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Estudios de lexicografía española PDF

453 Pages·2003·13.248 MB·Spanish
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BIBLIOTECA ROMÁNICA HISPÁNICA FUNDADA POR DÁMASO ALONSO II. ESTUDIOS Y ENSAYOS, 431 O MANUEL SECO © EDITORIAL GREDOS, 2003 Sánchez Pacheco, 85, Madrid www.editorialgredos.com Segunda, edición aumentada Diseño gráfico e ilustración: Manuel Janeiro Depósito Legal: M. 34654-2003 ISBN 84-249-2346-4 Impreso en España. Printed in Spain Encuademación Ramos Gráficas Cóndor, S. A. Esteban Torradas, 12. Polígono Industrial. Leganós (Madrid), 2003 MANUEL SECO ESTUDIOS DE LEXICOGRAFÍA ESPAÑOLA SEGUNDA EDICIÓN AUMENTADA <$> C R E D O S [BIBLIOTECA ROMÁNICA HISPÁNICA A la memoria de don Rafael Lapesa A Olimpia Andrés PRÓLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN Érase un gran edificio llamado Diccionario de la lengua castellana [...] Por dentro era un labe­ rinto tan maravilloso que ni el mismo de Creta se igualara. (Benito Pérez Galdós: La conjuración de las palabras). El convencionalismo es la clave de la civilización. No voy a es­ cribir ahora un ensayo sobre una realidad tan conocida, pero es ine­ vitable que la traiga a colación, si tenemos que habérnoslas con la ac­ tividad convencional más importante de las que constituyen el tejido social: el lenguaje. Es verdad que los pactos lingüísticos entre indivi­ duos y entre grupos están todavía muy lejos de alcanzar la suprema amplitud ideal; aún no es capaz la humanidad de entenderse por me­ dio de una lengua común, prescindiendo de traductores y de intérpre­ tes, por más que existan ya comunidades lingüísticas muy numerosas, constituidas no solo por los millones de seres que tienen determinada lengua como materna, sino por todos los otros millones que se sirven de esa misma lengua en alguna faceta de su actividad personal, inclu­ so no ya en forma activa —hablándola—, sino puramente pasiva —escuchándola o leyéndola—. Pero hay un aspecto convencional —dentro del convencionalismo del lenguaje— que supone una dimensión supralingüística unificato- ria en la diversidad lingüística: es la utilización, para multitud de len­ 10 Estudios de lexicografía española guas diferentes, de un código común y único para la representación gráfica de los signos que constituyen los respectivos sistemas fónicos. El hecho de que lenguas tan dispares como el español y el turco, el húngaro y el francés, el finlandés y el italiano, el inglés y el vascuen­ ce, coincidan en el empleo de un medio de transcripción común que es el alfabeto latino, con el precioso complemento de la numeración arábiga, constituye un primer factor mínimo de aproximación, y por tanto de comprensión, entre hablantes que en principio carecen de to­ da clave para comunicarse unos con otros. Si a un hispanohablante el avión que le traslada a Moscú o a Pekín le convierte automáticamente en analfabeto, la sensación de desamparo es infinitamente menor si aterriza en Varsovia o en Helsinki, solo porque las letras, las familia­ res letras de su abecedario —ya que no las palabras—, le dan una tí­ mida pero en cierto modo eficaz bienvenida. Al admirable pacto social que es la existencia de una lengua se une, pues, el pacto no menos admirable que es la existencia de un sistema unitario de representación gráfica de esa lengua, sistema no privativo de ella, sino compartido por otras muchas. Todavía hay que añadir un convencionalismo no siempre recordado, pero de inmenso alcance utilitario: la ordenación tradicional de los signos gráficos del lenguaje. En todas las comunidades que se sirven del alfabeto latino, las letras que lo constituyen se enumeran y se colocan en una disposi­ ción universalmente respetada. No importa que el orden alfabético usual sea en sí descabellado y suscite una y otra vez la cólera de los lingüistas; en efecto, se diría que el Dios del Alfabeto se divirtió en irritar a estos sabios ciudadanos entremezclando vocales y consonan­ tes y haciendo que aparecieran alineadas sin concierto las representa­ ciones de consonantes sordas, sonoras, orales, nasales, bilabiales, ve­ lares, palatales... Los intentos aislados, como el del maestro Gonzalo Correas en el siglo xvn, por poner orden y lógica en este zoco no han servido más que para sembrar pasajeramente la confusión en un te­ rreno en que todos nos entendemos perfectamente. ¿No nos ocurre a muchos que la única manera de que encontremos rápidamente un pa­ pel es mantener nuestra mesa en su desbarajuste cotidiano? De igual Prólogo 11 modo, uno de los pilares de la civilización occidental es el respeto al orden alfabético heredado, por arbitrario y anticientífico que sea. De los innumerables frutos del orden alfabético —entre los cuales se cuentan desde la