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girolamo cardano sobre la inmortalidad de las almas PDF

251 Pages·2001·0.96 MB·Spanish
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GIROLAMO CARDANO SOBRE LA INMORTALIDAD DE LAS ALMAS Traducción de José Manuel García Valverde NOTA INICIAL He aquí el complemento de la edición crítica del De immortalitate ani- morum que va a ser publicada en breve. En un principio esta traducción acompañó a dicha edición crítica en el primer volumen de lo que fue mi Tesis Doctoral, que versó precisamente sobre este escrito de Cardano. Sin embargo, las peculiares características de las ediciones críticas que se están publicando en el seno del Progetto Cardano me han llevado a desligar esta traducción del texto latino. Puesto que a la labor de traducción del texto le he dedicado mucho tiempo y representa en realidad el testimonio más im- portante de la interpretación que he hecho de él, he creído oportuno permi- tir que quienes estén interesados en él, así como en general en la psicología de Cardano, tengan acceso a esta traducción al español dentro de la página web del Progetto. Para una contextualización de este escrito tanto en la filosofía de su tiempo como en la obra de su autor remito al «Estudio Preliminar» que aparece en la edición crítica (G. Cardano, De immortalitate animorum, ed. J. M. García Valverde, FrancoAngeli, Milán 2006, pp. 19-105). Allí hay además una amplia bibliografía, un copioso aparato crítico y un índice de nombres y obras. Por otro lado, indico en el cuerpo de esta traducción la paginación de las dos ediciones que ha tenido este texto, la original de 1545 (pp. 1-308) y la de las Opera omnia de 1663 (vol. II, pp. 456-536b). Una vez más, y nunca serán suficientes, quiero agradecer a Guido Can- ziani y a Marialuisa Baldi la atención que me han prestado, sus consejos y la amabilidad con la que me han tratado siempre. Y no quiero terminar sin reconocer la enorme deuda que tengo con Francisco Socas, quien ha lucha- do tanto como yo con las dificultades que este texto de Cardano ofrece a su interpretación y traducción: todo el acierto que hay en las páginas que si- guen a continuación debo compartirlo con él, los errores son sólo atribui- bles a mí. ÍNDICE PRÓLOGO Pág. 1 CAPÍTULO I ,, 5 CAPÍTULO II Argumentos a favor de la inmortalidad ,, 23 del alma CAPÍTULO III Razones de Platón a favor de la inmorta- ,, 33 lidad del alma CAPÍTULO IV Opiniones de los antiguos acerca del ,, 46 alma CAPÍTULO V La opinión de Aristóteles acerca de la ,, 86 inmortalidad del alma CAPÍTULO VI Razones de Aristóteles a favor de la ,, 113 inmortalidad del alma CAPÍTULO VII Las restantes razones a favor de la in- ,, 130 mortalidad del alma CAPÍTULO VIII Las respuestas a los argumentos pre- ,, 141 cedentes CAPÍTULO IX La opinión de la unidad del intelecto ,, 147 con sus fundamentos CAPÍTULO X La manifestación de algunas premisas ,, 154 para la demostración del intelecto humano CAPÍTULO XI La opinión de Aristóteles acerca de la ,, 184 inmortalidad de las almas CAPÍTULO XII Solución de los argumentos en contra ,, 195 de la inmortalidad del alma CAPÍTULO XIII Digresión acerca de la inmortalidad ,, 217 del alma según los que se manifiestan en términos natu- rales CAPÍTULO XIV Argumento en calidad de fundamento ,, 225 de lo dicho antes CAPÍTULO XV Solución de algunos problemas dentro ,, 231 de esta metodología de los filósofos Índice de asuntos importantes de esta obra ,, 244 Prólogo |3| |456| Gerolamo Cardano, médico, a Giacomo Filippo Sacchi, Go- bernador de la Galia Cisalpina PRÓLOGO I gual que los filósofos antiguos no conocieron la existencia de Dios sino gracias a aquella prueba de la contemplación del cielo brillantísimo y bellísimo, así