. Al entrar en la cocina, Esther, que, como su madre, había aprendido la lengua de signos, saludó a Marga. Esta última sonrió al ver a Sofía llorando. —¡Es una llorona! —exclamó Esther, moviendo las manos. Marga soltó una carcajada. Ágata la miró y, de nuevo con las manos, dijo al ver a su hija pequeña marcharse hacia la habitación hecha una furia: —Mejor no preguntes... Toma, Marga, te compré los botones que necesitabas para la bata de Germán. La mujer rio. Ágata era la mejor vecina que nadie pudiera imaginar y, tras darle un abrazo, movió las manos para decir: —Te quiero. No sé de dónde sacas tiempo para hacer tantas cosas, trabajando como trabajas. Ella le devolvió la sonrisa, pero no respondió. Agradar a los demás era lo que más le gustaba. Una vez que se hubo marchado Marga, Esther murmuró mirando el horno: —¡Eres la caña! ¡Pizza de la tuya! La sonrisa de su madre se agrandó al oírla. —Sé que a ti y a tus amigos os gusta mucho. —¡Gracias, mamá! Nada en el mundo le gustaba más a Ágata que ver a sus seres queridos felices. De nuevo sonó el timbre de la puerta, y Esther corrió a abrir. Frente a ella estaban Delia, Hugo y Vega, sus amigos de toda la vida. Se habían conocido en el colegio, en primaria, y desde entonces no se habían separado. —Tengo el último de Rihanna —cuchicheó Delia enseñándole un CD. —Y yo el de Amy Winehouse —afirmó Vega. Encantada, Esther se los quitó de las manos, y su madre, que había salido a ver quién había llegado, afirmó divertida: —Vaya..., vaya..., conozco a unos que lo van a pasar muy bien. Entre risas, entraron todos en la cocina, y Hugo indicó: —Madre mía, Ágata, ¡qué bien huele! —¡Tu pizza..., qué rica! —exclamó Vega mirando el horno. Ágata asintió; sabía cuánto les gustaba la pizza que ella preparaba. —¿Por qué? —murmuró Delia abrazándola—. ¿Por qué no eres tú mi madre? La mujer la miró con cariño. La relación de Delia con su familia era pésima. Cuando iba a responder, Sofía, su hija pequeña, entró de nuevo en la cocina y preguntó: —¿Para mí también hay pizza? Esther suspiró al ver a su hermana. —No, bonita —replicó—. La pizza es para nosotros. —¡Mamáaaaaaaaaa...! No sólo no me deja entrar en su fiesta de pijamas, sino que tampoco quiere que coma pizza. Al ver discutir a sus hijas de nuevo, Ágata intentó mediar. Se acercó a la pequeña y murmuró: —Vamos a ver, cariño. Cuando vienen tus amigas, Esther no se mete con vosotras en la habitación y... —Será porque ella no quiere. Su hermana sonrió al oírla, y su madre continuó: —Sofía, cariño, tienes catorce años y tu hermana, veinticuatro. Debes entender que... Pero ella volvió a marcharse enfadada y se encerró de un portazo en su habitación. Los demás se miraron entre sí. —Esta niña es de armas tomar —murmuró Vega. Todos asintieron. Sin duda, Sofía tenía un carácter difícil. Ágata abrió entonces un cajón y dijo, atrayendo las miradas de los cuatro muchachos: —¡Mirad lo que os he comprado! Esta mañana, cuando he ido al mercadillo, he visto estas bolsas azules y, al leer su mensaje, no he podido resistirme y os he comprado una a cada uno. Los cuatro miraron lo que sostenía en las manos y soltaron una carcajada. En la bolsa de playa ponía HASTA QUE SALGA EL SOL, una frase muy suya que ahora utilizaban todos. —Gracias, Ágata —murmuró Vega contenta—. Es preciosa. —¡Me encanta! —admitió Hugo. —Qué chulada, ¡gracias! —Delia sonrió. —Mamá... —susurró Esther—. ¡Me encanta! ¡Y con tu frase! Los chicos se abrazaron a Ágata en señal de agradecimiento, y de pronto apareció Mario, el padre, que preguntó divertido: —¿Puedo unirme al abrazo? Los abrazó entre risas y, cuando se separaron, Sofía, que estaba de nuevo en la puerta de la cocina, iba a decir algo, pero su madre se le adelantó y le tendió una