Harry Potter y El Ocaso de los Altos Elfos “A Carla Fox, por estar ahí siempre” “A Cristhian, por ayudar a Krum a aparecer” “Y a toda la Orden, que aunque no hechiceros, sí creemos en la magia”. Esta historia no tiene relación con el libro El Señor de los Anillos ni con cualquier obra de JRR Tolkien, ni con ninguna otra obra. Harry Potter y todos sus elementos relacionados son propiedad intelectual de J.K.Rowling. Harry Potter y el Ocaso de los Altos Elfos es propiedad de Frances Kaesar, Santiago, 2003. Cap. I: Maldito Silencio Al parecer es bastante lógico pero, ciertamente, nunca está de más una ayuda de memoria: Harry Potter no es un niño normal. Y bueno, no sólo ya dejó de ser un niño, sino además sus intereses y metas se trazan muy lejos de los que compartirían sus congéneres. Harry es mago, lo sabe hace ya seis años, y a pesar de que fue su excusa para abandonar a su odiosa parentela por largos periodos (y así sólo regresar para el verano), su vida no ha sido fácil. Pues hay que decirlo: Los Dursleys distan bastante de ser un ejemplo de familia, aunque ellos traten de aparentarlo de cualquier modo. Los tíos Vernon y Petunia, sumado a su obeso hijo Dudley, se han encargado de hacerle a Harry la vida imposible desde que tuvo la mala suerte de caer, pequeño y arropado en una cesta, en la puerta del número 4 de Privet Drive. Y aunque todo tiene un “porqué”, éste en particular ha sido doloroso. Confuso, difícil de sobrellevar… aún más que el solo hecho de tener una cicatriz en forma de rayo, punzante, al costado de su frente. Harry perdió a sus padres, James y Lily, en el marco de una noche fría de Halloween hace ya 15 años, y sin siquiera haber compartido con ellos. Fueron asesinados, cruel y fríamente, por el mago más temido de todos los tiempos: Lord Voldemort. No recuerda sus rostros, ni su voz… pero sí aquel destello verde enceguecedor que terminó con sus vidas, y que, milagrosamente, salvó la suya, dejándole a cambio dicha cicatriz. Así también, perdió a Sirius Black, su padrino, cuando apenas comenzaba a conocerlo. Había estado muchos años encarcelado en la prisión mágica de Azkabán, incapaz de probarle al mundo su inocencia, y cuando recién comenzaba a abrirse un camino de liberación para él, un nefasto episodio en uno de los rincones desconocidos del Departamento de Misterios, alojado en el Ministerio de Magia, lo vio desaparecer. Así, sin más. Se esfumó tras un velo rasgado, y desde entonces, Harry no ha podido quitarse de encima aquel abrumante hedor a luto. Porque la muerte lo persigue… no sólo a él, sino a todo a quien él estima. La vida se lo ha demostrado, él mismo lo ha comprobado, pero jamás lo ha terminado de asumir. En adelante –y debido en gran proporción a aquella odiosa cicatriz en su frente– el futuro se gesta para él cada vez más oscuro e incierto, y lo sabe. Le costaba alejar aquel pensamiento de su cabeza, no quería ni aceptarlo ni asumirlo, pero hubo veces en las que hubiera deseado ser sólo un humano más. Sin distinciones, sin talentos, sin peculiaridades… sin pasados tormentosos o profecías con su nombre… sin cicatrices que espantaran a unos y embobaran a otros. Sólo un muggle… sin la responsabilidad de salvar al mundo o, si le quedaba tiempo, a él mismo. O, quizá, hubiera deseado sólo morir… haber sucumbido al poder de Lord Voldemort y fallecido en los brazos de su madre. Sí, eso hubiera sido mejor que esto. Mejor que sufrir por otros, mejor que vivir por otros. El verano estaba en su apogeo pero, como era usual en Privet Drive, no había niños jugando con agua en las aceras ni recostados en los antejardines, buscando la sombra de un buen árbol. En esa pequeña comunidad de los alrededores de Londres, y sobre todo en aquella calle, el sentido de cordura era lo más importante qué aparentar. Por prohibición de sus padres, ningún niño podría jugar en la calle: era escandaloso y de mal gusto. Peor aún si llevaba las rodillas sucias y el pelo mojado. No, los niños debían aparentar modales intachables y conductas domesticables. Es