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Guy Sajer - El soldado olvidado-ePubLibre PDF

629 Pages·1967·2.923 MB·Spanish
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Estremecedor relato autobiográfico de un soldado de infantería alemán durante la segunda guerra mundial. Escrito de manera sencilla y directa, Guy Sajer nos traslada al frente del Este durante los años de 1942 a 1945. Todo el relato esta escrito desde la perspectiva de un soldado raso, apenas adolescente, y que va siendo consciente poco a poco de la gran tragedia en la que se ve envuelto. Guy Sajer es el seudónimo de Guy Mouminoux (París, 13 enero de 1927). Su padre era francés y su madre alemana y vivía en Alsacia al comenzar la segunda guerra mundial, territorio incorporado por Hitler a la Gran Alemania. Guy Sajer terminó como soldado alemán haciendo la guerra en el frente del Este, la Unión Soviética. Tenía apenas 17 años y estaba convencido, gracias a la eficaz propaganda del régimen, de que Hitler era un verdadero caudillo y de que el ataque a los rusos se justificaba plenamente. No albergaba dudas existenciales o políticas y estaba orgulloso de su pequeño papel en la gran campaña. Así, en julio de 1942, un año después de la invasión, el soldado de segunda clase Sajer se incorporó al combate. En estos años recorrerá parte de la Unión Soviética y acompañando el retroceso los ejércitos alemanes combatirá en la desesperada defensa de Prusia. En tres años el joven se convertirá en adulto a pesar suyo, y con una suerte increíble podrá sobrevivir a las peores situaciones de una guerra que dejó a la mayor parte de sus camaradas por el camino. Perteneciendo a la división Gross Deutschland, una unidad de elite del ejército alemán, vivió la implacable disciplina impuesta a los soldados alemanes, y también la crueldad de un frente que fue, con mucho, el más duro de todos los frentes de la segunda guerra mundial. Guy Sajer El soldado olvidado ePub r1.2 Titivillus 10.04.2020 Título original: Le soldat oublié Guy Sajer, 1967 Traducción: Domingo Pruna Editor digital: Titivillus ePub base r2.1 PRESENTACIÓN Guy Sajer… Guy Sajer, ¿quién eres? Mis padres nacieron a unos mil kilómetros de distancia. De una distancia preñada de dificultades, de complejos extraños, de fronteras entremezcladas, de sentimientos equivalentes e intraducibles. Yo soy el resultado de esa alianza, a caballo de esta delicada alianza con una sola vida para enfrentarme a tantos problemas. He sido niño, pero esto no tiene importancia. Los problemas existían antes de mí, y yo los he descubierto. Después llegó la guerra. Y entonces, me uní a ella porque no hay muchas cosas a esa edad, que yo también tuve, de las que uno se enamora. Fui brutalmente satisfecho. De pronto tuve dos banderas que honrar, dos líneas de defensa; una, la Siegfried y otra, la Maginot. Y, además, también tuve dos grandes enemigos en el exterior. Serví, soñé, esperé. También tuve frío y miedo bajo el portal al que nunca se asomó Lili Marlene. También tuve que morir un día, y, desde entonces, nada ha tenido mucha importancia. Por esto sigo así, sin arrepentirme, apartado de toda condición humana. Guy Sajer Su padre es francés, del Macizo central, su madre alemana, de Sajonia. A través de las palabras de su padre, antiguo combatiente de la Gran Guerra, se imagina a los alemanes como monstruos que cortan las manos a los niños. El primer soldado alemán que ve —tiene catorce años— es en junio de 1940, en el Loiret, donde la Wehrmacht acaba de alcanzar la riada de refugiados —le parece un guerrero espléndido, un gigante. Está deslumbrado. Admira y tiembla: van a cortarle la mano. No le cortan la mano, le dan de comer y de beber. Con los suyos vuelve a Wissembourg, en Alsacia, donde su familia está establecida desde hace unos años. Alsacia es anexionada al Gran Reich alemán. De un campamento de