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ESCRIBIR Y LEER EN EL TIEMPO Y EN EL UNIVERSO DEL INCA GARCILASO DE LA VEGA PDF

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXX, Nº 60. Lima-Hanover, 2do. Semestre de 2004, pp. 271-293 ESCRIBIR Y LEER EN EL TIEMPO Y EN EL UNIVERSO DEL INCA GARCILASO DE LA VEGA (1539-1616) Carlos Alberto González Sánchez. Universidad de Sevilla. Y esto bastará por proemio para el discreto lector, a quien pido en caridad que hasta que tenga hijos semejantes y haya sabido lo que cuesta criarlos, y ponerlos en este estado, no desdeñe mis pocas fuerzas ni menosprecie mi trabajo. Inca Garcilaso de la Vega: La traducción del Indio de los tres diálogos de amor León Hebreo. 1. Por la pluma vienen a valer los hombres. Tiempos fueron los del Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616) en los que el libro impreso, sin menospreciar el duradero protago- nismo del manuscrito, ya había puesto de relieve su impactante y enorme potencial socio-cultural. En efecto, la imprenta contó con los años suficientes para convertirse en uno de los principales y más rápidos medios de difusión de ideas y, a la vez, causar un re- vulsivo sin precedentes en la cultura escrita de entonces (Febvre y Martín; Eisenstein). Agilizó y amplió los cauces de expansión del conocimiento, facilitando su curso y estandarización y diversifi- cando, en una sociedad mayoritariamente analfabeta, el número de individuos capaces de acceder a los productos tipográficos en circulación. Día a día el libro iba dejando de ser un objeto raro y sumamente costoso para convertirse en otro más barato, común y, en teoría, asequible a cualquier persona interesada, pobre o rica, iletrada o letrada, y no sólo a determinadas minorías selectas. No sorprende, pues, que un escritor del siglo XVI, afamado y del gusto del Inca, como Pedro Mexía viera en la tipografía el mejor invento del hombre, a su parecer porque, pese al mal uso que algunos hacen de ella, su bondad y perfección siempre prevalecen (Mexía: 199): De lo qual han redundado que tanta multitud de libros que esta- van perdidos y escondidos han salido a la luz...y con menos gastos y trabajos se an libros, e se conoscen diversas cosas y materias, 272 CARLOS ALBERTO GONZÁLES SÁNCHEZ que en ellos están escriptas. En lo qual avía grande dificultad y trabajo en la falta dellos, que no se sabían o no se podían aver los auctores grandes y antiguos: y assí no eran tan universales los estudios. El arte maguntino, al igual e inevitablemente, había interveni- do en la prodigiosa aventura que puso en contacto los extremos de la esfera terrestre, los dos confines del Garcilaso hispano-peruano; es más, sin el libro, tal vez, el hallazgo y posterior dominio del Nuevo Continente no hubiese sido tan rápido, eficaz y prolongado. Como fuere, cierto es que en la trayectoria vital de Occidente im- prenta y descubrimientos conformaron un binomio difícil de dis- ociar (Wagner). Desde el culmen de la primigenia expedición marí- tima que inauguró la Carrera de las Indias, las rutas de la mar oc- éana conocerían un incesante fluir, en una u otra dirección, de im- presos que todavía parece inagotable y en buena medida es res- ponsable de la razón de ser de los mundos de Gómez Suárez de Fi- gueroa, los que a partir de 1492 entraron en simbiosis y empezar- ían a engendrar nuestros encuentros y desencuentros, anhelos, miedos y pasiones, aislamientos y síntesis. En la época de Garcilaso, el Inca, escribir y leer eran prácticas en ascenso, aunque características de pocos. Ambas promociona- ban a sus agentes y, en general, ofertaban mejores posibilidades de empleo y fortuna en una vida cada vez más burocratizada y de- pendiente de los testimonios documentales; consecuencia de la im- prenta, del desarrollo del Estado Moderno, de la centralización política de las monarquías, del progresivo auge de los núcleos ur- banos y de las componendas de un incipiente capitalismo (Chartier 2001; Bouza). Leamos, si no, las palabras al respecto de un maes- tro de escritura, José de Casanova, de la primera mitad del siglo XVII (Casanova: 3): Quántos, e innumerables hombres ha havido en todas las edades, y na- ciones del mundo, que por saber leer, y escrivir vinieron de muy pobres