decir, debían ser y actuar como Dudley, y jamás intentar, ni siquiera imaginar, seguir el modelo de su descarriado e insano primo Harry. Pero él se sentía cada vez más ajeno a aquellas presiones; ahora, algo más “grande” que el año pasado, comprendía a cabalidad las diferencias entre sus dos mundos y se comprometió a lidiar con ellos. Después de tanta fatalidad, no le quedaba más remedio, pero aún así no toleraba ciertos detalles. Sentado tras su escritorio y recibiendo con agrado los cálidos rayos de sol que se colaban por la ventana, Harry sonrió ante lo absurdos que eran la mayoría de sus vecinos. “Cuando tenga hijos…” pensó, pero apretó los labios, inseguro, “Bueno, si es que llegara a tenerlos, dejaré que jueguen y se ensucien todo lo que quieran. Que por algo son niños”. Satisfecho con aquella idea, miró una vez más hacia su derecha, donde residía, junto a su pluma y tinta, la fotografía que Alastor “Ojo Loco” Moody le había dado meses atrás. Sonrientes y orgullosos, Sirius Black, James y Lily Potter (entre todos los antiguos miembros de la Orden del Fénix) posaban ante la cámara. Con melancolía, Harry estiró su mano y rozó la fotografía con los dedos, suspirando. No podía reconocer todas las caras en aquel grupo, pero le bastaba saber que habían luchado por sus mismos ideales como para tenerles, además de respeto, afecto. Movió la cabeza y cerró los ojos. No quería llorar… ya lo había hecho demasiado, por todos y por él mismo, y estaba harto. No era un mártir de las circunstancias, pero todos a su alrededor no hacían más que demostrárselo. Había sufrido, solo y silencioso, incapaz de compartirlo, pero era su realidad y de alguna manera debía enfrentarla. Él era Harry Potter, El-Niño-Que-Vivió, y mantendría ese estigma para siempre. Aún incluso después de derrotar a Voldemort… si es que lograba hacerlo. A menudo pensaba que todos ponían demasiadas esperanzas en él, y que no sería capaz de cumplirlas… Deseaba ser Harry, sólo Harry, un alumno más de Hogwarts y un transeúnte más del mundo mágico. Odiaba aquella aura que lo embargaba, ese estúpido manto de celebridad… Cambiaría todo en un segundo, lo entregaría todo sin pensarlo, sólo por un momento de tranquilidad, de paz, de sosiego. Por un día ficticio de felicidad, en el que todas las fatalidades desaparecieran y descubrir, como un sueño, que todo aquello que perdió jamás se fue después de todo… Suspiró profundo, se recostó pesadamente sobre su silla y se regañó duramente por fantasear de ese modo. Así no llegaría a ningún lugar. Sus padres estaban muertos, Sirius estaba muerto… el destino lo situaría como asesino o víctima, mártir o héroe, y no había nada qué hacer. Ahogó su rabia y su resentimiento, tomó el lápiz rojo que había sobre la mesa y se inclinó sobre el papel frente a sí, tachando el día correspondiente. Según sus cálculos, sólo restaban dos semanas para volver a Hogwarts. Suspiró de nuevo, corrigió la postura de sus lentes y cerró el calendario, guardándolo en uno de sus cajones. Si alguno de los Dursley entraba a su habitación y encontraba su pequeña cuenta regresiva, quizá le harían un escándalo. “Tío Vernon gritando” pensó, y luego movió su cabeza, sonriendo a medias. Hacía casi un mes que no lo escuchaba rugir por algo. No había escuchado aquel despreciativo y seco “muchacho” con el que tío Vernon solía llamarlo; ya no lo mandaba temprano a la cama, ni recibía media ración menos al almuerzo… hasta incluso lo dejaban ver el noticiario con ellos. Harry volvió a sonreír, un poco más relajado, evocando en su mente la extraña expresión de Moody al despedirse meses atrás: “No dejes que los Dursleys te traten mal. Si no sabemos de ti en tres días, alguien de la Orden te hará una visita. Y no creo que usted quiera un par de magos en la entrada de su casa” había dicho, desafiando a tío Vernon con la mirada. Lo cierto es que Harry, en aquel extraño momento de su vida y erguido en la estación King Cross, jamás pensó que las palabras de Moody surtirían efecto, aun cuando la cara de horror