reconozco que nunca me fue posible demostrar la inmortalidad de nuestro intelecto con razo- nes naturales sino cuando contemplaba la mente en algún aspecto prácticamente divino y de origen celeste. Por lo tanto, tras dirigir durante largo tiempo mis ojos acá y allá, me parece que tú, entre otros y en posición preeminente, eres el que, adornado con tantas virtudes, con tan singular previsión, con tan gran pericia en las dedi- caciones públicas, con tan preclara erudición, benevolencia, fe y reli- gión, puedes exhibirte como ejemplo de la divinidad de nuestra alma. Pues, de la misma forma que los artistas en la Antigüedad cuando iban a comenzar una obra buscaban algún modelo acabado, como es el caso del Zeus olímpico de Fidias, o de su Minerva ateniense, o si había que pintar, se ponían delante entre las vírgenes sagradas a la Venus de Apeles o su Diana, así también nos fue conveniente, para el tema de esta obra, encontrar un ejemplar insigne de mente humana. De modo que, cuando observo tu vida, tus costumbres, tu edad, la excelencia de tu alma, creo que, de entre todas las cosas que resultan necesarias para demostrar la inmortalidad de la mente, sólo tú puedes satisfacerme. |4| Y, en efecto, pasaré por alto en qué grandes peligros estuviste al lado del duque Francesco Sforza, que él por tu fidelidad fue primero ayudado y salvado, y finalmente con tu previsión fue incluso repuesto en su trono, que Antonio Leyva, varón resuelto, Marino Caracciolo, cardenal de probidad y piedad singulares, Alfon- so Ávalos, príncipe óptimo y brillantísimo, todos los gobernadores de esta provincia, aunque eran todos de muy diferente carácter entre sí, si bien a cada cual mejor, te tuvieron a ti en grandísima amistad con una continuidad inalterable, y siempre hicieron uso de tu buen conse- jo en la administración. Considero que en realidad mayor que todas estas cosas es aquello de que el mismo César, tras heredar el reino, hasta tal punto reconoció tus actos, tu integridad, y se admiró de tu 1 Prólogo fidelidad, que a ti y a tu senado, del cual ya eras el principal, para que, en efecto, ni uno fuera relegado en aquel orden, os conservó en toda vuestra autoridad, lo cual en verdad debe ser prueba de la inte- gridad de todos aquéllos, y de tu ingente sabiduría. ¿Podría yo no admirarme de aquel que, aunque con Francisco Sforza, por fidelidad, hubiera mantenido en una ocasión en la ciudadela de Júpiter un ase- dio de un año contra el César, tras ser reconquistada la provincia por él, por su singular justicia y piedad fue respetado, y confirmado en el más alto cargo? Y ello con razón: ya que el César nos puso de mani- fiesto a todos el hondo juicio de su alma casi divina, al mismo tiem- po que su religiosísima mente. Había él entendido, en efecto, de cuánto consuelo servirán para la población afligida los varones ópti- mos y extraordinariamente previsores, |457| de modo que puedan retener los ánimos con su justicia, aliviar los males con su benevo- lencia, acudir en favor de los que están en peligro con su sabiduría. Así pues, eso no sólo fue glorioso para ti, sino también saludable para tu provincia y para el César: fue prueba no sólo de su óptimo consejo, con el que todo lo gobierna, sino de su talante agradecido cuando pareció reconocer tu cumplimiento y dedicación hacia él |5| cuando a la muerte de Sforza estábamos en una suerte de regencia. Quedaba, sin embargo, una cosa para confirmar nuestro intento, la cual los enemigos de la inmortalidad nos oponen como si se tratara de un argumento hercúleo, es decir, que nuestra mente parece agotar- se en la vejez y enfermar. Esto sólo tú entre muchos lo has aniquila- do de forma tan egregia que verdaderamente te conviene aquel sabio dicho de Plutarco: «kaˆ m£lista sózetai pÒlij, œnqa boulaˆ gerÒntwn ¢risteÚoisi.»1 Por esta razón, no está mal dicho aquello de Homero acerca del anciano: «palai£ te poll£ te e„dèj,»2 y no es extraño, dado que al carácter y a la educación se le añadió la edad. Pues existen abundantes testimonios de la sabiduría senil: el Decreto del, en tiempos, sapientísimo pueblo ateniense con el que se cuidaba de que sólo aquellos que hubieran llegado a los cincuenta años fueran llamados por el pregonero al Consejo. Así pues, dado que a partir del ejemplo de tu ínclita virtud he llegado a entender que puedo demos- 1 «...y mayormente se conserva la ciudad en donde sobresalen los juicios de los ancianos.» 2 «...<tú> sabedor de muchas y antiguas cosas.» 2 Prólogo trar con razones naturales la inmortalidad de nuestra alma, si no te dedicara a ti esta obra, ¿acaso no te pareceré con razón un ingrato, por más que te esté privando de un exiguo premio? Y no vayas a convencerme de que estoy poseído por el afán de halagarte, de tal manera que, impresionado por la admiración hacia un solo hombre, emprenda una tarea de tanta importancia. En verdad, tan pronto co- mo me advertí de la grandeza de tu alma, vuelto hacia otros varones, empecé a indagar lo que en ellos había de sabiduría, de santidad y de divinidad, y finalmente también a constatarlo: y por esta causa sólo tú me proporcionas el inicio y la prueba de esta obra, ya que tú como guía entre muchos y como vanguardia del propósito has enaltecido mi alma para emprender tan gran misión. Por lo tanto, cuando toda- vía no había terminado los libros Acerca de la sabiduría, los cuales dediqué a Francisco Sfondrati, Obispo de Sarno, varón señalado en previsión e integridad, acometí la escritura de este opúsculo, en el cual quisiera que no buscaras, digamos, la locuacidad griega, o entre- tenimientos inanes (que yo siempre evité), |6| sino la fuerza del con- tenido y de las razones, y la sutileza de la interpretación. Y si no hemos logrado esta tarea, por culpa de una dedicación tan asidua a la escritura, a la enseñanza y a la medicina, y por culpa de multitud de ocupaciones, ¿qué hay de extraño, cuando por épocas ni siquiera puedo <ocuparme de ella>? Así pues, por esta causa quiero que no tú, que todo lo tomas con tu habitual benevolencia, sino estos duros censores reciban mi ruego de que, si piensan haber hallado algún error, tengan a bien ser considerados con el que está imposibilitado con tantos asuntos, u ofrecer ellos mismos ideas mejores. Pero si alguien por casualidad nos pregunta sobre el propósito de esta obra, respondemos lo siguiente: como quiera que los preceptos de la sabi- duría toda transmitidos por los antiguos estén contenidos en esos tres, «Gnîqi seautÒn, toÝj ¥llouj, kairÒn»3, de ellos el más difícil era conocerse a sí mismo, como Tales dice; los otros dos los habíamos enseñado en los libros Acerca de la sabiduría, así que sólo éste que- daba por demostrar. Pero, ¿de qué manera nos conoceremos mejor, digo yo, que si conocemos la substancia propia de nuestra alma, su origen, cuán divina y noble es, de dónde procede, a dónde se mar- cha? Así pues, con la voluntad de mostrar todas estas cosas a partir 3 «Conócete a ti mismo, a los otros, lo conveniente.» 