SÍGUENOS EN @Ebooks @megustaleermex @megustaleermex A Elena Poniatowska NOTA INTRODUCTORIA Escenas de pudor y liviandad recopila crónicas escritas entre 1977 y 1987, publicadas (en primeras versiones) en “La Cultura en México” de Siempre!, Proceso, Fem, Revista de Bellas Artes, Su Otro Yo y Diva. El tema común es el espectáculo y sus figuras, y son temas complementarios la liviandad promovida por la diligencia, el pudor al que incita la ausencia de público, la mudanza de costumbres a la que obligan la época y la demografía, y la cultura popular urbana, o como quiera llamarse a eso que es a la vez realidad viva para millones de personas, nostalgia inducida, efectos de las personalidades únicas sobre los modos de vida, industria cultural y respuestas colectivas al proceso de modernización. Pudor y liviandad, la dualidad feliz y funesta del espectáculo, las indicaciones escénicas en el campo de la moral y la diversión. I INSTITUCIONES: CELIA MONTALVÁN. "TE BRINDAS, VOLUPTUOSA E IMPUDENTE" A Margo Su A Iván Restrepo Como muy pocas mujeres mexicanas, Celia Montalván, la gran vedette de los años veinte y treinta, mereció la masificación de su imagen. Sus fotos, grandes o reducidas al rectángulo de las tarjetas postales, se editaron múltiplemente, punto de encuentro de las clases, lujo de pobres, manía de coleccionistas, satisfacción de voyeurs, distracción de estetas instantáneos, acicate de la fantasía de modistas y decoradores. Pregonadas a la salida de los teatros, vendidas en mercerías y misceláneas, las fotos de Celia Montalván, y las de sus rivales más distinguidas, fueron materia prima de una pequeña industria de la admiración, que expresó, a su fascinado modo, un amplio vuelco de la sensibilidad. Los gustos públicos y los gustos íntimos Fotos de las vedettes en varios tamaños, en sepia, coloreadas, en blanco y negro. Las más accesibles, las del tamaño de tarjeta postal, son oportunidad democrática, extensión de facilidades a un público sin acceso a libros y deseoso de imágenes que le reaviven aficiones y predilecciones. Las fotos, nuevo comercio del siglo XX, lo son todo a la vez: recuerdos de lugares, incitaciones al viaje, estallidos de morbos y fascinaciones, testimonios antropológicos que ignoran tal condición, apoyos masturbatorios, apogeos del alma enamorada. De fines de siglo a los años cincuenta, son varias las insistencias fundamentales: —Los envíos exaltados, los novios tomándose de la mano, la pareja encerrada en un corazón, las frases dulcíferas que preceden al noviazgo santificado o al matrimonio. —Las canciones de moda. —Las divas o vedettes célebres de México y el mundo. —Las fotos "audaces" o "pornográficas" de mujeres semidesnudas con pechos naturalmente abundantes. —Los paisajes, edificios y monumentos notorios. —Los héroes y los políticos en el poder. —Los fenómenos (seres mutilados, campaneros, idiotas) y un desfile de tipos populares: mendigos, peones, ladrilleros, indígenas e invariable expresión asustadiza, vendedores de rebozos, petates, velas, pan, matracas. Conviene, por vía de contraste, detenerse en este último punto. Las posturas de la gleba Como recurso clasista, la fotografía aprovecha figuras del pueblo para encerrarlas en las tarjetas postales, "pequeñas vitrinas" que le dan a lo captado aire de feria de horrores o de museo de seres cuyo rostro nunca es "individual". ¿A quién le interesa esta imaginería de la "grotecidad" y el desamparo del pueblo? En primer lugar, a las buenas familias, intrigadas por el aspecto de esa plebe que ha pasado a su lado tantas veces y a la que nunca ha contemplado con detenimiento, individualizándola o percibiendo de ella algo más que su condición genérica. Gracias a las fotos, aprehenden (creen capturar) una realidad fugaz, aquella que nada más se acepta