de tía Petunia podía darle una pista de lo que sucedería durante el resto del verano. Y no es que le importara demasiado: Sirius acababa de morir y él sólo deseaba reunirse con él, aunque tuviera que hacerlo con sus propias manos. Pero era un pensamiento demasiado nefasto y prefirió, desolado, reflexionarlo un poco más antes de cometer una locura. Entonces sólo se limitó a volver a Privet Drive, sin decir una palabra, cabizbajo, dispuesto a recibir los usuales malos tratos. Pero –con tanta sorpresa que le costó varios minutos reaccionar– esa misma tarde tío Vernon lo había llamado a cenar, forzadamente sonriente, e incluso había aceptado que recogiera algunas verduras para darle de comer a Hedwig. Y eso sólo sería el inicio. Durante más de un mes tío Vernon y tía Petunia debieron luchar contra su naturaleza hostil y hacer de la vida de Harry algo más… soportable, pero sólo si un continuo silencio pudiera denominarse así. Hasta Dudley había cambiado de actitud, claro que él era un caso aparte. El vivo recuerdo del ataque de los dementores el año pasado había aquietado bastante su brutal comportamiento hacia Harry. Ya no lo empujaba en el pasillo, ya no le gritaba ni intentaba comerse su cena; siguiendo el modelo de sus padres, no había compartido con él ni una palabra, ni siquiera un insulto, y ahora apenas le dirigía la mirada. Y no es que le preocupara mucho, pero sí le inquietaba que tal vez su primo hubiera quedado con algún tipo de secuela, luego de que su alma estuvo a punto de ser extraída por aquel indeseado guardián de Azkabán. Continuaba llegando tarde por las noches, y se paseaba constantemente con sus guantes de boxeo puestos, golpeando cualquier cosa que se moviese. Según Tío Vernon, faltaba muy poco para que Dudley fuera descubierto por algún agente profesional, aunque Harry tenía sus dudas al respecto. Cada vez que peleaba lo hacía con niños bastantes más pequeños que él, por lo que gozaba de una eterna amplia ventaja. Pero bueno, al menos pasaba mucho tiempo fuera de casa, ideal para que Harry no tuviera que aguantarlo espiando tras las puertas, o peor, escuchar el abrir y cerrar del refrigerador cada dos segundos para sacar un nuevo pedazo de un enorme jamón serrano, regalado por Tía Petunia luego de que ganara la última pelea. Si seguía descuidando su peso, quizá ya no podría ni subir la escalera. Ya sucedió que, siguiendo las instrucciones de silencio de su padre, no pudo pedir ayuda a Harry para alcanzar el primer escalón. Iba con sus brazos abarrotados en pasteles de crema, y ni Vernon ni Petunia se encontraba ahí a esa hora… salvo su primo. Pero no, no podía hablarle, se lo tenían prohibido. Así que, después de veinte minutos de un infructuoso intento por subir al dichoso peldaño, decidió simplemente sentarse en él y comer ahí todo su cargamento. Su pequeño cerebro no daba para más análisis. Gritos provenientes de la calle sacaron a Harry pronto de sus pensamientos. Ni siquiera tuvo que asomarse a la ventana para saber quién los emitía: la Sra. Figg, su extraña vecina recientemente descubierta como una squib, vestida con su usual bata rosa y con un bolso en la mano, golpeaba a Mundungus Fletcher en la cabeza, obligándolo a salir por la reja delantera. “¿Qué habrá hecho ahora…?” pensó Harry, sonriendo, para luego fijar la vista en una tercera persona, quien acaba de aparecer tras la puerta principal de la casa. Una joven, quizá de la misma edad de Harry, parecía muy divertida con la escena que presenciaba. Caminando hacia ellos, abrazó fuerte a la Sra. Figg, tal como si estuviera despidiéndose. Luego hizo un gesto con la mano hacia Mundungus, suprimiendo una carcajada, y cruzó la reja de calle, adentrándose en la avenida. Harry no pudo dejar de observarla hasta que se perdió de vista. Pelirroja, de contextura media y tez blanca, parecía ser una gran conocida de la Sra. Figg, por la forma en que se despidieron. Algo evasivo a reconocerlo, pensó en la posibilidad de ir hasta su casa por la tarde y preguntarle quién era, de dónde