a ser muy ricos, y de humilde y baxa suerte a ser personas de alta dig- nidad, y estado, y señores de Título, y de vasallos. Y si no, diganme quiénes fueron los Secretarios de los Pontifices, Emperadores, Reyes, Monarchas, Príncipes, Prelados, y Señores del Mundo, a quiénes traen más allegados a sí, y a quién descubren sus secretos? Pudieran alcançar semejantes puestos, sino fuera mediante su buena pluma?. La escritura y el libro, sin menoscabar el encumbramiento de la vista y la voz entre las formas de comunicación, dejaban de ser monopolio de eclesiásticos, aristócratas y profesionales para abar- car a mercaderes, artesanos, labriegos, trabajadores urbanos y mujeres. De una manera especulativa, y de acuerdo al mero indicio propio de la capacidad de firmar en documentos varios, apreciamos que entre finales del siglo XVI y principios del XVII, y de modo si- milar al resto de Europa, alrededor de un tercio de los españoles, ESCRIBIR Y LEER EN EL TIEMPO DE GARCILASO 273 muchos más hombres que mujeres, escribían. Habilidad de diversa calidad y cantidad en función del adiestramiento en un hábito de- rivado, prioritariamente, de la ocupación laboral y del nivel económico de los distintos sectores sociales; entre los que destacan los clérigos, los nobles, los funcionarios y profesionales libres, los mercaderes y los artesanos. No obstante, extrapolar la capacidad de escribir de la simple posibilidad de plasmar una firma en papel es deducción en exceso arriesgada y que prescinde de una rica y variada casuística que abarca desde las gentes peritas en la cues- tión a las que simplemente aprendieron a reproducir torpemente unas grafías y una rúbrica1. Pero la escritura no era sólo una cualidad característica del ámbito privado. Por doquier, en espacios abiertos y públicos de ciudades y villas, podía uno topar con la llamada, usando la termi- nología del italiano Petrucci (1986), su definidor, scrittura esposta o expuesta, una modalidad gráfica que, accesible al común de la población y para leer a distancia, conforma una estrategia simbóli- ca de dominación cívica del entorno escrito. Esta técnica se mani- fiesta a través de asuntos, profanos y religiosos, y de fórmulas di- versas: rótulos de tiendas, avisos, leyes, anuncios oficiales, inscrip- ciones callejeras o poesía mural. Los graffiti, abundantes en la época de referencia, hacían posible que la masa urbana se apropia- ra de la escritura expuesta y, en consecuencia, disputara al poder el monopolio del entorno gráfico (Gimeno y Mandingorra 1997). Sirva ahora de ejemplo la carta de diligencia o documento que en Sevilla, fijado en la Puerta del Perdón de la Catedral y a la entra- da de la Casa de la Contratación, anunciaba la llegada a la teso- rería de la Casa del dinero de los peninsulares fallecidos en Indias sin herederos; de esta manera, sus legítimos sucesores podían re- clamarlo e iniciar las probanzas necesarias para cobrarlo. Las au- toridades, conscientes de la extensión que iban logrando los dos ingredientes básicos de la alfabetización, exhortaban a los intere- sados de la manera siguiente: Por la presente los citamos e llamamos perentoriamente e les señalamos e habemos por señalados los estados de nuestra audiencia donde se noti- ficarán e les serán hechos todos los autos, notificaciones y sentencias que en esta causa se hicieren...y si en razón dello las dichas personas o partes que pretendieren derecho a los dichos bienes, quisieren hacer al- gunas informaciones o probanças y sacar algunas escripturas de poder de qualesquier escribanos, o otras personas se lo reciban y manden sa- car y dar en pública forma e manera...2. Con el fin de hacer llegar estas nuevas indianas a los distintos lugares de nacimiento de los difuntos, la Contratación despachaba diligencieros por toda la geografía peninsular con los avisos perti- nentes, que se exponían en las puertas de las iglesias y leían pre- goneros en las plazas y los curas durante la misa dominical. 