bolsa como las de los demás. —Toma, cariño —dijo—. Ésta es para ti. La niña la cogió, pero su gesto era serio, muy serio, por lo que, al verla, Mario preguntó: —¿Qué le ocurre a mi princesa? —Lo de siempre, papá —se apresuró a responder Esther—: que o le das todos los caprichos o se enfada. Dicho esto, se encaminó con sus amigos hacia su habitación mientras exclamaba: —¡Vamos a liarla leoparda! Los esperaba una buena noche por delante. Dichosa por la felicidad de su hija Esther, Ágata se miró el reloj y preguntó, dirigiéndose a su marido: —¿Qué haces aquí tan pronto? Mario suspiró. Sus horarios de trabajo eran complicados. —Ha llamado Jesús —explicó mirándola—. Está con fiebre y vómitos y no puede trabajar esta noche..., así que me toca. —Vaya por Dios... —se quejó ella. Mario, que observaba la puerta por donde habían desaparecido su hija y sus amigos, dijo entonces: —Ese chico..., Hugo, ¿va a pasar la noche aquí con ellas? Ágata sonrió. Se fiaba al cien por cien del muchacho, por lo que afirmó: —Hugo es un buen chico. —Me cago en la leche, Ágata —protestó él—. Será un buen chico, pero ¡es un hombre! Ella lo miró divertida. —Tranquilo, gruñón, que tu niña está a salvo. Mario sacudió la cabeza. Aún le costaba ver a su hija como a la adulta que era. —¿Quieres que vaya yo esta noche al hotel? —preguntó su mujer a continuación —. Has trabajado todo el día y tienes cara de cansado. Mario la observó. Los horarios que ambos hacían en el hotel eran demasiado extensos. —Ni hablar —respondió, negando con la cabeza—. Tú quédate con las niñas y controla a ese Hugo. Yo haré el turno de noche de Jesús y, mañana, cuando tú vayas al hotel, yo regresaré y dormiré unas horas. No muy convencida, ella insistió: —¿Seguro? —Segurísimo, mujer. No te preocupes. —Luego, señalando la puerta por donde se habían ido su hija y sus amigos, preguntó—: Y ¿la celebración hasta cuándo va a durar? Sonriendo como siempre, Ágata murmuró divertida: —¡Hasta que salga el sol! Mario rio. Esa frase, tan propia de su mujer, siempre le hacía sonreír. Ella le dio entonces un rápido beso en los labios e indicó: —Siéntate y cena antes de marcharte de nuevo y, por favor, deja de preocuparte por Hugo; el muchacho es como un hermano para ellas. —Ambos sonrieron y, a continuación, Ágata señaló una cacerola roja—. Por cierto, ahí tienes la comida de mañana. Cuando recojas a Sofía del instituto, lo calentáis y os lo coméis. —Tranquila, cariño, nos lo comeremos. Sofía se sentó junto a su padre y dijo, dejando la bolsa que llevaba en las manos: —Papi, Esther no me deja estar en su habitación. Ágata y Mario se miraron, y este último dijo: —Te prometo que el primer día que libre nos iremos tú y yo al cine; ¿qué te parece? La niña se encogió de hombros. Una vez que le hubo servido la cena a su marido, Ágata se sentó junto a ellos y, mirando a su hija pequeña, sugirió para contentarla: —¿Qué te parece si voy a por unas hamburguesas antes de que papá se marche a trabajar y tú y yo cenamos viendo una peli de chicas? Al oír eso, los ojillos claros de Sofía se iluminaron. Era un excelente plan, por lo que aplaudió. —¡Sí..., sí..., mamá! —Vaya planazo —se mofó Mario—. Y yo, a trabajar... ¡No es justo! Divertida, Ágata les guiñó un ojo y cogió su bolso. —Tardo media hora en regresar. —¡Vale, mamá! Y trae muuuuuchas patatas. —Las traeré. Le dio un beso a su marido en los labios y éste murmuró con complicidad: —Eres la mejor... mamá. Cuando Ágata caminaba ya hacia la puerta de entrada, la música que salía de la habitación de su hija mayor la hizo ir hasta allí y, al abrir, se encontró a los jóvenes bailando como locos. Esther, al ver a su madre, la invitó a entrar. Sabía que le encantaba bailar. Sonaba la marchosa música de la cantante