la conocía. Pero lo veía poco viable; para eso tendría que preguntar a Tía Petunia si podía salir, y lo más probable es que evitara su mirada, como tantas veces, y regresara a sus quehaceres. No era la primera vez que veía una escena parecida a las afueras de la casa de la Sra. Figg. Todo había comenzado hace apenas una semana, donde hubo otro momento en que Harry ya no sabía si molestarse por aquel maldito silencio de los Dursleys, o echarse a reír. Había sido una mañana cálida y soleada, en la que en toda la casa no se escuchaba más que el murmullo monótono del televisor. Él masticaba su tostada en una esquina del comedor, cabizbajo, pero con un ojo puesto en cada movimiento de sus tíos. Vernon simulaba prestar atención a lo que sea que el canal estatal estuviera transmitiendo, hipnotizado, mientras Petunia seguía dándole vueltas a una cacerola humeante con un gran cucharón de madera. Dudley, a los pies de su padre, veía la pantalla con tanta o más devoción. Ahí fue cuando llamaron a la puerta, en tres golpes secos y estridentes. El silencio que los rodeaba era tal que todos saltaron de sus asientos. Vernon llevó una mano a su pecho, recuperándose del susto, y Petunia fue a abrir. –¿Sí, diga? Una mujer mayor, de unos sesenta años, y enfundada en un grisáceo traje de oficina, sonrió amablemente a tía Petunia. Llevaba su cabello semi canoso recogido en un moño discreto unos centímetros sobre la nuca, y unos gruesos anteojos ovalados en el tabique de su nariz. Levantó su brazo a la altura de su pecho, mostrando el maletín que cargaba. –Buenos días, señora. Busco al joven Harry James Potter. Harry tragó con fuerza su último trozo de tostada al oír su nombre. ¿Quién lo buscaría? Él no tenía tratos con muggles… Petunia pestañeó un par de veces, para luego inclinarse, como si no hubiera oído bien. –¿Dijo “Harry Potter”…? La anciana asintió, tranquila. –Mi nombre es Ruth Tonks. Soy la encargada de Admisiones del Centro de Seguridad San Bruto para Delincuentes Juveniles Incurables. Esta vez fue Vernon quien se atragantó, aunque, a unos metros de distancia, Harry abría los ojos al máximo. Se levantó de un salto, con una agilidad casi imposible para un obeso como él. Se apresuró a la entrada, y estrechó la mano de la recién llegada con un repentino entusiasmo. –¡Ya era hora de que vinieran! Estoy pidiendo por una vacante hace mucho… –Lo sé, y lamento el atraso, pero es tanta la demanda… – Movió la cabeza y luego bajó sus lentes, escudriñando la casa tras Vernon –¿Podría hablar con el posible interno? –¿Va a llevárselo?– preguntó Vernon sin preámbulos, demostrando un brillo de excitación en sus pequeños ojos de cerdito. Ella sonrió. –Primero debo llenar unos cuantos formularios… Entonces veremos… – Nadie lo merece más, puedo confirmarlo yo mismo– recalcó, ya casi nervioso –Lo he acogido en mi casa por seis años, y no sabe la de situac… –Señor Dursley– lo interrumpió ella, muy calmada para la ocasión –Yo determinaré si el aludido merece o no estar en nuestra noble institución, ¿le parece? Vernon refunfuñó, haciendo que tanto su papada como su bigote se agitaran, pero luego asintió. Entonces Petunia y él voltearon al mismo tiempo, fijando la mirada en el comedor. Harry se levantó sin que lo llamaran; de todas maneras sabía que no pronunciarían palabra. Con un gesto divertido, aunque intentó disimularlo, se acercó a la encargada. –Pero pase, por favor… – sugirió Petunia, diplomática –¿Puedo ofrecerle una taza de té? ¿Unos bollos? –Oh, no, gracias. Debo irme de inmediato. Si me disculpan, quisiera hablar con el joven Potter a solas… Somos muy estrictos para seleccionar a nuestros internos. –Claro, claro… – murmuró Vernon, viendo cómo aquella señora tomaba a Harry del hombro y lo sacaba de la casa hacia el antejardín. Apenas la puerta se cerró tras ellos, los tres Dursleys corrieron al ventanal de la sala, asomándose tras una de las cortinas. No podían escuchar nada desde ahí, pero al menos podrían apreciar la conversación… aunque no por mucho. Convenientemente, la