cartelera de espectáculos hasta la guía telefóni­ ca—, el representante culto más conspicuo es el diccionario, singular producto que circula entre nosotros, con creciente vigor, desde hace quinientos años (fue en 1490 cuando Alonso de Palencia publicó el primer diccionario español — aunque no del español). Los dicciona­ rios son el atajo para penetrar en el contenido de las unidades léxicas, los guías que nos orientan por el laberinto de las palabras — un labe­ rinto en que vivimos inmersos desde el nacer —. Uno de los índices más claros de la robustez cultural e intelectual de una comunidad es el lugar que en ella ocupa el diccionario. La lengua española cuenta con una interesante tradición lexico­ gráfica cuyas primeras manifestaciones son los diccionarios bilin­ gües, empezando por los de carácter humanístico (Nebrija) y siguien­ do por los de carácter práctico, destinados al viajero, al comerciante, al diplomático o al evangelizados Es notable que en esta segunda ra­ ma, después de los primeros pasos españoles (Pedro de Alcalá, Cris­ tóbal de las Casas), los extranjeros pronto invaden el campo de manera casi avasalladora (Percival, Minsheu, Palet, Oudin, Vittori, Franciosi- ni, etc.), dibujando un panorama que no deja de presentar algún pare­ cido con la situación de nuestros días. Nuestra lengua se adelanta a las demás europeas en disponer de un diccionario monolingüe extenso: el Tesoro de la lengua castellana o española de Sebastián de Covarrubias (1611), anterior en un año al famoso italiano de la Academia de la Crusca1, Pero, así como este úl­ timo obtuvo inmediato eco que cuajó en sucesivas ediciones mejora­ das, el Tesoro español no logró en su siglo más que una nueva impre­ sión adicionada por un amateur insignificante. 1 Sobre la prioridad de Covarrubias en la lexicografía monolingüe europea, v. el capítulo 10 de esta edición. 12 Estudios de lexicografía española La llama encendida por el pionero Covarrubias, a punto de extin­ guirse, todavía alcanzó a ayudar en la creación del Diccionario de autoridades (1726-1739), obra maestra de la joven Academia Espa­ ñola establecida por el rey Felipe V. Este diccionario, probablemente el mejor de Europa en todo el siglo xvm, representa el hito culmi­ nante de la lexicografía española. Pero, como en tantas ocasiones, Es­ paña no sabe sacar rendimiento de su propio triunfo. En lugar de con­ tinuar y ahondar lo alcanzado en esta espléndida obra, la Academia se contentó, ramplonamente, con hacer de ella una versión abreviada sin «autoridades», esto es, con pretensiones puramente utilitarias y no científicas. Es a esta versión, el Diccionario llamado «vulgar» o «co­ mún», a la que la Academia ha consagrado su atención preferente desde 1780 hasta hoy. El siglo xvm tiene otra cumbre lexicográfica, el primer dicciona­ rio no académico posterior al de Autoridades: el del jesuíta Esteban de Terreros. Con efecto retardado, es esta obra la inspiradora de la tradición lexicográfica no académica que florecerá a mediados del si­ glo xix. La notable independencia de Terreros con respecto a la Aca­ demia se convierte, en algunos lexicógrafos del xix (Peñalver, Do­ mínguez, Chao), en proclamada rebeldía: existe en ellos el deliberado propósito de arrebatar a la real institución la primacía y casi exclusi­ vidad de que disfruta su obra. La principal arma para competir es el aumento de caudal, que lleva a estos autores a desbordar los límites del diccionario de lengua y crear, para el español, un género inédito hasta entonces: el diccionario enciclopédico. Pero esta competencia, que podría haber sido fecunda, no impide que el siglo xix represente una pérdida de posiciones para nuestra le­ xicografía. La mejor esperanza, el excelente Diccionario de Salvá (1846), no pudo ser desarrollada por su autor, muerto muy poco des­ pués de la publicación de su obra. El otro lingüista que hubiera sido capaz de realizar nuestro gran diccionario del xrx, el genial colom­ biano Rufino José Cuervo, prefirió concentrar sus excepcionales do­ tes de lexicógrafo en un esfuerzo de gran aliento que no versaba sobre el léxico, sino sobre la sintaxis. Nada se hizo, pues, en ese siglo, para Prólogo 13 el español, comparable con la labor de Littré en Francia, o con la de Tommaseo en Italia, o con la de Grimm en Alemania, o con la de Murray en Inglaterra, o con la de Webster en Estados Unidos. Labo­ res todas que, por añadidura, han tenido eficaces continuadores. El siglo actual no ha mejorado sustancialmcntc el panorama en el terreno de los diccionarios de lengua. Continúa la secuencia de las ediciones del Diccionario común, siempre mejoradas con adiciones y enmiendas, pero sin una revisión sistemática y sin una renovación profunda en sus métodos. Por otra parte, las interesantes y