274 CARLOS ALBERTO GONZÁLES SÁNCHEZ De lo dicho destaca de nuevo la preferencia del escrito en los trámites exigidos a los parientes de los emigrantes. Como fuere, la amplitud de esta estrategia cultural, probando ser algo cotidiano y en progresivo crecimiento desde el final de la Edad Media, tam- bién se exhibe en la importancia que daban las elites sociales a la escritura de aparato, o lapidaria, mediante inscripciones en las fa- chadas de sus casas y, fundamentalmente, en sus mausoleos y se- pulcros con el fin de perpetuar en la memoria ajena el nombre, la condición personal, el ejemplo y los hechos meritorios (Petrucci 1995). El mismo Garcilaso la utilizó en las lápidas de mármol que adornan su capilla funeraria, pues fue voluntad suya le recordasen eternamente, al igual que a su antepasado poeta, como un arque- tipo de hombre culto del Renacimiento: ilustre en sangre, perito en letras y valiente en armas. He aquí una fórmula usual y casi exclu- siva de las altas jerarquías nobiliarias y religiosas, aunque duran- te los siglos XV y XVI comiencen a imitarla ricos burgueses u otras gentes plebeyas adineradas transgrediendo la muerte social y la norma establecida. Así pretendían dejar sentado para siempre la fortuna en la vida y la pureza y lustre de una extirpe de alguna manera dudosa. A la vez muestran el individualismo y la centrali- dad de la experiencia humana imperante en la era del humanismo renacentista, fórmula a la que se aferró el Inca, un hombre no del todo de raigambre aristocrática cristiana que en su epitafio pre- sume de la limpieza de su linaje y sangre nobiliaria española, dis- putando, de este modo, la atención y el espacio gráfico al monopo- lio de las elites tradicionales. No en vano en el prólogo de la se- gunda parte de los Comentarios Reales puntualiza: Por tres fines se eternizan en escritos los hechos hazañosos de hombres, en paz y letras, o en armas y guerras señalados, por premiar sus mere- cimientos con perpetua fama; por honrar su patria, cuya honra ilustre son ciudadanos y vecinos tan ilustres; y para ejemplo e imitación de la posteridad, que avive el paso en pos de la antigüedad siguiendo sus ba- tallas para conseguir sus victorias. No queda ahí la utilidad del escrito. Ciertamente, y por ser to- davía práctica rara, reducida y de alcance inusitado en la memoria y en la vida, se podía contemplar casi como un misterio inextrica- ble: de la voluntad de divina, si servía a su magnificencia, o de las artes del demonio cuando entraba de lleno en dimensiones mági- cas y supersticiosas. Al fin y al cabo Dios se revela mediante la es- critura, y lo que estaba escrito verdad era (Olson 1998). Los libros sagrados y piadosos, pues, cual las imágenes santas, hacían las ve- ces de intercesores celestiales o talismanes miríficos y protectores ante las habituales desgracias y miserias cotidianas: el hambre, la enfermedad, la guerra, las malas tentaciones, etc. Por ello era co- rriente que las gentes llevaran continuamente consigo librillos de horas, papelillos con oraciones u otras invocaciones religiosas, a ESCRIBIR Y LEER EN EL TIEMPO DE GARCILASO 275 menudo adheridos a partes dañadas del cuerpo, nóminas –bolsitas de telas para colgar del cuello con objetos escritos en su interior–, cartas de tocar –que producen efectos milagrosos al contactar con las personas– y otros muchos amuletos gráficos salvíficos (Mar- quilhas; Pérez García). A tenor de lo dicho, cuenta el predicador barroco Juan Martínez de la Parra el remedio que aplicaron en 1657 al Cardenal Rapacciola estando gravemente enfermo de mal de piedra (Martínez de la Parra: 119). Su confesor, viéndolo morir, ensaya una receta infalible: escrive al punto en una cedulita de papel estos versículos de la Iglesia: Im Conceptione tua, Virgo, inmaculata fuisti: Ora pronobis Patrem, cui- us Filium peperisti. Dásela en agua a beber al enfermo, que era devotí- simo deste misterio; y al punto echó siete piedras, y en una dellas em- buelta aquella cedulita. Mas estas estratagemas podían convertir la devoción en su- perstición, es decir, sobrepasar el límite de la ortodoxia y confor- mar el piélago, muy notorio en los ámbitos rurales de la época, de conjuros, sortilegios y demás artimañas mágicas, con las que obte- ner el beneficio propio o el daño ajeno, al uso de ignorantes y sim- ples, brujas, magos, amigos de Satanás y no pocos de los estamen- tos superiores. Todas estas creencias las seguía de cerca la Inqui- sición porque las veía como una consecuencia directa de una rela- ción