de Barbados, y Ágata bailoteó con ellos hasta que se marchó con una sonrisa a por las hamburguesas. Cuarenta y cinco minutos después, la policía se presentaba en la casa de los Sánchez. Inexplicablemente, Ágata había caído redonda al suelo en la hamburguesería. Para desgracia de todos, murió en el acto a causa de un infarto fulminante a la edad de cuarenta y ocho años. Capítulo 1 Benicàssim, 2017 —Tienes que ir, cariño. Has trabajado mucho para que ese... ese... Chilfried... —Papá, no es Chilfried, es... Shilfrierld. —Bueno..., como se diga el puñetero nombre de ese chef. Lo importante es que se fije en lo bien que cocinas y te surjan oportunidades. —No sé, papá. Mario miró a su hija. Esther se esforzaba por agradar a todos como en el pasado había hecho su madre. —Tu sueño es ser chef y regentar tu propia cocina, hija —dijo señalándola—. ¡Ve a por ese sueño! Y, si para eso tienes que irte a la Conchinchina con ese chef, ¡no lo dudes! Esther sonrió. Su sueño siempre había sido tener su propio restaurante, al que le pondría el nombre de su madre, Ágata. Aunque lo cierto era que lo veía difícil, muy difícil. —Hija —insistió su padre—, nada me gustaría más que ayudarte, pero las cosas no están muy fáciles. —Lo sé, papá. Lo sé. Con cariño, Mario miró a su hija mayor y afirmó de un modo optimista: —Aun así, sigo jugando todas las semanas a la lotería y a la Primitiva. Si toca, el dinero íntegro es para tu sueño. —Y para mi sueño, ¿qué? —preguntó Sofía, que estaba liada con los wasaps de su móvil. Al oír a su hija pequeña, Mario la miró. —Era una forma de hablar, cariño. Por supuesto que para el tuyo también. La chica sonrió. Le gustaba crear bisutería, algo que hacía en sus ratos libres. Exponía en tiendas de ropa de la zona, lo que le daba unos pequeños beneficios. Esther observó entonces a su hermana y, al ver su plato aún lleno de comida, la animó: —Come un poquito más. —No tengo hambre, colega. Esther y su padre se miraron, y ella insistió: —No soy tu colega, y haz el favor de comerte un plátano o algo de postre, Sofía. —Que no me apetece —gruñó ésta, dirigiendo la vista hacia ella. Tras oír esa nueva negativa, Mario cogió un plátano y se lo plantó delante. Sofía y él se enfrentaron con la mirada y, finalmente, la chica claudicó. Lo cogió, lo peló y le dio un mordisco. —Papá, Sofía y yo deberíamos hablar con el banco —comentó entonces Esther—. Si nos dieran un préstamo, podríamos hacer arreglos en el hotel y... —Eh..., conmigo no cuentes —la cortó su hermana—. No pienso seguir trabajando aquí el resto de mi vida. —¡Sofía! —le recriminó Esther. —¡Ni hablar! —protestó Mario—. No quiero que os endeudéis para toda la vida por culpa de este hotel como lo estoy yo, ¡me niego! Esther suspiró cansada, miró a su hermana en busca de ayuda y, al ver que estaba ocupada con su móvil, indicó, dirigiéndose a su padre: —Papá, te guste o no, hay que invertir en el hotel si queremos seguir viviendo de él —y, mirando el folleto de un revolucionario hotel en Castellón, dijo—: Sé que nunca seremos como la supercadena hotelera Tauranga, pero podemos... —Hija —la cortó él, quitándole el folleto de las manos—, ya hablaremos de esto en otro momento. Ahora lo importante es que vayas a ese viaje y ese chef de nombre impronunciable te conozca y desee tenerte en su equipo. Esther asintió. Sin duda era importante para ella, para eso llevaba dos años dando clases de cocina, siguiendo el método Shilfrierld. Sin embargo, murmuró: —Marcharme a Londres y dejarte solo me da un poco de angustia. —¿Cómo que lo dejas solo? —protestó Sofía sin soltar su móvil—. ¿Y yo qué soy?, ¿una figurita del Belén? Esther observó a su hermana. La quería, la adoraba, pero Sofía era una fuente inagotable de problemas. Y