anciana caminó con Harry hasta uno de los grandes arbustos que adornaban la entrada del número 4 de Privet Drive. Vernon ya no los vería desde ahí. Harry pudo, por fin, relajar los hombros. Luego alzó una ceja. –¿Tonks…? Nimphadora Tonks cerró los ojos con fuerza, arrugando los párpados. También cerró sus puños, apretó los labios y, en un par de segundos, su aspecto de anciana oficinista había desaparecido, cambiándolo por una túnica violeta, pantalones brillantes del mismo color, y una chaqueta algo gastada que rezaba “Las Brujas de MacBeth”. Su cabello, ahora corto y de puntas, había adquirido un alegre color verde claro. Si se acercaba más al arbusto, se mimetizaría. –¿Acaso no soy una excelente actriz? Harry le sonrió, mientras ella le guiñaba un ojo. –Casi me lo creí… ¿Cómo supiste sobre San Bruto? –Hey, no pasé cuatro años en la Academia de Aurores por nada… Saqué puntaje máximo en Tácticas de Espionaje Básico. También puedo decirte cuál fue el último negocio de tu tío Vernon, qué flores puso tu tía Petunia en la mesa del comedor… o cuál es el color de tu ropa interior. –¡Tonks!– exclamó Harry, entre aterrorizado y sonrojado. Ella río con ganas. –Calma, calma… sólo fue una broma. Pero lo de tus tíos era cierto… no hemos descuidado sus pasos. Ya sabes cómo es Moody. No hemos recibido quejas tuyas, pero decidimos que alguno de nosotros te vendría a visitar, para cerciorarnos de que todo está en orden. La Metamorfomagia suele ser muy útil en este tipo de casos… – Subió los hombros, acomodándose en su nuevo aspecto, y suspiró –Entonces, Harry… ¿Te han tratado bien? ¿No has tenido problemas? –Estoy bien, no ha sido tan espantoso este verano– explicó él, rascándose la cabeza. Volteó ligeramente, asegurándose de que ninguno de los Dursley estuviera espiando más de lo necesario –Sólo se han dedicado a ignorarme, incluso más que antes. No tengo muchas novedades para ustedes en ese aspecto… pero creo que algo sucedió en la casa de la Sra. Figg. Salió muy temprano de su casa, hecha una furia. La vi desde mi ventana. Poco después regresó con Mundungus, regañándolo para variar. Quizá sucedió algo importante… Tonks arrugó la frente. –No, no lo creo… Remus ya me lo hubiera dicho– pensó hacia sí en voz alta, escudriñando con la mirada hacia donde comenzaba la calle Magnolia –… pero iré a investigar de todas maneras. Aprovecharé que todos están cerca. Harry alzó una ceja. –¿Todos? Ella le sonrió, elocuente, para luego inclinarse un poco hacia él. –¿No notas nada diferente en el barrio? Harry volvió a hacer un gesto de confusión, pero le siguió la corriente y observó detenidamente el pedazo de calle que podía verse desde aquel rincón del antejardín. Y no, para él no había nada extraño. La Sra. Barts, del № 7, hablaba animadamente con el cartero a un lado de la reja. Un poco más allá, en el № 11, un repartidor de volantes dejaba un trozo de papel en el parabrisas del auto estacionado a la entrada. Antes, en el № 2, un… Hey, esperen. ¿Cartero? Hoy es lunes, ¡y él no trabaja los lunes! Entonces parpadeó. Volvió la vista hacia el susodicho, lo escudriñó con la mirada… y suprimió un sobresalto. Debidamente enfundado en el uniforme azul de la Compañía de Correos, Remus Lupin estrechaba la mano de la señora del№ 7, para luego emprender camino calle abajo. Claro que, antes de volver la vista hacia el horizonte, Harry juró que le guiñaba un ojo a distancia. –¡Remus!– exclamó, entusiasmado pero en apenas un hilo de voz. No quería que los Dursleys pensaran que la idea de ir a San Bruto lo había llenado de fascinación. Tonks volvió a sonreír. –… el de los volantes es Dedalus, quien hace el trabajo de Jardinería en la casa № 1 es Emmeline, y quien maneja el camión de basura los sábados es Kingsley. Todos han querido ayudar en algo. Harry se sintió algo abrumado. –No… no era necesario, Tonks, de verdad. No tenían que hacerlo por mí, yo estoy bien. Hay otras formas… – apretó los labios y movió sus pies, incómodo –Apuesto a que Remus debe odiar ese uniforme… –Nadie se ha