especial con el demonio (Caro Baroja). Basta recordar al mismísimo Pedro Sarmiento de Gamboa, quien en 1564 compare- ció ante el arzobispo e inquisidor ordinario de Lima Fray Jerónimo de Loaisa acusado de pactar con el diablo por poseer, entre otros hechizos y encantamientos, una tinta milagrosa que cualquiera que escribiere con ella conseguía el amor de su lector de sexo con- trario. Vista la causa, fue condenado a destierro y confinamiento en Cuzco (Rosemblat). En cualquier caso, Martín de Azpilcueta, tal vez el teólogo moralista más consultado en los siglos XVI y XVII, autor de un famosísimo manual de confesores, rotundamente sen- tencia que peca contra el primer mandamiento (Azpilcueta: 36): el que trae breves, o nóminas y conjuraciones al pescueço, sin que con- curran cinco cosas: es a saber que sean nombres conocidos y entendidos, que sean sanctos como los del Evangelio o de la Sagrada Escriptura o de algún sancto, que no aya en ellos otro carácter o señal que el de la Cruz; y que no tenga cosa vana o falsa o que pertenezca a la invocación del demonio y que no se ponga esperança en la manera de escrevir o atar o que se escriva en pergamino virgen o en nasciendo el sol o en quanto se lee el Evangelio o que se han de atar con tantos hilos o por moça virgen o que ninguno lo ha de ver o cosas semejantes que no pertenecen a loor de Dios ni otro effecto natural...y mortalmente el que haze o trae versos escriptos el día de la Ascensión creyendo que serían de más efficacia si fuessen escriptos antes del Evangelio o después de la Missa o en otro día en que no se dizen las palabras del Evangelio que en su escripto se con- tienen. 276 CARLOS ALBERTO GONZÁLES SÁNCHEZ La capacidad de leer, al igual, puede ser abordada desde otra pista no falta de escollos: la posesión de libros. No obstante, este parámetro de la alfabetización también ha sido extrapolado de la cualidad escritora, teniendo en cuenta que en aquellos años la en- señanza elemental empezaba con el aprendizaje de la lectura; por tanto, y frecuentemente a la ligera, de quien escribe se presupone que sabe leer. Dejando de momento de lado estos presupuestos del método historiográfico, en la España de la alta Modernidad, en función de los documentos examinados, aproximadamente, y en promedio, el 25 por ciento de su población tenía libros, porcentaje que varía dependiendo de las distintas localidades estudiadas, porque hasta hoy es notable el predominio de investigaciones en torno a ciudades grandes y culturalmente importantes: Barcelona, Salamanca, Sevilla, Valencia, Valladolid o Zaragoza. En cuanto a la sociología, vuelven a predominar, por este orden, el clero, profe- sionales y funcionarios, la nobleza, mercaderes y artesanos, o sea, grupos para los que el libro, y la escritura, eran útiles más o me- nos indispensables en sus ocupaciones laborales. La posesión del libro es una variable, fundamentalmente, ob- servada en la documentación notarial, concretamente en testa- mentos y, ante todo, en inventarios de bienes, preferentemente los realizados con las pertenencias de los difuntos, cuya finalidad re- sulta muy diversa: el reparto de la herencia, venta de la hacienda en almoneda, pago de deudas, cumplimiento de últimas volunta- des, etc. Ahora bien, libro poseído no es igual a libro leído. Efecti- vamente, dicho objeto podía estar entre los géneros inventariados de una forma accidental e involuntaria –un regalo, una herencia, un hallazgo, una garantía de depósito, un objeto piadoso...–, y, en las casas aristocráticas o de ricos burgueses, exhibidos, cual joyas, obras de arte u otras rarezas irrepetibles, dando lustre al estatus y simbolizando la dignidad social de su dueño. Esta conducta, la composición de bibliotafios, no se ausenta del juicio peyorativo que destacados intelectuales difundían sobre el mal uso de los libros, llamándome la atención el de Pedro de Medina, eminente cosmó- grafo sevillano de la Casa de la Contratación, a mediados del siglo XVI (Medina: 19): "Aunque los libros fueron hallados para el atav- ío de los ánimos, no falta quien usa dellos para atavío de las casas como de las cosas pintadas". Tampoco todo libro encontrado en un inventario o en una bi- blioteca, como en la póstuma del Inca Garcilaso, hubo de ser leído por su titular, quien, seguramente, habría usado otros –prestados, perdidos, relegados, consultados en centros religiosos o de ense- ñanza, etc.– inexistentes entre sus impresos y manuscritos, los que, precisamente, nos impiden conocer bien la evolución de afi- ciones y gustos. También desaparecen de las fuentes, estando cer- tificada su amplísima circulación, los textos prohibidos, los desau- torizados en el código moral vigente y las menudencias gráficas – ESCRIBIR Y LEER EN EL TIEMPO DE GARCILASO 277 pliegos, papeles, folletos– que, debido a su escaso valor y naturale- za efímera, desechan los escribanos a la hora de confeccionar los inventarios. He aquí el estatismo y los principales inconvenientes de un documento valiosísimo para la historia cultural; pero que, como todos, por impreciso y subjetivo, no nos impide acceder a una aproximativa, interesantísima e imprescindible información de los protagonistas, espirituales y materiales, de la cultura escrita cir- culante en momentos determinados. Abundantes debieron ser las personas semialfabetizadas, es decir, diestras únicamente en la escritura o en la lectura, pobla- ción que no presenta unos caracteres culturales muy diferentes a los de los analfabetos, el grupo más voluminoso. La línea divisoria entre ambos, a causa de su imprecisión e interacciones sociales, es bastante difícil de trazar (Cipolla). Como fuere, la mayor parte de los efectivos demográficos no tenían una formación alfabética ele- mental porque no se correspondía con su nivel económico de sub- sistencia y, esencialmente, porque no les era imprescindible para el trabajo que ejercían, o sea, para ganar el sustento diario. Los sectores sociales inferiores consideraban el aprendizaje de las pri- meras letras y los libros una inversión improductiva, superflua y, a no ser por un fin religioso, de escasa rentabilidad, al menos in- mediata o útil a sus expectativas vitales: la simple supervivencia. Les bastaba con los recursos memorísticos, orales y visuales cons- titutivos de su universo intelectual, pues escribir y leer son dos cualidades entonces directamente conectadas al estatus sociopro- fesional. Así nos lo representa ingeniosamente Cervantes en San- cho y en un labriego llamado Humillos, quien al ser preguntado si sabía leer respondió (Cervantes: 78): No, por cierto. Ni tal se probará que en mi linaje haya persona de tan poco asiento, que se ponga a aprender esas quimeras que llevan a los hombres al bracero, y a las mujeres, a la casa llana. Leer no sé, mas sé otras cosas tales, que llevan al leer ventajas muchas...Sé de memoria to- das cuatro oraciones, y las rezo cada semana cuatro y cinco veces...Con esto, y con ser yo cristiano viejo... Sin embargo, hubo otros patrones de conducta y escalas de va- lores que explican situaciones específicas; por ejemplo en la educa- ción de la mujer, a la que, fuere rica o pobre, tradicionalmente sólo se le enseñaba la lectura, signo de sometimiento al hombre que, paralelamente y en las clases altas, se convertía en distintivo adi- cional y elegante de unas actitudes ideales. Eso sí, no olvidemos que los libros permitían el control educativo y la imposición de de- terminados modelos de comportamiento, de ahí que los moralistas fueran extremadamente cuidadosos en la selección de los textos aconsejables a las féminas. Sirva de muestra el juicio de uno de los textos más difundidos en influyentes al respecto, nacido de la plu- 278 CARLOS ALBERTO GONZÁLES SÁNCHEZ ma del franciscano Juan de la Cerda, quien lo concibió, con el dar- do apuntando a los relatos de invención, alarmado (Cerda: 5): de el daño que haze en las donzellas la lección de los libros profanos y de mentiras: y de el provecho que de los buenos y sanctos libros se sa- ca...qué tienen que ver las armas con las donzellas, ni los cuentos de deshonestos amores con las que han de ser honestíssimas y caminar al cielo. La escritura, contrariamente, la contemplaron como un ins- trumento peligroso y pernicioso capaz de otorgar a la mujer un me- jor grado de autosuficiencia e independencia comunicativa privada y al margen de cualquier autoridad por encima de ella. No es ba- ladí que aquellos guardianes de la ortodoxia influyeran en los dictámenes de