3 Prólogo de los principios de los filósofos naturales, para no demorar más tiempo tus ocupaciones, Giacomo Filippo Sacchi, óptimo y sapientí- simo, comienzo a partir de aquí. 4 Capítulo I |7| |458a| GIROLAMO CARDANO, MÉDICO, SOBRE LA INMORTALIDAD DE LAS ALMAS Al sapientísimo varón Giacomo Filippo Sacchi, gobernador ópti- mo de la Galia Cisalpina. |458a| A menudo y durante mucho tiempo se ha dudado de si esta alma nuestra es inmortal e incorruptible, como una divinidad; o, más bien, como les pasa a las almas de todos los demás seres vivos, está sujeta a la muerte y perece a la vez que el propio cuerpo. Y, si sobre- vive, también se duda de si es una y la misma la que existe para to- dos los hombres, igual que con un sol lucen todas las cosas; o si, más bien, está distribuida por cada uno de los cuerpos mortales, de mane- ra que hay tantas almas como hombres. Luego, si es una, ¿es también una la substancia misma de la que están constituidas las almas?, ¿es, en efecto, plural la distribución de las almas, mientras que es uno su principio? Pero, aunque el principio sea único e inmortal, ¿acaso lo que se encuentra en nosotros es al mismo tiempo también perpetuo?, ¿acaso lo que puede separarse es eterno? |8| Y por esta razón no siempre se puede entender como dotado de un principio extrínseco aquello que en nosotros se corrompe y no permanece, ya que su natu- raleza, aunque sea eterna, lo es a la manera de la luz solar, que se derrama sobre la variedad de cosas subyacentes, por más que su cau- sa sea inmóvil y eterna. Y si eso es en nosotros inmortal, ¿acaso es sólo una, o son muchas las cosas que deben calificarse de libres de la muerte? Y, en efecto, no hay una cuestión más difícil, o de mayor importancia en opinión de los hombres, o más útil, o tratada con una mayor disputa. Cada uno tiene como verosímil los argumentos de sus escuelas. Sin embargo, la que hace al alma mortal, estando en la po- sición más solitaria, se opone directamente a todas las demás. No es de extrañar, pues, que sólo ésta tenga muchas razones contra las res- tantes. (1) Pues, ¿qué necesidad hay, dicen ellos, de tantas razones para discernir la naturaleza del intelecto, cuando, como todas las de- más cosas, lo vemos desde la infancia aumentar y disminuir en la vejez hasta tal punto que se reduce a la nada? (2) Luego, en efecto, aunque de todos los cuerpos celestes haya una sola alma, y sea pe- queño el número de seres inmortales en tan inmensa mole, estos mismos seres inferiores estarán dotados de una cantidad innumerable de dioses: debe ser considerado divino lo que es inmortal y siempre 5 Capítulo I intelige; será, en efecto, inmortal incluso un solo deleite suyo. (3) Y si sobrevive, ¿para qué?, ¿acaso lo hará como substancia inactiva sin tarea, o de nuevo tendrá otra tarea sin valerse de los sentidos o de la vida?, ¿o quizá (como decían los estoicos) vivirá, sí, hasta el punto en que llegue el mundo a la conflagración futura, de lo cual ellos están convencidos? |9| Entonces el alma juntamente con la totalidad del orbe será destruida. |458b| (4) Pero, ¿qué es lo que a vosotros, que sois por encima de todo mortales, os atiza hacia esta esperanza tan grande e increíble, cuando veis a tantos hombres seguir las hue- llas de los animales, y a tan pocos cultivar la virtud y la erudición? Y de entre ellos, sin embargo, muy pocos son los que alcanzan una sa- biduría digna, y dedican una mínima parte de sus vidas a esta re- flexión; el resto en su totalidad suele consagrarse al sueño, al vino, y a otras cosas que son necesarias y tenemos en común con los demás animales; y si juzgaras diligentemente la ciencia universal de un hombre eruditísimo, por más que haya dado cumplimiento a una vida completa entregada a los estudios, sin embargo nada encontrarás allí digno de la inmortalidad, sino unas pocas cosas confusas, oscuras, inciertas, tomadas de una infinita y clarísima serie de cosas, de modo que en verdad es poco lo que se diferencia el docto del indocto, in- cluso de una bestia, y sea como sea este intervalo, nunca reconocerás que es infinito: lo cual, por el contrario, es necesario que admita quien piense que nuestra alma es inmortal. Añádase, por otro lado, cuán violentamente, con cuánta dificultad, con qué absoluta