ayudar, lo que se decía ayudar en el hotel, mal y poco. Por lo que, conteniendo las ganas que sentía de decir lo que pensaba en realidad, no por ella, sino por la mirada de su padre, respondió: —Si digo lo de «solo» es porque entre los dos vais a tener que cubrir mis turnos y... —De eso nada —replicó su hermana—. Contrataremos a alguien, ¿no, papá? Mario miró a sus hijas y sonrió. Tenían sus mismos cabellos claros y los ojos azules de su madre fallecida. Físicamente se parecían, pero sus personalidades eran del todo distintas. Esther era muy responsable, y Sofía, todo lo contrario. —Vete a Londres —respondió, mirando a su hija mayor—. Consigue lo que siempre has soñado y, si te selecciona y dentro de unos meses tienes que irte a Nueva York, no te preocupes por el hotel, ni por los turnos, ni por tu hermana, ni por mí; ¿entendido? —Pero, papá... Mario le puso un dedo en la boca y repitió: —Persigue tu sueño y disfruta de tus veinte días en Londres, ¿de acuerdo? Al ver el gesto de su padre, Esther asintió. —De acuerdo, papá. Lo intentaré. Una vez que terminaron de comer, los tres se levantaron, y Mario dijo tocándose la cabeza: —Voy a echarme un rato. —Papá, ¿podrías reemplazarme en la terraza? —pidió Sofía al oírlo—. Tengo que salir. —¡Sofía! —protestó su hermana. —¡¿Qué?! Enfadada por su egoísmo, Esther indicó: —Papá ha dicho que se va a echar, ¿acaso no lo has oído? Sofía, que no era sorda, asintió, pero, ignorando las palabras de su hermana, miró a su padre e insistió: —Sólo será una hora. Tengo que llevar a la tienda de Amelia el pedido de collares que me hizo. Esther suspiró al oír eso. Mario se dirigió entonces a su pequeña y preguntó: —¿No irás a ver a ese macarra de Óscar? Aquel joven conflictivo no era un tipo adecuado para su hija. —No, papá, claro que no —se apresuró a murmurar ella. Esther no la creyó. Sofía era una gran mentirosa, y más cuando se trataba de aquel macarra tatuado y de orejas dilatadas. Cada vez que su hermana estaba cerca de él o de sus amigotes, no ocurría nada bueno, por lo que, mirándola, protestó: —Sofía, sé juiciosa y piensa un poco. Esas amistades no te convienen. —¡Doña Perfecta...! No empecemos con tus amarguras o te diré cuatro cositas del atontado de tu Carlitos. —¡Sofía! —la regañó Mario. Lo que su hija pequeña acababa de decir no estaba bien. Aunque lo cierto era que a él tampoco le gustaba la relación de Esther con Carlos, el chico con el que salía. Sin embargo, cuando iba a añadir algo, ésta se acercó a su hermana y siseó: —Mira, guapa..., si estar con Carlos y ser trabajadora es para ti ser una amargada, vas muy mal en la vida. Y en cuanto a... —¡Esther! —protestó Mario. Las discusiones de sus hijas cada vez eran más difíciles de contener. —Déjame vivir, tronca —murmuró Sofía—. ¿Cómo tengo que decírtelo? —¡Sofía, tu hermana no es tu tronca! —replicó su padre. Esther resopló. Su hermana no sólo era una descerebrada; además era una consentida, una mimada, y solía salirse siempre con la suya. Con la gente de la calle era encantadora, pero era entrar en casa y, con ella y su padre, era un auténtico cardo borriquero. Estaba pensando qué decirle, cuando su padre se le adelantó: —Vete, Sofía. Yo te cubriré. Tras regalarle una sonrisa a él y una miradita a su hermana, la chica salió a toda prisa del despacho que había junto a la recepción del hotel. Esther observó a su padre. —Papá... —empezó a reprocharle. —Lo sé... —Y, si lo sabes, ¿por qué sigues haciéndolo? Mario suspiró. Sabía que no lo estaba haciendo bien con su hija pequeña, pero replicó: —¡Me cago en la leche, Esther..., no sigas ahora conmigo! Molesta por su contestación, ella resopló. Acto seguido, él la miró y añadió,

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