quejado, Harry– le aseguró Tonks, calmada –Tú eres nuestra principal preocupación. Pero créeme… esto ha sido bastante divertido, sobre todo para Emmeline. Ha recibido una paga excelente, e incluso le dio tiempo para plantar un huerto de rosas en casa de Molly. Además, sólo venimos por aquí de vez en cuando… como un chequeo de rutina. Harry no parecía convencido, pero se obligó a asentir. –Gracias… Tonks movió la cabeza, divertida. –Gracias a ti, Harry. Esto de conocer más a los muggles ha sido muy interesante… – Ambos voltearon para mirar a Dedalus, pero éste ya había doblado la esquina. Tonks hizo un gesto de apuro –Será mejor que me vaya… Cuídate, ¿sí? La amenaza de Moody sigue en pie: que estos odiosos tíos tuyos no se atrevan a tocarte un centímetro, porque no querrán conocer la furia de la Orden. –Lo tendré en cuenta… Ruth– bromeó. Ella le sonrió de vuelta, revolviéndole el cabello. –Es mejor que “Nimphadora”, ¿no? … Harry no respondió, intrigado en el extraño arte que observaba. No entendía cómo podía cambiar de esa forma… tan rauda y abrupta. Su atuendo de joven extravagante había mutado bruscamente a un gris traje sastre, y su piel se había llenado de arrugas. Salieron de tras del arbusto, volvió a guiñarle un ojo a Harry, simuló estrecharle la mano con parsimonia –sólo por si algún Dursley estaba viéndolos– y cruzó la reja hasta perderse en el fondo de la calle. –Al parecer no cumplí con todos los requisitos– explicó Harry a sus tíos minutos después, ya que ellos, como era de esperarse, morían por saber qué había sucedido pero se resistían a dirigirle la palabra. Él resolvió el dilema por ellos –Me avisarán de una nueva postulación el año que viene… Hubiera dado lo que fuera por tener una cámara fotográfica a mano en aquel segundo. El rostro de Vernon era de tal desconsuelo, que bien podía asimilarse a las más empalagosas actuaciones que llenaban las telenovelas que a tía Petunia tanto le gustaban… Algunos rasguños en la ventana volvieron a interrumpir sus recuerdos. Bajó la mirada y encontró a Hedwig, irguiendo el pecho y restregando sus alas, deseosa de entrar en la habitación. Harry le hizo un gesto con la cabeza y ella se posó tranquila sobre el escritorio. Tras unos sonidos guturales, dio algunos picotones de cariño en la palma de su dueño y mantuvo su pasividad hasta que Harry hubo quitado la carta anudada en su pata izquierda. Debía ser la respuesta de Ron: hace sólo unas horas Harry había enviado a Hedwig para preguntar cuándo vendrían por él. Hace semanas que había tratado de comunicarse con él, pero no lo había logrado. Hedwig regresaba con la carta intacta, como si la hubieran obligado a volver. Ni siquiera había recibido una tarjeta de felicitación de su parte por su cumpleaños… y aquello le extrañó, sobretodo después de la sorpresa que sus amigos le habían dado. Prácticamente toda la AD se había acordado de él, y abarrotaron su mesa de noche con tarjetas de saludo. Hasta Cho le había escrito una pequeña nota… pero Ron, su mejor amigo, había brillado por su ausencia. Entonces volteó, mirando sobre su escritorio: mostrando airosas sus contenidos, estaban las cartas de los miembros de la AD, de Hagrid (junto a varios bollos de azúcar que Harry prefirió no probar), de Remus (sencilla pero afectuosa) y la de Hermione, una de las últimas en llegar y, también sospechosamente, bastante más escueta de lo que hubiera esperado. A Harry todo esto le tenía muy intrigado, pues comenzaba a pensar que algo malo le podría haber sucedido a los Weasleys. Entonces recordó el último número de “El Profeta” y se calmó; si algo extraño estuviera pasando, ya lo hubiera sabido. “El Profeta” jamás perdía la posibilidad de anunciar un buen chisme. Además, Tonks se lo hubiera mencionado. Entonces, e intentando dejar de lado aquella idea de fatalidad, pensó en las posibilidades que le quedaban. Ron siempre había tenido una correspondencia muy fluida con él, y sobre todo, contaba los segundos para que se reunieran en su casa. Pero este verano había sido distinto: Ron