juventud en Estrasburgo, pasa a un campamento de juventud en Kehl. El Arbeitsdienst no es muy glorioso. Sus compañeros y él envidian a los pequeños alemanes de su edad que, con el uniforme de la Hitlerjugend, se preparan para el gran juego de la guerra. Darían cualquier cosa por hacer lo mismo, por sentirse sus iguales. Por un encadenamiento natural —la máquina alemana funciona bien— se encuentra como conductor en el Cuerpo de Intendencia. No es la Luftwaffe o la unidad combatiente con la que había soñado y en la que, a su vez, se habría cubierto de gloria. Pero, en suma, es la Wehrmacht. Y, a partir de octubre de 1942, está destinado en Rusia, donde se juega la gran aventura. En mayo de 1943, a los diecisiete años, ingresará en la División de élite Gross Deutschland para vivirla hasta el fin, hasta el extremo del horror. Ha vuelto de ella. Marcado para siempre. Por tantos sufrimientos, por tantos muertos. Sobre todo había creído batirse por algo, por grandes cosas y le hacían saber que se había batido por nada, que sus camaradas habían muerto por nada, peor aún, por una empresa que la conciencia mundial condenaba. Él no lo comprendía. Y veía que nadie podía comprenderle, ni siquiera oírle. Estaba solo con su historia. En 1952, durante una enfermedad, empezó a escribir en una libreta escolar la verdadera historia de aquel muchacho que… Día tras día, volviendo sobre sus pasos, reviviéndolo todo. Al cabo de cinco años, aquello se convirtió en diecisiete cuadernos, escritos con lápiz, ilustrados con dibujos precisos como láminas de anatomía —para no olvidar nada—. Diecisiete cuadernos que él llevaba consigo a todas partes, con unas ganas furiosas, a veces, de destruirlos. Fueron leídos por algunos amigos que hicieron publicar fragmentos en una revista belga. Un día llegaron a nosotros. Helos aquí. El estilo podrá sorprender. Ciertamente, no es el de un escritor profesional, sino sencillamente el de un hombre que, con palabras suyas y con imágenes suyas, a veces torpemente, a menudo con brillantez y siempre con fuerza, trata de decir lo que todavía no había sido dicho. PRÓLOGO 18 de julio de 1942. Llego a Chemnitz, a un cuartel formidable de forma circular, todo blanco. Me siento muy impresionado, con una mezcla de temor y de admiración. A petición propia, soy destinado a la 26.ª Sección de la Escuadrilla Sturmkampflugzeug Kommandant Rudel. Desgraciadamente, soy rechazado por no superar los test de la Luftwaffe; sin embargo, los escasos momentos pasados a bordo de los JU-87 quedarán como unos recuerdos maravillosos. Vivimos con una intensidad que nunca había sentido. Cada día trae novedades. Tengo un uniforme nuevo, flamante y a mi medida y un par de botas menos nuevas, pero en muy buen estado. Estoy muy orgulloso de mi atuendo. La comida es buena. Aprendo también algunas canciones militares que tarareo con un horrible acento francés. Los otros soldados se ríen. Están destinados a ser mis primeros camaradas en este lugar. La instrucción de la infantería, a la que he sido destinado, es menos divertida que la vida de aviador. La vida del combatiente es lo más duro que he conocido hasta el presente. Estoy extenuado; muchas veces me duermo en la cantina. Pero me encuentro estupendamente, y una alegría que no comprendo, sobre todo después de tantas aprensiones, está en mí. El 15 de septiembre abandonamos Chemnitz y sus cercanías. Nos dirigimos a pie a Dresde —cuarenta kilómetros— donde cogemos un tren rumbo al Este. Atravesamos buena parte de Polonia. En Varsovia paramos algunas horas. Con mi destacamento, visito la ciudad, principalmente el famoso gueto, o más bien lo que queda de él. Volvemos a la estación, rompiendo filas. Todos mostramos unas caras sonrientes. Los polacos también nos sonríen, las muchachas sobre todo. Algunos soldados, mayores y más

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