oposi- ción por parte de la naturaleza, y con cuánto dispendio de vida, so- mos arrastrados hacia esa minúscula porción de sabiduría, de modo que, cuando ya empieza a morir el hombre, apenas piensa que sabe algo. Y, sin embargo, ese saber es recogido gracias al arte de muchí- simos hombres, a un estudio de muchos siglos, y a base de enormes fatigas. (5) Así pues, si es verdad que las almas de los hombres so- breviven, es sorprendente que ninguna de ellas haya venido nunca a nosotros durante tanto tiempo. Pues las historias que se narran de estas cuestiones deben tenerse claramente como fábulas. No fue, en efecto, tan audaz Aristóteles cuando, a pesar de atribuirle al alma una cierta inmortalidad, negó, sin embargo, que tras la muerte se acuerde de lo que hizo en vida. |10| No obstante, tal como suele hacer en un asunto que resulta al menos dudoso, y habiendo quedado patente su negativa, podría haber pasado por esta cuestión en silencio. (6) Pero 6 Capítulo I pongamos que sean ya inmortales las almas, ¿por qué no sólo el hombre entero se aflige en los suplicios, sino que, aun habiendo sido hecho de naturaleza divina, es llevado al mal? Pues, aunque sea exi- guo lo que es divino, manda, sin embargo, en la totalidad de la mole, y gobierna aquel cuerpo constituido de elementos. Y como el alma puede arrastrar a cualquier cosa hacia lo contrario, pues en el caso de los árboles hace crecer hacia lo más alto lo que es pesado, y en el de los animales que vuele y salte lo que por su propia naturaleza se diri- ge hacia abajo, ¿cuánto más verosímil es que, si esta alma nuestra es divina, su artificio, aunque le estorbe la pesadez de los sentidos, deba arrastrarnos hacia la divinidad? |459a| (7) Luego, ¿por qué hasta tal punto estamos deseosos de gloria y de fama, que es una cierta som- bra, y bastante tenue de nuestra vida, si la vida sobrevive tan solida- mente tras la muerte? (8) Pero, ¿por qué celebramos a Aquiles y a Homero, y a Cicerón como a hombres ciertamente extraordinarios, si siendo el alma inmortal todos van a ser en el futuro mucho más im- portantes, es más, ni aquéllos serán considerados más dignos que la mayoría? (9) O, ¿por qué no soportas en menor medida la muerte, es más, tenemos más miedo si se ha de transitar hacia otra vida más excelente? (10) Finalmente, si este intelecto es divino, ¿qué es lo que directamente le impide inteligir en todo momento? (11) Y el que sean tantas las diversas opiniones acerca de su inmortalidad, habiendo una sola la verdad, no proviene de otro sitio sino del hecho de que ningu- na de ellas es verdadera, y sucede por esto lo que a la fiera rodeada con redes, que, como no tiene ningún lugar por el que salir, se detie- ne en muchos lugares como si por allí pudiera emprender la huida. (12) Pues, el que debamos considerar indubitable la inmortalidad del alma no debería creerse gracias a ninguna razón distinta de aquella que está relacionada con los bienes y los males. |11| Pero, ¡qué justo es por el desliz de un breve tiempo hacer sufrir a alguien perpetua- mente! Ni las leyes de los tiranos ordenan eso. Ahora bien, no hay nadie entre los filósofos tan necio que se haya atrevido a sostener una opinión tan torpe, cuando es necesario que aquella substancia purí- sima esté libre de toda afección, y aún más de todo sufrimiento, a no ser únicamente Platón, quien a pesar de que se proponía otra cosa, por eso tan sólo sin embargo fue criticado, de ahí que se lanzaran contra él estos versos griegos: 7

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inmortalidad de las almas. ,, 184. CAPÍTULO XII Solución de los argumentos en contra de la inmortalidad del alma. ,, 195. CAPÍTULO XIII Digresión
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