Trento y, consecuentemente, en los postulados del adoctrinamiento y disciplinamiento social contrarreformista, pro- grama de cambio cultural que estimó nociva la escritura femenina al considerarla una puerta abierta a una perversa libertad moral y social3. El mismo Juan de la Cerda, especulando sobre la educación de las doncellas, sentencia (Cerda: 13): aunque es bueno que aprenda a leer para que reze y lea buenos y devo- tos libros: mas el escrevir ni es necesario ni lo querría ver en las muge- res: no porque ello de suyo sea malo, sino porque tienen la ocasión en las manos de escrevir villetes, y responder a los que los hombres livianos les envían. No muy distinto fue el índice de alfabetización en las Indias, al menos el de los españoles y otros europeos que allá fueron por obligación o en busca de mejor asiento. Según una muestra de ellos que en su momento examiné (González 1999), alrededor del 35 por ciento –en su mayoría los clérigos, seguidos de profesionales libres, funcionarios, mercaderes, militares, artesanos y una considerable nómina de individuos sin ocupación definida– fueron capaces de firmar sus testamentos. Y es que en el Nuevo Mundo tenían un gran aprecio y mejores oportunidades de ascenso económico y so- cial las gentes letradas, evidentemente porque allí la occidentali- zación de los territorios conquistados estaba en ebullición y había menos individuos con preparación intelectual o, simplemente, des- envueltos en el ejercicio de escribir, leer y contar con soltura y no sólo repetir con la pluma y con la voz, y con dificultad, las letras y los números. El mismo Garcilaso lamenta en La Florida la caren- cia de infraestructuras educativas, responsable de su acceso tardío a las letras, en el Cuzco de su niñez. La alfabetización, y su valo- ración sociolaboral, claro está, irán tomando auge al ritmo del cre- cimiento urbano, el despliegue burocrático e institucional que im- planta la Corona y el desarrollo de las actividades económicas, es- pecialmente el comercio, procesos que conllevan la multiplicación del escrito y la intervención notarial. ESCRIBIR Y LEER EN EL TIEMPO DE GARCILASO 279 Basta con hacer un apresurado repaso a los testimonios conser- vados de pobladores para ratificar estas afirmaciones; por ejemplo en las cartas que enviaban a sus familiares y amigos de la Penín- sula. Así, en una, Antonio Martín, vecino de Quito en 1594, dice "que acá por la pluma vienen a valer los hombres" (Otte: 352) ; Ana López, desde México en 1571, reclamando la llegada de un hermano: "esté despierto en leer y ecribir para saberse gobernar, porque faltando esto es muy gran manquera, más el día de hoy por estar la tierra tan delgada" (Otte: 64); o, en la Lima de 1580, San- cho de Llanos: "deseo que venga a estos reinos uno de mis mucha- chos, el que le pareciere que tiene más habilidad y escribe mejor, que acá no le faltará en que gane de comer" (Otte: 404). La escritu- ra, pues, fue un decisivo medio de promoción de las oleadas migra- torias de segunda hora, las que, por encontrar una América repar- tida entre los conquistadores y primeros colonos, habrían de traba- jar con sus manos para prosperar y valer más. Siendo diestros en escribir y leer pudieron encontrar una salida profesional de mejor honra y renta: en la Iglesia, sirviendo al Rey o a mercaderes, grandes hacendados y encomenderos. Sea como fuere, el número de cartas conservadas, y las mencionadas en los documentos, vis- lumbran el aumento del alfabetismo en unos mundos y sociedades cada vez más necesitadas de la escritura, de la obligación de una práctica que se va haciendo cotidiana a causa de la mayor movili- dad espacial de los hombres y, en consecuencia, de las exigencias de la comunicación con seres lejanos y por asuntos personales y gubernamentales (Castillo 2002). Ya desde los inicios de la empresa descubridora la escritura se convierte en el medio idóneo, más veraz que la palabra de los su- pervivientes, de comunicar a los gobernantes de la Península unas nuevas fabulosas, de fijar rutas y, en pos de elogios y premios, de perpetuar nombres y méritos. Volver de los viajes con memorias o relaciones escritas de lo visto –instrumentos de información y con- trol en manos de la Corona– fue una exigencia