apenas había dado señales de vida, y lo peor de todo, no había dado indicios de querer invitarlo a la madriguera. ¿Estaría enfadado con él? No, no era posible; si así fuera ya lo sabría. Lo cierto es que Harry tenía una fuerte sospecha, después de todo, y no lo culpaba. Lo más seguro es que Ron no supiera cómo hablarle, cómo tratarlo luego de que lo de Sirius fuera tan reciente, y prefería simplemente no escribirle. Encontrarse cara a cara con él sería quizá muy incómodo. Y lo pensaba también para Hermione, Remus o Hagrid: ninguno de los tres le había preguntado nada sobre el asunto, y él lo prefería así. En el fondo, agradecía sus silencios. En un último intento, hizo otra carta y envió nuevamente a Hedwig a casa de Ron, sin más esperanzas que las veces anteriores… sólo que ahora, varias horas después, ella estaba ahí, rebosante, visiblemente alegre por haber dejado, por fin, la nota en manos de su destinatario. Si bien es cierto que la vida de Harry en Privet Drive no había sido tan miserable este verano, sí estaba ansioso por ver nuevamente a sus amigos y regresar, como siempre, al mundo al que realmente pertenecía. El silencio en aquel terreno muggle no lo ayudaba a superar su pena… aunque no estaba demasiado seguro de que Hogwarts fuera un mejor salvavidas… Apartó algunos libros de su cama y se sentó, estirando el pequeño pedazo de papel ante sus ojos. La carta era breve, pero suficiente para saciar el nerviosismo de Harry: Querido Harry: Perdón por no haberte escrito antes pero, ¡Feliz Cumpleaños!. Esta noche iremos por ti. Mis padres han estado muy ocupados en sucesivas reuniones del Ministerio de Magia. Ya sabes, por todo esto de que el Señor Tenebroso ya regresó y hay que tomar medidas, pero Mamá me dijo que podría ir a buscarte hoy. Tengo muchas cosas qué contarte, amigo. ¡Y ah! Ponte tu mejor ropa muggle. Ya te lo explicaré. Ron Instintivamente pasó una mano por su rebelde cabello. ¿Por qué tenía que vestirse con su mejor ropa? Quizá el Señor Weasley tendría invitados a algunas personas del ministerio para cenar, y Ron querrá que todos den una buena impresión. Entonces sonrió, satisfecho. Si este hubiera sido otro año, el nerviosismo de hacer un papelón lo hubiera hecho temblar, ya que la ropa usada y extra-grande de Dudley distaba mucho de ser un buen atuendo. Pero gracias a la conversación de algunos miembros de la Orden con los Dursleys meses atrás (siempre en un tono oportunamente amenazante) Harry no sólo logró un mejor trato dentro de la casa, sino además se atrevió a exigir algunas cosas, empezando por su guardarropa. Abrió lentamente su armario y arqueó las cejas: al menos dos cajones con ropa muggle sin estrenar saltaban a la vista. Estiró su mano derecha y tomó unos pantalones negros. Pensó un momento y luego sacó una camisa negra a rallas. Observó las dos prendas y sonrió de nuevo. Nunca antes se había preocupado tanto por su aspecto; últimamente pasaba mucho tiempo frente al espejo tratando de domar su cabello, lográndolo sólo a medias. Miró su reloj: las seis y media. No tardarían mucho en llegar. Dejó sus anteojos sobre la mesa de noche y comenzó a cambiarse, mientras pensaba qué eran todas esas cosas que su amigo tendría que contarle. ΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩ Pequeño Hangleton se había convertido, con el pasar de los últimos años, en un oscuro pueblo fantasma. La muerte de Frank Bryce y las innumerables historias tenebrosas que rondaron su deceso terminaron por ahogar el encanto del lugar, y lo abandonaron, por miedo o ignorancia, como una parada suprimida del camino. Aun cuando a unos pocos kilómetros había personas quejándose por las altas temperaturas, por las calles de este pueblo corría una brisa gélida que chocaba con las ventanas quebrajadas, y entre tanta desolación, los rumores de sangre y muerte no parecían tan fuera de lugar. No quedaba nadie; los últimos en marcharse probaron suerte en Londres, y otros, más reticentes a un viaje tan largo, se refugiaron en Gran Hangleton, la ciudad