muchas veces valiosas iniciativas de la lexicografía privada no quitan realidad al hecho de su dependencia general respecto al Diccionario académi­ co; de manera que la producción, en nuestros países, de este género de obras, a pesar de la importancia de la lengua española en el mun­ do, no es comparable ni en calidad ni en cantidad con la riquísima floración de que disfrutan otros idiomas. Las tentativas más relevantes en la lexicografía de nuestro siglo han salido de la Academia, con la aspiración de revivir la hazaña de su primera obra. En realidad, se trata de una sola empresa —el Dic­ cionario histórico de la lengua española— en dos intentos sucesivos: el primero, cortado por la Guerra Civil, y el segundo, iniciado en 1960. El Diccionario histórico es el proyecto lexicográfico español más importante desde el Diccionario de autoridades, capaz de situar el tratamiento lexicográfico de nuestra lengua a la altura ya hace mu­ cho conseguida por otras, y, sobre todo, capaz de dotar al Diccionario común de la Academia de la base documental y la información sólida que son indispensables a cualquier diccionario serio. Por desgracia —y aquí una paradoja más de la irregular historia de nuestra lexico­ grafía— el nuevo Diccionario histórico español, que podría ser el gran monumento a nuestra lengua, como el de Oxford lo es a la ingle­ sa, carece del mínimo apoyo necesario para que pueda pensarse en una pronta terminación. No sería de extrañar que lo que España pare­ ce impotente para llevar adelante lo realizaran en día no lejano dos o tres centros filológicos extranjeros. Al fin y al cabo, ya está ocurrien­ do algo de esto con el español de América. Para los españoles, la dig­ 14 Estudios de lexicografía española nidad nacional sigue siendo solamente Numancia y el Peñón de Gi- braltar. No falta en España interés por el estudio de la lexicografía. La fundación del Seminario de Lexicografía —departamento de la Aca­ demia destinado a la redacción del Diccionario histórico— dio lugar a la publicación por su creador, don Julio Casares, de un libro fun­ damental que se ha traducido a otras lenguas y que es hoy uno de los clásicos de la materia: Introducción a la lexicografía moderna (1950). Ya antes existían por lo menos dos trabajos importantes en este terreno: el prólogo de Vicente Salvá a su Diccionario (1846) y el prólogo de Ramón Menéndez Pidal al Diccionario Vox (1945), aparte del libro del propio Casares Nuevo concepto del diccionario de la lengua (1941), y sin citar otras aportaciones, aunque valiosas, menos directas y generales, por ejemplo, las de Cuervo. Después de la obra de Casares han aparecido contribuciones muy dignas de consideración, como las de Manuel Alvar Ezquerra, Julio Femández-Sevilla, José-ÁIvaro Porto y otros; pero el hecho de que no siempre estos estudios cuenten con el respaldo, muy deseable en estas materias, de la experiencia en la labor lexicográfica y especialmente en la compilación de diccionarios de lengua, me ha llevado a pensar en el interés que para los profesionales y para los aficionados de este oficio pudiera tener ofrecerles, reunidos, algunos trabajos míos naci­ dos de mi contacto diario, durante muchos años, con una tarea a la vez apasionante y agotadora. Madrid, 1987. PRÓLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN En los dieciséis años que nos separan de la primera edición, el contexto del libro ha cambiado de manera apreciable, debido a dos fenómenos que en aquel 1987 ya estaban en marcha, pero que hoy ocupan, al parecer en forma dominante, el escenario de la lexicogra­ fía. Uno, el extraordinario crecimiento de la lexicografía teórica o metalexicografía; otro, la ineludible presencia de la informática en la elaboración de los diccionarios. La lexicografía teórica Hasta mediados del siglo xx, la palabra lexicografía se definía como «arte de componer diccionarios». Pero en el paso del medio si­ glo ocurrió algo que obligó a ensanchar esa definición: el interés de los lingüistas hacia los diccionarios, a los que tradicionalmente se consideraba como meros instrumentos prácticos ajenos a la ciencia lingüística. Dentro de España, el prólogo de Ramón Menéndez Pidal al Diccionario Vox dirigido por Samuel Gili Gaya (1945) y sobre to­ do el libro de Julio Casares Introducción a la lexicografía moderna (1950) fueron los que abrieron camino a la transformación de la lexi­ cografía-oficio en lexicografía-estudio. Ya habían contado con un brillante precursor en Vicente Salvá y el prólogo a su Nuevo diccio­ nario en 1846. En el ámbito internacional, se puede señalar como punto de arranque de la consideración de la lexicografía, no como una simple actividad, sino como un objeto de estudio, el congreso cele­

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