explícita de los re- yes a partir de la segunda travesía de Colón. Es más, en adelante, y en la Real Cédula de 14 de agosto de 1509, se prescribirá a los responsables de las expediciones que los que con ellos fueren: "han de tener toda libertad para escrivir acá todo lo que quisieren...ni le sea tomada carta ni mandado que no escriva y que cada uno escri- va lo que quisiere" (Encinas: 309). De este modo quisieron poten- ciar y preservar una vía alternativa de comunicación paralela e imprescindible en la lejanía y en un gobierno que aspira a la efica- cia y la centralización frente a la ambición y codicia de descubrido- res y conquistadores, gentes, en menoscabo de la economía y el po- der real, ansiosas de tesoros, tierras y vasallos con los que fundar linajes y blasones. A la par, escribiendo pudieron ofrecer una in- formación alternativa a la de los líderes de las huestes de guerre- ros y mareantes, y denunciar arbitrariedades y egoísmos en el 280 CARLOS ALBERTO GONZÁLES SÁNCHEZ desempeño de las funciones de las autoridades; de ahí la censura de la escritura que los mandatarios de las Indias imponían y que la normativa estatal quería evitar a cualquier precio. En cuanto a la posesión de libros, las proporciones tampoco di- fieren en mucho de las del Viejo Continente, siendo más o menos el 20% de los inventarios post mortem de la muestra de europeos aludida los que tienen impresos, una destacada cantidad derivada no sólo del predominio de los segmentos socioprofesionales necesa- riamente familiarizados con el libro –eclesiásticos, profesionales y funcionarios–, los dueños de las verdaderas bibliotecas encontra- das; sino también del progresivo aumento de comerciantes, arte- sanos, militares y trabajadores de diversa índole, sectores en los que fundamentalmente encontramos libros sueltos, cuyo número – normalmente no más de 10– está en directa relación con la capaci- dad económica y la dedicación laboral de sus titulares. Tengamos presente que poseer libros depende de 4 factores cruciales: la alfa- betización, el dinero para comprarlos, el espacio donde depositar- los y el tiempo libre para leerlos, todos, en general, ausentes en la trayectoria vital de la mayor parte de la población de entonces a este y al otro lado del Atlántico. Sin embargo, las masas pobres e iletradas podían tener acceso a la cultura escrita a través de la lec- tura en voz alta, una táctica muy extendida en situaciones vario- pintas: en veladas nocturnas, tabernas, calles y plazas, viajes, sermones y demás actos religiosos... Aquí el clero jugaba un papel trascendental haciendo de puente mediador entre el texto y las gentes carentes de los requisitos necesarios para tener un acceso directo a ellos, o sea, con quienes tenía, según la preeminente fun- ción pastoral que le asignó Trento, un contacto fiscalizador más asiduo y estrecho. Pero leer en voz alta no tenía a los analfabetos como únicos destinatarios, pues era una técnica asidua en diferen- tes medios sociales, incluso en las academias literarias del Rena- cimiento y del Barroco (Chartier 1990; Frenk). La cultura oral, y la visual, siguen teniendo gran importancia y no suponen un rechazo de la escrita sino que en buena medida forman parte de ella, sien- do una realidad que los autores, de acuerdo a su formación en retórica, tenían presente cuando redactaban unas obras con nume- rosos indicios de oralidad. Extremadamente explícito es uno del asceta Hernando de Zárate, que prefiere: "más ser entendido con barbarismos condenados de los gramáticos, que con mi buen dezir desamparar los oyentes" (Zárate: 15). Téngase en cuenta que Co- varrubias, en 1611, entiende por leer: "pronunciar con palabras lo que por letra está escrito". Definitivamente, no todo era barbarie y oscurantismo en la América colonial, una geografía en la que in- cluso muchos de los numerosos aventureros y vagabundos que de- ambulaban por su paisaje, más los indios y criollos asimilados, es- cribían cartas y leían, siquiera tenían, libros4.

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En la época de Garcilaso, el Inca, escribir y leer eran prácticas en ascenso Araoz, aficionado a la biblioteconomía que en 1631 publicó un tra-.
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