aledaña. El pueblo estaba sumido en un profundo silencio, triste y lúgubre… pero para los veinte moradores de la antigua mansión Riddle, aquello parecía más bien una bendición. El aire frío del sótano se llenaba a ratos de ruido de capas. Aquellos encapuchados, misteriosos y siniestros, apenas respiraban bajo sus máscaras, unos por nerviosismo, otros por un recelo incontrolado. Sólo Peter Pettigrew, bajo, rollizo y prácticamente calvo, debía sonreír sí o sí hacia su amo. Esquivando algunos muebles sucios y desgastados, llevaba una bandeja con dos tazas de té. Su nueva mano metálica era indestructible, firme y de extraordinaria fuerza, pero carecía de sensibilidad, característica especialmente necesaria para este tipo de trabajos. Ya más de una vez había vuelto el té sobre un mortífago, o quebrado varios platos en la cocina. No controlaba bien su poder, no podía distinguir las texturas y pasaba varios minutos intentando colocarse su capa. Durante los últimos meses aquel regalo de Voldemort se había vuelto un fastidio, pero no podía ni chistar. Sería un gran deshonor… o peor que eso: quejarse sería un atrevimiento que el Señor Tenebroso no toleraría, ni menos en aquellos días en que las cosas no parecían ir muy bien para el “lado oscuro”. Cerca del fuego recién encendido, Voldemort revolvía lentamente su taza de té. Reunidos junto a él, pero debidamente enfrascados en sus trajes mortuorios, Wolden McNair, Vincent Crabbe, Bellatrix Black Lestrange, Antonin Dolohov, Gregory Goyle, Theodore Nott y aquel de apellido Avery esperaban nuevas instrucciones. De vez en cuando se agitaban inadvertidamente tras sus trajes… El rostro de su amo aún era irreconocible, escamoso, por lo que sus mascaras respectivas les servían de gran ayuda al tener que conversar con él. Así, al menos, no pecarían de descorteses. Tras un breve siseo, Voldemort tomó un sorbo. Pettigrew y Crabbe, quien estaba a su lado, hicieron muecas de asco, pero intentaron que no se notara más de lo debido. Y antes de que cualquiera quisiera hacer el más mínimo comentario, la voz “serpenteada” del mago antes llamado Tom Riddle se escuchó, fuerte y decidida. –¿Tenemos noticias de los hermanos Lestrange?– preguntó, pausado. Theodore Nott se adelantó a sus compañeros, compartiendo miradas de aprobación antes de hablar. –Rodolphus y Rabastan aún se encuentran en la misión que les encomendaste, mi señor. Los escasos cabellos en su cabeza se movieron en un pequeño temblor. Al parecer, Voldemort estaba asintiendo. –¿Y qué hay de nuestros desertores…? ¿Alguien fue tras aquellos que osaron olvidar mi nombre? –Sí, mi señor. Lucius Malfoy se encargará de eso, señor… – respondió Peter, un poco nervioso por tener que aportar su voz a la conversación, pero satisfecho por ser útil a su amo. –¿Hay algo más que debería saber? –Si me lo permitiera, señor… – comenzó a decir Bellatrix, acercándose a Voldemort sin inmutarse aun ante tal cercanía con su rostro negro y semi putrefacto –… hay un traidor al que quisiera atrapar personalmente. Si me dejara… Señor, si sólo confiara en mi proceder, le juro que lo traeré a sus pies, retorciéndose de dolor. Voldemort hizo un gesto de sorpresa. Si bien el grueso de sus seguidores era de género masculino, últimamente quien parecía más encantada de estar nuevamente al servicio de las artes oscuras era Bellatrix, la flamante Sra. Lestrange. Y más que aturdirlo, para él simulaba un beneficio. Con un leve movimiento de cabeza, la instó a salir del salón. Ella sonrió a medias y caminó hasta las escaleras. –Cuando Lucius establezca contacto, avísame cuanto antes, Pettigrew. Hay algunas cosas que me quedan por hacer antes de regresar a Hogwarts… Peter asintió en silencio, cabizbajo. Podía oler el temor… el odio en su respiración y en sus palabras. Esperaba sentir algún día la completa seguridad de que se encontraba en el bando correcto. Si no, asumiría la peor de las consecuencias… peor que la muerte que Sirius nunca alcanzó a propinar.
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