si deviene producto cultural (en la calle, un peón ladrillero es un estorbo casi inadvertido, una amenaza a los sentidos o un recordatorio de los pesos muertos de la nación; en la tarjeta postal, es un detalle peregrino de la gran ciudad). El burgués examina la foto, se cerciora de cuán inofensiva es la miseria, comenta, se regocija un segundo por las oportunidades que ha tenido en la vida, atisba una moraleja que ni siquiera se ocupa de fijar en palabras. La fotografía, también, es devoción de gente cuyo punto de vista sobre su propia existencia se ayuda con estampas que la reflejan o la aluden. Allí están ellos o sus vecinos o sus semejantes en la repartición del ingreso, paralizados en un escenario que, al fingir mármoles y yedras, induce a una templanza clásica que disminuye las fatigas de camisas y pantalones remendados, de las horas invertidas en copiar el semblante de los pudientes. Desde la tarjeta, alguien se sorprende de que se le pueda mirar con tanta insistencia, y nacionales y extranjeros alaban el poder de la fotografía que extrae de la oscuridad social (que es niebla visual) a seres tan sólidamente pintorescos (pintoresco es, por lo común, adjetivo paternalista que convierte la vida popular en color local y determina clasistamente la evocación). En la tarjeta postal se petrifican quienes, al pertenecer al fondo de la pirámide, sólo obtienen visibilidad en el retrato. ¿Cómo interpretar ahora estas fotos? No es fácil acercarse desprejuiciadamente a estos semblantes y atavíos, de ellos casi siempre sabemos lo que supusieron quienes entonces les contemplaban. ¿Cómo distinguir entre indiferencia y desconcierto, cómo averiguar qué opinaban del secuestro de sus semblantes y vestimentas? Desde nuestra perspectiva, los "monstruos" humanos o los vendedores no posan por gusto, el suyo no es el miedo complacido de la familia de Guanajuato o Juchitán que se pasó una semana discutiendo sobre las ropas apropiadas para el retrato. Pero si no se entusiasman, tampoco se irritan ante el halago de la foto. Este señor quiere saber a qué nos parecemos. El fotógrafo es paciente y no requiere demasiada perspicacia. Sólo debe extraer del panorama a su disposición actitudes y modos de ganarse penosamente unos centavos (literalmente). Ya los compradores leerán el ocio o la actividad insignificante, compadecerán o se reirán entrañablemente ante esta lentitud personal e histórica. Eso les da igual a los vendedores de sombreros y canastas o al acarreador de pulque. A ellos no les incumbe lo eterno, lo ajeno a su religión, su trabajo y su familia. Una foto en todo caso es como una nueva acta de nacimiento, la prueba de que —por motivos extraños— su condición es digna de la tarjeta postal. "Te brindas, voluptuosa e impudente" A la fotografía masificada, las mujeres llegan como objeto de devoción o consumo. Serán las madres abnegadas, las novias prístinas, las divas reverenciables, las mujeres anónimas cuya desnudez trastorna, las vedettes de belleza a la disposición de las frustraciones (no hay en las tarjetas postales o en las fotos grandes, mujeres de pueblo; una vendedora humilde no conmueve o electriza). En las fotos se consuma lo propuesto por el teatro y el cine, la imagen femenina como algo independiente de las mujeres reales, la abstracción que confirma la calidad de objeto tasable cuya misión es agradar y causar esa plusvalía del placer que es la excitación. En las postales francesas y alemanas que inundan México en las últimas décadas del Porfiriato, los decorados de bosques y edificios clásicos, de falsos arroyuelos y velos flotantes, de cisnes de yeso y cojines orientales, aseguran que esas mujeres desnudas, seleccionadas con esmero, se solazan en las ventajas dobles de la civilización y la naturaleza, y se abandonan a la cámara no tanto por perturbar, sino por dejar constancia de cuán amable (por fantasmagórico) es lo alejado de la virtud y el decoro. En su boudoir, la modelo aprueba ante el espejo la redondez de un seno suavemente aferrado; en su cama, ventajosamente desarreglada, ella mira a la cámara protegida tan sólo por sus medias y un libro entreabierto; con apoyo de unas rosas blancas, ella toca un instrumento suavemente fálico. El deseo es plural, la mujer es única. Los caballeros porfirianos o los licenciados constitucionalistas compran las tarjetas, las guardan en sus libros de filosofía e historia, las revisan en el ardor del tedio. Lo que hoy es la inocencia recuperada, fue durante una larga etapa la falta de respeto al hogar, la indecencia que afrenta el recato. En la tarjeta postal, el vicio ofrece sus encantos y la seguridad de su lejanía. Ningún comprador se acercará jamás a esas modelos remotas. Cualquiera, a medianoche, las atrapará en las seguridades mnemotécnicas de su lecho. El árbol del bien y del mal Recapitula Aurelio de los Reyes en Cine y sociedad en México 1896-193O. Por el aislamiento de la Ciudad de México (en los años de la lucha revolucionaria) a las mujeres les fue impedido conocer los adelantos de la moda europea que poco a poco se transformaba. Dejaron de llegar periódicos y revistas extranjeras que en sus páginas incluían los figurines que dictaban el "buen vestir"; en cambio, las películas llegaban con mayor frecuencia, entre ellas, las había de actrices italianas que pronto ganaron la admiración de la gente. Las damas contemplaron en los filmes de Lyda Borelli, la Bertini, la Menichelli, la Manzzani, la Quaranta, Hesperia y la Jacobini la elegancia de sus trajes, y comenzó a generalizarse la imitación. Hasta los gestos estudiados de las actrices fueron copiados. Lo iniciado por la Borelli en 1914, llegó a su apogeo entre 1916 y 1920. En el huertismo las "señoras de sociedad" comenzaron a copiar a la Borelli, y para 1916 la imitación abarcó sectores sociales más amplios, de tal manera que el atuendo "a la italiana" era lugar común en las mujeres de la ciudad. Las películas italianas impactaron a una sociedad hambrienta y soñadora. ¿Qué le proponen las divas a su público femenino? Lo que su nombre indica: la sacralización del papel de la mujer, la resignación activa que quiere trascender acudiendo a gestos de agonía, vestidos sueltos o escotados, ojos que se fugan hacia la tragedia, el idioma ampuloso y mortífero de los letreros de sus películas: "Desde la cumbre de la loca pasión, las dos víctimas caen en el abismo de la voluptuosidad felina". Sin lugar en el mundo hecho por y para los hombres, las divas lo obtienen mediante el uso simultáneo del frenesí y la inmovilidad, del cuerpo estatuario en trance de histeria, y el rostro que iguala adulterio y pérdida de la razón. Ellas exteriorizan, para conocer su alcance y su autenticidad, las pasiones ignoradas o suprimidas. Y al surgir el cine en México, abundarán las espectadoras que se sueñan amas de la pantalla, las Giovanna Terribili González o Francesca Bertini del Anáhuac, quienes "nacionalizan" desde las butacas estilos de actuación y argumentos. Y este público hallará pronto adalides nacionales, que en la escena encumbran el dolor y la arrogancia interpretando historias donde el adulterio y la orfandad culminan en palacios desbordantes de condes y duques. Una diva mexicana es la oportunidad de ser paternal con las semidiosas, como en los versos de Alfonso Camín: Mimí Derba, Mimí Derba, con tres partes de Afrodita y otra parte de Minerva. Sociológicamente, el esfuerzo es interesante. De los Reyes cita una crítica de Revista de Revistas, de septiembre de 1917, a propósito de La obsesión, escrita y actuada por María Luisa Ross, que trata de artistas